QUINTA PARTE
El nombre y el número
El comandante Zoran Stoikovich hizo un mohín de asombro mezclado de asco.
Había dado la orden de disparar, pero no esperaba semejante matanza.
El morro de la camioneta se había volatilizado, proyectando a unos metros a la redonda fragmentos de chatarra y trozos de carne. La cabina estaría atestada de municiones.
El horror en todo su esplendor...
Abrió la escotilla y sacó la cabeza por la torreta justo cuando el depósito de gasolina explotaba. Mientras la ardiente onda expansiva le daba en la cara, el cañón pivotó bruscamente y tuvo que agarrarse al blindaje para no caer.
—¡Pero qué narices hacéis, santo cielo!
Una voz excitada contestó bajo sus pies:
—Comandante, uno de esos cabrones se ha escondido detrás del volquete grande en el borde de la acera. Vamos a pulverizarlo.
—Déjalo.
—Pero...
—¡A callar! Pero ¿es que nunca tendréis suficiente? ¿Qué tenéis en la mollera, eh?... Disparad y seré yo el que os tumbe, ¿entendido? Los dos cretinos lo habían sacado de sus casillas. Se encendió un cigarrillo para calmarse los nervios y pensó en esa mala bestia de Laslo Pilic. Seguro que se habría apresurado a tirar al blanco por puro placer.
¡Por todos los santos, nadie diría que los cristianos, ya fuesen serbios o croatas, se portarían como unos perros o unos hijos de puta! Él también había visto al hombre refugiarse detrás del volquete. No iba armado y no tenía ninguna pinta de miliciano o terrorista.
Una silueta oscura cruzó la carretera.
Stoikovich vio cómo desaparecía detrás de la espesa humareda negra, luego volvía a asomar unos segundos después y se metía por la calleja.
—Cubridme.
Bajó del tanque, desenfundó su pistola y se dirigió con paso lento hacia los despojos informes. A medida que avanzaba, el desastre causado por la explosión se tornaba más preciso y le ponía la piel de gallina.
Cuando llegó cerca de los restos en llamas, tuvo que retroceder debido al calor. A través de la humareda distinguió un cuerpo calcinado, atrapado bajo la plataforma de la camioneta, y una especie de cofrecillo metálico todo abollado; junto a él había algunas hojas esparcidas llenas de signos y dibujos extraños. Pero estaba demasiado cerca de la hoguera para poder recogerlas. Un poco más allá tres carpetas de cartón le llamaron la atención. Se precipitó hacia ellas y las apartó hacia fuera con el pie.
Seguro de que no corría peligro, volvió a enfundar el arma, cogió una carpeta y la abrió.
Contenía documentos que parecían tratados antiguos, escritos en serbio y en árabe, así como planos catastrales y mapas detallados cuyas fronteras estaban subrayadas con rotulador negro.
Se llevó las carpetas, confiando en que un día podrían resultar útiles. Al menos eso que se llevaba de una guerra que lo repugnaba. El resto ya no le interesaba.
Asqueado, dio media vuelta y volvió al tanque sin mirar atrás.