CAPÍTULO 12
—¡Kate! ¡Kate! ¡Por favor, espera! —Jeremy corrió hacia ella, la tomó por los hombros y la giró para obligarla a encararlo—. Kate, escúchame —le exigió, pero la joven desviaba el rostro hacia cualquier otro punto. Él tuvo que cogerle la barbilla para que lo mirara a los ojos—. Kate, mírame.
Ella lo hizo, y al verle los labios manchados de pintalabios carmesí, se liberó de su agarre.
—Límpiate la cara al menos —reclamó.
Con irritación, él se quitó el pintalabios con el dorso de la mano, interponiéndose de nuevo en el camino de la chica.
—Vamos a mi casa y hablemos.
—Es tarde. Tengo cosas que hacer.
—Kate, tu mochila está adentro. Si llegas sin nada a tu casa, Martin te hará la vida imposible.
La joven se mordió los labios. Él tenía razón.
—De acuerdo. Recojo la mochila y me voy —dijo, y se encaminó hacia el hogar de los Collins.
Jeremy la siguió. Cuando la tuviera adentro, hallaría la manera de retenerla. Vio a Nadir entrar en su propio hogar con altanería; comenzaba a odiar aquella situación.
Cuando pasaron a la sala, se toparon con Trevor, que estaba a punto de subir las escaleras.
—¿Todo bien, chicos? —preguntó al ver el rostro enfurecido de Kate, quien se dirigió con rapidez hacia el sillón donde había dejado sus pertenencias.
Jeremy le hizo señas a su padre para que siguiera su camino y los dejara solos. El hombre no necesitaba de más indicaciones para saber que no era buen momento para intervenir.
—Kate, espera.
Al quedar solos, él se detuvo tras ella, muy cerca, y apoyó las manos sobre sus hombros. Kate suspiró, sintiendo un dolor punzante en el pecho.
—Tengo que irme.
Jeremy la giró y le alzó el rostro. Le quitó las gafas para que ella pudiera apreciar su mirada suplicante.
—No quiero que te vayas —le susurró.
—No pensabas en eso hace un rato.
—Te juro que sí lo hacía. Pienso en ti más de lo que imaginas.
Ella dudó. La cercanía del joven, su cálido aliento y su olor varonil le restaban fortaleza.
—Esto no va a ningún lado, Jeremy.
—Sí va —garantizó él. Con una mano le cubrió la mejilla, acariciando con suavidad la piel—. La rechacé, Kate. No quiero estar con nadie más, solo contigo.
Los ojos de la chica se cubrieron de lágrimas. El corazón le martilleaba con fuerza en el pecho. Jeremy bajó el rostro y se apoderó de sus labios. La besó con frenesí, hambriento por su boca, bebiendo todos los suspiros que la chica emitía.
—Tus labios son los únicos que quiero sentir sobre mí —gimió mientras depositaba pequeños besos por todo su rostro.
Aunque la escena le fascinaba, ella se esforzó por detenerlo y separarse un paso de él. Se moriría de la vergüenza si Claire o Trevor bajaban, y peor aún, se sentía demasiado confundida y enfadada. Debía asentar sus emociones, o terminaría actuando movida por sus hormonas.
—Necesito pensar.
—Kate…
—Dame tiempo.
Él apretó la mandíbula, pero se irguió para mantener la calma y no estallar. Se lo había prometido a sí mismo: la conquistaría; con paciencia y determinación. Sin embargo, comprendía que en esa ocasión había cometido un error al dejarse abordar de esa manera por Nadir Tanner. Esa era una estúpida falta que podía echar por tierra todos los avances que había hecho hasta ahora.
—Te acompañaré a tu casa.
—No.
El rostro del chico se endureció. Estaba harto de recibir rechazos de ella.
—Necesito tiempo y espacio, Jeremy. Si no me puedes conceder eso, entonces, tendremos que establecer límites a esta relación —expuso Kate con seguridad.
Se giró para tomar su mochila del sillón y se dispuso a salir de la casa, pero Jeremy la detuvo antes de que pudiera llegar a la puerta y volvió a besarla con ansiedad, invadiendo la cavidad de su boca con su lengua y acariciando cada rincón con posesión.
No se detuvo hasta asegurarse de que ella quedaba trastornada por aquel beso, sin aire, sin coordinación, y sin posibilidad de razonamiento.
Le daría lo que le pedía, pero se aseguraría de dejar plasmados, en su memoria y en su piel, sus besos y caricias, garantizando que esa noche ella dormiría con su recuerdo anclado en la cabeza y con su sabor impreso en los labios.
—Mañana nos reuniremos para conversar —resolvió con la respiración agitada.
Kate asintió con el rostro embriagado. Su cuerpo ardía de pies a cabeza y su corazón palpitaba tan apresuradamente que en cualquier momento podía escapársele del pecho.
Salió a toda prisa de la casa. Le urgía alejarse de él para recobrar la cordura.
Jeremy la siguió con la mirada mientras ella corría por la calle hasta entrar en el porche de su casa. Tenía las manos cerradas en puños, pero al sentir que una le dolía, se relajó. Al observarla, se percató de que sujetaba aún las gafas de la chica. Una sonrisa traviesa se dibujó en su rostro: el destino se empeñaba en unirlo a Katherine Gibson, y él estaba dispuesto a dejarse guiar sin oponer resistencia.
Al entrar de nuevo, su padre bajaba las escaleras.
—Claire se ha encerrado en su habitación. Está enfadada contigo por haber hecho que Kate se marchara.
Jeremy suspiró con agobio.
—Subiré a hablar con ella.
—De alguna manera tendré que agradecerle a Kate la ayuda que le está prestando a mi hija —comunicó Trevor mientras veía a su hijo subir las escaleras, con la mirada puesta en las gruesas gafas que pertenecían a la joven.
—No te preocupes por eso. De Kate me encargo yo.
—¿Te encargas tú? —se mofó el hombre, y le dio la espalda para dirigirse a la cocina—. ¿O es ella la que se está encargando de ti?
Jeremy se detuvo y se giró con el rostro indignado hacia su padre, pero este ya había desaparecido de la vista. Por un instante se quedó allí, observando las gafas que reposaban en su mano.
No le gustaba perder el control de ninguna relación. Él era quien siempre indicaba qué se hacía y hasta dónde se podía llegar. Nadie lo había dominado nunca, aunque debía reconocer que la idea de dejarle el mando a Kate resultaba placentera.
Si tan solo ella se atreviera…
Apretó las gafas y subió decidido a la primera planta. Lo haría. Lograría que ella se aventurara a dejar de lado sus complejos y principios y se entregara a él, en cuerpo y alma. Nunca había perdido una competición, y esa, desde luego, no sería la primera.
Kate llegó a su casa con el ánimo por los suelos, cansada, frustrada y enfadada consigo misma. El deseo que se producía en su vientre por Jeremy era tan fuerte que absorbía por completo sus funciones mentales y no le permitía pensar o evaluar cualquier otra opción.
Como una autómata, se encaminó a la cocina para saludar a sus padres antes de encerrarse en su habitación, aún con la mochila en la mano, casi arrastrándola por el brillante parqué.
Al llegar a la estancia no solo encontró a su padre sentado a la mesa con la atención puesta en un manojo de documentos, y a su madre en la cocina preparando la cena, sino también a su tía Sarah y a su prima Raquel.
—¡Katherine! —la saludó Sarah, que enseguida se apartó de la mesa donde cortaba las verduras para darle un abrazo a su sobrina.
Kate se obligó a mostrar alegría. No se acordaba de que su tía y su prima habían llegado durante la semana a Providence para pasar una temporada en casa.
—¡Kate, has venido! —expresó con emoción Raquel, y la estrechó en un abrazo algo tímido pero firme cuando Sarah se apartó.
—¡Qué alegría veros de nuevo! —alabó la joven con lágrimas en los ojos. Las emociones estaban a punto de superarla.
—En cuatro años te has puesto más guapa y atractiva —señaló su tía, refiriéndose al tiempo que llevaban sin verse.
Sarah era una mujer tan alta como su hermano Martin, rubia y de porte elegante, con el pelo cortado a la altura del mentón y los ojos celestes. Raquel, sin embargo, era morena, de cabellos castaños, como sus grandes y escurridizos ojos, y de contextura algo robusta. «Se parece a su padre», aseguraba su madre, aunque nadie en la familia le había conocido, ni siquiera la propia chica.
—¿Qué haces aquí?
La voz severa y autoritaria de Martin acalló los saludos de las mujeres. Kate perdió de forma automática la sonrisa y se giró hacia su padre con la cabeza alta.
—Vine a saludar a mi tía y a Raquel —expuso con la misma seriedad con la que el hombre evaluaba cada uno de sus gestos y movimientos.
—Mañana tendrás que regresar en autobús a la universidad. Esta vez no podré llevarte a Kingston; tengo cosas que hacer.
—No te preocupes, papá; Jeremy me llevará —lo retó. En su organismo se debatían todas sus emociones y la hacían inestable.
—¿Jeremy? ¿Hablas de Jeremy Collins? —preguntó Sarah. Kate se giró hacia ella y asintió—. Ese chico siempre fue un joven simpático y atractivo. ¿Cómo están los Collins?
—Igual: irresponsables, libertinos y faltos de carácter —sentenció Martin.
—Están muy bien, tía —rebatió Kate. Su paciencia estaba llegando al límite—. Jeremy ganó tres medallas de oro en las últimas competiciones de natación de la universidad; a Claire la eligieron como una de las bailarinas principales en la obra que el ballet de Providence presentará en primavera, y a Trevor le va excelente con la página web donde ofrece asesorías, venta de manuales y artículos deportivos.
La tensión aumentó en la habitación; solo el ruido de la comida friéndose en la sartén invadía el ambiente. Kate no necesitaba girarse hacia su padre para ver su rostro cincelado por la furia; percibía perfectamente el calor que emanaba su ira. Ella no solo había contradicho sus palabras, sino que lo había desobedecido al relacionarse con el tipo de personas que él no aprobaba y demostraba el grado de intimidad que había alcanzado con ellos al detallar sus vidas.
—¿Y… tus gafas? ¿Ahora usas lentillas? —agregó Sarah para aligerar la tensión, pero lo que logró fue que su sobrina perdiera su determinación para mostrar inquietud.
—No, las… uso solo para leer —argumentó, y se llevó una mano hacia la nariz para frotarla con el dorso y calmar la comezón.
—Bien —asintió Sarah, evidentemente incómoda, al igual que el resto de los presentes—. ¡Traje algunos regalos para ti! —vociferó al hallar la excusa perfecta para evadir la situación—. Me he especializado en la elaboración de cremas y jabones artesanales. —Tomó a Kate del brazo para alejarla de la cocina en dirección al ático, donde estaba su habitación—. He traído varios para ti. Son especiales para el cuidado de la piel, y tienen diversos aromas y formas… —fue explicando mientras se perdía por el pasillo de las habitaciones con su sobrina, dejando atrás al irritado de su hermano.
Al desaparecer las mujeres, Rose enseguida se giró hacia las sartenes para continuar en silencio con la cena, evitando a su marido, y Raquel, que se encontraba casi agazapada junto a una encimera, simulando revisar su álbum de cromos, lanzó una mirada fugaz hacia su tío y luego corrió para seguir a su madre, con el libro apretado contra el pecho.
A Martin no le quedó otra opción que tragarse su rabia. No era la primera vez que su hija lo retaba. En ocasiones anteriores, con sabiduría y paciencia, había sabido apaciguar cualquier rebeldía y amedrentar a la chica. Y ahora no sería diferente.
La cena logró sobrellevarse gracias a la conversación constante de Sarah sobre su nuevo emprendimiento, su vida en Illinois y los avances de Raquel en las diversas terapias que seguía para controlar su carácter e insertarse en la sociedad. Además, con el apoyo de otros padres, realizaba talleres para la elaboración de jabones artesanales dirigido a jóvenes autistas, que les permitieran relajar su ocasional agresividad y evitar su retraimiento, fomentando su creatividad y motivándolos a compartir con otros. A las clases no solo asistían chicos con condiciones especiales, sino también muchos vecinos, e hijos de amigos, fascinados con la experiencia. Esos talleres resultaban positivos para Raquel y para la propia Sarah, que con esa labor había descubierto su talento para la enseñanza.
Al finalizar la comida y ordenar la cocina, Kate se encerró en su habitación para revisar sus apuntes. Martin entró en el cuarto sin anunciarse y, sin cerrar la puerta, se plantó frente a la cama con los brazos en jarras y el rostro ceñudo.
—¿Estudias? —le preguntó a su hija, como si eso no fuese común en ella.
Kate suspiró. Esperaba esa charla, por lo que ni siquiera gastó tiempo en enfadarse por la invasión repentina de su padre en su habitación.
—Sí, tengo un parcial el martes.
—Si tenías responsabilidades que asumir en la universidad, ¿por qué has venido?
—Ya te lo dije: para saludar a mi tía y a Raquel. Hacía cuatro años que no las veía.
—Ellas van a estar aquí dos meses. Podías haber esperado al próximo fin de semana y avisar de tu visita.
—Esta es mi casa, papá —se quejó la joven con el rostro endurecido—. No tengo por qué avisar cada vez que quiera venir.
—¡Hay reglas, Katherine! ¿Debo recordártelas? —La chica desvió la mirada a sus cuadernos. Odiaba que su padre la tratara como a una persona inconsciente que requería ser tratada con severidad para que no perdiera el rumbo—. ¿Qué te traes con los Collins? —La pregunta la sobresaltó—. Te relacionas un par de semanas con ellos y de pronto te vuelves grosera e irrespetuosa; hasta te atreves a tutear a Trevor, como si él fuera tu amigo.
—Lo es, papá. Lo conozco desde que tengo uso de razón, y él mismo me ha pedido que lo tutee.
—¡¿Y qué autoridad tiene ese hombre sobre ti?! —Kate se quedó de piedra ante el arrebato de furia de su padre—. Trevor Collins no va a tirar por la borda todo lo que te he enseñado durante años.
—Él no pretende tirar nada; solo quiere que lo trate con confianza, como debería ser habitual entre vecinos.
Martin bufó ofendido.
—Me contradices, me retas y desobedeces. ¿Qué vendrá después? ¿Dejarás la universidad por culpa de los Collins?
—¡Claro que no, papá! —aseguró ella con irritación—. Compartir con otros no me hace una persona mala.
—Esa gente posee una ideología diferente a la tuya. No conocen los límites, ni las normas.
—Solo poseen un estilo de vida diferente.
—Y errado.
—Quizás el errado eres tú.
Kate enseguida se arrepintió de haber dicho aquellas palabras. Martin observó a su hija con el cuerpo rígido y los puños cerrados; hacía un gran esfuerzo por controlar su ira.
—Papá, no dejaré los estudios ni descuidaré mis metas por el simple hecho de hacer amistades con otros. Tienes que confiar en mí.
—¿Confiar en ti? —expresó el hombre con cierto rastro de ironía en la voz—. ¿Como lo hice cuando casi nos destruyes la vida, haciéndole aquella mala jugada a tu prima Raquel? —Kate quedó petrificada ante la acusación—. No, Katherine, no confiaré en ti nunca más. Eres como tu tía: propensa a dejarse llevar por las hormonas y a cometer faltas sin evaluar las consecuencias. ¿Acaso quieres terminar como Sarah? ¿Llevando siempre a cuestas y en soledad el estigma por los errores cometidos? —inquirió con desazón—. Ya me lo hiciste una vez por culpa de un chico; no te permitiré que lo hagas de nuevo por culpa de Jeremy Collins —sentenció; luego dio media vuelta para marcharse de la habitación, cerrando de un portazo.
La culpa le dificultaba a Kate hasta respirar. Las lágrimas enseguida le empañaron la visión, y el arrepentimiento le invadió el pecho, fragmentándole aún más el corazón.
Su padre había sabido cuál era la herramienta justa que debía utilizar para bajarle de golpe la soberbia y volver a ponerla en su sitio. Todo rastro de independencia se le esfumó mientras los amargos recuerdos se hacían cada vez más claros en su mente.
Aquello sucedió la noche de su fiesta de graduación. Ese día pretendía marcar el fin de una etapa difícil y dura, y el inicio de lo que ella consideraba una nueva vida. Había pasado un mes entero enfrentándose a su padre, al elegir una universidad diferente a la que él había planificado, al inscribirse en un carrera diferente a la que él le había señalado, y al mezclarse con un grupo de gente que él odiaba. Michael Truman y su familia nunca fueron de su agrado, ni del de ella, pero ese chico había sido el único que se atrevió a invitarla al baile de graduación, a pesar de que sus propósitos eran bastante egoístas.
Ella lo aceptó con la sola intención de seguir contrariando a su padre. Jamás se había sentido tan dueña de sus acciones. Los días previos al baile, Martin decidió no discutir más con ella; asumió en silencio sus resoluciones, algo que la tenía danzando en una nube de alegría. Era como si de la noche a la mañana la liberaran después de un encierro eterno. Quería comerse el mundo, sin desperdiciar ni una sola migaja, y vivir lo que nunca había vivido.
Se compró un vestido atrevido, ceñido al cuerpo y con un escote generoso. Se tatuó un grupo de gaviotas en pleno vuelo en la cadera derecha, como símbolo de su reciente libertad, y aceptó la invitación de Michael Truman, aun sabiendo que lo que pretendía era acostarse con ella a la primera oportunidad. Varios chicos del equipo de fútbol del instituto habían apostado una gran suma para ver quién le robaba la virginidad a la chica más estudiosa de la escuela. Kate conocía esa apuesta, pero las emociones independentistas que en ese momento la invadían le impidieron analizar con frialdad la situación y tomar sus precauciones.
Asistió al baile con ilusión, acompañada por su prima Raquel, que también se graduaba. Aquella fue la condición que tuvo que aceptar para que su padre la dejara salir de casa con medio cuerpo al descubierto, a pesar de que su prima no deseaba ir.
Kate se había pasado todo el colegio y el instituto defendiendo a Raquel de los constantes insultos y rechazos de los que era víctima por su condición autista. Se apartó de sus compañeros para cuidar de su prima, y nunca se arrepintió de ello; ese día, sin embargo, quería algo de libertad. Anhelaba sentirse aceptada e integrada en algún grupo. Solo quería ser una chica normal. Era lo más justo, después de tantos años esforzándose por ser la mejor de la clase.
A pesar de que había logrado llamar la atención por su nueva imagen, nadie se le aproximaba por estar cerca de la extraña de su prima: una chica que parecía vivir en su propio mundo, ajena a lo que ocurría a su alrededor, y que a veces hablaba sola o movía las manos sobre su cabeza como si danzara con el viento. Muchos de sus compañeros le tenían algo de temor, ya que solía estallar en llanto sin ninguna razón aparente, e incluso se ponía furiosa con la misma facilidad. Kate sabía dominarla sin inconvenientes mientras los ataques no fueran violentos, cosa que solo sucedía si Raquel era presa del miedo o la angustia.
Pero ese día en la fiesta, lo que reflejaba la chica era fastidio. No le gustaban las reuniones muy concurridas, y mucho menos los sonidos estridentes. Kate no sabía qué hacer con ella. Raquel no quería estar dentro del gimnasio, prefería quedarse en los jardines jugando con las flores silvestres que crecían a los lados de los senderos. Al notar que su sueño de disfrutar de una noche «normal» y ser aceptada se le escabullía como arena entre los dedos, tomó la peor decisión de su vida.
Con la ayuda de Michael, llevó a Raquel hacia el interior del instituto, donde la soledad y las penumbras eran lo único que se divisaba. Llegaron a la biblioteca, y forzaron la cerradura para entrar en el recinto. Encendieron las luces y sacaron un montón de libros de cuentos con imágenes que tanto le gustaban a Raquel, y la dejaron allí, encerrada, para que se entretuviera leyendo un par de horas mientras ellos podían estar en la fiesta y disfrutar con libertad.
Kate creyó que aquello no ocasionaría ningún problema. Era su noche. Tenía derecho a divertirse después de haber pasado años lejos del mundo haciendo lo que su padre le imponía y siendo una buena chica. Raquel era una joven tranquila, la lectura era su mayor afición y la biblioteca, su lugar preferido.
No obstante, la ansiedad no permitió que Katherine disfrutara. Sus compañeros no la recibieron como ella había imaginado. No hubo familiaridad, ni conversaciones distendidas, ni mucho menos, risas. Todos la observaban con extrañeza y era poco lo que compartían con ella. Michael tampoco la ayudó a integrarse. Él le insistía a cada instante en que se alejaran a algún lugar privado. Pretendía ganar la apuesta antes de que la fiesta terminara, para luego alejarse de ella y celebrar su graduación con sus amigos. Así que poco pudo hacer ella para retrasar el momento. Con triquiñuelas, el muchacho logró convencerla para que se ocultaran bajo las gradas y así pudiera tocarla y besarla con libertad.
Las lágrimas, el temor y la culpa estuvieron a punto de dominar a Kate cuando Michael la tendió sobre una mesa destartalada y sucia, con el vestido arremolinado en torno a las caderas y sin ropa interior.
Sin ninguna delicadeza, él hurgaba en su intimidad, produciéndole dolor en vez de placer, mientras la preparaba para el momento que, según él, sería sublime.
La aparición apresurada de uno de los amigos de Michael impidió que el chico continuara con su empeño. Kate se incorporó rápidamente, a punto de caer desmayada por la vergüenza, pero todo empeoró al escuchar lo que el joven había ido a avisarle.
—La loca de tu prima ha saltado por la ventana de la biblioteca, y ahora corre por la calle con los brazos llenos de sangre.
Kate sintió que el alma se le escapaba del cuerpo. Enseguida corrió al exterior con el corazón palpitándole en la garganta. Ni siquiera tuvo tiempo de enfadarse por las risas estruendosas que los chicos emitieron cuando ella salió disparada del gimnasio.
Halló a Raquel a varias manzanas de distancia del instituto, en medio de un serio ataque de pánico, gritando y golpeando a todo el que se le acercaba. En los brazos tenía varios cortes, producidos por haber roto el cristal de una de las ventanas para escapar de la biblioteca. La sangre no solo le había manchado los brazos, sino también el vestido y hasta la cara. Su apariencia era aterradora, casi tanto como su comportamiento.
Algunas personas que pasaban por allí se acercaron para ayudar a calmarla, pero lo único que lograban era que la chica se pusiera peor. Kate se apresuró a intervenir, recibiendo un golpe en la cara de su prima, que la lanzó al suelo de culo, cayendo sobre un charco de agua estancada.
Con lágrimas en los ojos, ella volvió a levantarse, sin lograr un cambio positivo en la situación.
Minutos después, Martin Gibson y su hermana Sarah llegaron al lugar al ser avisados por uno de los profesores presentes en la fiesta. El resto de los estudiantes no se había enterado de lo sucedido porque todo ocurrió a cierta distancia del instituto. Encontraron a Raquel hecha un ovillo junto a la entrada de una casa del vecindario, llorando y temblando de miedo. Solo la intervención de su madre fue capaz de tranquilizarla lo suficiente para que aceptara subir en el auto de su tío y la llevaran a urgencias.
Esa noche, Martin no le dirigió la palabra a su hija. La dejó en casa, con el vestido manchado de barro, los cabellos despeinados y el maquillaje corrido por el llanto, mientras que él se marchaba con Sarah para atender las heridas de su sobrina.
Allí murieron las pretensiones independentistas de Kate. No fue necesario el severo discurso que su padre le dio al día siguiente ni las nuevas imposiciones para comprender lo que había hecho mal. Todo cayó por su propio peso.
A pesar de todo, debía admitir que en aquella ocasión era muy joven e insegura para reconocer dónde estuvo su error. Ahora era diferente. Martin Gibson no podía valerse siempre de aquel desgraciado incidente para manipularla. Era cierto que había sido una inconsciente, y pagó con cuatro años de culpa y pena por ello, pero ni su tía ni siquiera la propia Raquel le guardaban rencor. Ellas lograron superar aquel trauma. Entonces, ¿por qué ella no?
Detuvo el llanto y se secó las lágrimas marcadas en el rostro. No actuaría de nuevo como una chiquilla inconsciente, pero tampoco seguiría siendo una joven temerosa. Era hora de comenzar a tomar buenas decisiones.