22
AÑO DE GRACIA 929 DE LA ERA CRISTIANA
AÑO 307 DE LA HÉGIRA
El hombre y el niño desembocaron en un claro, cada cual sujetaba su caballo por las riendas.
El chico, la tez pálida y los rasgos cansados, intentaba recobrar el aliento en el aire enrarecido de las alturas. Se dejó caer en la hierba y soltó un largo suspiro de alivio.
—Entonces, hijo mío, ¿«kaifa haluka»? ¿Cómo vas?
—«Al hamdou lillah, birhair!» ¡Todo bien, gracias a Dios! Pero por un momento pensé, padre, que nunca lo conseguiría. Ya hace dos horas que remontamos el río por este sendero escarpado y mis piernas no están acostumbradas a tanto esfuerzo.
El hombre se sentó junto al niño a la sombra de un avellano salvaje.
—Por si te sirve de consuelo, a mí también empezaba a hacérseseme pesado. Hacía veinte años que no venía aquí y recordaba el lugar más accesible. La sierra de Cazorla es realmente magnífica, pero no entrega sus secretos con facilidad...
Permanecieron un buen rato saboreando el silencio y la belleza del lugar.
A su alrededor, una abundancia de alcornoques, arces y castaños, trenzaba una corona de follajes que componían una sinfonía de colores.
Más arriba, los primeros pinos escalaban valientemente al asalto de las cimas nevadas.
Se levantaron con un mismo impulso y atravesaron el claro.
La pared rocosa, disimulada detrás de los matorrales y las hierbas altas, surgía bruscamente y se elevaba como la muralla de una fortaleza inexpugnable. Una larga fisura vertical la dividía de parte a parte y se ensanchaba hacia abajo para formar una pequeña cavidad encima de una poza de transparencia cristalina. El agua, de increíble pureza, rezumaba por la brecha como si saliese del vientre de la tierra y alimentaba la poza con ondas finas y regulares, para correr después como un chorrito fino en zigzag por entre la maleza, antes de rodar vertiente abajo.
Ante la mirada atenta de su guía, el niño contemplaba fascinado el maravilloso espectáculo de la naturaleza.
—¡Padre, es un manantial!
—Oh, mucho más que eso, hijo mío. Un lugar sagrado. Aparte de los escasos cazadores que acabaron perdiéndose aquí por casualidad, ha permanecido virgen de toda presencia humana desde el principio de los tiempos. Y tan cargado de misterio que nadie osa adentrarse en él. La fisura rectilínea que tienes ante ti se llama Al Falaq, la Grieta. Representa la justicia infalible de Alá, Creador de todas las cosas de este mundo. La frontera intangible entre los contrarios a los cuales nos sometemos. Pues solo Él tiene derecho a juzgar entre el día y la noche, lo blanco y lo negro, el bien y el mal... la vida y la muerte. Al hacer que el manantial corra por la Grieta, Dios ha escogido la vida. Como el sexo de una mujer, fuente de placer y de fecundidad. Sea por siempre alabado.
El hombre se acuclilló en el borde de la poza y bebió agua fresca con sus manos a grandes tragos. El chico lo imitó enseguida y luego se enderezó con los ojos brillantes de luz.
—¡Padre, qué lugar tan mágico! Aquí se respira una paz total. Como si estuviéramos solos en el mundo.
—No es más que una impresión. En realidad la vida hierve ante nuestros ojos. Pero hay que saber observarla para apreciar mejor su sentido. Así, con un poco de paciencia, podrás percibir el paso furtivo de una garduña entre la espesura o la mancha rojiza de una ardilla en las ramas de un árbol. Si prestas mucha atención, quizá puedas distinguir el roce de alas de un tordo o el canto lejano de un urogallo entre el murmullo del follaje. La naturaleza solo sonríe a los que están atentos. Su templo es un encantamiento eterno. A propósito, hablando del templo, ya es hora de dar gracias al Señor...
El sol acababa de desaparecer detrás de las frondosidades, pero arrojaba todavía sus rayos sobre el cincelado de las crestas. El hombre levantó la cabeza, localizó un pino grande aislado y se alineó en la flecha negra de su sombra antes de arrodillarse. El niño se colocó cerca de él y rezaron así durante un rato.
Una vez terminada la oración, el pequeño volvió a levantarse y se puso a observar el cielo en silencio.
—Tienes un aire muy risueño, hijo mío. ¿En qué piensas?
—Padre, ¿hemos rezado de cara a Oriente, verdad?
—Exacto. Veo que eres un observador agudo y que has aprendido la lección.
—Pero cada viernes vamos a rezar a la Gran Mezquita, que, como todos sabemos, está orientada hacia el sur. Confieso que hasta aquí nunca me había molestado nada en especial. Pero al releer las Santas Escrituras me he dado cuenta de la fuerza de las palabras con que el Nabí nos exhortaba a orientar nuestras súplicas hacia La Meca. Así es que aproveché un ratito de libertad para preguntar al imán a la salida del último oficio. Me pareció muy apurado y no entendí nada de sus explicaciones.
—Es una larga historia. Hace más de dos siglos, tras la victoria de Tariq, Dar al-Islam era ya un territorio inmenso que se extendía de Oriente a Occidente bajo la alta autoridad de los califas de Damasco. Eran todos omeyas, grandes constructores ante el Eterno y muy tolerantes con «ahl al Kitab», la gente del Libro, es decir, los judíos y los cristianos que habitaban las «tiendas de la Escritura». Pero Abu-l-Abbás, el sultán de Bagdad, al cual apodaban as-Safá, el Sanguinario, no lo veía de la misma manera. Intransigente con los mandamientos de Dios, soñaba con un Islam puro y duro, limpio de infieles y de todo aquel que fuera benevolente con ellos. Venció al ejército omeya en la batalla del Gran Zab, durante la cual perdió la vida el califa Maruán II. Se proclamó comendador de los creyentes y, en su locura mortal, tendió una emboscada a los últimos jefes enemigos. Solo Abderramán, el hijo de Maruán, logró escapar de la matanza con su familia. Pero pronto le dio alcance el innoble Ben Mabruk, el secuaz de Abu-l-Abbás, y asesinó horriblemente a su hijo, sus dos hermanas y su hermano. Se ignora por qué milagro Abderramán salió indemne, pero la verdad es que tras una fuga agotadora que duró casi cuatro años, consiguió refugiarse en Nador, en país bereber. De ahí llegó hasta al-Ándalus y reclutó un ejército en secreto gracias a numerosas complicidades. Liberó Sevilla, derrotó a las tropas del gobernador Yusuf al-Fihri a las puertas de Córdoba y se proclamó emir independiente en las barbas del califa. Escapó milagrosamente de dos atentados organizados por Ben Mabruk, que seguía empecinado en eliminarle. Este fue decapitado a manos del propio emir al término de un combate singular que conservan todas las memorias. Recuerda bien esto, hijo mío: Abderramán era un gran hombre. Sin él, Córdoba no sería lo que es hoy y la dinastía omeya se habría extinguido sin lugar a dudas. Al-Ándalus se lo debe todo: su belleza, su poderío y su gloria.
—Y la Gran Mezquita con su configuración actual.
—Solamente la primera mitad. Ni siquiera esa, no fue él quien la terminó.
—¿Y su orientación?
—A eso iba precisamente. Abderramán era un omeya auténtico, en la línea de sus ancestros. Poseía la ciencia innata de la construcción, la visión de las líneas puras y las estructuras armoniosas. El emplazamiento de la Mezquita, junto al Alcázar, era para él un regalo del cielo. Y su orientación natural hacia el sur, como la del palacio, imprimía una fuerza increíble al conjunto. ¡Imagina, hijo mío, un templo atravesado en un recinto ya perfectamente constituido! Eso supondría transgredir las leyes más elementales de la estética.
—Entonces, ¿favoreció la estética en detrimento de la fe?
—¡Cuidado con semejante reflexión! ¿Quién podría dudar un solo instante de la fe de este hombre al contemplar su obra? No era su propia gloria lo que buscaba, sino la de Dios, al erigir en su santo nombre uno de los templos más bellos que se hayan construido jamás. La verdadera razón es otra. Al orientar deliberadamente la Mezquita hacia el sur, no apartaba la vista de La Meca, sino de Bagdad. De Bagdad y de su califa, que había mandado exterminar a toda su familia. Confieso que, de haber estado en su lugar, yo no habría actuado de otro modo. Y quienes se atreven a invocar otras razones, más o menos fantasiosas, para explicar esta valerosa decisión no son más que unos tontos o unos ignorantes.
—¿Qué pensaron sus descendientes?
—Eso es otra historia. Prometo contártela en el camino de vuelta. Entretanto, tenemos faena antes de que caiga la noche.
Fueron a buscar los caballos para darles de beber y luego los ocultaron bajo los árboles. El hombre cogió un arco y algunas flechas y llevó al niño detrás de un arbusto desde donde podía vigilarse el manantial sin ser visto. Empezó a hablarle en voz baja.
—A esta hora los animales vienen a abrevar. Vamos a tener visita, he visto huellas cerca del manantial.
Al cabo de unos instantes de silencio, asomó entre las hierbas altas la cornamenta de un joven corzo. El animal dio unos pasos prudentes y se quedó quieto, con todos los sentidos alerta. Tranquilizado, se acercó al manantial y bebió con largos lengüetazos. El hombre tensó su arco, lentamente, sin un ruido. Como si hubiese notado su presencia, el corzo levantó la cabeza, con sus grandes ojos negros paralizados de asombro. Pero la flecha ya había hecho su trabajo. El animal, herido en el costado, se desplomó en el suelo, fulminado. El hombre se precipitó y lo degolló acto seguido con un puñal para vaciarlo de sangre. Adivinando la emoción del niño, se volvió hacia él y lo tranquilizó con una sonrisa.
—Ve al bosque y tráeme una buena brazada de castañas mientras yo preparo un fuego para el animal. Presiento que vamos a darnos un banquete.
El chico no podía pedir más. Se zambulló en el bosque, se embriagó con los perfumes de humus y empezó a recoger una a una las cáscaras con pinchos que cubrían la alfombra de musgo. En su búsqueda encontró casualmente, escondidas entre los helechos, las capuchas púrpuras de unas setas. Pero no las tocó, pues había oído decir que algunas tenían muy mala fama. Cuando regresó al claro con la camisa llena, un delicioso olor a carne asada le abrió el apetito. Se unió a su padre al lado del fuego y empujó las castañas bajo las cenizas.
Se quedaron así durante un buen rato, contemplando las llamas que danzaban en la noche. Cuando se disponían a devorar la carne tierna de un pernil, un aullido lúgubre se elevó lentamente de las profundidades de la noche.
El niño palideció y se echó a temblar como una hoja.
—Padre, es...
—Un lobo, hijo mío, lo has oído bien. Pero no hay razón para asustarse. El lobo es un animal temeroso. Solo ataca al hombre en rarísimas ocasiones.
El aullido se reprodujo con más fuerza que antes, como un hondo quejido, que inundó el claro antes de desvanecerse en la penumbra.
—Será un viejo macho solitario. Si estuviese con su manada, ya hace tiempo que le habrían contestado. He tirado los huesos del animal al fondo de un barranco cercano. Los habrá olido. Estaremos tranquilos durante un buen rato.
Comieron sin mediar palabra, a la escucha del menor murmullo del bosque, pero el lobo no volvió a manifestarse. Cuando se sintieron saciados, el hombre avivó el fuego, enrolló los restos de la cena en un trapo, se marchó en dirección a los caballos y volvió con dos grandes pieles de animal que extendió en el suelo.
—Ya es hora de dormir. Mañana el camino será largo. Buenas noches, hijo mío.
—Buenas noches, padre.
El niño se tumbó debajo de la piel y permaneció con los ojos abiertos de par en par contemplando el cielo. Era la primera vez en su vida que dormía al raso. Se preguntó por qué su padre lo había embarcado en semejante aventura, lejos de su ciudad natal, de donde nunca había salido. Arropado con su manta, buscó los ruidos de la noche detrás de los latidos de su corazón y el crepitar del fuego. Luchó todo lo que pudo, pero exhausto como estaba, terminó por sumirse en un sueño profundo.
Regresaron al día siguiente con el frescor del alba, al son de los primeros gritos de las aves.
Al contrario de lo que habían pensado, la bajada resultó más penosa que la subida. El rocío volvía el camino más resbaladizo y había que frenar constantemente a los caballos en la pendiente empinada y cortada en la roca.
Tras una hora de esfuerzo, dejaron que el arroyo siguiera su curso hacia el norte y se desviaron hacia el oeste, donde volvieron a encontrar con alegría la suavidad de los cerros.
En cuanto pudieron montar en sus caballos, el niño preguntó con diligencia:
—Padre, ¿os gustaría contarme cómo sigue la historia?
—Claro, hijo mío. El reino de Abderramán duró treinta y dos años. Lo enterraron, a petición suya, al pie de una de las palmeras del jardín del Alcázar que había traído de su Siria natal. Nadie ha sabido nunca cuál, excepto su hijo Hisham, que guardó el secreto hasta el final. La obra de la Gran Mezquita, por una oscura historia de concesiones, tenía entonces justo tres años de existencia. En resumen, a la construcción le quedaba mucho para estar terminada. Hisham fue el encargado de acabarla. Más luchador que constructor, sin embargo, respetó escrupulosamente la última voluntad de su padre. Es cierto que todo el camino se encontraba ya trazado. Los planos estaban definidos desde hacía tiempo, los materiales depositados en su lugar y los contramaestres eran tan duchos en el equilibrio de las estructuras que ni siquiera fue necesario llamar a un arquitecto. El templo se inauguró con fastuosidad cinco años después, en el 793 de la era cristiana. Su fama ya había dado la vuelta al Mediterráneo y los soberanos de las tierras más lejanas enviaron delegaciones para felicitar a Hisham por el resultado de este edificio imponente y magnífico. El basileus Constantino despachó a su primer ministro en persona para rendirle homenaje. Pero el hecho más destacado fue el mensaje solemne de felicitación enviado por el califa de Bagdad, Harún al-Rashid, uno de los sucesores de Abu-l-Abbás. Significaba lo que Abderramán había deseado siempre durante su pobre vida errante y desdichada.
—¿La paz?
—No, el reconocimiento. La paz prácticamente no volvió a encontrarla desde el principio de su exilio. Pero el reconocimiento era el bien más preciado para él, en nombre de sus ancestros y de toda la dinastía omeya. Harún al-Rashid lo entendió perfectamente. Y como tenía asuntos más importantes de los que ocuparse, como la sublevación de los fatimíes por un lado y el anhelo de venganza de Bizancio por otro, decidió entablar con Córdoba un combate bastante menos mortífero, pero, oh, cuán eficaz, el de la magnificencia y el espíritu. Una especie de lucha a distancia por el predominio de Oriente. Así, después de Jerusalén y Alejandría, Bagdad se convirtió a su vez en la luz del mundo. Todas las eminencias en el campo de las artes, las ciencias y los buenos modales se daban cita allí. El oro corría a raudales y los diamantes brillaban con todo su resplandor en los dedos de las bellas princesas. Los viejos magos tenían poderes extraordinarios y sus criaturas encantadas habitaban con genios misteriosos para gran maravilla de la población.
—¿Y qué hacía Hisham mientras tanto?
—¡Mientras tanto, Hisham, de salud delicada, había pasado a mejor vida! Alhaquén, su hijo, le había sucedido. Con una admiración sin límites hacia su abuelo, dedicó la mayor parte de su reinado a hacer prosperar el país. Durante los veintiséis años de su emirato, y pese a ciertos conflictos como el que tuvo que resolver con los toledanos, infundió tal energía a todas las provincias de al-Ándalus que poco a poco se recuperaron de su atraso económico con respecto a Bagdad. Los florecientes intercambios con Oriente favorecieron literalmente la explosión de ciudades como Albarracín, Medinaceli, Murcia, Zaragoza, Valencia, Sevilla... y hasta la pequeña villa de Granada. Gracias al pacto de la «Dhimma», más en vigor que nunca, Granada asistió a la llegada de millares de judíos sefardíes que desarrollaron la cultura de la morera en la región de las Alpujarras e imprimieron un impulso prodigioso al comercio de la seda. En cuanto a Córdoba, se convirtió en una de las ciudades más ricas de Occidente y su población ascendió en poco tiempo a más de cien mil habitantes.
—¿Entonces fue Alhaquén quien agrandó la Mezquita?
—No, fue su hijo Abderramán, segundo de este nombre y bisnieto del Inmigrante, quien hizo la ampliación. Más místico que su padre, prolongó la Gran Mezquita hacia el sur conservando rigurosamente el estilo original de su glorioso abuelo. Gracias a los enormes medios económicos de que disponía, mandó importar materiales procedentes de las ruinas romanas esparcidas por la costa septentrional del continente africano. Al cabo de quince años de obras, la Mezquita se convirtió en la maravilla que puedes contemplar hoy. Causó tanta impresión en su época que un buen número de constructores de templos se inspiraron en ella, sin igualarla jamás. ¡Estaban todos tan subyugados por su extraordinaria luz interior que hasta los conservadores de la Gran Mezquita de Kairuán encargaron a los cordobeses la fabricación idéntica de sus lámparas de aceite!
—Otro signo de reconocimiento, ¿verdad?
—¡Si solo fuera ese! Abderramán era un hombre muy culto y por añadidura gran aficionado a la música. Contrató los servicios de un joven de nombre Ziriab, oriundo de Bagdad y muy talentoso. Ziriab, ya conocido por haber fundado la célebre escuela musical de Mosul e inventado nuevos instrumentos, se convirtió en pocos años en una estrella en el cielo de al-Ándalus. ¡Hizo venir especialmente de Medina a tres cantantes, Fadal, Alam y Kalam, que amenizaron las noches cordobesas interpretando su repertorio compuesto por dos mil canciones! Como todo excelso poeta, era muy versado en distintas disciplinas: la astronomía, la geografía, la física, la filosofía y muchas más. De tal modo que bajo su luminosa influencia las mejores mentes empezaron a acudir al país. Matemáticos, médicos, alquimistas, arquitectos y escritores de todas las confesiones llegaron de las naciones vecinas y atrajeron consigo a muchos estudiantes. Córdoba rebosaba esplendor y conocimiento. ¡Y no era más que el principio!...
—¿Superaba a Bagdad?
—Todavía no... pues en esta lucha fraticida los califas de Oriente redoblaban esfuerzos e imaginación para conservar la supremacía. Pero Ziriab tenía un as en la manga. Bajo la mirada benevolente de su emir, revolucionó los comportamientos con la creación de nuevos peinados, atuendos más coloridos y sedosos, perfumes de fragancias más sutiles. Reinventó el arte culinario e ideó nuevas recetas que combinaban las especias orientales con las de la India y la China. Su gusto exquisito para todo transformó la sociedad cordobesa en una de las más refinadas de su época. Con su impulso la mezcla de culturas modificó por completo la imagen de la mujer, que encandiló a los hombres y pasó a ser objeto de admiración y deseo sin inspirar jamás el desenfreno. Además, Abderramán no lo habría permitido bajo ningún concepto. A partir de ese momento, al-Ándalus se convirtió, en todos los campos, en el cuerno de la abundancia de Occidente y, a más de dos mil leguas de distancia, Córdoba la deslumbrante empezó a eclipsar a Bagdad ante el mundo con su resplandor.
El niño había escuchado a su padre religiosamente. Su rostro se distendió de pronto y dijo con voz clara:
—¡Padre, vuestras palabras no solo me han enseñado mucho, sino que me han abierto un gran apetito!
—¡Ya veo, hijo mío, que Ziriab te ha inspirado y no olvidas los placeres terrestres!... Paremos un instante para almorzar. Pero sin entretenernos mucho, me gustaría llegar a Jaén antes de que anochezca.
Se instalaron a la sombra de una higuera, devoraron los restos del pernil y tomaron de postre algunas frutas jugosas que cogieron del árbol. Recostados en la hierba, gozaron durante un momento el silencio del campo y luego ensillaron de nuevo y siguieron el curso del sol.
La Guardia de Jaén, plantada en el cerro, alzaba orgullosa sus torres de piedra blanca en la noche. El hombre, erguido en su caballo, observó detenidamente los aledaños de la ciudad.
—La ciudad está en fiestas y no me agradan mucho las multitudes ruidosas. Si no me engaña la memoria, no lejos de aquí hay un albergue excelente. Allí podremos pasar la noche tranquilos.
Pocos instantes después llegaron a una casa grande de una sola planta al borde del camino. Con los brazos cruzados sobre su vientre barrigón, un hombrecillo rechoncho tomaba el fresco en el umbral de la puerta.
—¡Buenas, posadero! ¿No tendrás por casualidad una habitación libre?
—Lo siento, caballero, se me acabaron nada más empezar las fiestas. Pero tengo paja de la buena en los establos, quizá podáis apañaros.
—Podremos apañarnos perfectamente. ¿Y qué puedes ofrecernos en tu mesa? No hemos comido nada desde hace horas y seríamos capaces de engullir un cordero entero.
—Un cordero quizá no, pero ¿qué os parece una liebre matada esta mañana, acompañada de un buen ragú de calabaza y habas con comino?
—¡Por Alá, me parece estupendo! Puedes ir encendiendo la lumbre con el caldero mientras nosotros damos de beber a los caballos.
La comida fue suculenta.
Solos en el salón, el hombre y el niño comieron en silencio, saboreando cada bocado ante los ojos satisfechos de su anfitrión. Este terminó exclamando:
—Veo que el torneo ha dado hambre a nuestro joven escudero. ¡Menudo apetito! Espero tener suficiente comida para todos los hambrientos como él que no tardarán en llegar.
El niño lo miró con asombro y su padre salió enseguida en su apoyo.
—No hemos venido por el torneo. Solo estamos de paso. Pero dime, amigo, viéndote tan alegre, parece que los negocios andan bien. ¿Me equivoco?
—No os equivocáis, caballero. La región es rica. Aquí a nadie le falta de nada. Todo ello gracias a nuestro querido emir.
—¿Lo has conocido ya?
—No, pero todos los que han tenido el privilegio de acercársele me han dicho que, pese a su severidad, era un hombre de bien y de enorme inteligencia.
—De hecho, ¿sabéis que tiene la intención de proclamarse califa?
—¿Cómo diantres sabes todo eso?
—Jaén es un «muftarak», señor. Una encrucijada entre las dos montañas y los dos mares. Lógicamente, las noticias vuelan tan rápido como las mercancías.
—¿Y qué piensas de su decisión?
—Que es algo muy bueno. La prueba irrefutable, tras dos siglos de historia, de que los omeyas siguen en pie, haciendo frente a la omnipotencia abasí. Ahora falta ver si Bagdad no se lo toma como un desafío.
El hombre hizo una mueca dudosa, luego se levantó bruscamente.
—Bueno, ya es hora de irnos a dormir. Córdoba todavía está lejos. Toma esto, amigo mío, por tu excelente cena y nuestra noche en la granja.
Una moneda de oro rodó por la mesa. Valía como mínimo diez veces el precio de la estancia. Boquiabierto, el posadero la pilló al paso, la apretó con la mano y se inclinó ceremoniosamente.
—Que Dios os bendiga, caballero, a vos y a toda vuestra familia.
Se encontraron tumbados en el jergón oloroso, con los ojos fijos en el techo apenas iluminado por un pálido rayo de luna que se filtraba por las rendijas del techo. El chico fue el primero en romper el silencio.
—Padre, no comprendo. ¿Por qué no le hemos dicho al posadero quiénes éramos? Podríamos haber dormido en un lugar más cómodo.
—¡Vaya!... ¿No estás bien en la paja fresca?
—Sí, pero...
—Entonces ¿de qué te quejas? ¿Sabes que muchos pobres desgraciados desearían estar en tu lugar en este momento?
—Sí, padre. Perdonadme.
El hombre notó que había dado en el blanco. Dijo con un tono más amable:
—Si a veces me oculto ante mi pueblo no es para engañarle, sino para acercarme más a él. Has de saber, hijo mío, que siempre hay un fondo de verdad y de sentido común en boca de la gente sencilla. No razonan como los caciques del Alcázar y pueden enseñarnos muchas cosas de las cuales no tenemos conciencia, encerrados como estamos en nuestra torre de marfil. Por eso hay que saber infundirles confianza, escucharlos con atención y aceptar humildemente la crítica, ya que es constructiva. ¿Qué habría dicho este hombre de saber que yo soy su emir? Se habría enredado en zalemas y sin duda no habría tenido la franqueza que esperaba de él. ¿Lo entiendes ahora?
—Totalmente, padre. Ahora que lo pienso, su interrogante sobre un posible desafío de Bagdad me parece muy franco.
—En verdad, para serte sincero, no es la reacción de Oriente lo que me preocupa, sino la del propio Occidente. He tardado mucho en tomar la decisión de proclamarme califa, pero la considero indispensable para asentar nuestro poder de una vez por todas a ojos de las naciones, con una voluntad de paz y tolerancia. Es el único camino razonable para que seamos amados y respetados a un tiempo.
—Ya lo somos, me parece.
—Sí, pero ¿durante cuánto tiempo? Los reyes cristianos del norte se declaran la guerra sin cesar y dejan a sus pueblos en la miseria y la ignorancia. Roma vive en la anarquía y los sucesivos papas ya no tienen ningún poder. Llegará un día en que algunos iluminados pretendan dorar de nuevo el blasón de la cristiandad y poner orden blandiendo sus hachas por encima de todo lo que se mueva. Algunos hablan ya de marchar a la reconquista de los lugares santos.
—¡Pero Córdoba está infinitamente más lejos de Jerusalén que Bagdad!
—Da igual. Su enemigo es el Islam en toda su amplitud. Y en tal caso, seríamos los primeros afectados, seguro. ¿Por qué crees que he escogido a una princesa navarra como favorita? No solo porque es hermosa como el día, también por el juego de alianzas: conservo la paz entre cristianos y musulmanes, pero además entre los propios cristianos, los cuales me piden cada vez con mayor frecuencia que medie en sus estúpidas riñas. Así es como los tengo controlados. Ojalá Dios haga que esto dure lo máximo posible, por la felicidad de nuestro pueblo y la perennidad de la dinastía.
—A propósito, padre, espero con impaciencia el final de la historia de nuestra familia...
—¡Decididamente, hijo mío, eres insaciable!... Después de treinta años de gloria, Abderramán II dejó un país de una riqueza inmensa a su hijo Mohamed, que lo hizo prosperar durante treinta seis años más, antes de legarlo a su vez a su propio hijo Abdalá. Abdalá era tu bisabuelo. Nunca he sabido por qué, probablemente por razones de interés superior que nunca me explicó claramente, pero destituyó a mi padre Mohamed II en beneficio mío. ¡Por la fuerza del destino me convertí del día a la mañana en el emir más rico y poderoso de este mundo! Yo entonces era muy joven y tuve que adaptarme rápidamente a las duras realidades del poder. Es a esas realidades a las que intento prepararte desde ahora. Pues tú también, un día, serás llamado a sucederme. Pero ya te lo temías, ¿verdad, Alhaquén?... ¿Alhaquén?... ''
El hombre se volvió. El niño dormía plácidamente, el rostro suavemente iluminado por la débil claridad de la luna.
Oyó ruidos de pasos y unas risas ahogadas afuera.
Los caballeros volvían del torneo. Trató de imaginar la cara que pondrían si se enteraban de que Abderramán, tercero de este nombre y todopoderoso emir de Córdoba, dormía encima de la paja en una granja a dos pasos de sus lechos mullidos.
Con una sonrisa todavía dibujada en los labios, cerró los ojos y durmió el sueño del justo.
Al día siguiente retomaron el camino de Torredonjimeno y cruzaron la llanura al pie de Porcuna, El Carpio y Alcolea. Después de otra noche bajo las estrellas, en medio de los olivares, llegaron al fin a orillas del Río Grande. Imperturbable, el Guadalquivir se estiraba perezosamente al sol. Más al sur, apenas visibles, las murallas de Córdoba temblaban en el aire aún ardiente del final del estío.
Abderramán contempló las aguas tranquilas y murmuró para sus adentros, con los ojos llenos de una tierna admiración:
—¡Aquí estás de nuevo, amigo mío! Te echaba de menos desde hacía tres días.
El joven Alhaquén frunció el ceño.
—Padre, podría ser...
—Podría ser, hijo mío... podría ser que hayas remontado la fuente de todo lo que constituye la esencia misma de la vida. El agua, el primero de los cuatro elementos, que impregna la tierra y la regenera a imagen de la sangre que corre por nuestras venas, esta agua que has visto brotar de la Grieta como el alma límpida de un recién nacido, ha tomado fuerza en la despreocupada impetuosidad de la infancia. El inocente riachuelo que se alimenta de la leche de las nieves derretidas ha acabado transformado en torrente. Su agua burbujeante se ha precipitado por la pendiente como un niño que devora la vida, casi sin aliento. Menos turbulenta, ha entrado como tú en la adolescencia, en busca del cuerpo del mundo y de su propio cuerpo. Se ha construido un lecho. Y el torrente se ha tornado afluente. Y el afluente dócil ha obedecido a los caprichos tortuosos de la tierra que lo ha domado a su gusto. Adulto, ha seguido su camino por los meandros de la existencia. Se ha nutrido de la sangre de sus amantes que lo han fecundado en felices confluencias. Se ha tornado madre. Ahí es donde ha encontrado poco a poco su camino definitivo, el de la sabiduría. Entonces el afluente se ha tornado río. ¡Mira el río, Alhaquén!... Míralo tal y como se presenta hoy ante ti, oscuro, majestuoso, real, tras un largo viaje al principio del cual te ha revelado sin pudor su fuente misteriosa y muda. Respétalo. Escucha el canto fluido de su palabra. El Guadalquivir es un viejo sabio. Nunca habla para no decir nada y si su comportamiento es a veces violento, es para que seamos conscientes de la voluntad divina, en tanto mensajero suyo.
—Pero tendrá que morir un día, ¿verdad?
—¿Morir?... ¿Quién te habla de morir? El Río Grande es eterno. Al lanzarse al mar no se entrega a la muerte, brinda su agua a la vida. Esa agua de ofrenda va al encuentro del segundo elemento, el fuego del sol cuya acción purificadora transmutará el agua en aire, tercer elemento. El aire caliente, cargado de humedad, subirá a cielo para condensarse en nubes que, empujadas por los vientos marinos, vendrán a engancharse a las cimas de las montañas para verter su maná beneficioso. Por eso el manantial es un lugar sagrado, el punto de encuentro entre el alfa y la omega, el principio y el fin del ciclo de la vida que se renueva sin cesar, a imagen de nuestra propia existencia, a la vez nacimiento en esta tierra y renacimiento en el otro mundo.
—¡Qué maravilla! ¡He aprendido más en unos días que en catorce años!
—Ese era el objeto de nuestro viaje. Es tradición de los omeyas hacer esta clase de recorrido iniciático para transmitirnos de generación en generación los secretos y los misterios de la naturaleza. Nosotros, que estamos llamados a gobernar a los creyentes, no sabríamos exaltar la luz de arriba sin conocer las bellezas ocultas de abajo. Las Santas Escrituras hacen constantemente referencia a ello. «Dios es la luz de los cielos y de la tierra.» Es «Malik al Mulk» y «Malik al Malakut», soberano de los dos reinos.
—Padre, ¿qué me falta conocer que no hayáis dicho ya?
—Todo, hijo mío. El saber es inmenso. Atañe a todas las cosas de este mundo, desde las más profundas a las más insignificantes. Siempre debes comportarte ante él con la mayor humildad. ¿Quieres un ejemplo entre muchos otros?
—El que gustéis darme.
Con una sonrisa enigmática, Abderramán cogió un cuerno colgado de la silla de su caballo y dio un largo soplido estridente, seguido de otro más breve.
Acto seguido, un rugido sordo hizo temblar el suelo. Alhaquén, extrañado, se volvió y vio salir detrás de un bosquecillo a una veintena de jinetes que se acercaron al galope.
Ante la cara asombrada de su hijo, Abderramán estalló en una risa poderosa que descubrió sus dientes brillantes.
—¡No ibas a imaginarte que partiríamos los dos solos a la aventura sin una guardia discreta que garantizase nuestra seguridad!
—¿Desde cuándo nos siguen?
—Desde el principio, y me sorprende que no hayas notado nada. ¿No has visto todos esos rastros en el camino de regreso del manantial? Eran las huellas que sus caballos habían dejado el día anterior, cuando subían detrás de nosotros.
—Confieso, padre, que tengo la cabeza en las nubes desde hace unos días.
—Primera lección para un futuro califa: mantener siempre los pies en la tierra y saber guardarse las espaldas antes de ponerse a contar estrellas o mariposas. No se trata de ciencia, sino de conocimiento de uno mismo ligado al instinto de conservación. ¿Lo recordarás?
—Sí, padre.
El comandante de la guardia llegó el primero ante el emir, sable en mano.
—Mi señor, estamos a sus órdenes.
—Perfecto. Ya es hora de regresar, Córdoba nos espera. Formad la escolta, por favor.
Cuando la tropa se puso en marcha, Alhaquén miró a su padre con serena admiración. Su lección de humildad había rozado la humillación, pero lo que había aprendido de él era tan valioso que no le guardaba ningún rencor. Después de todo, se lo había buscado.
El manantial, el lobo, la noche en la granja, los secretos del Río Grande, eso era mucho para un niño de su edad acostumbrado a una vida sin complicaciones, forjada entre los cuatro muros de un palacio lujoso.
Se preguntó, al ritmo que iban las cosas, qué le reservarían los próximos días.
No dudaba que cambiarían toda su vida.