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SARAJEVO, 22 DE AGOSTO DE 1992
AÑO 1370 DE LA HÉGIRA
Una llama azul prendió en la calzada.
El chorrito de gasolina que la transportaba se deslizó entre las asperezas del asfalto y fue a lamer suavemente el borde de la primera hoja.
La llama se tornó amarilla anaranjada. Presa de una bulimia repentina, devoró con un ruido sordo la carta de Aarón Quzmán, luego se puso a mordisquear, una a una, lentamente, a través de la carne tierna del papel, las palabras de Alhaquén, último califa omeya de Occidente.
Las cenizas grises y ligeras volaron por el aire caliente, llevándose hacia los cielos la memoria de los hombres... un testamento, un mensaje de paz que nunca vería el día, salido de lo más recóndito de un libro santo, como una última gloria a la gloria de Dios.
Córdoba,
Cuarta luna del año cristiano 963
Año 341 de la Santa Hégira
Al escriba Aarón Quzmán,
Poeta de las Escrituras y guardián del Verbo Sagrado,
Que la paz sea con él
Nos, Alhaquén II,
Califa de Occidente,
Damos gracias a Dios por haberos encontrado y os perdonamos, por ello, de buen grado vuestras «familiaridades» que fueron la respuesta lógica a nuestro disfraz.
Esperamos no haberos herido en absoluto por lo que pudiera haberos parecido una impostura y no era, de hecho, sino el deseo sincero de daros confianza, garantizando a un tiempo la indispensable seguridad de nuestra persona.
Os rogamos que creáis, por tanto, que el hábil subterfugio que empleamos no tiene otro fin que el de ayudarnos a comprender mejor la naturaleza humana y nos colma a veces de favores inesperados, ¡como este placer sutil de oír que un hijo de Israel llama «hermano mío» al comendador de los creyentes!
Así pues, hermano mío, he recibido vuestra larga carta y la he leído con gran interés.
No sabría deciros a cambio la dicha que sentí yo al caminar a vuestro lado por los senderos de la Palabra y lo Escrito, desde el Principio hasta el mensaje sagrado transmitido por los Profetas. El arte de la semántica, lo habéis adivinado, no deja de ocupar mi espíritu desde que tengo uso de razón. Si podemos explicar el mundo por el «hablante», él se ofrece plenamente a nuestros sentidos por el «significante». Ahora bien, en el Universo todo es «signo», desde la entidad más inmensa hasta la forma más ínfima. Por lo tanto, interpretar los «ayar», los signos, es acercarse en lo posible a la palabra divina para «nombrar» el mundo como Dios lo nombró. En vuestra carta, hermano, decís que la Palabra Perdida se recompuso lentamente en lo Escrito significante hasta que Moisés la sublimó. Aunque estoy completamente de acuerdo con vos, permitidme añadir que las desdichas del pueblo de Israel hicieron que se volviera a perder durante el destierro en Babilonia, tras la caída del templo de Salomón. Gracias al profeta David y al escriba Esdras, la tradición oral se pudo reconstruir, pero solo en parte. Es probable que nunca sepamos en qué medida se modificó el alfabeto sagrado, pero el que vos usáis hoy seguramente debe de conservar su quintaesencia.
La lengua hebraica es, pues, la lengua de Dios por excelencia, lo mismo que «al-lisan arabiy mubin», la lengua árabe «distinta» que es la del Corán. Fue y sigue siendo el centro de vivas polémicas; algunos la consideran lo «hablado» por un hombre de carne y hueso, otros lo «significado» por el propio Alá.
Yo tiendo, como Aristóteles, a permanecer en el término medio. A imagen del «shema» cuya luminosa explicación hacéis, las letras sagradas que encabezan las suras del Libro Santo no son obra del Nabí, que no conocía lo Escrito, sino signos divinos destinados a ser oídos, «pronunciados» y transmitidos oralmente.
El Corán es la llamada, el grito de Alá «restituido» por boca del Profeta.
No tiene nada incompatible con la Torá, pues le reconoce al pueblo hebreo su calidad de pueblo elegido y alaba con fervor a los eminentes personajes que han jalonado su historia.
Lo mismo que el judaísmo y el cristianismo, el Islam toma su esencia de las profundidades de la conciencia humana. Ensalza la revelación del Dios Uno, Alá-Eloi-Eloá, Padre de todo lo que existe, el único y Sublime que lo ha engendrado todo.
Todos somos hermanos, mi hermano, y los hermanos de nuestros hermanos lo son tanto como nosotros.
Por eso considero con fraternal benevolencia el desarrollo del Nombre Divino en el Tetragrama, objeto de una constante triangulación.
El ternario aparece en él como un «binario equilibrado» bajo la Unidad-Principio.
El cuaternario es la continuación lógica.
El proceso de involución se efectúa, pues, por suma (Siete) y multiplicación (Doce) del ternario de engendramiento y del cuaternario de realización. El septenario y el duodenario son los ritmos principales de la armonía del mundo: los siete planetas y los doce signos del zodíaco en el espacio, los siete días de la semana y los doce meses del año en el tiempo, las siete puertas en el cuerpo pensante del hombre y la mujer (dos ojos, dos orejas, dos narices y una boca) y las doce puertas de la Jerusalén Celestial, pero también los siete colores del arco iris, los Siete Cielos que llevan al Trono de la Gracia, las doce tribus de Israel, los doce apóstoles de Cristo, los doce imanes... ¡y muchas cosas más!
Como vemos, en el Universo, el número cuenta y la letra narra. Habría que estar ciego para no percatarse de la inmensa bondad con que el Creador nos ha gratificado. Lo menos que podemos hacer en correspondencia es alabarle en todas nuestras oraciones y elevar en su Gloria unos templos dignos de su Obra. Es lo que siempre hicieron mis antepasados. Yo me limito a concluir humildemente su empresa arquitectónica.
Convendréis, no obstante, en que la geometría sagrada no es privativa del Templo. Todo el Universo, del cual es reflejo, es arquitectura, a imagen de la Palabra Divina que lo ha creado.
Habéis aportado la prueba deslumbrante en el desarrollo del Alef. Las otras dos letras madres son de la misma clase. Pues tal parece que el Mem es el símbolo de Nut, la diosa del cielo de los antiguos egipcios, la cual, sostenida por Shu, el dios invisible del aire, «arquea» su cuerpo sobre Geb, la Tierra, separando así las aguas de arriba de las de abajo.

El Shin, con sus tres lenguas de fuego, no necesita comentario. A este respecto comprobamos con agrado que la escritura hebrea, a ejemplo de la arquitectura del templo de Salomón, es una escritura «angulosa», mientras que la árabe se traza con curvas y suaves redondeces. Ambas conjugan admirablemente el cuadrado de la tierra y el círculo del sol, un modo sutil de contar lo Eterno, una de ellas, y narrar lo Infinito, la otra.
El escrito significante del número con la «cifra», que debemos a la sabiduría de las Indias, también respondería a las leyes de la arquitectura divina.
En la letra madre podréis distinguir el 1 en el Yod, el 2 en el Yod encima de las aguas del Mem y el 3 en la unión de dos Yod y el Mem para formar el ternario creador del Alef.

También aquí el nombre y el número se unen íntimamente para expresar el Universo.
El maestro Filípides de Esmirna me mostró varios ejemplos significativos en la gran cúpula de la Mezquita real que contemplo todos los días y que, estoy convencido, aún no me ha revelado todos sus secretos.
No os sorprenderéis si insisto en los tres primeros números, apoyándome como vos en el ternario primitivo. Es lo que hacía Pitágoras, para quien el crecimiento triangular era generador de todos los números figurados planos o sólidos, como si el ojo del «Gran Ordenador del Cosmos» se abriera cada vez más para acabar abarcando todo el Universo en el único punto de tangencia entre el círculo y la recta, símbolos del infinito.

Por consiguiente, no puedo pasar por alto el misterio de la Santa Trinidad.
Ya conocéis, mi hermano, todas las reservas que formula al respecto nuestra religión. No obstante, me gustaría explicaros cuál es mi opinión personal, esperando que con ello no hiera vuestra sensibilidad ni la de vuestro amigo Recuerda. Conociendo vuestra inteligencia, creo que no sucederá tal cosa.
De entrada, en la relación entre Abraham, Isaac y Jacob veo una «trilogía» de carne y hueso cuyos engendramientos sucesivos revelan la «Unidad trina» en lugar de la «Trinidad una» que vosotros adoráis. Porque «uno en tres» y «tres en uno» no son lo mismo. Si Dios es Uno en cada uno de los tres, los tres siguen siendo «distintos» en la Unidad espiritual que forman.
Este modo de ver las cosas me lleva a considerar la Trinidad cristiana desde otro ángulo, por la vía trascendente de la Inmaculada Concepción.
Mariam, Luz de Alá el Compasivo, es el símbolo mismo de la «Matriz del Mundo».
Un mundo necesariamente virgen de todas las cosas en el Comienzo. Jesús-Isa, su «primogénito», fruto de su vientre, personifica la Vida, y ella es su Santo Receptáculo.
De modo que yo concibo la Trinidad en la milagrosa aparición del Yod-Principio en las aguas matriciales del Mem, para generar al Hijo, germen o Segundo Yod que se realiza en el ternario vital del Al-ef
Yod-Mem-Yod. En la cadena ininterrumpida de la vida, la identidad carnal del progenitor ya no tiene importancia real, puesto que es a la vez padre e hijo, y actúa como «mensajero», portador del germen primitivo y divino que le ha transmitido desde la primera generación el Adán Kadmon, primogénito de Alá. En este sentido Isa es hijo de Dios.
El personaje central de la Trinidad es, por tanto, «Mem-Mariam».
Como Asiya, que recogió y crió a Moisés, como Jadiya, la primera esposa del Profeta, y Fátima, su hija, ella es mujer entre todas las mujeres, madre entre todas las madres.
Malhaya quien, a través de ella, ofende a una mujer, porque ultraja el principio matricial y sagrado que representa, y por lo tanto la imagen de su propia madre...
En cuanto a la mujer impura, ¡quien no ha pecado nunca tire la primera piedra!
Subh, mi amada esposa, está en este momento al lado de nuestro hijo moribundo.
Mi sitio está junto a ella. Voy, pues, en su busca, enriquecido con las palabras sublimes de ánimo que me habéis dirigido y que no olvidaré nunca.
Bendito seáis por ello, mi hermano.
Que Alá-Eloi-Eloá os tenga siempre en su Amin.
Nos, Alhaquén II,
Califa de Occidente y comendador de los creyentes,
Por la gracia de Dios Todopoderoso,
Firmado de nuestra m...