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AÑO DE GRACIA 757 DE LA ERA CRISTIANA

AÑO 135 DE LA HÉGIRA

Soraya dio un grito desgarrador.

Había roto aguas durante la noche y las contracciones no habían dejado de acelerarse con el paso de las horas.

De rodillas en su lecho, con las manos crispadas sobre sus muslos abiertos de par en par, miraba aterrorizada su vientre tenso, como si encerrase todo el sufrimiento de los hombres.

La partera había llegado al alba en compañía de una joven aprendiza y con una bolsa grande llena de sábanas, aceites y ungüentos. Tras un examen minucioso había hecho que Soraya se colocase en la posición inmemorial del parto, la que todas las mujeres, de generación en generación, se transmitían desde el primer don de la vida.

Sabía que el niño llegaba correctamente. Si a la princesa no le entraba demasiado pánico, todo iría bien y duraría poco.

—Inspirad, señora, espirad... En cuanto notéis que se acerca contracción, coged todo el aire que podáis, bloquead la respiración y empujad.

Soraya la miró con cara de ajusticiada. Habría dado cualquier cosa por dejar de sufrir. De pronto el dolor se apoderó de ella y la hizo jadear.

—¡Empujad, señora, empujad!

La joven tensó los músculos y empujó con todas sus fuerzas. Su cabeza estaba a punto de estallar. Al límite de su resistencia, con la cara roja por el esfuerzo, espiró con un largo quejido y se puso a temblar.

—Nunca lo conseguiré. Me duele mucho.

—¡Pues claro que lo conseguiréis! ¿Cómo lo han hecho las demás antes que vos? Pensad en el valor de vuestra madre cuando os dio la luz del día...

A Soraya le daba completamente igual. De momento era su propio vientre el que la torturaba. La única persona que podía ayudarle era Abderramán. Pero ¿por qué demonios los hombres no tenían derecho a presenciar la llegada al mundo de sus hijos? Juró que hablaría con él en cuanto se repusiera para que promulgase un decreto.

La partera la examinó de nuevo. El cuello estaba abierto de sobra y el nacimiento era inminente.

Se dirigió a su aprendiza, que contemplaba la escena embobada.

—Amina, ve a buscarme dos recipientes. Uno de agua fría y otro de agua caliente. He dicho caliente y no ardiendo, ¿me has entendido? Pero ¿qué haces mirándome así? ¡Venga, date prisa, zoquetilla!

El modo en que la joven salió de la habitación arrancó una débil sonrisa de los labios de Soraya.

Se sentía agotada. Unas finas gotitas de sudor perlaban su frente y todo su cuerpo estaba dolorido.

La partera se untó las manos con aceite de palma y se colocó de rodillas detrás de ella, arrimándose a su espalda para sujetarla mejor. Luego le pasó las manos por debajo de los brazos y comenzó a sobarle el vientre, con suavidad, de arriba abajo.

Volvió el dolor, fulgurante. Soraya chilló, con los ojos desorbitados.

—Respirad, respirad... bloquead. ¡Empujad, ahora, empujad!

Notó que la mujer la levantaba para aliviarla. Se contrajo y volvió a empujar, al límite de la ruptura. Justo en ese momento, Amina entró en la habitación.

—¡La cabeza! ¡Veo la cabeza!

—¡Perfecto! Vamos por buen camino. Un pequeño esfuerzo más, mi princesa, y os habréis liberado.

Soraya creyó que las fuerzas la abandonaban. Se dejó caer hacia atrás y apoyó la cabeza en el hombro de la partera, sin aliento, con los ojos quemados por el sudor.

—¡Dios todopoderoso, ayúdame!

Reunió todas las energías que le quedaban y tensó todos los músculos de su cuerpo con un aullido inhumano.

Inundada de dolor, ni siquiera notó que se vaciaba su vientre. Como en un sueño, le pareció oír a lo lejos el grito triunfal de Amina y luego se desmoronó en los brazos de su liberadora, desmayada.

—Amina, ayúdame, rápido.

La partera se retiró y logró tender a Soraya de espaldas sin tocar al crío.

—Ponle un almohadón debajo de la cabeza, haz que respire las sales y límpiale la cara con agua fresca.

Mientras hablaba, había cogido al niño en brazos. Era un varoncito precioso.

Había nacido ligeramente cianótico y tenía el cordón umbilical enrollado al cuello. Con gestos de una precisión asombrosa quitó el cordón, pegó los labios a la nariz del niño y aspiró las impurezas que escupió al suelo. Después le pellizcó las mejillas con el pulgar y el índice para obligarle a abrir la boquita Y sopló dentro. Una vez hecho esto, agarró al bebé de los pies con una mano, lo levantó corno un saco de higos y le dio dos palmadas en las nalgas.

Todo había transcurrido en unos segundos. La bolita de ojos aletargados se torció de repente con un rictus elástico y emitió un gritito punzante, pronto seguido de una larga serie de vagidos agudos que resonaron en la habitación.

La mujer cortó el cordón y lo ligó con una crin de caballo, luego vendó el vientre del bebé y se dispuso a lavarlo con agua tibia. El niño pataleaba en todas direcciones y no dejaba de llorar.

—¡Y bien, principito! Como te portes así toda tu vida, compadezco a tus futuros súbditos...

Mientras hacía su tarea miraba de reojo a Soraya, que empezaba a reponerse. En cuanto terminó, cogió al bebé y lo puso con delicadeza en el vientre aceitado de su madre.

—Aquí tenéis a vuestro hijo, señora. Sujetadlo bien contra vos, porque se os puede resbalar de las manos.

En cuanto notó el calor del pequeño cuerpo que se agitaba encima de ella, Soraya rompió a llorar con dulzura. Contempló a su hijo con una ternura infinita, sin atreverse a tocarlo apenas por miedo a romperlo. Osó, no obstante, acariciarle la cabeza. El cráneo frágil le cabía casi todo en una mano.

Loca de agradecimiento, alzó los ojos.

—Gracias.

—¿Gracias por qué, hija mía? No hago otra cosa desde hace treinta años. Es el oficio más bello del mundo. Lo aprendí de mi madre, que lo aprendió de su propia madre. ¡Ay, si los hombres pudieran entender el gran misterio de la vida como lo sentimos nosotras en nuestra propia carne enviarían con menos frecuencia a sus hijos a dejarse matar en la guerra!

Pensó acto seguido en el padre del niño. Ya era hora de que supiese la buena nueva. Se lavó las manos y salió de la habitación. Cuando abrió la puerta del salón, Abderramán, Badr y la madre de Soraya se levantaron a un tiempo y se precipitaron hacia ella, con expresión totalmente angustiada.

—Señor, ha sido un niño. Su madre y él están bien. Y el pequeño es magnífico. ¡Por Alá, qué guapo es!.

Instantáneamente la madre de Soraya se deshizo en lágrimas en los brazos de Badr.

Aquello empezaba a ser una costumbre. Abderramán saltó como un cabrito y comenzó a dar vueltas en redondo a toda velocidad, gesticulando nervioso.

—Un niño... Acabo de tener un niño... ¿Estás segura de que no es una niña?... Entonces, es un niño... Es magnífico y por Alá qué guapo es...

Cambió de rumbo bruscamente y fue derecho hacia la puerta. La partera se interpuso autoritaria.

—Señor, vuestra esposa no está en estado de recibiros todavía. Os prometo que en cuanto esté lista mandaré a alguien a buscaros.

Le cerró la puerta en las narices con un golpe seco. Por muy emir que fuera, no sería él quien le dictara su ley. Tenía otras cosas que hacer.

Entró en la habitación y aseó a Soraya. Por fortuna no estaba desgarrada. La apaciguó con ungüentos cuyo secreto guardaba, luego le extendió un bálsamo en la cara y la peinó durante un buen rato mientras Amina terminaba de cambiar las sábanas manchadas. Lanzó una mirada al bebé, que dormía sobre un almohadón mullido colocado en una cuna de mimbre con forma de barca.

Satisfecha, se repantigó en una esquina de la cama.

—Amina, puedes ir a buscar a la familia.

La joven aprendiz no necesitó ir muy lejos. La noticia, a su vez, había traído cola. Una multitud alegre y bulliciosa esperaba al otro lado de la puerta de la habitación, en torno a Abderramán y Badr, que no conseguían consolar a la suegra.

La partera se incorporó, los hizo entrar a los tres y tuvo que levantar la voz para explicar que la madre estaba muy cansada y que solo se podría ver al pequeño heredero dentro de unos días.

Luego volvió a cerrar la puerta farfullando y echó el cerrojo. Abderramán, sentado en el borde de la cama entre Soraya y la cuna, no sabía ya a quién dar su amor. Como si aún no estuviera seguro de lo que veía, se volvió, el rostro radiante de luz.

—Entonces, ¿ha ido todo bien?

—Perfectamente, señor...

La partera clavó los ojos en Soraya.

—Y en lo que respecta al valor, nadie puede darle lecciones a vuestra esposa.

Como algo excepcional, dejaron pasar a Ubaid y Abdelkrim, así como al gran muftí, que se había desplazado en persona para bendecir al niño.

De noche, Abderramán y Soraya se quedaron por fin solos, inclinados sobre la cuna. El bebé dormía el sueño del justo. Se miraron sin decir palabra, como la primera vez en el jardín del Alcázar, cuando ya se amaban con toda su alma antes de decirse nada.

El gran amor brillaba como nunca en sus ojos, pero en adelante se repartía entre tres, con aquel pedacito de vida complementario surgido de la nada como por encanto. Un berrido vino a romper el silencio.

—Tendrá hambre. ¿Puedes dármelo?

Abderramán cogió con delicadeza el cuerpo frágil y lo dejó sobre el vientre de Soraya. El niño encontró enseguida el pecho y se puso a mamar vorazmente. El joven príncipe, muy interesado, quiso ver de cerca a su hijo atiborrándose del precioso líquido materno. Alzó los ojos, preso de una súbita inquietud.

—¿Crees que tendrá bastante?

Soraya se echó a reír.

—Creo que hasta tendrá demasiado. Mira, estoy llena como una oveja que acaba de parir...

Se apretó con los dedos el extremo del pecho libre y salió un chorro potente de leche azucarada que salpicó la barba de su esposo. Rieron a mandíbula batiente, pero el recién nacido no se inmutó y siguió llenándose el estómago a conciencia pese a los estremecimientos de su madre. Abderramán salió para limpiarse la cara. Cuando volvió, Soraya se había adormecido con su bebé. Con la mayor suavidad posible, sacó al niño, se lo instaló cómodamente en el hueco de los brazos y salió de la habitación con sigilo.

El aire templado de la noche acariciaba la cima de las murallas. Agarró al niño y extendió sus brazos, en signo de ofrenda, con la mirada levantada hacia la intensidad.

«"Shuf, abba, shuf!"... ¡Mirad, padre!... ¡He aquí el hijo de vuestro hijo, la sangre de vuestra sangre, la savia ancestral de los omeyas aún en pie! Dios el Altísimo no ha querido que yo sucumba y no he sucumbido, gracias a la fuerza que me infundíais. Que este niño sea el vivo símbolo de esta fuerza y continúe la misión sagrada que me habéis confiado. ¡Todo sigue, padre, todo sigue!... ¡Y tú, abuelo, mira a Hisham! Tal es el nombre que le pongo en tu memoria. Que Alá todopoderoso, hasta el último día de su vida, le dé tu sabiduría y tu bondad para que, a ejemplo tuyo, pueda proteger a los débiles y a los miserables, instruir a los hombres de buena voluntad con el conocimiento universal y hacer así que reine la paz sobre las naciones. Ves, abuelo, no he olvidado. ¡El amor no se detiene jamás!»

Atrajo hacia su pecho al niño dormido y lo contempló durante un buen rato, embargado de una profunda melancolía. ¡Qué contenta se habría puesto Fátima! Lo habría amado como había amado a Suleimán, a su manera, casi en exclusiva.

Con los ojos bañados en lágrimas levantó la cabeza por última vez. Le pareció que las estrellas brillaban un poco más en el cielo.