17

Había llegado el gran día. Por la mañana temprano habían mandado abrir las compuertas y el depósito acababa de llenarse. Selim estaba totalmente satisfecho con el desarrollo de las operaciones. El maestro albañil y sus obreros habían hecho un trabajo de gran solidez y precisión.

Hasán entró en la sala húmeda justo cuando el depósito empezaba a desbordarse. Juntos, miraron sin decir nada cómo el agua se colaba despacio por las boquillas.

Selim se volvió, con expresión jovial, y se desató de la cintura un saquillo de piel.

—Te felicito. Has cumplido. Toma la cantidad que habíamos, convenido.

Hasán cogió el saquillo y se inclinó, como era su costumbre, con una deferencia afectada.

—Os lo agradezco, joven excelencia. No obstante, antes de retirarme, desearía ver cómo se efectúa la llegada del agua a los baños. Si me lo permitís, claro está...

—Te acompaño, pero no me quedaré. Los primeros invitados están a punto de llegar y he de recibirlos en los jardines antes de que llegue nuestro emir.

Llamó a un guardia y se marcharon a los baños.

Badr, con aire preocupado, se dirigía hacia la sala de armas para formar el cortejo del príncipe cuando se cruzó con los tres hombres en el recodo de un pasillo.

—¿Va todo bien, Selim?

—Todo parece funcionar de maravilla, señor. Estamos con las últimas comprobaciones.

El sirio continuó su camino, dominado por una extraña impresión de malestar. El hombre que iba al lado de Selim lo había mirado de un modo raro, luego había vuelto la cabeza, como temeroso de ser reconocido.

Se detuvo y rebuscó en su memoria. Esa mirada huidiza, esa cara colorada bajo un turbante desmesurado le recordaban algo vagamente, pero no lograba asociarlos a un hecho concreto. Hizo un esfuerzo por concentrarse y varias imágenes desfilaron por su cabeza. De repente un destello blanco le iluminó la mente y un escalofrío le recorrió el cuerpo.

El hombre era uno de los dos miserables que había perseguido tras el asesinato de la calle del Pañuelo. No le cabía la menor duda. Al volverse, sus miradas se cruzaron durante una fracción de segundo y después saltó al otro lado de la calle y huyó por los tejados.

Badr dio media vuelta y empezó a correr con toda la fuerza de sus piernas. De camino vio otra vez a Selim y se precipitó hacia él.

—¿Dónde está el hombre que te acompañaba?

—Lo he dejado con la guardia en los baños. ¿Por qué?

—¡Maldición!

Reanudó su carrera desenfrenada y entró en los baños. La puerta secreta que daba a la escalera que conducía a los aposentos privados estaba entreabierta. En el umbral, el guardia yacía en un charco de sangre. Angustiado como nunca, pasó por encima del cuerpo inanimado y subió los escalones en silencio con el corazón latiéndole violentamente.

Llegó al pasillo del primer piso, sable en mano, esperándose lo peor. Luego cogió aire y entró en la habitación de su amo.

Abderramán, a solas, terminaba de vestirse.

—Badr, pero qué...

—¡Señor, uno de los dos asesinos de la calle del Pañuelo está en palacio! ¿Dónde están Hisham y Soraya?

—¿Hisham y Soraya? ¡Ay, Dios mío!...

Abderramán salió de un salto al pasillo.

Cuando llegó a la habitación del pequeño príncipe, Soraya le estaba poniendo la ropa de gala a Hisham. De rodillas en el suelo, le daba la espalda al canalla, que, con el brazo levantado, se disponía a apuñalarla. Movida por un sexto sentido, volvió la cabeza y soltó un alarido de pavor. El príncipe se abalanzó al instante contra las piernas del hombre y logró desequilibrarlo antes de que asestase su golpe fatídico. Rodaron juntos y se enzarzaron en una furiosa pelea.

Al ver que no podía intervenir por temor a herir a su amo, Badr se llevó a Soraya y al niño a la sala contigua. Abrió la ventana y se asomó para dar la voz de alarma. Cuando volvió a la habitación, Abderramán llevaba ventaja y sostenía el puño de su adversario para impedir que golpease. Sin reflexionar, le dio un cabezazo violento en la frente.

Derrotado, Hasán soltó el arma y se sumergió en la negrura. Cuando se repuso de la impresión, seguía tumbado en el suelo. Encima de él, dos ojos encendidos lo escrutaban con aire amenazante. Notó que el filo gélido de una hoja le rozaba el cuello.

—¿Quién te ha enviado?

Medio inconsciente, Hasán no contestó. Abderramán ejerció una ligera presión con la punta del puñal y una gota púrpura perló el cuello del abasí.

—Repito... ¿Quién te ha enviado?

La hoja volvió a hundirse en la carne y se deslizó en arco de circunferencia sobre la nuez de Adán, dejando tras ella una estela de sangre. Ante la sensación de ardor, el hombre movió sus ojillos espantados y comenzó a balbucear.

—B... Ben Mabruk.

—¿Dónde está?

—No lo sé.

—¡Oh, ya lo creo que lo sabes, perro! Juraría que hasta lo sabes perfectamente. Vas a decírmelo ahora mismo o te degüello como a un cerdo.

Hasán se puso a chillar.

—¡No lo sé, lo juro! Si miento, te doy mis ojos.

—¿Ah, me das tus ojos? ¡Qué detalle tan delicado! Acepto tu regalo con placer. Si no te importa, voy a sacar uno enseguida...

Abderramán acercó el puñal al ojo izquierdo del abasí, que lo miraba aterrorizado. Con gesto preciso hundió la punta, le dio una vuelta completa en la órbita y tiró con un golpe seco. Hasán sintió un dolor insoportable que le arrancó un grito inhumano. Su ojo ensangrentado, sujeto por el nervio óptico, le colgaba en la mejilla como un higo pocho.

Empezó a jadear y susurró con un gemido:

—El barco...

—¿Qué barco?

—Bajo el puente romano... piedad...

Abderramán pareció dudar un breve instante. Luego su mirada se hizo tan dura y fría como la piedra. Agarró el puñal con las dos manos, volvió a colocar la punta en la herida abierta y apretó con todas sus fuerzas hacia dentro. La hoja rompió el hueso y perforó el cerebro, cortando de un golpe la arteria carótida.

Hasán el Rojo murió en menos de un minuto, sin ninguna reacción.

Abderramán, extrañamente tranquilo, se levantó y se volvió, cubierto de sangre. Cruzó la mirada de Ubaid, lívido, que había acudido entretanto y asistido a toda la escena.

—Ubaid, reúne a tus mejores hombres y encuentra a ese monstruo. Ten cuidado, es un loco peligroso. Es capaz de todo. Badr, ¿dónde está Soraya?

—Con su madre, señor. Se ocupan de vuestro hijo.

—Bien. Las veré más tarde. Por ahora, te quedas conmigo. Necesito darme un baño y cambiarme.

Bajaron de nuevo a los baños. Al pie de la escalera habían quitado el cadáver y limpiado el suelo.

Badr miró cómo se purificaba su amo en el agua. Sabía por qué el príncipe le había pedido que permaneciera cerca de él, temía sin duda sufrir una nueva crisis de convulsiones. Pero no pasó nada. El joven emir empezaba a acostumbrarse a todas estas matanzas que le habían endurecido el corazón y el cuerpo. Cuando regresó a sus aposentos, Soraya se lanzó en sus brazos llorando. La abrazó un buen rato, mientras la cubría de besos, y sumergió la mirada en sus grandes ojos bañados en lágrimas.

—Ya ha pasado todo, amada mía. Al fin podremos vivir en paz y dedicarnos a nuestro hijo.

Soraya lo abrazó y sonrió con tristeza. Sabía que su esposo acababa de cruzar la barrera de un mundo donde ella no ocuparía el mismo lugar que antes.

Ubaid y sus hombres dieron con Ben Mabruk. Curiosamente, no opuso ninguna resistencia.

Una vez más había jugado y había perdido. Sabía que era la última.

Lo llevaron atado de pies y manos a la estrecha plataforma de la noria, luego le obligaron a arrodillarse, cabizbajo, y lo entregaron los gritos de la muchedumbre concentrada en la orilla.

Algunos empezaban a tirarle piedras y la excitación ganaba terreno cuando una voz poderosa resonó por encima de los murmullos y los rugidos.

—Lo quiero vivo.

Sorprendida, la asistencia se volvió. Erguido sobre su caballo, Abderramán miraba con frialdad la silueta encogida del hombre de negro. Su rostro de mármol, impregnado de una gravedad que nadie le había conocido hasta entonces, no delataba ninguna emoción.

Se abrió paso entre el gentío en medio de un silencio sepulcral e inmovilizó su caballo, sin desviar ni un ápice la mirada.

—Ha llegado tu hora, desecho inmundo. Vas a pagar por todos los crímenes horribles que has cometido. Someterte a la justicia de los hombres sería concederte demasiado honor, pues no eres un hombre, sino una bestia maligna, apenas merecedora de los parásitos que corroerán pronto tu cuerpo hasta la podredumbre. Que la ira de Alá caiga sobre ti para siempre. Él y solo Él te hará pagar en el otro mundo todo el mal que has hecho en este. De entre los mil tormentos que te reserva, me ha encargado que te haga padecer el primero en esta tierra. El castigo por codicia. ¿Me buscabas verdad, Ben Mabruk?... Aquí estoy.

Se apeó del caballo y avanzó lentamente hacia el gigante sin dejar de mirarlo. Cuando estuvo a diez pasos de él, se paró y tendió un brazo a un lado.

—Badr, tu sable.

—Señor...

—¡Tu sable, Badr!... Haz lo que digo.

Consternado, Badr dejó su arma en la mano de su amo, que la arrojó acto seguido a los pies del abasí.

—Desatadlo.

Mientras le quitaban las cadenas, Ben Mabruk levantó la cabeza. Una llama salvaje ardía en su ojo sano y un rictus de odio le torcía la boca.

Consciente de que debía estar alerta, Abderramán se plantó firmemente sobre sus piernas, blandiendo el sable.

Aún de rodillas, Ben Mabruk recogió el arma de Badr y empezó a levantarse. No había terminado de enderezar su corpachón cuando se precipitó hacia delante con un rugido feroz.

El príncipe había previsto el golpe y lo esquivó rápidamente. De paso comprobó que el coloso era incluso más grande de lo que pensaba. Aunque él mismo tenía una altura superior a la media, Ben Mabruk le llevaba una buena cabeza.

La hazaña legendaria de Dawud contra Yalut, el gigante filisteo, le vino enseguida a la cabeza. Una pedrada de honda entre los ojos, cien veces narrada por su abuelo cuando era pequeño. En su caso no tenía ningún arma arrojadiza y debía aceptar el combate cuerpo a cuerpo. Era necesario encontrar su punto débil. A decir verdad, lo conocía desde hacía tiempo por haberlo vivido a menudo en sus sueños oscuros de venganza.

Cuando Ben Mabruk volvía a la carga, se puso a bailar a su alrededor por el lado del ojo tuerto.

El gigante, desconcertado, dando vueltas como una fiera enjaulada a la que se excita tranquilamente, hizo silbar la hoja de su sable con amplios movimientos desordenados. Pero solo halló el vacío. Ciego de rabia, redobló los golpes, sin darse cuenta de que su adversario lo atraía hacia el río.

Tras una serie de asaltos de increíble violencia, los dos hombres se encontraron cara a cara, jadeantes, en el pontón de la noria. Abderramán daba la espalda a la gran rueda, tan cerca que podía notar su soplo húmedo. Un paso más hacia atrás sería la caída mortal.

Entonces sucedió algo inconcebible. Con los ojos clavados en el rostro del hombre de negro, el príncipe dejó caer su arma al suelo. Un murmullo de espanto recorrió la multitud. Un guardia quiso tensar su arco, pero Ubaid le retuvo el brazo. Sabía perfectamente lo que pretendía su amigo. El castigo por codicia... Ismail, el reyezuelo de Mareb, había tenido la triste experiencia. Abderramán gritó con voz seca:

—¿Así que quieres matarme, pedazo de bestia? ¿A qué esperas, pues, para venir a por mí?

Fuera de sí, Ben Mabruk levantó su arma y se abalanzó hacia delante con un rugido descomunal. En ese instante el príncipe se dejó caer de rodillas al tiempo que desenfundaba su puñal. El sable del abasí fue a clavarse en un radio de la noria mientras la hoja acerada de la daga le atravesaba el pecho.

Todavía cegado por la furia, el coloso quiso retirar su arma, pero esta, arrastrada por la rueda, se le escapó de las manos. Su rostro se tornó grisáceo de pronto y sus fuerzas le abandonaron.

Abderramán se incorporó sin dejar de sujetar a Ben Mabruk con el puñal. Luego le hizo dar media vuelta y lo arrojó a las aguas espumosas. Por un instante creyó que el fondo lo retendría, pero al cabo de un momento reapareció, levantado por un cangilón, con la cabeza desarticulada colgando en el vacío, la garganta expuesta a un último sacrificio.

El príncipe observó sin decir palabra la lenta y macabra ascensión del cuerpo de su peor enemigo. Cuando bajaba de nuevo hacia él, agarró el sable y lo levantó hacia el cielo.

—«Slama.» Buen viaje al infierno, Ben Mabruk.

La hoja cayó partiendo el aire como un grito de victoria.