XXIV

En la esquina Ossorio separó del escándalo el ruido de los motores en el cielo, creciendo y alejándose, siempre en círculo; chocó contra un andamio y cayó de costado, lastimándose las manos contra las astillas de los tablones al tironear para levantarse, sintiendo ahora que el ruido del cielo venía a caerle justamente encima, como un recio sol de mediodía. El ruido iba y se acercaba, se agachaba, giraba en rápidas vueltas y él, apoyado en los tablones, sujeto por el dolor como por ligaduras a un poste, rodeado de gritos, sólo podía pensar en las diez cuadras, bajando a la derecha, por las que era necesario andar, correr, arrastrarse hasta llegar al puerto; las diez cuadras en pendiente donde una mujer gritaba, sin palabras, solamente gritaba, sin alzar el tono, hasta que necesitaba detenerse para respirar y volvía a gritar, arrancando la voz desde un invisible lugar próximo al suelo. La gente disparaba y se detenía jadeante para palpar la noche y lograr descubrir, delante de las narices sangrientas y los labios cortados, metros y metros sin obstáculos, espacios para carreras de niños, perseguida y separada por las altas cúpulas de las explosiones, sus profundos embudos de ruidos tenebrosos. La mujer volvía a gritar; y cuando terminaba el grito la cabeza rubia de pelo cortado al rape recordó que el perfume del escote de la madre en la cama salía de los olores medicinales para encontrarlo cuando él entraba y dejó de pensar enseguida. La cabeza estaba en el cordón de la vereda, mientras el brazo no del todo desprendido atravesaba la chaqueta azul del uniforme, desde el cuello hasta la bragueta donde había un guante. Ossorio tropezó y se vino abajo, descendiendo en el olor a carne quemada de la noche, apretando los dientes para volver a la superficie, para correr solamente diez cuadras hasta el barco blanco, violentamente iluminado contra el muelle. Volvió a levantarse, apoyado en las rodillas, pensando cuando estuvo de pie que el mundo quedaba incendiado a sus espaldas, que no tenía que recorrer del mundo sombrío y rojo más que diez cuadras en pendiente hasta el puerto, olvidado el dolor de la pierna dentro del resplandor del incendio.

Vio debajo de la suya la cara de Victoria y no dijo nada, no se preguntó nada, reconociendo con repetida lentitud la forma del peinado, la redondez de los pómulos, el llanto a boca abierta que hacía ella colgada de su brazo; y apoyando la cabeza en la pared comprendió que no tenía otro camino que aceptar, mirando algo que caía desde el cielo, cruzaba rápido dos franjas móviles de luz y desaparecía; espantado por sentirse en paz oyendo las bombas y el llanto casi animal de la chiquilina. Sentado en el suelo pudo verla contra el andamio, quieta, acostada en la llamarada rojiza del fuego distante; sólo pensaba en tocarla mientras se acercaba apoyado en una rodilla y las manos, la pierna herida arrastrándose atrás, trabada a cada momento por la puntera del zapato. Tocó la sangre, la piel desnuda, los pedazos de ropa rodeando la pierna y el pecho, dobló los brazos hasta poder tocarle la cara sin nariz, lamiendo largamente con los labios los pozos de los ojos, el inconfundible gusto que cubría la cara, reconociendo con la lengua la redondez resbalosa del frontal, tratando resueltamente de saber si la piel de la cara estaba escondida por la sangre, si la cara no tenía piel, tratando de aquietar el brillo acuoso que se renovaba incesante en el agujero de un ojo.

Volvió a besarla y se levantó, inclinó nuevamente el cuerpo para alzarla, atrayendo hacia su pecho la cabeza colgante que dio una dura luz de diente solitario y nuevo, sin oír ya las explosiones ni las sirenas; la calle sin otro ruido que el lamento irregular de la gente perdida bajo la muerte. La sentía desnuda en la mano que sostenía el peso del cuerpo; la apretó y comenzó a correr, no bajando por las diez cuadras que llevaban al puerto, sino trabajosamente calle arriba, hacia la ciudad, precedido por algo que no lo dejaba chocar con cuerpos ni con voces, aunque cerraba los ojos al resplandor de las fogatas; sabiendo que estaba en el grandilocuente final de un tiempo, que todo estaba terminado y que cuando todo fuera suprimido, la vida, el miedo y la muerte, otro inocente principio iba a surgir, como una sonrisa de la niña sin cara que llevaba apretada contra el cuerpo. Y sólo podía anunciar la buena nueva haciendo retumbar con todas sus fuerzas una sola, invariable mala palabra, sin dejar de correr, recibiendo desde la sombra la respuesta de gritos y lamentos, corriendo siempre, sofocado, cansándose la voz con que repetía la sucia palabra hasta que sintió que lo golpeaban a traición y caía, dejaba de estar en ninguna parte.

Regresó apoyado aún en la nada, clavado a ella por el dolor desbordado en los riñones, y en un tiempo sin medida fue separando la boca del suelo viscoso, pudo moverse hasta quedar cara al cielo y suspiró. Luego movió el brazo, y su mano, en un dilatado viaje en el que acumulaba recuerdos cada frágil hueso, cada blando pedazo de carne, fue trepando con torpe tenacidad, milímetro a milímetro, hasta aflojarse sobre el cuerpo de la muchachita; y luego de descansar, lentamente, se fue extendiendo en la blandura desnuda como un labio, y un dedo quedó cruzando el misterio.

Volvían a sonar, entrecortadas ahora, las sirenas, y en alguna parte avanzaban luces; un camión tumbado abrió un solo ojo de luz amarilla y colocó su chorro con cuidado en el hombre inmóvil en el suelo que sentía regresar, desde su mano apoyada, la primitiva pureza y la fe, adentrándose en los inacabables días que tenía prometidos. Y sonrió en el charco amarillo que hacía el faro, agitando un poco la lengua, tratando de unir retazos de oraciones olvidadas desde la infancia, sintiendo imprecisamente que alguna cosa fofa resbalaba y caía, enfriándose, muerta su mano endurecida en el misterio.