14

Las fiestas duraron dos meses, hasta mediados de septiembre. La noticia se había propagado por el país como un fuego de maleza avivado por el viento y había abrasado el corazón de los andalusíes. Todos los días una multitud abigarrada, llegada de todos los rincones del país, se congregaba al pie de la muralla, en un lugar acondicionado para la ocasión, y saludaba al pequeño príncipe. Instalaron un gran dosel en el balcón que comunicaba con los aposentos del emir y dominaba la parte del prado que Selim y sus jardineros aún no habían trabajado.

Después de asear y amamantar al bebé, Soraya salía con el niño dormido en brazos y se exponía durante unos minutos a las aclamaciones y aplausos de su pueblo. Después volvía a entrar para recibir con su esposo a los representantes de los gremios en el salón del Trono.

Cada cual llevaba su ofrenda, de modo que al cabo de unas semanas se había reunido un rebaño de ovejas, carneros y corderos, una cincuentena de borriquillos y un auténtico criadero de pollos, ocas y patos.

Los burros, las ovejas y sus crías se repartieron entre los pobres. Los carneros y las aves de corral terminaron en sus escudillas durante los grandes banquetes populares organizados al aire libre.

Agotados por este pesado protocolo del que no habían podido escapar, Abderramán y Soraya se sintieron aliviados cuando se anunció el fin de las festividades.

Sin embargo, una mañana, Badr, que se había encargado de organizar los festejos, pidió una audiencia imprevista.

—Señor, tenéis una visita.

—¡Otra! Pero si me habías dicho que no recibiría a nadie más.

—Disculpad mi insistencia, amo, pero se trata de una visita muy especial.

—Bueno. Pero es la última. Me cambio y voy.

—Creo que no será necesario, señor.

—¿Cómo? Si tú lo dices...

Abderramán siguió a su consejero por los pasillos del Alcázar mientras se preguntaba a quién debería sonreír educadamente una vez más. No reparó en la mirada maliciosa de Badr cuando este le abrió la gran puerta de la sala del Trono. Un mozalbete de constitución endeble le daba la espalda y examinaba con atención los detalles de los tapices que adornaban las paredes de la sala. El príncipe entornó los ojos. Los finos rizos de los cabellos negros le recordaban algo. De pronto le subió una oleada de calor a la cara y su corazón estalló.

—¡Alí!

—¡Abderramán!

El chiquillo se volvió, cruzó la sala corriendo y le saltó a su amigo al cuello, ciñéndole la cintura con sus piernas delgaduchas.

—¡Alí, diablillo! ¡Qué alegría volver a verte!

Tras un prolongado abrazo cargado de besos fogosos, Abderramán dejó al crío en tierra.

—Anda, deja que te vea un poco... ¡Has crecido más de un pie en dos años, palabra!

Alí lo miró con orgullo.

—Es que acabo de cumplir los siete.

—¡Y que lo digas, grano de avena: ya eres un hombrecito!

Se volvió hacia Badr, que observaba la escena con ojos tiernos.

—¿Otra de tus ideas, supongo?

—Selim necesitaba arena fina para sus plantaciones. Cuando vino a decírmelo, estabais demasiado ocupado con el nacimiento del bebé. Entonces le sugerí que mandara un cargamento desde Nador. Ya puestos, pensé que os agradaría...

—¿Agradarme? Dios es testigo de que es el regalo más bonito que podían hacerme después de la llegada al mundo de mi hijo.

Cogió a Alí de la mano y lo llevó hasta el jardín de recreo. Se detuvieron delante de la jardinera en cuyo centro el cactus lucía su primera flor.

—¿Lo reconoces?

—Sí.

Alí miraba en silencio la planta con sus dos ojos negros. Alzó lentamente la mirada hacia el príncipe.

—He pensado en ti todo el tiempo.

Abderramán sabía que no mentía.

—Yo también, hermanito.

El rostro del niño se iluminó de golpe.

—¿Sabes que he encontrado la Osa Menor? Era difícil.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde está?

—En el borde de la constelación del Dragón.

—Exacto. ¿Y qué tiene en la punta de la cola?

—La estrella polar.

—¡Bravo! Llegarás a ser un gran astrónomo. Y puesto que sigues interesado en la ciencia, te enseñare algo.

Le tomó la mano otra vez y ambos se encaminaron hacia el río, seguidos a distancia por Badr, que reclutó al pasar un grupo de soldados de la guardia. En casos así las precauciones nunca eran pocas.

Llegaron al prado donde Selim se atareaba con una veintena de hombres.

Todos los plantones de las palmeras estaban ya en la tierra. Según las instrucciones de su maestro, el joven bereber los había plantado a cordel a lo largo de las murallas en varias hileras, rompiendo el ritmo de vez en cuando con grupos de tres o cinco palmeras de especies diferentes.

Pese a la altura modesta de los brotes, el conjunto tenía muy buen aspecto y Abderramán disfrutaba a menudo imaginando los largos paseos con Hisham y Soraya a la sombra fresca de las columnatas.

—Buenos días, Selim. ¿Cómo va todo hoy?

—Muy bien, señor. Pero ya era hora de plantar los frutales. Algunos llevaban varios días sufriendo mucho, en particular los melocotoneros, los albaricoques y las moreras. Me ha parecido buena idea traerles arena fina para que se sientan menos desambientados. De hecho, ¿habéis visto los granados en el patio?

—¡Una maravilla!

—Es que han requerido una atención continua. Con estos calores había que regarlos tres veces al día. Aquí el problema se multiplica por cien. Y aunque el río está cerca, el transporte del agua a lomos de las mulas es muy penoso. Estoy deseando ver la noria construida de una vez.

—¿Qué es la noria?

Selim lanzó una mirada sorprendida hacia Abderramán, que se apartó con viveza.

—¡Oh, perdóname, Selim! Te presento a Alí, mi amigo de Nador.

—Buenos días, Alí. He oído hablar mucho de ti.

El corazón del pequeño se hinchó de orgullo ante la idea de haberse hecho famoso. Abderramán lo invitó a sentarse en la hierba y desplegó ante sí el plano de la noria sobre el que había trabajado en secreto desde hacía meses. Estaba casi terminado.

—¿Ves estos dos gruesos pies triangulares de madera? Son los que sujetan la noria. Está formada por dos grandes ruedas que giran a la vez alrededor de un mismo eje. Cada rueda tiene ochenta radios de veinte pies de largo y cada radio de una va unido a los otros con unas traviesas que sirven para consolidar el conjunto. De la última de estas traviesas cuelga un cangilón. Cuando el cangilón se sumerge en el río, la corriente lo llena de agua y lo empuja hacia arriba otra vez. Cuando se acerca al borde superior de este enorme aljibe situado justo a su espalda, se apoya en un tope que lo vuelca hacia atrás y vierte toda el agua. Luego sigue vacío su recorrido hasta el río. Y así una y otra vez, indefinidamente. Gracias a un desagüe ajustable el aljibe siempre está lleno sin desbordarse. Por tanto, la presión del agua es constante en el interior. Así, el agua puede fluir regularmente a través de otro desagüe, alimentando los jardines mediante un sistema de acequias y buena parte del Alcázar mediante «kanats» subterráneos.

—Y cuando baja el nivel durante la sequía, ¿qué haces?

Abderramán sonrió asombrado. La sagacidad del chiquillo era increíble.

Por supuesto, eso era lo primero que había pensado cuando proyectó la noria.

—Como no se puede levantar ni bajar la rueda porque pesa demasiado, los brazos de suspensión de cada cangilón son de longitud variable. De modo que pueden alargarse más de un pie, pero no más, pues la fuerza de la corriente y el peso del agua los partirían.

—¿Y si el nivel es demasiado bajo para arrastrar la rueda?

—Hacemos lo que todo el mundo: ahorrar agua en el aljibe.

—¿Y cuando ya no queda agua en el aljibe?

—Hacemos como Selim. Vamos a buscar agua donde la haya y la traemos a lomos de burra. Dime, Arquímedes, ¿y qué tal si vamos a comer? ¡Tengo un hambre de lobo!

Antes de que Alí le agobiase con preguntas sobre el célebre sabio, Abderramán se levantó rápidamente, alzó al chico, lo sentó a horcajadas sobre sus hombros y salió corriendo, como en los buenos viejos tiempos.

Almorzaron con buen apetito. Alí se dio un festín de filetes de perca, pasteles de miel y leche perfumada, bajo la mirada divertida de su amigo.

Al final de la comida, Soraya fue a visitarlos con el pequeño Hisham en brazos. Este se entregaba sin inmutarse a su pasatiempo favorito: dormir con el estómago lleno. Ya estaba rollizo, pero Alí, lejos de deshacerse en cumplidos, comenzó a examinarlo minuciosamente. Con un tono casi doctoral, emitió su diagnóstico.

—Menos mal que es un niño. Las niñas son tontas. Solo saben reírse cada vez que pasas por delante de ellas.

Sin reparar en el ataque de risa de Soraya, prosiguió su meticulosa inspección.

Abderramán tuvo la repentina certeza de que ardía en deseos de preguntar cómo se hacían los niños. Cogió al chico por el hombro y se lo llevó hacia los pasillos del palacio.

—Ven, vamos a visitar el Alcázar.

Deambularon toda la tarde por el dédalo de los salones y las salas de recepción. Estaban amueblados con refinamiento y la luz entraba por doquier. No se sabía a ciencia cierta el porqué, tal vez por el temor enfermizo a un atentado, Yusuf al-Fihri había mandado tapiar la mitad de las ventanas de la antigua plaza fuerte. Abderramán había ordenado su reapertura inmediata para dejar entrar el día y el aire puro que bajaba de las montañas.

Alí se detuvo bastante tiempo en la sala de armas, donde la guardia especial tenía sus cuarteles. Armado con una cimitarra más grande que él, simuló un combate con un soldado que cayó al suelo con un gran alarido y el corazón atravesado por una estocada tan terrible como imaginaria. Emocionado por esta hazaña, solo echó una ojeada distraída a las cocinas y sus inmensas chimeneas, sus hornos de pan y sus largas repisas adornadas con mosaicos deslumbrantes.

Los baños le dejaron menos indiferente. A petición suya se tiraron desnudos a los estanques de agua pura y se salpicaron riendo durante un buen rato, como durante los días más espléndidos en la playa de Nador.

Con la mente despejada, siguieron la visita. Abderramán evitó prudentemente el harén y llevó a su joven amigo hasta el ala sur, donde reinaba una atmósfera más tranquila.

Desembocaron en una sala oscura donde varios hombres provistos de largas plumas de oca se inclinaban en silencio sobre pesados pupitres oblicuos. A su alrededor, las sombras de algunos libros gruesos, apenas iluminados por las lámparas de aceite, temblaban en los estantes.

Alí se quedó boquiabierto contemplando este sorprendente espectáculo. Ya había oído hablar de los libros y de su extraño poder, pero era la primera vez que los veía. Abderramán no le dio tiempo a tomar la palabra.

—Esta es la sala de escritura. Desde que tienen edad de pensar, los hombres siempre han intentado comunicarse y dejar huellas de su paso. Primero dibujaron las paredes rocosas de las cuevas, luego grabaron su sabiduría en la piedra tallada, como hicieron los habitantes del país de Sumeria y los antiguos egipcios. Más tarde se inventó el papiro, que podía circular de mano en mano. Ciertos judíos escribían en rollos de cobre. En cuanto a los monjes cristianos, escribían aún sobre pergaminos de piel de cabra u oveja. Las hojas blancas que ves ahí son de papel. Vienen de la China. El papel se fabrica gracias a unos molinos que transportan el agua a unas pilas llenas de materia vegetal que se muele y amasa mecánicamente para formar una masa blanda. A continuación se extiende en capas finísimas que se dejan secar al sol. Sobre una de estas hojas he dibujado yo la noria. Espero impaciente los planos de fabricación, pues tengo mucha fe en esta técnica y quiero desarrollarla en al-Ándalus.

Alí estaba embelesado. Se acercó a uno de los escribas y lo observó con detenimiento.

Con gestos pausados, el hombre mojaba regularmente la punta de su pluma en un bote lleno de líquido negro y luego dibujaba signos extraños en una hoja en blanco, con trazos gruesos y perfiles de una increíble precisión.

—¿Qué escribe?

—El Santo Corán. La Palabra bendita del Profeta que rige cada instante de nuestras vidas.

—Y ese otro, ¿qué hace?

—Es un iluminador. Cada vez que su compañero termina una página, él rodea el texto con dibujos en arabescos de todos los colores para subrayar la belleza y marcar así la presencia de la luz divina.

—¿Y aquel?

—Un encuadernador. Cuando ha terminado la copia del texto, ordena las hojas por grupos de diez o doce, luego cose cada legajo con un hilo muy resistente y une el conjunto pegándolo, mediante una materia resinosa, a una gruesa cubierta de piel. Y el libro está terminado.

—¿Me enseñarás a leer y a escribir?

—Yo sin duda no tendré tiempo, pero te confiaré a los mejores preceptores.

Cada vez más excitado, Alí cogió un enorme volumen entre las manos cuyo peso casi le hizo caer de bruces.

Lo abrió febrilmente y exclamó acto seguido:

—¡Pero si no es la misma escritura que la otra! ¿Qué es?

—Griego. Los pueblos de la antigua Grecia constituían una gran civilización. Algunos de sus miembros eran auténticos genios, en especial los filósofos y los matemáticos. Los filósofos discurrían sobre la naturaleza humana, el sentido de la vida y las relaciones del hombre con el universo. Los más prestigiosos fueron Sócrates, su discípulo Platón y Aristóteles, a su vez alumno de Platón, a quien rebatió después. El libro que sujetas incluye una selección de los principales tratados de Aristóteles sobre la lógica, la retórica y la metafísica. Su pensamiento influye mucho en el Islam. Los matemáticos, que fueron también grandes filósofos, estudiaban los tamaños y las formas, los números que sirven para medirlos, así como sus combinaciones para explicar las leyes fundamentales que rigen lo que ellos llamaban el cosmos o «el orden del mundo». Algunos de los más célebres fueron Tales de Mileto, Pitágoras de Samos, Eudoxo de Cnidos y, sin duda el más grande de todos, Euclides de Alejandría, que elevó hasta lo sublime el arte de la geometría.

—¿Nosotros también tenemos matemáticos?

—Sí, al-Juarismi. Es el inventor del «al-yabr». Al-yabr en nuestra lengua designa al curandero, el que repara, el que vuelve a poner las cosas en su sitio. El método de al-Juarismi consiste en comparar dos magnitudes. Una de ellas posee un elemento cuyo valor se desconoce y que él llama incógnita. Para que las dos magnitudes sean iguales basta con encontrar el valor de la incógnita practicando la sustitución o permutación de los términos. A esto se le llama «resolver una ecuación»; es decir, definir las condiciones de la igualdad entre dos magnitudes.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Por mi abuelo. Recibía a muchos sabios en su palacio de Mshatta. Él fue quien me inició en la filosofía y las matemáticas. ¿Te gustaría estudiarlas?

—¡Oh, sí! ¿Cuándo es que empezamos?

—En primer lugar, no se dice «cuándo es que empezamos», sino «cuándo empezamos». En segundo lugar, tenemos cosas mucho más urgentes que hacer. Mañana es viernes, día de la gran oración. Por tradición, es el día de la semana en que me muestro ante mi pueblo en el camino a la Mezquita. Y tengo intención de llevarte conmigo.

A la mañana siguiente, después de asegurarse de que le habían vestido con ropas flamantes, Abderramán llevó a Ali ante la sala de guardia, donde lo esperaba su escolta.

Una treintena de soldados con uniformes de gala blancos aguardaban al pie de los caballos enjaezados. Badr, bandera en mano, recibió a los dos amigos con una sonrisa crispada. Siempre temía esta clase de manifestación pública, aunque comprendiera su necesidad. Una multitud delirante, sobreexcitada por la fe y el entusiasmo campechano, podía volverse rápidamente incontrolable. Como medida prudente, había apostado un centinela cada veinte pasos a ambos lados del recorrido.

Abderramán subió a su caballo y se inclinó hacia delante.

—Anda, sube, grano de arena.

Ágil como un mono, Alí se agarró a las crines del caballo y trepó a su cuello. El príncipe le rodeó con los brazos, cogió las riendas y dio orden de avanzar.

Siguieron el Guadalquivir hasta la bifurcación del puente romano, luego se desviaron a la izquierda en dirección al barrio judío. Llegaron a las murallas del Alcázar, que bordearon por el lado este, frente al muro de recinto de la basílica de San Vicente. Los cordobeses, concentrados a ambos lados de la vía, lanzaban grandes gritos de alegría y algunos, cegados por la emoción, se preguntaban al ver al pequeño Alí por qué milagro el hijo del emir había podido crecer tanto en tan pocos días.

Tras pasar por delante de los baños, llegaron a la glorieta de la calle del Pañuelo, una calleja tan estrecha que los vecinos podían tocarse a través de las ventanas.

Siguiendo a poca distancia a su amo, Badr intentaba tener un ojo en todas partes. Notó que algo se acercaba detrás de él. Antes de alcanzar a darse la vuelta, un aleteo y un arrullo le rozaron la cabeza. Instintivamente se agazapó sobre su caballo y vislumbró una paloma que subía como una flecha hacia el cielo. El pájaro blanco dibujó un gran círculo y fue a posarse sobre el aguilón derecho de la calle antes de reemprender enseguida su vuelo hacia el tejado opuesto. Intrigado por la maniobra, Badr se puso la mano que tenía libre a modo de visera. Su sangre se heló cuando vio a contraluz a la paloma batiendo furiosamente las alas sobre una silueta negra que gesticulaba para espantarla. Quiso gritar, pero era demasiado tarde.

Dos silbidos casi simultáneos surcaron el aire seco.

Una flecha pasó rozando el hombro de Abderramán y fue a clavarse en el pecho del caballo de Badr, que se encabritó con un relincho de dolor y se tumbó de costado. En su caída el sirio tuvo el reflejo de apoyarse en el asta de su bandera y hacerse a un lado para no ser aplastado. Cayó al suelo, aturdido, y se levantó enseguida gritando.

—¡Un atentado! ¡La retaguardia, rápido, proteged a nuestro emir! ¡Los demás seguidme y bloquead todas las salidas de esta casa!

Un pánico indescriptible se apoderó de la multitud, que comenzó a chillar y a correr en todas direcciones. En medio de la confusión Badr llegó como pudo a la puerta de entrada de la casa, que tiró abajo de un empujón con el hombro y fue a dar a un patio estrecho. Subió de cuatro en cuatro los escalones de madera que llevaban a los balcones de los pisos. Llegado al último, descubrió una cuerda que alguien había enganchado con un nudo corredizo a la base de la chimenea. La agarró con las dos manos y se izó febrilmente. Unos segundos después llegó al tejado; le ardía el pecho, y vio a dos hombres que corrían por las cumbreras. Corrió tras ellos y uno de los fugitivos se volvió. Después de un instante de vacilación, bajó a la carrera por la pendiente del tejado y al llegar al borde dio un salto. Aterrizó boca abajo en el tejado opuesto, empezó a resbalarse hacia atrás, pero logró frenar el descenso, se enderezó y se alejó a grandes zancadas. Su cómplice intentó imitarle, pero con menos suerte. Justo cuando saltó, una teja se desprendió bajo sus pies. Cayó hacia delante y se quedó colgado del alero sin poder auparse. Badr desenfundó su sable y se dirigió hacia él con un brillo triunfal en los ojos. Pero cuando estaba a punto de alcanzarlo, vio que el hombre le dedicaba una sonrisa malvada antes de soltarse y desaparecer.

Un ruido sordo retumbó en la calleja, seguido de un alarido de dolor. Badr blasfemó entre dientes. Le habían tomado el pelo como a un principiante. Volvió sobre sus pasos con la esperanza de que el miserable siguiese con vida y poder arrancarle el corazón después de hacerle hablar. Cuando salió a la calle, una avalancha volvió a arrollarlo. Se abrió camino en medio del gentío, pero no encontró nada sospechoso. Furioso, regresó a la glorieta junto a los guardias que rodeaban la casa. Le preguntó a uno si no había visto a un hombre probablemente herido y cojeando. El soldado le respondió que no había visto nada y que sería harto difícil encontrarlo en medio de todos los lisiados que recorrían las calles de Córdoba.

Badr, desconcertado, estaba a punto de desistir cuando vio que los caballos, agrupados no lejos de allí, se agitaban nerviosos. Una sombra furtiva se coló entre los animales. Con el corazón palpitante, Badr reconoció al fugitivo a través de un rayo de sol y lo señaló con el dedo.

—¡Es él! ¡A mí la guardia! ¡Atrapad a ese canalla!

Cuando llegaron junto a los caballos, el hombre ya había huido a lomos de uno en dirección al puente romano. Lo cruzó a galope y voló hacia el oeste bordeando la orilla izquierda del Guadalquivir, por el camino de Palma del Río. Badr, que lo seguía a distancia, vio que se tenía a duras penas sobre la montura. Tendría la pierna rota. No le sorprendió ver que, tras una espantada del animal, el fugitivo resbalase a un lado y mordiera pesadamente el polvo. Trató de incorporarse, pero se desmoronó enseguida con una mueca de dolor y empezó a arrastrarse hacia el río. Cuando Badr y sus jinetes le dieron alcance, el agua le llegaba ya a la cintura. Justo cuando se disponía a zambullirse, una lanza le acertó a la altura de los riñones. Una segunda le atravesó el cuello. Se desplomó y sacudió los brazos; frenéticamente, como un pollo degollado. Luego dejó de moverse.

Su cuerpo, medio sumergido, se alejó lentamente a la deriva como un árbol muerto.

En medio de los vítores, Abderramán creyó oír el relincho de un caballo detrás de él.

Se volvió maquinalmente y vio con estupor que la cabalgadura de Badr se desplomaba. Algo grave acababa de ocurrir. Apretó a Alí contra sí para protegerlo y se notó la mano pegajosa. La miró y vio que estaba roja de sangre. Angustiado, se inclinó por encima del hombro del niño y descubrió el horror. La cabeza del pequeño colgaba inerte sobre las plumas de una flecha que le había atravesado el cuerpo de parte a parte. Una gruesa mancha escarlata teñía su camisa.

—¡Alí!... ¡Dios Todopoderoso!

Oyó a Badr lanzar órdenes como en un sueño, luego se dejó guiar, aturdido, por los soldados que se habían agrupado a su alrededor.

Momentos después atravesó la puerta del Alcázar, se apeó y corrió con Alí entre sus brazos.

—¡Un médico!... ¡Por el amor del cielo, que alguien vaya a buscar a un médico, rápido!

Soraya, alarmada por los gritos, salió al patio. Cuando vio a Abderramán cubierto de sangre, se puso a chillar.

—¡Señor, estás herido!

—No, no soy yo, es Alí... ¡Mira lo que le han hecho!... Pero ¿por qué, Dios mío, por qué?

Pálido, dejó el cuerpo inanimado en la hierba. El médico llegó enseguida y lo examinó con un silencio de plomo.

Sin alzar los ojos, rompió la terrible espera.

—Respira aún. La flecha no ha tocado el corazón, pero ha atravesado el pulmón y se ha hundido en las entrañas. Quitarla equivaldría a una muerte inmediata. De todos modos...

—¿De todos modos...?

—No podemos hacer nada por él. Ha perdido demasiada sangre.

Abderramán estalló.

—¡No, no, no! ¡Es imposible! ¿Me entiende? ¡Imposible! ¡Dios nunca ha querido esto!

Con los labios trémulos cogió entre las manos la carita de ángel que palidecía a ojos vistas.

—Alí... no te vayas, hermanito... no te vayas, te lo suplico... Nos queda tanto por descubrir juntos... ¿No irás a dejarme ahora, verdad?... ¡Alí, respóndeme, Alí!...

Pero Alí ya no le oía. La llama lejana que apenas brillaba en su mirada de cera acababa de extinguirse con una última proeza. Sin saberlo, había dado su vida para salvar a su amigo. Abderramán emitió un prolongado grito desgarrador y prorrumpió en sollozos. Toda una parte de la felicidad que tanto había costado construir se hundía de nuevo en un abismo sin fin donde solo transpiraba el humor absurdo y gélido de la muerte.

El viento podía soplar en las colinas, pero jamás borraría este instante.

En el cielo de los omeyas las lágrimas de Alá serían para siempre las de la desesperación.

Enterraron a Alí a la sombra azul de los juncos, bajo la jardinera de piedra oscura donde florecía un cactus de luz y de amor.

Como algo excepcional, no cubrieron su cuerpo con un sudario blanco ni lo acostaron de lado mirando a Oriente, simplemente le tumbaron boca arriba, con los ojos abiertos de par en par hacia las estrellas que tanto amaba.

Ahora tenía toda la eternidad para contarlas.