III
A los pocos pasos dentro del calor Ossorio estuvo frente a una mujer, casi tocándole el vientre. La mujer siguió mirándolo, derecha junto a él, y acercaba las puntas de los dedos a una sonrisa tímida.
—No bailo —dijo Ossorio. Ella rió y bruscamente dejó descubierta la boca.
—Esta noche no se baila, nadie baila.
—¿Por qué esta noche no?
Sabía que ella iba a mentir, todos mentían como si nombrar las cosas pudiera llamarlas. Ella mintió doblando la cabeza hacia el centro de la sala.
—No —dijo—, hay mucha gente y están las mesas que llenan la pista. —Después agregó, en el tono de hacer una pregunta atrevida—: Nunca vamos a encontrar asiento —y se le colgó del brazo.
Ossorio movió un poco la pierna derecha para no dejar de sentir el peso de los billetes. Estuvo hablando mientras miraba las caras del salón. «Ni siquiera conozco el nombre», pensaba, mientras decía a la mujer:
—Es una lástima no encontrar asiento porque habrían tantas cosas que decir…
Ella lo animaba abriendo los ojos con entusiasmo, acariciándole el cuello desnudo con los dedos, cortos y rosados, de coyunturas hinchadas. «Cualquier cara puede ser», seguía pensando Ossorio.
—Está segura, ¿no hay donde sentarse?
La mujer le miró la cara con curiosidad y enseguida se rió.
—Pero sí —dijo—. Vamos a un rincón.
Cuando iban caminando, él se puso a desconfiar de la voz de la mujer, grave, extranjera. Luego le dio unos golpes en la mejilla y fue diciendo:
—Podemos estar en cualquier rincón y yo le tengo y le caliento las manos. Oiga, una cosa. Siempre, en todo caso, nos trataremos de usted.
Ella sacudió la cabeza aceptando. El tablado de la orquesta estaba en un rincón; en el ala de sombra encontraron una mesa vacía y quedaron con las espaldas apoyadas en el tabique de madera negra. Ossorio dejó el sombrero y le tomó las manos a la muchacha para calentarlas.
—Otra cosa —dijo—. Nada de alcohol. Pago cualquier cosa. Pero nada de alcohol.
Ella sonreía siempre con su aire dichoso y empequeñecido; alargó una mano y la pasó por la cara de Ossorio, encogiendo el cuerpo para reír.
—Estás barbudo.
Él sacó una pipa y una bolsa de tabaco y durante un rato hizo colgar la bolsa de un dedo, bailando, sostenida por un cordón amarillo.
—Habíamos quedado en que no nos íbamos a tutear —dijo.
¡Oh, sí! —contestó ella, y la expresión feliz se le extendió por toda la cara redonda y entornó los ojos avanzando con los labios alargados—. Usted, usted, usted…
La u se agitaba un poco antes de desprenderse de la garganta. Luego le pellizcó el mentón y se volvió riendo hacia el mozo.
—Para mí anís. Él, usted, no toma alcohol.
Sin volverse, Ossorio golpeó el tabique con la pipa por encima del hombro.
—¿Qué hay aquí? —preguntó.
Se agachó para encender y volvió a reclinarse con la pipa entre los dientes, rodeado de humo. La mujer no le contestó; cuando vino el mozo empujó el café hacia Ossorio, bebió la mitad del anís y estuvo un rato en silencio, doblada, las manos cubriendo la cara, la base de los pulgares aplastada con fuerza en la boca, mientras los cortos dedos estirados alcanzaban apenas las cejas. Él pudo ver las uñas sucias, las orejas redondas y carnosas y los trazos de lápiz sobre los ojos, casi borrados, en lugar de las cejas perdidas. Un poco después ella sacó la cabeza de entre las manos. «Vien, vien…», murmuró; tenía la cara resuelta y encendida. Metió los dedos entre las piernas y el asiento y se balanceaba canturreando «vien, vien» al compás con la orquesta.
Lentamente, sin dejar de mirarla, Ossorio levantó el brazo y volvió a golpear el tabique con el caño de la pipa; entonces ella enmudeció y quedó quieta, escondiendo los ojos y terminando por decir confusamente:
—Los reservados están ahí.
Después siguió cantando. Él se inclinó sobre la mesa revolviendo el café. «Tengo que encontrarlo antes que amanezca», pensaba. «Tanto da reventar, pero se me antoja que no sea ahora ni aquí». Miraba distraído el vapor del café sobre el humo de las mesas. De pronto, como si alguien hubiera pegado la boca al tabique, justamente detrás de su cabeza, oyó una voz de bajo, lenta, terminando una frase: «… cada uno cumpla su sueño». Alguien bebiendo y conversando en un reservado, que acababa de volverse para terminar hablando contra la pared de madera. Se volvió hacia la mujer que lo esperaba con sus ojos risueños.
—¿Vos no hablaste, verdad?
Ella se metió un dedo entre los pechos mientras arqueaba las cejas de lápiz.
—¿Yo? —preguntó molesta.
—Bueno, ¿quién habló del sueño? Ya sé que fue ahí atrás.
—Yo qué sé —dijo ella—. Algún borracho. No querés tomar ni me hablás siquiera y después te ponés a escuchar a los borrachos.
Volvió a meter las manos entre la silla y las piernas y se puso a mirar a dos músicos. Ossorio tomó el café de un trago y alargó el brazo hacia la mujer:
—Dame. Te voy a calentar las manos.
Ella no quiso volverse, alzó la nariz y murmuró:
—Mejor me las caliento así.
Ahora el humo susurraba en la pipa y estaba demasiado caliente. Los cinco músicos negros esperaban turno en una mesa en el centro del salón. El negro más claro y gordo cantaba sonriendo un estribillo en inglés, moviendo la cabeza y el vaso del que nunca bebía, y los otros reían entre repentinos silencios melancólicos en que los ojos se removían como buscando a alguien. «También puede ser un negro», pensó Ossorio, «y acaso cuando dice never more in Alabama está hablando conmigo, buscándome». Silbaba suavemente, siguiendo el estribillo del negro.
—Claro —dijo la mujer volviéndose—. No querés tomar y después te ponés a oír pavadas.
Pero se dejó tocar una mano, la mano izquierda, enrojecida y con la lista exangüe que le había dejado el peso de la pierna.
—Bueno, si es por eso —dijo él.
Llamó al mozo, pidió aguardiente y lo tomó de un trago, respirando luego con la boca abierta, mientras ella reía a carcajadas mostrando sus encías pálidas, unos hilitos brillantes de saliva que le unían las mandíbulas. Atajó la risa con la mano y volvió a llenarle el vaso, mirándolo en desafío, haciendo correr la lengua por los labios.
—Nunca venís por acá. No me acuerdo que hayas venido pero tu cara sí. ¿De dónde te conozco?
Pensó mientras bebía: «Quiere saber a qué vengo, quiere emborracharme, quiere que no me ocupe de los reservados». Y enseguida de dejar de beber oyó la voz de bajo en el reservado diciendo: «El que pueda verse a sí mismo». Lentamente estiró la mano con el vaso vacío. La mujer seguía sonriendo; inútil preguntarle, Ossorio apoyó la cara en las manos sintiéndola huesosa y barbuda. Cuando terminó la música la voz dijo: «No hay salida, nadie puede moverse». Ossorio avanzó el cuerpo separándolo del tabique. «Puede ser un borracho cualquiera», pensó. «Algún desgraciado que se ve venir el fin como yo, rata acorralada, y se pone a revolver el Apocalipsis. Pero no es imposible que la aguja del pajar me esté pinchando».
Ossorio se levantó y dijo: «Vengo». Al salir dejó un billete en la mano del mozo, buscó al paso en las caras que veía y alzó la cortina verdosa que separaba los reservados del salón y donde resbalaba la luz presa en el dintel. Entró en el corredor, sombrío con rayas de luz en algunas puertas, a derecha e izquierda; tropezó con una salivadera y se detuvo a calcular el sitio de donde había venido la voz. Abrió despacio la puerta del reservado, lleno de una luz intensa. Un hombre estaba tirado en el suelo, boca arriba, vestido de negro, con grandes anteojos, rígido, las manos llenas de pelos y cruzadas sobre el pecho. Una mujer lloraba sentada en un rincón, el cuerpo abandonado en el respaldo de cuero del diván, sin gestos; otra estaba de rodillas junto al hombre y también lloraba. Ossorio cerró la puerta y esperó. La cabeza en el suelo era blanca y afeitada y parecía pesar extraordinariamente en la alfombra de rosas rojas. Ninguna de las mujeres le hizo caso. Preguntó:
—¿Era él que estaba hablando? ¿Recién?
No le contestaron y Ossorio se puso a mordisquear la pipa examinando los zapatos enormes del hombre en el suelo. La mujer arrodillada se levantó, siempre llorando, y escarbó la larga falda de su traje de fiesta, rameada, moviendo los dedos a la altura de la liga. Era muy pequeña y su cara envejecida y astuta parecía gesticular bajo la superficie casi inmóvil de la pintura.
—¿Por qué lo mira así? —dijo—. Hay que taparle la cara.
La otra se levantó, fue hasta la mesa y trajo un vaso. Lo tuvo un rato alzado cerca de la cara de Ossorio y después dijo:
—¿Se lo van a llevar enseguida? Se mató. Dijo que si no venían a traerle una cosa, era un plazo postrero, dijo. No tomaba nada pero era como si estuviera borracho. Cantaba y decía cosas y después se mató.
Con la mano libre la mujer tomó la solapa de Ossorio y lo sacudió, sin decir nada, mostrando los dientes apretados con furia. Lo soltó de un golpe y pasó sobre el hombre muerto, rozándole las manos con el borde del vestido, volviéndose cuando el cuerpo inmóvil estuvo entre ellos, de manera que sus palabras, para llegar hasta Ossorio, tuvieran que pasar sobre el hombre estirado.
—Pero era más bueno que nadie —dijo—. Que lo diga ésta. Por eso que lloramos.
Era delgada, alta, con hermosos hombros entre los pliegues del vestido celeste. Inexorable, la cara en el suelo se iba pareciendo a una cabeza de mármol, dura, deliberadamente inmóvil. Los ojos habían descendido y los engrosados párpados acentuaban la curva de las pupilas. Ossorio vació la pipa golpeándola en la madera de la pared.
—¿Qué decía del barco? —preguntó sin mirarlas.
La mujer pequeña se acercó con el mantel cuadriculado y lo estiró sobre la cabeza del muerto.
—No —dijo desde el suelo—. ¡Qué iba a decir, pobre, del barco, si no dejan subir a ninguno! Sabía que lo buscaban y esperaba que viniera uno de arriba que lo podía ayudar porque él le había salvado la vida. Pero estuvo diciendo que de esta noche no pasaba, que ya no tenía donde meterse.
Se levantó y quedó inmóvil, mirando el aspecto del muerto; maquinalmente su mano volvió a hurgar en la liga. Luego hizo un ruido de succión, apretando el labio superior contra los dientes, y se sacó el pañuelo del cuello. Contemplando el cuerpo cubierto se rascó la cabeza y repitió el ruido con la boca. Se volvió hacia Ossorio:
—¿Y usted?
Desde su pequeña estatura alzaba los ojos.
—¿Qué hay conmigo? Por algo estoy aquí.
La mujer encogió los hombros y dejó de hacerle caso. Terminó por sentarse en el rincón con las piernas abiertas dejando caer la cara que se había puesto cansada y floja. La otra dijo con voz lenta, mirándolo distraída, balanceando los hombros:
—Es mejor que usted se vaya antes que vengan. No sé, digo. Si alguno entra.
Ossorio no respondió y fue a sentarse cerca de la mesa, dando un rodeo para no pasar por encima del cadáver. La mujer alta se volvió, insistiendo:
—Es mejor que se vaya. ¿Qué mira?
—Nada. Miraba.
—Ahora estamos listas. ¡No darse cuenta que el frasquito debía tener veneno! Si empiezan a decir que nosotras lo envenenamos…
—Bueno —dijo Ossorio—. Mejor para ustedes. Les van a dar una libreta de prostitución. Con la foto del jefe y el escudo.
La mujer de cara vieja se alisó la pollera sobre las piernas, suspirando.
—¿Usted, joven, venía por él? —preguntó.
—No. Oí la voz.
—¡Qué le vamos a hacer! —Siguió de pie la mujer de celeste—. Nadie podía adivinar. Bueno, él decía. Pero muchas veces dijo que se iba a matar si nadie venía y no se mató y decía que mañana.
La otra volvió a chuparse los dientes y aplastó una palma contra sus ojos. Estiró la otra mano:
—¿Tiene un cigarrillo?
Ossorio se golpeó los bolsillos sabiendo que no tenía; entonces la mujer de hombros blancos rió despacio y dijo:
—Yo tengo.
Quién sabe de dónde acababa de sacar aquella cigarrera de metal opaco, chata, que hacía saltar en la mano. Pasó sobre el pecho del muerto con un largo paso gracioso. Encendieron las dos. La mujer de celeste se paseaba con el cigarrillo en la mano colgante, sonriendo. La pequeña sopló el humo, arrimó la silla, puso los codos en la mesa y habló velozmente, con una rítmica crispación que le torcía la boca, un oleaje sin descanso que caía bajo la piel, desde la estrecha frente, torciendo la boca, hasta temblar en los duros cordones del cuello y sosegarse en el escote.
—Yo no sé, pero éste no era borracho ni loco. Decía que esperaba a alguno que lo iba a salvar y hablaba y hablaba. Bueno, eran disparates, yo le decía a ésta; o alguna combinación para que lo oyera el que él estaba esperando y viniera a salvarlo, como decía. Por casualidad lo oía, a lo mejor, y entonces se encontraban. Pero era muy bueno con nosotras y si no nos pagaba más por tomar y que estuviésemos con él era porque no tenía. No incomodaba a nadie ni se metía, hablaba y hablaba todo el tiempo.
Sin dejar de pasearse la otra dijo:
—A mí me gustaba lo que decía. Yo no sé lo que era y a veces me daba miedo; pero me gustaba.
Rió simplemente, meneando los hombros, uno bajo la luz, el otro redondeado en la sombra. Quebró la ceniza del cigarrillo con la uña y volvió a reír.
—Ésta no le hacía caso.
—¿Qué sabés si no le hacía caso? —contestó la mujercita sin cambiar de postura—. Pero vos tampoco entendías lo que estaba diciendo. Y yo lo atendía y él bien que se daba cuenta, perdé cuidado. Lo que sí que a veces se enojaba. A veces estaba todo el café lleno y venía alguno, los sábados, y golpeaba la puerta y él se levantaba y quedaba quieto, esperando que el otro abriera para verle la cara. Y cuando entraba se quedaba mirándolo con los brazos cruzados sin decir palabra; y después lo invitaba con la mano a que entrara y se sentase, pero siempre haciéndose el bobo, sobrando al pobre tipo. Y al rato de mirarlo bien lo echaba como a perro. Los echaba sin asco. Claro, él esperaba a uno y veía que no era y se quedaba rabioso.
Apoyó la cabeza en una mano, fumando, y miró al hombre en el suelo, semioculto bajo los trapos.
—Pero va a ser un lío —dijo.
La otra estaba siempre de pie, balanceándose, y metía un hombro en la sombra, lo sacaba y metía el otro.
—Y bueno. No vas a decir que de mí no se daba cuenta, también. Me quería como a una hija y una vez me lo dijo.
Sonreía con la mirada perdida. Se volvió, enfrentando a Ossorio, y él asintió parpadeando, apreciando aquel curioso deseo sin urgencia que se desprendía de la mujer y que le hacía pensar en que era posible acostarse con ella con la imaginación en otra cosa. La pequeña rezongó; el cigarrillo, ya muy chico, se movía entre los labios, humedecido:
—Gran siete… Flor de lío ahora.
En las caras de las dos mujeres, por donde pasaban sonrisas y distracciones, habían quedado los restos del llanto y ahora, sin el dolor, Ossorio encontraba repugnante los brillos de las lágrimas y los mocos, mal enjugados.
—Mire, yo que usted me iba —repitió la mujercita—. Se van a poner a averiguar y va a haber lío.
—Por las complicaciones —asintió la otra—. Ahora no más vienen. Si lo hubiéramos cuidado mejor, quién sabe.
Ossorio las miró, una a una; después mordió la pipa y preguntó:
—¿Y ahora a quién le tienen que avisar? No se preocupen; lo malo hubiera sido si el tipo se les llega a escapar.
La mujercita lo miró rabiosa:
—¿A vos quién te mete? Yo sé lo que tengo que hacer. Si querés quedarte arreglátelas como puedas.
—Claro. Pero pensándolo bien es lo mismo que si se hubiera escapado. Ustedes estaban para cuidarlo y entregarlo cuando lo pidieran.
La pequeña lo miraba con desconfianza. La otra murmuró tímidamente:
—Yo te dije…
—Sí, vos me dijiste, vos me dijiste. Se mató y chau, qué le vamos a hacer, si nosotras no sabíamos qué porquería tenía en el frasquito. Y últimamente la que lo cuidaba siempre y lo seguía al salir era yo y nunca vos. Vos te lo pasabas sentada, tan tranquila.
Entonces la mujer de los hermosos hombros cruzó los brazos en la espalda y desnudó para la otra una sonrisa inmutable, blanca.
—Bueno —dijo, siempre sonriendo, con aire de recordar—. Bueno. ¿Querés que te lo diga? Ahora que se murió. Para que sepas, una vez me empezó a levantar la pollera. Despacito.
La otra escupió el resto del cigarrillo, se frotó la boca y señaló con el dedo:
—¿Él?
—Sí. Para que veas.
—¿Te empezó a levantar? ¿Y después?
La mujer reía de pie, hamacando el cuerpo, hermosa y alegre.
—Después yo qué sé. Me echó de un empujón y siguió diciendo locuras. Pero que me la levantó, me la levantó. Me acuerdo que era una noche de lluvia.
Ossorio se incorporó, guardando la pipa, miraba la risa de la mujer, pensando en una noche de lluvia. La otra se puso a hablar rápidamente, cruzando los brazos contra el pecho, y espiando la risa de la mujer de celeste.
—Mirá, hay cosas de las que vos no sabés nada. Te pensás que porque te levantó la pollera era así, como un cliente que viene y paga. No te das cuenta que era un hombre diferente, que hacía y decía cosas que no eran nunca las que parecían. Y si te decía que eras linda no era por la cara que tenés. Siempre buscaba una cosa distinta de lo que estaba diciendo.
La otra continuaba balanceándose, dulce e impenetrable.
—Puede —dijo—. Pero si me levantaba la pollera bien sabía con qué se iba a encontrar.
Ossorio las miró con atención, a la que gesticulaba en la silla con una cara inteligente de mono y a la que mecía por encima del muerto los pechos y la risa. Entonces salió.
Caminó por el corredor oscuro oyendo los ruidos del salón y al llegar a la cortina de la entrada se volvió. Un hombre corpulento llamaba en la puerta del reservado. Casi enseguida abrieron, en silencio, una voz preguntó algo y la rápida luz le hizo ver al hombre de manos enjoyadas, el sombrero negro ladeado, una cara empolvada y hosca, de cejas gruesas, cruzando la puerta con andar pesado y desdeñoso. Ossorio esperó un rato y entró al salón, casi lleno de gente ahora, con su aire asfixiante. Se detuvo revisando las caras, buscando a la mujer de un momento antes, y junto al mostrador reconoció a Martins, que lo saludó con la mirada, sin mover la cara, y se perfiló indiferente. Ossorio se acercó al mostrador y pidió un vaso de vino; estaban hombro con hombro, cada uno con su vaso en la mano, los ojos perdidos en las etiquetas de las botellas en el estante.
—¿Todo liquidado? —preguntó suavemente Ossorio.
El otro apoyó una mejilla en la mano y esperó que el mozo del mostrador se alejara.
—Y sí —dijo, con entonación portuguesa—. No hay frente, no hay frontera. Un pedacito de algodón en una garganta abierta. Antes de dos días… —Siguiendo su idea se acarició el cuello con los dedos.
Ossorio tomó un trago y se sujetó el labio en la mano para secarlo. Encendió la pipa mientras el mozo del mostrador se recostaba en la estantería y entornaba los ojos, un momento, para engañar al cansancio. Sacudió la cabeza y corrió la manija de la cafetera.
—¿Y esto? —preguntó Martins—. Recién llego.
—Todo podrido —dio la espalda a Martins y miró hacia el fondo del salón.
—Vi mucho gordo, mucha gente de ésa, suelta —comentaba la voz arrastrada de Martins en su hombro.
Volvió a apoyarse en el mostrador y vació el vaso.
—Todo podrido. Sí, ya se siente el mal olor. Al primer avión que aparezca se acaba la ciudad. Están entregados.
—Basta —dijo Martins.
Callaron mientras movían la puerta de entrada y voces y pasos desfilaban detrás de ellos. Bebieron otro vaso en silencio y tiraron las monedas en el mostrador.
—Va a quedar una mesa vacía —dijo Martins—. Esperate y vas. Estamos mejor.
Ossorio lo dejó sentarse y luego se acercó, pidiendo permiso en voz alta. Martins encogió los hombros sin responder; al rato dijo:
—¿Qué es esa historia de barcos de refugiados?
No podía hablar así sin mirarlo, sin tener el vaso para disimular. Pidió más vino; ahora sentía que no iba a irse, que todo estaba perdido, que al amanecer lo matarían.
—Prometieron tres barcos —contestó—. Sólo vino el Bouver; sale esta madrugada. El gobierno firmó todos los salvoconductos que se pidieron, toda la ciudad tiene un salvoconducto en el bolsillo. Pero no hay pasajes. El gobierno se encargó de los pasajes pero ya no hay gobierno ni pasajes. Hay esta trampa para esperar que te destripen. Alguno tiene y está vendiendo los pasajes.
Miró la cara inmóvil de Martins, envejecida, con su pequeño bigote ridículo. Cómo decirle que había removido cielo y tierra para conseguir un pasaje, que había suplicado, que había dejado ver su miedo, que había robado el dinero de Martins y de todos los que iban a morir aquella noche o en el alba para comprar un pasaje y disparar. Martins encogió los hombros.
—Estoy muy cansado —dijo.
Ossorio sintió que estaba mareado y pidió más vino, un vaso grande.
—Estoy muy cansado —repitió el otro—. No había armas ni comida ni gana de pelear. Ahora no hay barcos, además. Tampoco aquí van a pelear. Tengo una mujer para dormir y voy a llevarla a la Casa del Partido. Cansado. Allí puede ser que peleen; entonces yo despierto.
Golpeó concluyentemente en la mesa con la mano abierta. Ossorio miró la mano: «Le sigue faltando un dedo», pensó, y acabó el vaso de vino. Asintió con la cabeza:
—Sí —dijo—. Yo me voy a emborrachar. Hace una semana que sé que esto está liquidado; se entregan a cambio de un barco cargado de tiburones.
Hizo una cruz con la pipa en el aire. Martins suspiró:
—Muy cansado.
—¿Mucho amigo panza arriba? —preguntó Ossorio.
—Bah —contestó el otro—. De aquí a mañana todo el mundo. Pero hubo algo para ti. Ahora sí, también tomo vino.
Hizo una seña al mozo y esperó los vasos, hundido en su silencio como en un caparazón.
—Salud —dijo, y bebió.
—Salud —contestó Ossorio.
Mirando desde allí los colores de las botellas en la estantería como los había mirado antes desde el mostrador, recuperando su aire de monólogo, dijo Martins:
—A la Caporala…
—Sí —comentó Ossorio.
—Le dieron baile.
—Los hijos de perra.
La voz de Ossorio y su cara se hicieron repentinamente dulces y serenas.
—¿Hace muchos días?
Martins alzó los brazos y los dejó caer.
—Quién sabe, ahora. Una semana, dos. Le dieron baile, sola, en su carrito, mataron al caballo.
—El nueve yo estaba con ella —dijo Ossorio, y se quedó pensando en qué quería decir: «El nueve yo estaba con ella».
—Estoy muy cansado —dijo Martins levantándose.
Se miraron, Martins removió el pequeño bigote y salió rápido, empujando la puerta con el hombro. Ossorio se recostó en la silla y monto una pierna. «Nosotros dimos muchos bailes», pensaba. Alguno le puso «la Caporala» porque la melena y la nariz hacían pensar en Napoleón. Luisa la Caporala estaba sola en la pieza desierta del cuartel, el casino, sentada a la mesa, las manos moviéndose entre paquetes de algodón, y cuando él entró lo miró sonriendo, tenía los ojos hundidos y redondos, y dijo: «Aló». Él quería llamarla Aló, pero acabó llamándola la Caporala, como todos. Tenía el cuerpo grande y blanco y a veces se le veía la cara llena de pecas rodeándole la risa y la mirada leal y otras veces las pecas se olvidaban. Al anochecer, rodeados por los estampidos lejanos, la Caporala se empeñaba en callar, escuchaba el crecimiento de la noche entre sus brazos y luego, cuando tuvo confianza, le dio una historia de playas y otoño, húmeda, donde una muchacha corría como bailando sola en la línea mordida de la costa, y nada más que eso, y ya no pudo darle nada más, metida en la muchedumbre oscura y sucia y en la guerra; y en las ausencias a él le daba por pensar en los sueños y las sábanas que amortajaron los sueños que ella había soñado, antes; y en los besos que le habían aplastado la boca, antes; y en los lugares, los árboles, las paredes, los muebles, las ropas que habían mirado sus ojos, antes. Y, antes, sus dedos, sus caderas, sus risas, las orejas, las rodillas, el gusto y la hora de sus lágrimas. Volvía a encontrarla incomprensible en la vida y el olor grave de la podredumbre y la muerte, y a la primera palabra de saludo todo el pasado de Luisa la Caporala huía. Ahora la veía sentada frente a él; una muchacha de cuerpo grande con las manos entre papeles diciéndole «Aló», mientras lo miraba y sonreía con sus ojos redondos. Y todo esto que pensaba era como una oración por el cuerpo ofendido y agujereado de la muchacha. De aquella pasión de meses entre muertes sin sentido, de todo el trabajo, el hambre, el dolor del sueño, los viajes, el barro, la sangre, el miedo, lo único que quedaba, lo único que podía llevarse como un objeto desconocido entre las manos era el recuerdo de una mañana a orillas de la inmensa laguna, en la frontera, con tres aviones que volaban muy alto, en círculo, y que se alejaron sobre el mar y entonces él fue caminando totalmente solo hasta la costa y se sentó, en mangas de camisa, bajo el sol, y contempló el día, el cielo y el mar, largamente, durante horas, sin un solo pensamiento, plácido en la naturaleza, inmutable como un animal.
Pagó al mozo y caminó hacia el fondo del salón. Los músicos esperaban turno en una mesa; el cantor sonreía y se miraba las uñas en la luz. La mujer se encontraba en el mismo rincón, pero su mesa se hallaba rodeada de hombres y otra mujer de vestido verde. Ossorio se echó el sombrero contra la nuca y se sentó. Un marinero rubio se levantó, sacudiendo la cabeza, y volvió a sentarse. Todos rieron, todos estaban borrachos y él un poco. La mujer de verde lo miró y dijo:
—Tiene cara de enfermo.
Todos volvieron a reír e hicieron temblar las copas. Dijo: «Permiso», llenó la copa de la mujer con la botella de ginebra que estaba sobre la mesa y se puso a beber. Los miraba y escuchaba sin atender mucho lo que decían, llenaba la copa y tomaba. Notó un movimiento raro cerca de la puerta; algo extraño estaba ocurriendo o iba a suceder muy pronto. Había gente nueva, recién llegada, distribuida en el salón en actitud de espera. El marinero se acariciaba el pecho, movía desesperanzado la cabeza y miraba a Ossorio con ojeadas simpáticas. Junto al marinero, enlazando el cuello de la mujer de verde, un hombre gordo, vestido con lujo, fumaba lentamente un cigarrillo de punta dorada, quieta su cara pensativa. Del otro lado de la mujer estaba un hombre pequeño, con la dentadura llena de oro, removiendo el pescuezo al hablar en el cuello holgado. Hablaba rápidamente, hurgando en los bolsillos interiores del saco.
—Porque no se trata de una cuestión sentimental —decía la mujer de verde—. A mí qué me puede importar. Ustedes comprenden. Porque la gente imagina que la verdad tiene una cara así, quiere que tenga esa cara que a ella le conviene. ¿Se da cuenta? Una verdad que cada uno se fabrica adentro, los nueve meses de reglamento, y cuando la echa al mundo, todavía un poco hinchada y le hace arrorró, ¿eh?, entonces enseguida empieza a verle la nariz de papá y un poquito después, ya, ya, la manera que tenía el abuelo de buscar el reloj en el chaleco los domingos cuando iba al hipódromo.
Las dos mujeres se atajaron a un tiempo los bostezos, el hombre que enlazaba a la mujer de verde guiñó un ojo al vacío. El de la dentadura dorada paseó por los demás una sonrisa húmeda y se inclinó sobre los papeles que había sacado.
—Nonó —dijo—. No se trata de discutir ni estoy haciendo propaganda. Imagínese que soy un hombre malo, ¿eh? No me importa la injusticia ni nada; pase lo que pase en el mundo… Si soy así, lo que tenga que pasar, pasará. Y si estoy de la otra manera, si quiero mejorar las cosas, si me preocupo por todo, lo mismo. Lo que tenga que pasar… Así que yo haga o no haga todo va a ser igual. No me mato por ideas.
Rió un rato y acercó una copa a sus labios ensalivados. El hombre gordo volvió a guiñar el mismo ojo; tiraba con dos dedos de la piel de la mujer de verde, sobre la tela.
Ossorio continuaba tomando en silencio, bajo las miradas del marinero. La mujer del principio de la noche lo examinaba de vez en cuando, sonriendo, y se inclinó hacia el hombrecito diciendo algo, él se puso a reír y guardó los papeles. Entonces la mujer tocó con su rodilla la pierna de Ossorio.
—Estaba pensando en una muchacha que se murió —dijo Ossorio.
—¿Y qué hay con eso? ¿Era tu hermana, por si acaso?
—No, no era mi hermana.
—¿Una amiga? ¿Y cómo se murió?
Él movió la cabeza negando. Veía al marinero escribir con lápiz en un papel amarillento, al dorso de una proclama, interrumpiéndose para beber y mirar al techo.
—¿Era la italiana? —insistió la mujer—. Se murió el otro día. Decí: ¿era una que venía aquí, muy flaca, con la boca así apretada, que tenía un traje largo colorado, con una flor en el pecho?
—No. Era una muchacha —dijo Ossorio.
—Una muchacha, ya me dijiste —dijo la mujer con fastidio—. Te digo cómo era. —Alzó la voz por encima del hombro gordo para hablar a la mujer de verde—. Ahora dice que tenía una muchacha que se murió.
La mujer de verde le sonrió amistosamente y tomó los dedos del hombre gordo y los separó un momento, suspirando aliviada mientras se acomodaba en la silla. El hombrecillo se levantó, y se fue.
—Porquería sucia —dijo una de ellas.
El marinero escribía cada vez más ligero con la frente mojada de sudor. Ossorio sacudió la cabeza sobre el mareo.
«Aquí está la mujer —pensó— con dos deditos de uña sucia apoyados en mi manga y ahí se está quieta, con un poco de sueño, repitiendo la sonrisa humilde de la amiga de verde que sigue prestando su cuerpo al hombre gordo; el hombre gordo fuma con la boca solitaria en la cara, separada de la cara por dos arrugas, y acaricia con la punta de los dedos el pecho de la mujer de verde; la mujer de verde le presta el cuerpo mientras el marinero escribe, escribe sudando en la luz, y más allá están los hombres de la orquesta descansando y alguno afina distraído un violín y en el salón el humo va desde la mesa hasta el techo y entran gentes nuevas. Dos hombres de traje oscuro están de pie junto a la puerta con las manos hundidas en los bolsillos de los abrigos y el patrón acaba de agacharse atrás del mostrador mientras el mismo hombre que vi entrar en el reservado del muerto está ahora en la sala y camina taconeando con la misma boca inmunda que le vi de perfil en el reservado; enseguida el patrón saca de atrás del mostrador la cara con una gran sonrisa y trae en los brazos un cuadro que levanta y coloca en la estantería y cuando allá entre el humo ven al hombre retratado en el cuadro todos gritan, siguen gritando un rato con ruidos de sillas arrastradas y gritos de mujeres que dicen vivas y aplauden. El patrón quedó con una mano en la cadera y un puño apoyado en el mostrador, el busto erguido con esfuerzo, siempre con la cara resuelta y la sonrisa, mientras el compadre que entro al reservado del muerto sigue recorriendo el salón con las manos en los bolsillos, el pecho saliente, los ojos entornados, a pasos sonoros aun entre el ruido. Y después del ruido, otro menor y casi el silencio y yo sé ahora que estoy perdido, que esta bestia de jeta asquerosa que viene caminando con el ceño fruncido me puede agarrar de un brazo y hacerme dar cuatro tiros en la calle. Estoy perdido. La mujer está temblando contra mi brazo y su miedo me trepa, me salta al hombro y me duele en el cuello, y como estoy borracho no se me ocurre nada para salvarme ni nada para decir ni movimientos para hacer cuando esta bestia me mande matar; pero no va a haber una mañana para que me arrepienta de no haber dicho las palabras debidas ni haber hecho los gestos necesarios. Y aquel hijo de perra con nariz griega que mira desde su cuadro encima de las botellas de vino que tomamos con Martins. Pero no suenan las sirenas ni hay ruido de aviones ni llega de la calle griterío ni pasos de caballos ni marcha de soldados. Nada, sólo aquí el silencio en este lugar sucio rodeado de miedo donde yo estaba destinado a morir, yo que soy el hombre que iba a hacer esto y aquello, preso en esta trampa como una rata».
El hombre cejijunto detuvo los golpes de los tacos junto a la mesa y apretó la boca, girando enseguida y deshaciendo el camino hacia el mostrador con sus pasos pesados. La mujer colgada del brazo de Ossorio murmuraba:
—Morasán. Es Morasán. Sabe que yo anduve con Barcala. Barcala estuvo en casa. Es Morasán, no le había conocido.
Ossorio vio que el hombre de los reservados estaba apoyado en el mostrador, mirando hacia ellos, y encendía un cigarrillo. Y después de encenderlo, a tiempo de sacudir el fósforo para apagarlo, detrás de la nube de humo que sopló, movía la cabeza llamando, a él o a alguien que estaba cerca suyo, y la mujer temblaba ahora con más fuerza sin nombrar a Morasán ni a nadie, con la boca abierta, colgando y agitada por el terror. La mujer de verde había comprendido y agachó la cabeza, mientras el gordo, imperturbable, seguía moviendo los dedos sobre su pecho y el marinero se guardó el papel que acababa de llenar de palabras, y el lápiz, y, al guardarlos, dejó las manos en los bolsillos, dirigiendo los ojos hacia el techo para que nadie pudiera mirárselos. La mujer balbuceaba ahora:
—No, no, no quiero ir, no me dejes ir.
Morasán volvió a mover la cabeza llamando y Ossorio estaba seguro de que lo llamaba a él, que había llegado el fin, y en cuanto tuvo la mano contra el mango de la pistola, bajo la axila, quedó tranquilo, mareado todavía, pero ya sin problemas sobre frases y gestos que vinieran bien al final. «No me muevo y en cuanto traten de tocarme dejo secos a todos los que pueda».
Sin quererlo acercó la mano hacia la mujer para acariciarla, para sentir el calor de una persona, atravesando las ropas, porque eso era más importante y más fuerte que cosa alguna. La orquesta tocaba una música de compás rápido con inflexiones muy dulces y hubo un momento de quietud en que no pasó nada y Morasán seguía apoyado en el mostrador, mirándolos con la cara ancha e indiferente, con su cigarrillo en la punta de una mano que colgaba. Pero cuando la orquesta cambió la música que tocaba por otra más lánguida, con frases que hacían pensar en una red que se corriera estremecida por debajo del agua, y el cantor tomó la bocina para cantar, pero no cantó y volvió a dejarla cerca de su pierna, Morasán dijo una palabra corta y rabiosa y estiro una mano, llamando otra vez, y la mujer se fue, alzando en breves impulsos, como desprendiéndose, vacilante, como si su cuerpo no quisiera ir pero sus piernas sí, y caminó hasta donde estaba Morasán, muy cerca del retrato que acababa de colocar el patrón, se apartó enseguida, más pequeña, con pasos de andar en sueños, cruzó el salón y volvió a aparecer con un abrigo, junto a Morasán, que no se había movido del mostrador ni había desviado la cara de la dirección de la mesa. Volvieron a conversar, pocas palabras casi sin moverse, y dos hombres se levantaron de las mesas. Cerca de la puerta se levantó otro y caminó hasta la puerta; pero los que estaban parados allí, uno a cada lado, con las manos en los bolsillos, sacudieron las cabezas y el hombre movió los brazos protestando y volvió a sentarse en su silla, con el cuerpo endurecido, la cara furiosa vuelta hacia la puerta.
Entonces la mujer que hablaba con Morasán inclinó la cabeza y caminó hasta la puerta seguida por los dos hombres que se habían levantado un poco antes. En este momento la orquesta terminó la pieza que estaba tocando y el cantor levantó la bocina que había dejado junto a su pierna y la levantó para examinarla, haciendo pasar la luz a través de ella, como si estudiara la luna con un telescopio. La mujer pasó entre los guardianes, inmóviles, de rostro aburrido, y seguida por los dos hombres salió del café. Casi enseguida Morasán dejó de mirar hacia la mesa, se apartó del mostrador y fue a sentarse lejos, llamando al mozo. El hombre al que no habían dejado salir los guardianes de la puerta se inclinó hacia Morasán, hablando y moviendo una mano, sin que el otro pareciera escucharlo. El mozo trajo a la mesa de Morasán una botella, un vaso y un sifón. Morasán bebió lentamente y dijo algo al hombre que le hablaba, el que se encogió enseguida y metió la mano en el bolsillo para sacar una libreta que dio a Morasán.
«Le van a dar de patadas y después la van a matar», pensaba Ossorio recordando la mujer que se habían llevado. Tenía siempre la mano caliente bajo la axila, tocando la pistola. «Era bastante bestia un momento antes pero ahora es como si hubiera dejado una ternura olvidada, como se olvida un guante o un pañuelo, todas las cosas amables que puede haber tenido adentro y la vida, todo esto, no le dejaron nunca mostrar». Morasán tenía abierta bajo sus ojos la libreta que le había dado el hombre y bebía a sorbos mirándola.
«La pobre bestia —pensaba Ossorio—; pobre con aquellas ves que pronunciaba silbando, un poco agrias como el país de donde puede haber venido, una tierra miserable donde atrás del rebaño que baja la colina, descalza o golpeando los zuecos, dando gritos de pájaro que hacen balancear las guampas de las bestias, va moviendo una vara en el aire que vibra, desprendiendo ves agrias, la pobre putita difunta y simple, con sus gruesos muslos que cuando acaben de molerla a golpes serán como si nunca nadie los hubiera tocado».
Morasán devolvió la libreta al hombre sin decir palabra, terminó de beber e hizo otra seña a los que estaban en la puerta; el hombre se levantó con una sonrisa, hablando, y salió rápidamente. Ahora el marinero se había tumbado en la silla y la pareja del hombre gordo y la mujer de verde continuaba unida por el perezoso movimiento de los dedos. Morasán sacó un papel del bolsillo, lo desdobló y lo estuvo mirando un rato con las cejas fruncidas; volvió a levantarse y anduvo por el salón, terminando por encontrar el lugar que había dejado un momento antes en el mostrador y acodándose allí. Miraba nuevamente la mesa, inmóvil debajo de la música que tocaba la orquesta. Ossorio sacó la mano del pecho y llenó las cuatro copas calmosamente.
—Parece que no podemos salir —dijo.
—¿Por qué? —respondió la mujer—. Si tiene los papeles puede salir.
—Por mí —dijo el marinero.
El gordo parpadeó sonriendo y dio unos golpecitos en el cuello de la mujer, soltándola.
—Tengo los papeles —dijo Ossorio—. Pero andan con ganas de hacer lío.
La mujer encogió los hombros. Morasán enderezó el cuerpo, se dio vuelta y camino hasta la puerta, hablo con los hombres indicando el salón con la cara y salió. Entonces Ossorio suspiró y se sintió cansado y solo pero no hizo ningún movimiento y nadie, ninguno de los tres que ocupaban su mesa, pudo darse cuenta de lo feliz que se sentía porque Morasán se había ido y le era posible volver a pensar en Luisa la Caporala y de todo aquello sólo recordaba el paisaje y la sonrisa de ella, bondadosa, llenándole las mejillas una mañana en que él, de regreso de alguna parte, se metió en la cama caliente donde Luisa dormía, tratando de no despertarla. Ni el marinero, ni el gordo ni la mujer de verde podían ver la sonrisa hinchando sin violencia las mejillas de Luisa la Caporala aunque él los mirara recordándola. Nadie sabía nada, ni de esto ni de aquello. Se recostó en la pared de los reservados y metió la pipa en la boca.
De todas maneras, antes de que alumbrara el sol lo iban a matar, aquí o en otra parte, y la inquietud de imaginarse atravesando la cantidad de minutos que lo separaban del día sin saber en cuál de ellos lo iban a aplastar se le hacía dolorosa y, ahora, era preferible no haber dejado irse a Morasán, haberse levantado como lo había hecho la mujer para escuchar y ver la muerte en aquella cara fría y cansada que el hombre les había dirigido desde el mostrador.
«Si yo hubiera sabido que el hombre que llamaba en la puerta del reservado donde estaba muerto aquel pobre diablo era Morasán. Si se me hubiera ocurrido que el hombre de perfil en la puerta del reservado era Morasán, él en la luz de la puerta que se abría y yo en la sombra, junto a la cortina, a quince metros de distancia». Se inclinó bruscamente sobre la mesa, mirando el salón, tratando de no pensar por miedo a equivocarse, moviendo los ojos, mirando el salón que, después de la partida de Morasán, parecía nuevamente lleno, como si el hombre que había estado fumando apoyado en el mostrador caminara solitario, impidiendo que se viera otra cosa que su silueta oscura, pesada. «Bueno», pensó resoplando. Miró las caras del marinero, la mujer, el gordo que guiñaba un solo ojo como un faro en la noche. Morasán no se había cruzado con él en el corredor de los reservados. Morasán había entrado por otra puerta; había otra puerta que daba a cualquier parte. «Bueno, que esto repose un momento. Pero los perros que están haciendo la guardia no me van a dejar mover». De pronto se le ocurrió que aquellos tres en su mesa, desde tanto tiempo en silencio, estaban allí por él, que habían estado por la mujer que se llevaron los hombres de Morasán, cuidando que no escapara, y que ahora continuaban allí por él. «Pero si no trato de salir, dentro de una hora o dos, o ahora mismo, me van a sacar y poner contra la pared».
—Hace rato que no tenemos música —dijo. El marinero levantó los ojos hacia la orquesta y miró a los músicos que conversaban fumando. No contestó. La mujer de verde dijo:
—Yo no hablo ni me meto en nada. Pero Irene no tiene la culpa; había andado con Barcala como con cualquiera. Ya le había dicho que no se comprometiera.
—¡Bah! —dijo el gordo.
Por abajo de la barbilla redondeada del gordo los ojos del marinero se encontraron con los de la mujer, apartándose enseguida. «Puede ser que sea aquí, ahora», pensó Ossorio; metió la mano bajo la solapa. Ya no estaba borracho, sacudió la cabeza, ni mareado. Sonrió, acariciándose el pecho con los dedos metidos entre la pistola y la camisa, contento de no estar mareado, resuelto a salir de allí de cualquier manera, a balazos si no había otro remedio, disparar y encontrarse con Martins o cualquiera y hacer algo, no buscar un pasaje para disparar en el Bouver, quedarse para morir junto con ellos, hacer algo, no hay otra manera de vivir y estar contento.
La mujer llamaba con los ojos al marinero, pero éste continuaba tumbado en la silla, medio dormido, la cabeza apoyada en el respaldo. Cuestión de momentos, se levantaría para tomar algo en el mostrador y desde allí podría ver la puerta de salida, la de los reservados y la distribución de los perros en las mesas. «Lástima que no se sabe exactamente cuáles son perros y cuáles no; no lo llevan escrito en la cara y nosotros tampoco, pero si no lo lleváramos en la cara hace rato que no tendría por qué pensar en nada y Morasán estaría arriba del muerto en el reservado». Guardó la pipa, se abrochó el saco y tomó un sorbo de la copa, apenas para sentir el calor en los labios y en la lengua. Todos callaron, torciendo los cuerpos hacia la puerta; el patrón quedó con un pocillo de café en la mano, boquiabierto bajo el retrato entre las botellas. Estaban sonando las sirenas; otras sirenas comenzaban a gritar confundiéndose; una sirena próxima sonaba larga y temblorosa. Metió la mano en el pecho y aseguró la pistola. Los hombres de guardia en la puerta hablaron entre ellos, uno se asomó y volvió al rato. El patrón dejó caer la mano con el pocillo, miró a la orquesta, y los músicos se pusieron a tocar una marcha militar, desafinando, sin entenderse unos con otros. La mujer de verde lanzó una mirada baja al mentón blando y redondo del gordo que la acariciaba y, enseguida, Ossorio encontró los ojos del marinero pero los perdió en las tinieblas; aletearon restos de luz y el salón quedó a oscuras, oyéndose en la sombra nada más que el prolongado aviso de las sirenas, cubierto después por carreras y ruido de sillas caídas, un sordo y jadeante escándalo que Ossorio atravesó sin correr, una mano palpando la madera del tabique, y empujó la cortina con la cabeza, corriendo, ahora sí, por el corredor de los reservados hasta chocar, primero con el caño de la pistola, enseguida con la frente que aplastó su sombrero. Alargaba los brazos tanteando hacia donde sólo tocó el aire, siguió corriendo en la oscuridad, atravesando algún sitio donde llegaba el frío de la calle, volvió a chocar y su mano izquierda batiendo el aire se lastimó con un pestillo, abrió y quedó esperando, en la frescura nocturna, sin ver nada, golpes, voces, presencias. Pero no había otra cosa que el olor de la noche, y al lanzarse a correr hacia la izquierda, remontando la calle, alejándose del puerto, oyó un tiro, dos tiros que reventaban dentro del cafetín y cómo las sirenas se detenían para volver a llamar enseguida, de manera entrecortada ahora, y siguieron sonando hasta un instante después de encenderse las luces.
Las luces cayeron en olas desde el techo, mostrando hombres en el suelo, escondidos detrás de las mesas volcadas, una mujer llorando agachada, junto al mostrador, mientras el patrón corría de un lado a otro y ya no estaba el retrato colgado entre las botellas. Otros clientes se habían arrimado a las paredes y uno de los guardianes estaba de pie, perniabierto, defendiendo la salida, con la cara manchada de sangre y un revólver apoyado en la cadera, mientras el otro, hecho una pelota en el suelo, escondía las manos bajo el cuerpo estirando y encogiendo una pierna, la izquierda, cada vez más lentamente. El patrón estaba ahora junto a la mesa colocada contra la pared de los reservados sacudiendo la cabeza como si lo hubieran golpeado, mirando a todas partes, hacia el hombre que defendía la salida y hacia los músicos que bajaban la escalerilla. El marinero no estaba, el hombre gordo se había derribado sobre la mesa y la botella derramada terminó de rodar y cayó rompiéndose contra el suelo, bajo la silla que sostenía un muslo del cuerpo del hombre gordo, justamente en el pedazo iluminado del piso donde goteaba su sangre, y la mujer de verde, despeinada, con un extraño cansancio en la cara, encendió un cigarrillo mirando la cabeza del hombre gordo.
—Ahora andá a tocar a tu madrina —dijo la mujer.