7
El alba vestía las montañas de una palidez azulada. A lo lejos se perfilaba la sombra rasante de las cimas, y los gritos roncos de las cornejas, que arañaban el silencio, se ahogaban en las capas nebulosas suspendidas sobre el campo adormecido.
Bajo las lonas de la gran tienda de mando ya había llegado la hora de la verdad. Abderramán y sus amigos se habían reunido para un último consejo de guerra antes de la marcha final sobre Córdoba.
—¿Qué camino tomamos?
Badr fue el primero en responder.
—Seguiremos la orilla izquierda del río, amo. La del corazón. No es ese el único motivo, claro está, pero sabéis tan bien como yo el valor simbólico que debemos atribuirle. Lo cierto es que al-Fihri ha querido ahorrar fuerzas a la vuelta de una expedición larga y difícil. Por eso no se ha dejado ver todavía. Está atrincherado en el Alcázar bajo la protección de su guardia negra y ha encargado a su hijo que encabece el ejército en la batalla. El hijo nos espera a pie firme en la orilla izquierda, no lejos de Córdoba, lo bastante cerca como para soportar un asedio en caso de repliegue. La orilla derecha sería un suicidio para él, pues conduce a la alcazaba pasando forzosamente por las puertas oeste y norte, que son auténticos embudos.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Por los guerreros yemeníes, amo. Me pedisteis que los vigilara desde que salimos de Archidona y eso es lo que he hecho, gracias a algunos espías bien infiltrados. Desconozco cómo actúan, pero saben muchas cosas. Incluso demasiadas, y eso es lo que me preocupa.
Abderramán estaba furioso. Tenía el convencimiento de que los yemeníes preparaban un golpe sucio. Todo podría tambalearse y se echarían por tierra meses de esfuerzo y preparación. Había que pasar a la acción, pues, y liberar a los hombres de la espera lo antes posible, enviarlos a la batalla.
—Bien. Despertad a toda esta admirable gente de inmediato. Levantamos el campo. Reunión de aquí a una hora con los jefes de las tribus.
La orden era inapelable. Durante largos minutos de preparativos febriles, las vociferaciones se mezclaron con el tintineo de las armas y el relincho de los caballos; luego todo volvió a la calma y los jefes se pusieron firmes bajo la mirada resuelta de su príncipe.
—Soldados, se acerca la hora. La batalla que se avecina puede ser larga y mortal. Su desenlace no dependerá solo de vuestro valor, sino también de vuestra capacidad para permanecer unidos y ejecutar estrictamente las órdenes que se os den. No olvidéis que el combate que reñimos es el de la libertad y no el del terror. Ya se ha derramado demasiada sangre, velaré porque no se desperdicie inútilmente. Por tanto, no permitiré ningún abuso contra las poblaciones civiles, en especial contra mujeres y niños inocentes. Asimismo, queda prohibido cualquier tipo de saqueo. El tesoro de guerra se dividirá en partes iguales, y se entregará a todos aquellos a quienes el opresor ha despojado indignamente. Los culpables tendrán que rendir cuentas ante mí. Adelante, y que Dios os proteja.
El ejército avanzó en orden de marcha y al cabo de una hora Sevilla tan solo era un punto en el horizonte.
Debido al calor, el avance resultaba más lento y difícil de lo previsto. Bordearon el Guadalquivir durante cinco días por olivares y caminos de sirga, aguantando el ritmo del alba al crepúsculo y concediéndose pocos descansos, justo el tiempo de hacer un alto a mediodía para comer y dar de beber a los caballos. En mitad del sexto día, cuando el sol estaba en su cénit, varios hombres dieron signos de cansancio y decidieron instalar el campamento en el lugar llamado Palma del Río, un sitio sombreado a ambos márgenes de la corriente. Según sus cálculos, Córdoba no estaría a más de dos días de camino y el ejército enemigo, a unas horas como mucho.
Cuando todo el mundo se afanaba en plantar las tiendas, se oyó un grito estridente en el campamento yemení cercano a la orilla. Un guerrero se retorcía de dolor en el suelo, con el muslo atravesado por una flecha. Una vez pasado el primer momento de estupor, sopló un viento de pánico entre las filas de soldados, y cada cual buscaba con angustia la procedencia del ataque. Una segunda flecha vino entonces a clavarse en un árbol, rozando la cabeza de un joven recluta que se desplomó de inmediato, pero esta vez de miedo. No había ninguna duda, procedía de la otra orilla. Los soldados yemeníes se apresuraron hacia el río gritando y profiriendo juramentos, al encuentro de una decena de siluetas oscuras, ocultas tras las espesuras, que lanzaron entre risas burlonas algunas saetas esporádicas antes de desaparecer como habían llegado. Cuando Ubaid, enviado por Abderramán, llegó al lugar, los soldados estaban en tal estado de frustración y nerviosismo que tuvo que hacer grandes esfuerzos para retenerlos. Este primer incidente no presagiaba nada bueno y fue necesario convocar un consejo restringido a toda prisa.
Impasible, Abderramán tomó la palabra.
—No hay motivo para preocuparse por la vida de nuestros hombres. El río es ancho y profundo y dudo que pueda cruzarse por el punto donde nos hallamos. No obstante, no entiendo por qué nuestro adversario irrumpe por la orilla derecha cuando todo parece indicar que nos espera al otro lado. Aquí hay algo que no encaja. ¿Qué piensas tú, Harún?
Harún ibn al-Kashi, que el príncipe había insistido en llevar con él por su conocimiento de la estrategia enemiga, respondió sin dudarlo.
—Es una trampa, mi señor. No es la primera vez que actúan así. Durante su primera expedición a las provincias del norte, en la cual participé, al-Fihri usó esta estratagema y envió a un destacamento para provocar a los rumíes y atraerlos a un desfiladero. Los caballeros cristianos se adentraron en la garganta, el grueso del ejército los sorprendió por detrás y se desató una auténtica matanza. Estamos ante la misma jugada. Quieren hacernos cruzar el río y atraparnos en una tenaza. No me extrañaría que sus arqueros reanudaran sus fanfarronadas antes del anochecer para excitar a las tropas.
Ante la sola evocación del desfiladero, un escalofrío recorrió la espalda de Abderramán.
Se dijo que había hecho bien al confiar en el capitán sevillano, pese a las reticencias de sus amigos. Este hombre era una auténtica mina de informaciones.
—Puesto que la cosa está así, que dupliquen en el acto los puestos de vigilancia y los centinelas. Queda formalmente prohibido responder a las provocaciones. Todos los hombres se situarán fuera del alcance de los disparos enemigos hasta que cese el fuego. Después de lo cual, podrán regresar a sus tiendas. Duplicad las raciones de comida para esta noche, eso les calmará y les infundirá fuerzas. ¿Habéis enviado batidores?
—Sí, mi señor.
—Perfecto. A la mínima alerta, avisadme inmediatamente.
El resto de la tarde transcurrió con tranquilidad hasta la hora de la cena, cuando se reanudaron los disparos con más fuerza que antes, acompañados de los gritos burlones de los agresores y los rugidos de impotencia de sus víctimas.
Aunque nadie había resultado herido, la excitación estaba al rojo vivo. Los soldados se hallaban al borde de la rebelión. Abderramán, alertado de inmediato, subió a su caballo y salió galopando hacia el campamento yemení. Una vez ante los jefes de las tribus que se habían reunido y gesticulaban en todas direcciones, lanzó con voz seca:
—¿Quién manda aquí?
—Yo.
Un hombre joven y larguirucho avanzó con aplomo y se plantó ante él, con la mano apoyada en la empuñadura de su sable. Su tez tostada y el brillo dorado de sus ojos almendrados le daban un aspecto de animal salvaje presto a atacar. Miró al príncipe con aplomo, al límite de la insolencia.
Justo lo que faltaba para sacar de quicio a Abderramán.
—¿Quién eres tú? ¡Di tu nombre ante mí!
—Ismail del país de Mareb, señor, descendiente de los soberanos del antiguo reino de Saba. Mis súbditos y...
—¡Tus hombres no son simples súbditos, sino soldados a los que ni les van ni les vienen tus títulos de nobleza! Para ellos tú eres un guerrero y esperan que te comportes como tal dando ejemplo. En lugar de hacer valer tus derechos y empujarlos al odio en nombre de una hipotética corona, sería mejor que recordaras tus deberes de jefe militar, y el primero es hacer que se respete la disciplina.
—Pero...
—¡Silencio! Tengo tantas razones como tú para exigir venganza y mandaré degollar a los asesinos, pero solo tras haber liberado al pueblo con la mayor dignidad posible de todos los sufrimientos que le han infligido. No tengo la menor intención de mostrar a estas pobres gentes la imagen de un libertador bárbaro y cubierto de sangre, y todo por culpa de unos irresponsables. Por tanto, exijo que hagas entrar en razón a quienes estén bajo tu mando y les recuerdes que toda falta al honor y toda desobediencia a las instrucciones dadas recibirán un castigo ejemplar. ¿Está lo bastante claro? La mano del yemení se crispó sobre la empuñadura del sable. Su rostro, que había empalidecido, se torció en un rictus de rabia, luego sonrió de forma enigmática y dio media vuelta.
Abderramán volvió grupas y regresó a sus cuarteles, intentando poner un poco de orden en su cabeza.
Decididamente este asunto pintaba muy mal. La confusión empezaba a reinar entre todos sus soldados y se preguntaba cuánto tiempo más podría retenerlos. Sobre todo teniendo en cuenta que los batidores seguían sin regresar. Lo que podía significar dos cosas: o el enemigo estaba más lejos de lo previsto y todavía le quedaba mucho camino por recorrer, o habían tendido una emboscada a sus hombres y cabía esperarse un ataque por sorpresa cuyo secreto solo conocían los abasíes.
Comió poco y no consiguió dormir hasta bien entrada la noche, tras haber comprobado antes que sus centinelas estaban en sus puestos y el campamento había recuperado cierta apariencia de serenidad.
La noche era todavía oscura cuando notó que una mano lo agarraba febrilmente del hombro.
—¡Amo, amo, despertad! Ha ocurrido algo grave.
—¿Eres tú, Selim?... ¿Qué... qué ha pasado?
—Los yemeníes, amo. Han abandonado el campamento en plena noche. Nadie sabe adónde han ido.
—¡Por las llamas del infierno! ¿Has avisado a los otros?
—Estamos aquí.
Con la cara descompuesta, Ubaid entró en la tienda, seguido de Badr, Abdelkrim e Ibn al-Kashi.
—Desaparecidos, mi príncipe. Volatilizados. Han descendido hasta la orilla y matado a los vigías apostados más abajo. Nadie ha oído nada. Imagino que habrán flanqueado el río para evitar cruzar el campamento y habrán continuado hacia el norte. En cuanto a lo que habrá sido de ellos... misterio.
Abderramán estaba hundido. ¿Cómo habían podido evaporarse más de mil hombres sin que nadie se percatara? Convencido de que seguramente habrían gozado de firmes complicidades, se prometió realizar una investigación más tarde.
—Badr, prepara mi caballo. Tenemos que averiguar adónde han ido. Ubaid, Abdelkrim, zafarrancho de combate. Todos los hombres en formación de ataque. Los arqueros primero, luego la infantería y la caballería al final. La intendencia se nos unirá más tarde. ¡Por Alá!... ¡Si hace falta, decid que el enemigo está arremetiendo contra nosotros!
Mientras Ubaid y Abdelkrim daban órdenes, Abderramán y Badr se dirigieron hacia la orilla y remontaron lentamente el río a la luz de las antorchas. Descubrieron uno a uno a los centinelas, que yacían en el suelo con el cuello marcado por los viles signos de estrangulación. Después de las últimas tiendas, el río formaba un recodo oculto por los árboles y se estrechaba bruscamente hasta una anchura no superior a cien pies. Una playita de arena y guijarros descendía en suave pendiente hacia las aguas, que sonaban de un modo distinto. Los dos sirios levantaron sus antorchas y vieron unas rocas que descollaban relucientes en la penumbra.
—¡Un vado! Han encontrado un vado y lo han atravesado. Amo, mirad todas estas huellas en la arena. No cabe duda, por aquí es por donde han pasado.
—¿Cuándo supones que lo han hecho?
—Hace una hora, dos como mucho. Las huellas aún están húmedas.
—Bien. Quizá tengamos una posibilidad. Reúne a los lanceros árabes, son ellos los que poseen los animales más veloces y resistentes, y tráeme a esos locos peligrosos como sea. Si es necesario, no dudes en matar a sus jefes, incluso con ardides. Así nos seguirán mejor. Si te los encontrases en pleno combate, sobre todo no metas a tus hombres en la batalla y vuelve de inmediato para prestarnos ayuda.
Unos minutos después, bajo la claridad naciente del alba, Badr y sus caballeros cruzaban el vado y se lanzaban en persecución de los soldados yemeníes. Estos últimos habían salido de noche y por un camino especialmente sinuoso, de modo que no les llevarían mucha ventaja.
Mientras cabalgaba, Badr pensaba en su joven amo. Desde su llegada a Archidona se había revelado como un orador excepcional y un gran jefe militar. Cada palabra, cada decisión sonaba justa en su boca y no inspiraba sino admiración y respeto. El vivo retrato de su padre. En apariencia hablaba la sangre, pero se dijo que él también tenía algo que ver, y sintió un hondo orgullo.
Un olor acre lo sacó de sus pensamientos. Inquieto, pidió a sus hombres que apretaran el paso cuando subían a duras penas un repecho. Una vez en la cima se detuvo, petrificado por el horrible espectáculo que aparecía ante sus ojos. El campamento de los abasíes se extendía más abajo como un sudario escarlata aureolado de silencio y de muerte. Centenares de cadáveres revestían el suelo entre cenizas y humaredas, y los buitres, llegados de las montañas vecinas, ya habían comenzado su danza macabra alrededor de los cuerpos ensangrentados.
Visiblemente, los arqueros de al-Fihri habían caído en su propia trampa. Confiados en el éxito de su plan, no habían imaginado ni por un momento que el enemigo respondería tan rápido a sus provocaciones y acudiría a atacarlos en plena noche. Los yemeníes, por su parte, no habían dejado ni un superviviente y a juzgar por las escasas motas claras que contrastaban con las túnicas oscuras de los abasíes, muy pocos guerreros habían perecido en el asalto.
Badr no pudo contener un juramento.
—¡Los hijos de perra! Los han masacrado y han continuado hacia Córdoba.
En ese mismo momento uno de sus hombres señaló con el dedo hacia el norte. Al otro lado del río, una polvareda blanca bajaba lentamente por los cerros. Ibn al-Kashi estaba en lo cierto. El ejército enemigo pensaba todavía en tenderles una emboscada y atacarlos cuando fueran más vulnerables, en el momento de cruzar el vado. Pero los yemeníes, con su locura mortífera, habían cambiado la jugada a su favor.
—¡Media vuelta, rápido!
Regresaron a rienda suelta y cruzaron a medio camino la vanguardia egipcia que avanzaba por la orilla opuesta. Badr hizo un cálculo rápido. Necesitarían aproximadamente una hora para alcanzarlos. Encontraron el vado, que pasaron entre chorros de espuma, y ascendieron hacia el frente sin detenerse siquiera. Cuando divisaron las tropas, estas acababan de emprender la batalla.
Los arqueros, desplegados en semicírculo, se habían resguardado detrás de dos filas de carretas colocadas a tresbolillo. Coronaba cada carreta una ancha pantalla de leños contra la cual venían a estrellarse las flechas enemigas. Cada vez que los abasíes lanzaban una ráfaga, los arqueros egipcios de la primera fila tomaban posiciones, disparaban sus flechas y volvían a ponerse a cubierto, cediendo el sitio a sus compañeros de la segunda fila, que empujaban sus carretas hasta la primera línea y disparaban a su vez.
La táctica era tan simple como temible. En poco tiempo causó tales estragos en las filas contrarias que el enemigo perdió confianza y empezó a replegarse. De inmediato el ala derecha se cerró como una red, lo que obligó a los arqueros abasíes a retroceder hacia el río. Estos últimos estuvieron pronto a tiro de lanza y los guerreros bereberes pasaron a la acción, provocando auténticas atrocidades. Los que habían escapado de las saetas de la muerte, arrinconados y atrapados, se tiraron al agua entre gritos de espanto y fueron arrastrados por la corriente. Los soldados de infantería que acudieron en su ayuda no pudieron hacer nada contra los soldados amonitas y el batallón de voluntarios enfurecidos que los asaltaron rápidamente.
Las muertes ascendían ya a varios centenares cuando la caballería persa decidió intervenir. Seguros de su fuerza, los caballeros abasíes formaron una ancha línea frontal y atacaron con un alarido salvaje al tiempo que hacían girar los alfanjes sobre sus cabezas. En ese mismo momento los jinetes sirios, encabezados por Abderramán, se lanzaron al asalto con el sable apuntando hacia delante. El choque se produjo con sorprendente violencia, pero apenas duró un instante. Cuando los hombres de al-Fihri, cegados por el sol y el polvo, comprendieron la maniobra, ya era demasiado tarde. Para rechazar el cara a cara, los caballeros omeyas habían formado una única columna que, cual poderoso ariete, los traspasó por el centro para volver a desplegarse luego más allá de sus líneas, impidiéndoles cualquier retirada. Badr y sus jinetes atacaron a su vez y volvieron a cerrar el círculo. El enemigo, rodeado por doquier, se lanzó a la batalla con la energía de la desesperación, pero disminuyó poco a poco en número. El hijo del gobernador cayó en plena pelea con el cráneo abierto por un sablazo y murió pisoteado por su caballo. Sus tenientes abandonaron de inmediato el combate y pronto toda la caballería persa, o lo que quedaba de ella, entregó las armas.
Cuando volvió la calma, Abderramán, aterrado, vagó lentamente entre las víctimas. Era su primera batalla. Jamás imaginó que pudiera ser tan violenta. Los gritos desgarradores de los heridos se mezclaban con los gemidos de los moribundos. La sangre corría allá donde se dirigiera la vista, manchando la tierra con un raudal indeleble de sufrimiento y desgracia.
De pronto le entraron unas ganas locas de dejarlo todo y entregarse a la muerte. Su honor no valía el precio espantoso de tamaña matanza.
—Amo, no os agobiéis. Todas las guerras son crueles. Hoy la lucha ha sido inclemente, pero vuestra victoria es total.
Con el rostro lívido, el joven príncipe se volvió. Badr debía de llevar un buen rato observándolo, como si hubiese adivinado sus pensamientos.
—¿La victoria? Mira a tu alrededor, Badr. ¿Cómo puedes llamar a esto una victoria?
—Es el triunfo del amor sobre el odio, señor, aunque cueste muchas vidas conseguirlo. He escuchado estas palabras recientemente en la mezquita de Archidona. Salían de boca de un gran hombre. Este hombre, hoy, no puede flaquear ante su pueblo.
Abderramán encajó el golpe sin rechistar. Badr siempre tenía las palabras justas para hacer entrar en razón a cualquiera.
—¿Y los yemeníes, a propósito?
—Una auténtica matanza.
—¿Han continuado hacia Córdoba, no es cierto?... Me lo temía. Esos perros tendrán su merecido.
La comitiva de la intendencia acababa de llegar. Ibn al-Kashi fue designado enseguida para enterrar a los muertos con los zapadores, mientras que Ubaid y Abdelkrim empezaron a ocuparse de los heridos y los prisioneros. Abderramán y Badr convocaron a todos los jinetes sirios y árabes y enfilaron hacia Córdoba.
Entraron en la ciudad cuando caía la noche sin encontrar resistencia. Como Sevilla, Córdoba estaba exangüe, privada de vida. Los escasos transeúntes que se cruzaban parecían aterrorizados y se refugiaban bajo los cobertizos de las casas, temblando.
Encontraron los primeros muertos pasado el puente romano, cerca del palacio. A medida que se acercaban, más numerosos eran los cadáveres que obstruían el paso. Los soldados de la guardia negra habían opuesto una resistencia feroz a los yemeníes y luego se habían atrincherado poco a poco en torno al último refugio de su gobernador. Los últimos asaltos tuvieron que haber sido de una intensidad poco común a juzgar por las expresiones de ira y odio plasmadas en los combatientes. Cuando se disponían a atravesar la gran puerta del Alcázar, esta se abrió de golpe y dejó escapar un torrente de soldados yemeníes histéricos que se dispersaron corriendo con los brazos cargados de joyas y demás objetos preciosos.
—¡Detened a esos saqueadores y cerrad las puertas de la ciudad! ¡Que no vuelva a escaparse ni uno!
Los caballeros se dispersaron enseguida por las estrechas callejuelas a la persecución de los fugitivos. Una vez solo con Badr y los jefes de la tribu, Abderramán ordenó descabalgar. Confió a Selim el cuidado de los caballos y entró el primero en los jardines del Alcázar, bandera en mano.
Se preguntó si no estaba soñando. De lo que habría sido antaño un jardín no quedaba más que un rectángulo árido donde algunos árboles secos entregaban el alma a Dios y buscaban su escaso alimento bajo un suelo polvoriento, sembrado de hierbajos. En el centro un último rayo de sol pulverizaba una fuente muda. El esplendor de al-Ruzafa quedaba muy lejos.
Desolado, recorrió el camino central y llegó a la puerta del harén, que abrió sin esfuerzo. Tuvo que agarrarse al asta de su bandera para no desplomarse. Ante él se extendía lo indecible, el paroxismo del horror...
Eunucos, cortesanas y siervas yacían amontonados en un charco de sangre, ofrecidos en sacrificio por el placer bestial de unos animales inmundos.
Instantáneamente, el joven príncipe sintió un temblor irreprimible en todo el cuerpo, tan fuerte que Badr tuvo que sostenerlo un buen rato con sus brazos antes de que recuperase la calma. Jadeante, con el cuerpo sudoroso, Abderramán miró como perdido a su amigo y luego su rostro volvió a ensombrecerse de golpe. Un velo de hielo cubrió su mirada.
—Seguidme.
Corrió por los pasillos y de una patada rabiosa echó abajo la puerta de entrada al salón del Consejo.
Los jefes yemeníes al completo, borrachos como cubas, se pasaban entre risas una jarra de jerez y sorbían con avidez. A sus pies, el cuerpo desnudo de Yusuf al-Fihri no era ya sino una masa de carne sanguinolenta. Luego de degollarlo, se habían acercado uno a uno puñal en mano para arrancarle los ojos, las orejas y la lengua, rajarle las extremidades y el estómago hasta las zonas más íntimas. Se habrían ensañado con el cadáver bastante después de que el gobernador hubiera exhalado el último suspiro.
Ismail, risueño, tendió la jarra a Abderramán.
—Sed bienvenido, noble y poderoso príncipe de Damasco. Estábamos festejando la victoria. ¿Queréis uniros a nosotros?
Abderramán se acercó a él y lo abofeteó con todas sus fuerzas. Ante la violencia del golpe, la jarra resbaló de las manos del yemení y se rompió en mil pedazos.
—¡Miserable canalla! ¿Cómo te atreves a presentarte ante mí después de las atrocidades que acabas de cometer con tu gente? No es así como uno arregla sus cuentas cuando se cree de noble linaje. No eres más que un vil señor, un reyezuelo miserable y vergonzoso, incapaz de dominar sus impulsos de venganza y de odio. ¡Me has desobedecido y vas a pagar por todos tus crímenes!
Ismail se enjugó rápidamente con el dorso de la mano el hilillo de sangre que corría de sus labios y se volvió hacia sus hombres con un brillo dorado en los ojos.
—Amigos míos, ¿habéis oído bien? Mirad cómo os agradecen la ayuda preciosa que habéis prestado arriesgando vuestras vidas. Estaréis todos de acuerdo conmigo, ¡solo nos queda pagar con la misma moneda a este... perro omeya!
Con una rapidez fulminante dio media vuelta, puñal en mano, y saltó como un gato. Pero Abderramán ya había bajado la bandera y se había echado hacia delante, rodilla en tierra. Arrebatado por su impulso, el yemení no pudo esquivar el golpe y fue a clavarse en la punta acerada que le perforó el corazón. Pasmado y boquiabierto, dejó caer su arma, miró la mancha roja que teñía su pecho, luego se desplomó lentamente y murió con un sollozo patético.
Los jefes yemeníes, paralizados, fueron incapaces de esbozar el menor gesto. Los desarmaron en el acto y los condujeron a las mazmorras del palacio.
Abderramán miró taciturno el cuerpo de Ismail tendido en el suelo.
—Badr, búscame un lugar conveniente donde pasar la noche fuera de las murallas. No volveré a entrar en esta ciudad hasta que no se hayan lavado todas sus impurezas.
Se marchó de la sala como de un lugar maldito. Encontró a Selim, subió a su caballo y galopó hasta el río. Una vez en la orilla, se apeó y se zambulló completamente vestido en las aguas oscuras para purificarse.
Cuando notó que la sangre del oprobio había abandonado su cuerpo, volvió a la orilla, chorreando de pies a cabeza, se arrodilló y rezó mucho tiempo por la salvación de su alma.