18
Selim estaba desconsolado. Errante como un alma en pena, arrastraba su miseria por los paseos del Alcázar.
Su irreflexión había estado a punto de costarles la vida a su amo y su familia. Merecía cien veces la muerte. Cuando Abderramán lo convocó en el salón del Trono, se echó a sus pies llorando en señal de perdón y luego aguardó, resignado, la justa sentencia.
Para su gran sorpresa, el príncipe lo miró con benevolencia y se inclinó para cogerle la mano.
—Levántate, mi joven amigo, y sécate las lágrimas. Lo que tenía que suceder ha sucedido. Que este drama abominable te sirva, no obstante, de lección. No vuelvas a confiar en nadie, ni siquiera en el corderito más inofensivo. Bajo su frágil apariencia puede ocultar un demonio. No te apures, no te he hecho venir para castigarte, sino al contrario, para calmar los remordimientos que te atormentan. Y puesto que amas los viajes, voy a darte la oportunidad de airearte un poco.
Dio unas palmadas. Aparecieron dos criados con un baúl de oro macizo reluciente. Cada detalle, desde el simple refuerzo al ornamento más refinado, había sido trabajado a mano con extraordinaria habilidad. Una auténtica maravilla.
Abderramán se apoyó en el hombro del joven bereber.
—Ábrelo.
Con el corazón palpitante, Selim se acercó al baúl. Levantó la tapa, se le escapó un grito agudo y se llevó las manos a la boca. Paralizada con una última expresión de odio, la cabeza pálida de Ben Mabruk lo miraba con ojos apagados. El olor fétido que exhalaba se le clavó en la garganta. El príncipe, que adivinó su malestar, le tendió un pañuelo perfumado y añadió con tono cínico:
—Se la he confiado al mejor embalsamador de la ciudad. Según mis informaciones, Abu-l-Abbás tiene previsto ir próximamente a Kairuan para visitar la Gran Mezquita y honrar con su presencia las fiestas que ponen punto final al ramadán. He pensado que le gustaría este regalito. Tienes el tiempo justo para prepararte y encontrar el puerto más cercano si quieres llegar antes que él. Irás directo a la Mezquita y pedirás que te reciba el imán. Entonces le entregarás el baúl y le dirás que le llevas un presente del emir de Córdoba en homenaje a la insigne grandeza de su califa. Por supuesto, con la orden formal de abrirlo exclusivamente en su presencia. Partirás sin demora y volverás a informarme.
Ante los ojos aún atónitos de Selim, Abderramán miró por última vez la cabeza de Ben Mabruk y cerró la tapa.
Mandó lacrar el cierre y aguardó unos instantes. Luego apretó el puño y con un golpe seco de su sortija selló en la carne tibia de la cera la venganza de los omeyas.