25
Mientras cabalgaba, Alhaquén se preguntó por segunda vez si más le habría valido callar. Aún no había cumplido veinte años y ya estaba embarcado, a pesar suyo, en un proyecto faraónico que ni siquiera acertaba a imaginar. Solo sabía que era el único responsable ante su padre. No tenía derecho a fracasar.
Le vino a la mente la reacción del gran visir al final de la última asamblea. El viejo gruñón, siempre tan adusto y con cara de pocos amigos, le había mirado con aire guasón y había esbozado una sonrisa retorcida muy reveladora. Su venganza estaba servida. Varias semanas antes, al ver que la biblioteca de palacio se ampliaba peligrosamente e invadía sus fincas, había ido a quejarse a Abderramán, quien le había despachado con cajas destempladas. Hecho una furia, el gran visir se había marchado maldiciendo para sus adentros a ese joven engendro que pretendía salirse con la suya. Desde el día anterior, casi se le veía cantando por los pasillos. El hijo del califa iba a estar una larga temporada entretenido con la construcción de la nueva ciudad, a ver si así se calmaban sus ardores expansionistas.
Alhaquén distinguió desde lejos la loma que se derramaba e ondas suaves al pie de la montaña. Las ovejas que pacían en silencio habían rasurado concienzudamente el manto de hierba alta y habían convertido en una alfombra aterciopelada, jalonada de rodales de encinas y algún tejo aislado que proyectaban sus copas hacia el cielo.
A medida que se acercaba a ese remanso de paz, la configuración del lugar se tornó más precisa. Dos plataformas naturales destacaban con claridad, una en la cima, bordeada de un fino cordón rocoso, y la otra un poco más abajo, que se fundía suavemente con la planicie. De inmediato se imaginó cómo podría sacarles partido.
Dar al-Mulk, la casa real, se emplazaría en la cima, al oeste, con su atalaya, su terraza al mediodía y sus jardines para los parientes próximos y los invitados distinguidos. En el centro, una zona residencial para el personal administrativo. Al este Dar al-Uazara, la casa de los visires, y la plaza de armas para las paradas de la sutra, la guardia personal del califa, que tendría sus cuarteles alrededor. Más abajo, un edificio suntuoso se alzaría sobre extensos jardines. Allí su padre recibiría a los visitantes insignes, en salones de un lujo inigualable, situados en la misma planta que sus aposentos privados. Delante del edificio los jardines bajarían en cuesta suave hasta la ciudad, dominada por la Gran Mezquita. En el centro de la ciudad, una vasta explanada flanqueada por las termas, la escuela de música y la biblioteca sería el punto de encuentro de todos los deleites, del cuerpo y del espíritu.
Quieras que no, Abderramán tendría su ágora. No pensaba decirle nada. Sabía que el detalle no pasaría inadvertido a la sagacidad de su padre. Esperaba hacerse perdonar esa afrenta a las reglas de la arquitectura omeya con el increíble esplendor del jardín del Edén que pensaba crear, un regalo para los ojos, el alma y el corazón de los hombres.
Al pie de la colina Alhaquén desmontó y le habló al jefe de su escolta:
—Espérame aquí, no tardaré mucho.
Subió por los senderos de pastores que serpenteaban entre la hierba.
La subida no era difícil, pero al llegar a la última plataforma tenía la respiración fatigosa y hubo de esperar un momento hasta recuperar el resuello.
La vista era magnífica. Todo, desde la base hasta la cumbre, encajaba a la perfección en el plano de conjunto que había imaginado espontáneamente.
Satisfecho, emprendió la ascensión a la montaña. Al cabo de un centenar de pasos oyó lo que estaba buscando. El ligero borboteo del agua corriente le llamaba desde un lugar cercano, como una canción familiar. No tardó en descubrir un manantial, agazapado en la roca, y el fino reguero que se abría camino entre las hierbas. Le sorprendió lo escaso del caudal. Subió unos pasos, se arrodilló y pegó la oreja a la tierra seca. Un fragor sordo perforaba la carne tierna del subsuelo y se perdía hacia el oeste, en dirección a Almodóvar. No cabía duda: un río subterráneo atravesaba la sierra de lado a lado y se filtraba un poco más abajo para alimentar el manantial. Cavar un pozo para desviar el río no sería cosa fácil. Pero la ciudad dispondría de toda el agua que necesitara.
Emprendió el camino de regreso con la cabeza llena de cascadas y fuentes. Cuando se reunió con su escolta, montó de un salto y miró detenidamente la loma para grabar en su memoria todos los detalles. Después de echar el último vistazo dio media vuelta y cabalgó hacia Córdoba.
Se alegró de volver a la quietud de su gabinete de estudio. Fiel a su palabra, él mismo había encalado las paredes para que nadie más entrara allí. Después había cubierto las baldosas frías con alfombras mullidas, dejando por todo mobiliario la mesa, el sillón, la esfera armilar de Platón y un armario macizo con sus libros más preciados. Los demás, debidamente catalogados, estaban en una habitación contigua, cuyas paredes pronto se quedaron pequeñas pare acoger los diez mil volúmenes que había comprado desde el día venturoso de la revelación. Había sido necesario tirar tabiques para ampliar espacios, de modo que el ala izquierda del Alcázar se había convertido en un auténtico laberinto, ante las protestas airadas del gran visir.
En menos de seis años había llegado a ser un sabio. Su memoria prodigiosa le había permitido hacer progresos fulgurantes en todos los ámbitos. Hablaba con fluidez el hebreo y traducía el griego antiguo y el latín. La dialéctica socrática o la metafísica aristotélica ya no tenían secretos para él. Podía declamar durante horas pasajes enteros de Esquilo y Homero, recitar versos de Virgilio, Horacio y Ovidio, enardecerse con discursos de Demóstenes, Séneca, Tácito o Tito Livio.
Todas las ciencias le apasionaban. Devoraba a Demócrito, Apolonio, Eratóstenes, Boecio, Ptolomeo, Diofante y Nicómaco de Gerasa.
Las luces de Oriente no se quedaban atrás. Abu Kamil, al-Farisi, Abu al-Uafa, al-Nayrisi y al-Biruni se turnaban en su cabecera. Una lista tan impresionante habría desanimado a cualquiera. Pero él se sentía a sus anchas con esa profusión de conocimientos y adquiría nuevos volúmenes, arrojándose como un hambriento sobre todos los escritos que se ponían a su alcance.
Las únicas obras que no había renovado eran las Santas Escrituras. Seguía teniendo la versión del Corán con la que había aprendido a leer de pequeño. Se sabía casi de memoria las ciento catorce suras. Luego estaba la vieja Torá, curiosamente ampliada con el Evangelio de San Juan. La había leído y releído tantas veces y tantas veces la había comparado con la Palabra del Nabí que algunas páginas se habían desprendido y algunos pasajes estaban ilegibles. Algún día, cuando tuviera ocasión, pediría otra.
Pero aquel no era el momento de dedicarse a los libros...
Alhaquén desplegó sobre la mesa una gran hoja de papel en blanco, se concentró y luego trazó con gesto decidido los primeros contornos de la loma. Esbozar una ciudad entera no era cosa fácil. Pero al cabo de una hora de esfuerzos ya había bosquejado los edificios principales con gruesos trazos de pluma. Muy ufano del resultado, tomó otro papel y dibujó un plano de conjunto lo más preciso posible, delimitando cada sector.
Reflexionó con calma.
Las infraestructuras y los rellanos... por ahí empezaba todo.
En primer lugar había que pensar en las vías de acceso a las futuras obras. La única que existía era la que salía de Córdoba por la puerta norte de la alcazaba, pero era una calzada demasiado estrecha para los vehículos pesados y voluminosos. Habría que ensancharla y al mismo tiempo construir otra, más adecuada, que enfilara directamente al sur desde las obras a la carretera de Sevilla, siguiendo la orilla derecha del Guadalquivir, hasta el sitio donde los tres granujas habían proyectado su ciudad grecorromana. Allí, salvo cuando había crecida, las aguas del río eran tranquilas y profundas todo el año. Las barcazas podrían atravesarlas fácilmente desde la orilla opuesta, y así las caravanas evitarían el paso estrecho del puente romano y la travesía de Córdoba.
Rozar, allanar, terraplenar, compactar... era la tarea gigantesca que le esperaba después, para que se pudiera construir en los tres niveles, desde la ciudad alta a la baja, pasando por los jardines.
Dibujó el emplazamiento circular del enorme aljibe que, en lo más alto, retendría el agua del río. Desde allí, con un trazo rectilíneo, dibujó la larga espina dorsal que recorrería la colina de norte a sur, luego los tres ramales secundarios del «kanat» principal que regarían de oeste a este todo el emplazamiento.
La ciudad más magnífica y moderna del mundo debía contar con una red de conductos subterráneos. Cada edificio y cada casa tendría sus cañerías de plomo para la acometida y sus colectores de cemento en las cocinas, los baños y los lugares de recreo.
En los espacios públicos (avenidas, plazas y jardines), el agua brotaría por doquier para que la ciudad califal fuese una oda a la vida, un canto de alegría a la gloria del Creador.
Había llegado el momento de construir el Paraíso terrenal. «En el nombre de Alá, el Compasivo, el Misericordioso...»
Al día siguiente Alhaquén se levantó muy tarde. Hizo las abluciones y después de rezar salió a pedir audiencia, sin pensar siquiera en desayunar.
Cuando entró en el Gran Salón del palacio no pudo evitar una sonrisa. Abderramán y Zahara estaban sentados, muy modositos, en el «suffa», cogidos de la mano como dos niños. Por sus miradas cómplices se adivinaba que no habían pasado la noche en charlas anodinas.
Pese a la diferencia de edad y la inocencia con que exhibían su relación sin recatarse, no les reprochaba nada. Sabía muy bien que la vida amorosa de su padre no había sido un paseo triunfal. De las cuatro mujeres con quienes se había casado, las tres primeras solo le habían acarreado disgustos. Ambiciosas para sus hijos, hermanos menores de Alhaquén, se peleaban durante horas cada vez que uno de ellos enfermaba, acusándose unas a otras de envenenadoras y hechiceras. Abderramán se había hartado y las había repudiado a las tres sin miramientos, después de un tremendo arrebato de ira que había sido la comidilla de toda Córdoba. Por suerte le quedaba su primera esposa, una mujer discreta y afable que le había dado a su heredero legítimo e hijo preferido. Sentía tal veneración por ella que, por respeto, no había osado tocarla después del parto.
El encuentro casual con Zahara, por motivos diplomáticos que se complacía en invocar, había cambiado su vida. Gracias a la princesa cristiana había descubierto el amor, así como una segunda juventud. Ella era la luz de su vida.
Zahara se levantó y besó a Alhaquén antes de salir de la estancia. El joven príncipe tuvo un ligero estremecimiento. Realmente era muy hermosa. Como para hacerle perder la cabeza a cualquiera. Y desprendía un aroma a mandarina... Todavía estaba arrobado por el suave perfume que flotaba a su alrededor cuando la voz paterna le bajó bruscamente de su nube.
—Acércate, hijo mío. Tienes mala cara, no parece que hayas descansado mucho últimamente.
Alhaquén se contuvo de devolverle el mismo cumplido.
—Padre, vengo a comunicaros el resultado de mis reflexiones. Es solo un primer esbozo, pero espero que os agrade.
Desenrolló los planos sobre la mesa baja y dio inicio sobre el papel a una minuciosa visita guiada de la futura ciudad. Abderramán, fascinado por la imaginación desbordante de su hijo, sacudía despacio la cabeza a cada detalle y sugería de vez en cuando alguna modificación.
Concentrado como estaba, Alhaquén no se percataba de las miradas furtivas de su padre, mezcla de cariño y admiración. Cuando terminó su exposición señaló el boceto con el dedo.
—Padre, sin duda habréis observado que la Gran Mezquita está orientada al sureste. Ya hemos perdonado, ¿verdad?
—Sí, hijo, ya hemos perdonado..., pero no olvidaremos nunca.
Tras un silencio cargado de emoción, el joven príncipe prosiguió con voz alegre:
—¿Qué pensáis de la idea de una gran plaza pública en el centro de la ciudad baja?
Abderramán sonrió divertido.
—¡Excelente! Estoy de acuerdo con que tenga soportales sobre estilóbatos, pero ¡por lo que más quieras, no hagas como esos tres idiotas con sus columnas griegas! Quiero que los arcos sean trebolados, con las dovelas rojas y blancas. Es nuestro orgullo de constructores, nuestra marca personal, ¿entiendes?
—Muy bien, padre. Se lo diré a los arquitectos.
—¿Ya te has puesto en contacto con ellos?
—Todavía no. Tengo que organizarlo bien, porque habrán de ser bastantes y quiero a los mejores. Me he reservado el proyecto de vuestros aposentos privados, la Mezquita y los jardines. Les dejaré todo lo demás a ellos. Bajo mi dirección, por supuesto.
—Confío en ti. Pero me gustaría que junto al gran salón de recepciones me reservaras una estancia especial, de base cuadrada y unos quince pies de lado, con las paredes y el techo completamente desnudos, sin ninguna decoración.
—Nada más sencillo. ¿Y qué pongo en el suelo?
—Déjalo de tierra batida, lo más nivelado posible. Yo mismo me encargaré del revestimiento y en su día te daré una explicación.
Alhaquén asintió sin rechistar. Su padre le tenía acostumbrado a esos misterios. Si Abderramán lo quería así, sus buenas razones tendría.
Miró el plano y se dio una palmada en la frente.
—¡Ah, Dios mío, casi se me olvida! El túnel...
—¿El túnel?
—Sí, padre. He aprovechado la red de tuberías para añadirle, en paralelo, un pasadizo secreto. Oficialmente servirá para hacer comprobaciones en la acometida de agua. En realidad es para vuestra seguridad en caso de ataque; además os permitirá acceder por unas puertas ocultas a cualquier lugar estratégico de la ciudad sin tener que pasar por el exterior.
—Si no he entendido mal, podré aparecer y desaparecer a mi antojo. Eso añadirá misterio a la maravilla. ¡Qué idea tan genial! Hijo mío, sabía que podía contar contigo. ¿Cómo puedo agradecértelo?
—No me agradezcáis nada antes de pasar a lo más importante.
Abderramán tuvo un ademán de asombro.
—¿Lo más importante? ¿Qué es eso tan extraordinario que aún no me has dicho?
—El dinero, padre. Las sumas fabulosas que tendremos que gastar para llevar adelante una empresa tan colosal.
—Creo que ya te dije que tendrías créditos ilimitados, como para la biblioteca.
—Lo sé, pero no os imagináis el número de obreros que habrá que alojar, alimentar y remunerar mientras duren las obras. Para la explanación y la construcción de las calzadas, diez mil hombres...
—Concedido.
—Para la extracción de piedra en las canteras, el transporte entre los distintos lugares y la obra principal, otros diez mil hombres.
—Concedido, te digo.
—Para los albañiles, carpinteros, ebanistas, herreros, soladores, vidrieros, todos los oficios en general, los mismos hombres si no más. A los que hay que añadir los agrimensores, arquitectos, maestros de obra, intendentes... Habrá que nombrar a un tesorero pagador general y a sus ayudantes, encargados de reunir fondos por todo el país, para lo que harán falta también muchos soldados. Por no hablar de...
—¡Concedido, concedido, concedido! ¿Qué más?
—Las caravanas, padre. Las de Oriente hasta Samarcanda y las del sur que se adentren en el continente africano, allende el país de los bereberes. Son las que traerán el oro, la plata y las maderas y piedras preciosas que necesitamos.
—¡Por Alá, has pensado en todo!
—Es menester, si queremos hacer realidad el sueño. A propósito...
Alhaquén titubeaba.
—Tengo que confesaros que un sentimiento extraño me embarga y me obsesiona desde que me encomendasteis esta misión. Es como si siempre hubiera sabido que sería así. Me siento atraído, a pesar mío, por una fuerza irresistible, guiado por un dedo invisible que me enseña el camino. Contestad, padre... ¿es el dedo de Dios? ¿Es Él quien lo ha querido y no yo?
—No exactamente.
—Entonces, ¿lo he querido yo, por mi propia iniciativa?
—Tampoco.
—Padre, explicádmelo...
Los ojos de Abderramán brillaron con un extraño destello.
—Dios ha querido que tú quieras. Te eligió desde que saliste del vientre de tu madre. Te eligió para que tú eligieras, y lo has hecho. Eres su elegido, hijo mío.
Alhaquén salió del Gran Salón con el corazón encogido. Acababa de saber que no era dueño de una parte de su vida y que no podría hacer nada para cambiarla. ¿Durante cuánto tiempo? ¿Cinco, diez años quizá? Qué importancia tenía eso. Su destino ya estaba escrito. Se detuvo un momento y tuvo un recuerdo para todos los que, antes que él, habían entregado su sangre y sus lágrimas en el nombre sagrado de al-Ándalus.
Sosegado, miró al frente y emprendió su camino de gloria.