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Selim dio un pasito atrás y contempló su obra con aire satisfecho.
El cactus tenía buen aspecto en medio de la gran jardinera circular que había mandado rellenar de tierra y arena transportadas especialmente en barco desde Nador. Lo había rodeado de juncos que caían llorando sobre los bordes cincelados de la jardinera y formaban una corona de reflejos azules.
—¡Es espléndido!
La voz de Abderramán le sobresaltó.
—Este jardín llevará por fin el nombre que merece. No podía soportar verlo más en semejante estado de desolación.
Más que un jardín se trataba de un gran patio de recreo que él había remodelado por completo, conservando solo la fuente central. Lo rodeaba una galería pavimentada con losas claras, cuyo techo de tejas negras se apoyaba en una línea regular de columnas de mármol blanco veteado de gris. Los pedestales, los capiteles y los arcos trebolados eran de piedra color arena, labrada con mano maestra por los mejores artesanos.
Un gran estanque rectangular rodeaba la fuente, que cantaba de nuevo. En todo su perímetro las columnas y las arcadas idénticas a las de la galería formaban un quiosco espléndido a cielo abierto, al cual se accedía por cuatro anchas calles perpendiculares jalonadas de bojs y enebros. El resto no era más que hierba tierna, iluminada por motas de flores multicolores.
Selim se sonrojó por el cumplido y miró a su amo. Sentía tal veneración por él que estaba dispuesto a que lo clavaran en el sitio si él se lo pedía. Abderramán, por su parte, sentía gran aprecio por el joven bereber y mostraba un profundo interés por sus dotes artísticas. Todo lo que hacía era de un gusto exquisito. Como Yahara...
—Ven. Voy a enseñarte algo.
Lo llevó hasta las murallas que dominaban el Guadalquivir y sacó un esbozo que él mismo había trazado a pluma con una minuciosidad sorprendente.
—Este es el plano de los futuros jardines del Alcázar. Se extenderán hasta el pie de las murallas y se dividirán en tres partes: el palmar, el jardín frutal y el jardín floral, para el cual tienes mi confianza plena a la hora de elegir las especies y la distribución de los macizos. Estoy terminando la lista de las distintas especies de palmeras y árboles frutales que traeremos de Oriente.
—Amo, ¿ya vais a marcharon de nuevo?
—Yo no... Pero tú sí.
Selim palideció y casi se desmaya.
—¡Mi querido amo, no conozco nada de esas regiones lejanas y no he viajado en mi vida!
—Es una ocasión excelente de ponerte a prueba. No has de preocuparte, he pedido a Ubaid que me proporcione los hombres más competentes y valerosos para garantizar tu seguridad. Están construyendo un barco especialmente habilitado para la conservación de semillas y plantas vivas. En cuanto esté terminado, podrás hacerte a la mar.
—¿Adónde tendré que ir?
Abderramán sintió una punzada de nostalgia que le sacudió el corazón.
—A mi hogar, a Siria. El palmar de al-Ruzafa era tan hermoso que los reyes y las reinas de las tierras vecinas se desplazaban con su corte para verlo. En cuanto a los senderos floridos de Mshatta, a menudo los comparaban con los del divino paraíso. Allá es donde encontrarás las especies que convertirán los jardines del Alcázar en los más bellos jamás imaginados. Todo se hará por el placer de los sentidos, los gustos más sutiles, las fragancias más delicadas, los colores más variados. Se oirá incluso el canto de ciertas aves, como en el palacio del emperador de la China.
Selim ya estaba en la otra parte del mundo. Dejó a su amo en un estado próximo al éxtasis, los ojos más brillantes que nunca. Abderramán observó el paisaje y buscó con la mano el saquillo de piel que llevaba siempre colgado al cuello. Su tacto mullido le sentó bien. Como sujeta por un cordón umbilical, su tierra natal lo seguía agarrando por el vientre.
Notó una presencia a sus espaldas y se volvió. Badr acababa de llegar.
—Buenos días, señor.
—Buenos días, amigo mío. Estaba soñando, como de costumbre. Es verdad que aquí todo se presta a la meditación, ¿no te parece?
—Sí, señor, y me alegra veros con tan buena disposición. ¿Puedo, no obstante, haceros una pregunta indiscreta?
—Sin duda.
—¿Sois feliz?
—Sabes bien que no, Badr. Me siento tan solo...
—Precisamente, ¿no creéis que ya es tiempo de pensar en tomar una esposa para garantizar la perennidad de la dinastía? Hace ya seis meses que reináis sobre el emirato y que os escondéis en el Alcázar como un lobo en su cubil. No es eso lo que vuestro pueblo espera de vos. Desea veros, saber que sois feliz y compartís su dicha.
Abderramán hizo una mueca de decepción.
Desde su entrada en Córdoba solo había tenido una idea en la cabeza, devolverle al palacio el esplendor perdido. Sin duda para ahuyentar de su espíritu las horas negras que había vivido y que lo obsesionaban aún. Por lo demás, hacía más de cinco años que no había conocido mujeres. Su ajetreado destino lo había mantenido al margen de los placeres de la carne, pero curiosamente no sentía ninguna añoranza particular. El tiempo y la benevolencia divina, «in sha'a Allah», ya se encargarían un día de hacerle encontrar su alma gemela...
—Es posible que tengas razón, pero ¿qué debemos hacer?
—Hacer lo que hace todo el mundo en este caso según nuestros usos y costumbres. Buscar jóvenes vírgenes y de buena familia que sean capaces de daros hermosos hijos. Entre vuestras favoritas, la primera que os proporcione un heredero varón compartirá vuestra vida íntima y tendrá un aposento especialmente habilitado junto al vuestro. Estará a vuestro lado en todas las manifestaciones oficiales que sean de su incumbencia y recibirá con gracia a vuestros invitados. Las demás tendrán un aposento común en palacio. En cuanto al harén, se compondrá de jóvenes esclavas y cautivas que serán educadas por una criada para saciar vuestros deseos. Cuidarán de ellas eunucos que mandaremos traer de Nubia y Sudán.
—¡Conociéndote como te conozco, seguro que ya has ido a la caza de esas jóvenes en flor!
—No solo las he buscado, sino que creo además haberlas hallado.
—¿Bromeas?
—No, señor. Están aquí y os esperan en el jardín.
Abderramán salió con una expresión divertida. Desde su infancia Badr lo cuidaba como un padre y él no tenía ninguna queja al respecto. Sabía anticiparse perfectamente a los acontecimientos y satisfacer en cada momento las necesidades de todo el mundo sin que fuera preciso recordárselo.
Lo siguió dócilmente por los pasillos del palacio hasta una alcoba discreta desde donde podía observarse el patio sin riesgo de ser visto. El sol otoñal envolvía las columnatas con reflejos tornasolados y, por el juego de las sombras, imprimía una ligereza increíble al jardín, como si estuviese suspendido en el espacio.
Tres bellas mujeres engalanadas de pies a cabeza paseaban por la galería conversando alegremente. Sus risas melosas se confundían con el murmullo regular de la fuente y, pese a la magia del momento, no parecían en absoluto impresionadas.
Sentada aparte en el borde del estanque, otra joven parecía no prestarles ninguna atención.
Inclinada sobre el agua, deslizaba la mano por ella para apreciar la frescura. Abderramán no veía su rostro oculto por una larga cabellera rubia, casi pelirroja, que caía sobre su túnica blanca para acabar desposando su arqueada cintura. Adivinó las formas perfectas de sus piernas bajo el pantalón de seda, la delicadeza de sus tobillos atados con los lazos dorados de sus sandalias.
Había en ella algo indefinible que imponía silencio. De pronto se levantó y volvió la cabeza en su dirección, como si hubiese adivinado su presencia.
Y el tiempo se detuvo.
Petrificado, apuntando con el índice a la inaccesible estrella, Abderramán creyó que se le había parado el corazón.
Contemplaba la eternidad.
—Ella...
El universo entero acababa de reducirse a la única palabra que era capaz de pronunciar en este momento divino.
Ella... ella y sus grandes ojos negros como el azabache con destellos de esmeralda, su fina nariz de curvatura imperceptible, los perfilados contornos de su boca roja como una granada abierta a los placeres azucarados.
Ella y el resto del mundo.
El cielo se había abierto bruscamente bajo otros cielos, otros soles y otras lunas.
Supo que desde entonces nada sería como antes, los días y las noches, el temblor de los olivos bajo la brisa, el sabor silvestre de las especias, el borboteo de las fuentes, el color de la tierra y la dulzura de la miel.
Su vida había cambiado de rostro.
La joven dio unos pasos. Tenía un porte de reina. Abderramán la deseó enseguida. Su gracia felina, sus gestos lentos impregnados de una elegancia refinada propagaron en su interior una onda de calor irreprimible.
Agazapado en la sombra de la alcoba, Badr sonreía dulcemente, satisfecho de su elección.
—Siria de pura cepa, señor. Su progenitor era el mejor perfumista de Damasco. Fabricaba aceites esenciales y comerciaba con ellos. Un día, justo después de la muerte de vuestro padre, la nave en la que había embarcado zozobró en una tempestad y pereció ahogado. Su esposa intentó sucederle en vano, pero los abasíes no aceptan a las viudas que se perfuman. Se exilió con su hija a al-Ándalus después de vender el negocio. De hecho, ¿sabéis a quién? Nunca lo adivinaríais... a nuestro amigo Salomón el judío que nos sacó de las garras de Ben Mabruk. ¡Entonces ya era rico cómo el que más, ahora no sabrá ni dónde meter sus monedas de oro!
—Quiero verla, Badr. Quiero hablar con ella sin demora. Quiero...
—¡Despacio, mi príncipe, cómo sois! Hay que respetar el protocolo. Solo podéis hablar con ella en presencia de su madre. En estos momentos está en casa de una amiga. Además, debo llevarle a su hija y aprovecharé para arreglar una cita.
—¿Para cuándo?
—Espero que hacia el final de la tarde. Entretanto intentad distraeros...
Abderramán no se distrajo en absoluto. Superaba todas sus fuerzas. Olvidó almorzar y pasó el resto del tiempo en el jardín, errando como un alma en pena en busca de la luz perdida.
Desde que Badr volvió para confirmarle la visita de ambas mujeres, no pudo estarse quieto. Se dio tres baños seguidos y se cambió de ropa cinco veces, hasta quedar completamente satisfecho con su aspecto.
Luego volvió al jardín, se sentó cerca de la fuente y aguardó.
Llegaron con las primeras sombras de la tarde. Badr se adelantó e hizo rápidamente las presentaciones. Abderramán se inclinó ante las dos sirias, que le devolvieron el saludo con un silencio recatado, impregnado de misterio. Durante una fracción de segundo cruzó una mirada con la joven y tuvo que hacer un esfuerzo desesperado para no desfallecer. Estaba sublime con un caftán azul que contrastaba con sus ojos oscuros. Los había resaltado con una fina raya de kohl que le daba un aire de diosa egipcia. Un zafiro que colgaba de un collar de oro fino descansaba sobre el joyero satinado de su garganta.
Badr notó que a su amo le iba a dar un síncope y, con tono animado, propuso a la madre enseñarle el palacio.
Por primera vez estaban solos en el mundo. Después de un tiempo que le pareció infinitamente largo, Abderramán se armó de todo su valor y logró balbucear algunas palabras.
—Vamos a sentarnos, ¿quieres?
Se acomodaron en el borde del estanque. Ella repitió su gesto de la mañana con la misma indolencia, acariciando el agua, como si liberara ahí pensamientos secretos.
—¿Cómo te llamas?
—Soraya.
La palabra se despegó de sus labios y fue a rozar el rostro del príncipe como una caricia. La voz cálida y sensual se deslizó por sus venas y le inflamó el corazón.
La joven siria alzó los ojos y él se puso a temblar de la cabeza a los pies, cual cordero recién nacido.
—Yo... bueno, tú... no... quisiera...
—¿Sí...?
—Quisiera decirte... cómo decirlo... quisiera... eres muy hermosa.
Se sintió ridículo enseguida, pero era demasiado tarde. Permaneció plantado con los brazos colgando y puso cara de perro apaleado a la espera de la terrible sentencia. Soraya se echó a reír con una risita aguda, descubriendo sus dientes relucientes. Ofendido, Abderramán se retorció como un gusano, pero no pudo resistir mucho tiempo y se zambulló a su vez en el agua fresca de su ataque de risa.
Cuando posó su mano sobre la de ella, el tiempo volvió a detenerse.
Se devoraron con la mirada, sin decir palabra, unidos el uno al otro por una fuerza invisible. Sola, la fuente hablaba por ellos. No supieron cuánto tiempo permanecieron así, pero cuando Badr y su compañera volvieron al patio, ya era casi de noche y sus ojos brillaban como estrellas.
Soraya se marchó del brazo de su madre y se volvió discretamente cuando la puerta se cerraba. Abderramán le mandó un beso con la punta de los dedos y luego se puso a bailar por el jardín dando gritos de alegría. Loco de amor, se dejó caer en la hierba con los brazos en cruz y abrazó la tierra con ternura.
Volvió a ver a Badr en la cena y comió con un apetito feroz. Saciado, se puso a observar a su amigo, que le parecía extrañamente tranquilo y sereno, pese a las peripecias de este día turbador.
—¿Lo sabías, verdad?
—¿Qué sabía, mi señor?
—Sabías que sería ella, no me digas que no. Toda esta puesta en escena, por la mañana, era cosa tuya. ¡Badr, eres mi mejor amigo y el mayor granuja que conozco!
—Mi príncipe, yo no...
—¡Y hasta sospecho que, después de presentarme a la hija, pones las miras en la madre!... No parecía dejarte indiferente cuando has vuelto con ella de la visita a palacio. ¿Quieres que te lo diga? ¡Eres un pícaro!
Se levantó y, riendo, le dio una palmotada amistosa en la espalda. El golpe casi le hizo escupir el trozo de cordero que tenía en la boca. Se le sonrojaron las mejillas y se enredó en protestas indignadas que hicieron reír a Abderramán hasta hacerlo llorar.
Aduciendo un cansancio repentino, Badr dejó a su amo y cruzó el pasillo que llevaba a los aposentos. Suspiró profundamente como un día sin fin y luego estalló en una risa poderosa que resonó en todo el Alcázar.
Daba igual si su amo lo oía. Hacía tiempo que no se sentía tan feliz.