XV
Ossorio apagó el fósforo y sintió cómo la chica se apartaba un poco en la oscuridad del corredor, haciendo un sigiloso ruido de membrana fonográfica con la garganta, como antes o después del llanto; luego golpeó apenas la puerta y se acercó a ella escuchando. Pensaba en una interminable noche por la que andaba él con el trote desacompasado de la niña a su lado abriendo puertas, subiendo y bajando escaleras, llamando por teléfono, adhiriéndose, aplastándose en la sombra de los portales, entrando en la desamparada penumbra de los taxímetros, cansado y sucio, oliendo al moverse el olor a miedo de su sudor, sin esperanza de reposo, sin creer totalmente en que la noche tendría un fin, tratando de adivinar, imaginando sin lógica, repentinamente, cómo era el final de la noche, ya preparado desde siempre para él, inevitable, como el paisaje que aguarda en la boca de salida de un túnel.
Sintió la redondez del timbre bajo la palma de la mano, junto al marco frío de la puerta, y clavó el dedo. «Puede ser que cuando abran la puerta, cuando salga la luz del corredor, ella haya desaparecido y, aunque no me despierte totalmente del sueño, me habré despertado de este pedazo de sueño: ella con su silencio, los pesados párpados, mirándome». Tragó ruidosamente la saliva que estaba llenándole la boca mientras oía un ruido de vidrios y pasos que se acercaban adentro —un cuadrilátero de luz rodeaba la puerta— bruscamente interrumpidos.
—La divina impaciencia —dijo la voz de Farla escondida atrás de la puerta que acababa de abrirse. De cara a la luz, los brazos cruzados sobre el pecho, la niña no había desaparecido. La miró y entraron, lentos, deslumbrados, en la habitación vacía donde estaba puesta una mesa con botellas y platos con dulces, donde había un samovar brillante y rojizo, latas de conservas y una cigarrera de madera, abierta y llena. Respiraban el perfume de cama y sueño.
Ossorio se quitó el sombrero mientras miraba el pelo color zanahoria de Farla, peinado, oscurecido en las partes más humedecidas, sobre las orejas y en lo alto de la cabeza, cubriendo como un redondo casco metálico el rostro grueso y enfurecido, donde los recortados bigotes mostraban la desnudez de la boca disgustada. Farla se acercó ajustándose los lentes de montura de oro, haciéndolos brillar alternativamente contra uno y otro; sonrió con un suspiro, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón a rayas que rodeaba tirante la pequeña barriga.
—Nada menos que Ossorio —dijo con una socavada voz de discurso—. Después de mil años, la más inoportuna de las visitas en horas inoportunas. No es cordial pero insisto en el término inoportunidad. ¿Y la señorita?
Ossorio sacudió la mano en el aire sin contestar y fue a sentarse en el diván, tirando el sombrero sobre una silla, mientras Farla acariciaba la alfombra con la suela del zapato y miraba con una sonriente mueca a la niña que retrocedió hasta tocar la mesa.
—No, nada —dijo Ossorio—. Nada de eso, nada de todo eso. No tenemos donde meternos a pasar la noche. Si pensás que vas a hablar en tono de estarse oyendo hablar en el café, si te ponés a hablar así quedo muerto aquí mismo. No puedo aguantar nada de esa clase de cosas. No tenemos ya donde meternos.
—Bueno —dijo Farla—. Vamos a ver qué tono te produce larga vida. Podés imaginar tonos y subtonos para escuchar cómo te digo que no pueden quedarse aquí. Espero gente. ¿Cómo van las cosas?
—Imaginate. Cuando tengo que venir.
—Sí, símbolo de la amistad —dijo riendo, y cruzó sobre la alfombra para reír francamente moviendo la cabeza y golpeando el muslo de Ossorio—. Pero no pueden quedarse. ¿Quién es la señorita?
—La hija de un amigo, no interesa.
—¿Cómo no interesa? Podía ser… sí: las hijas de los amigos de mis amigos son mis hijas también. —Entonces cruzó para tocarle a ella la cara con dos dedos, levantarle la cabeza empujando del mentón hasta que los ojos no tuvieron más remedio que coincidir con el brillo de los lentes—. Es bonita. —Volvió al centro de la habitación y quedó sobre la alfombra, alzando y bajando el cuerpo, mientras los zapatos chillaban con pequeña alegría—. Formalmente, no pueden quedarse. Un trago de vino, un cigarrillo y buenas noches. Puedo darles una taza de té. Espero gente, cuando llamaste creí que había llegado.
—Historias. Nos metemos en cualquier parte, por lo menos puede haber un sitio para que duerma ella, yo me voy.
—Lamentablemente, no. Imposible —redondeó la boca, sacudiendo con lentitud la cabeza—. Espero a una persona y no tenemos más que ese diván para ella y su caballero. Suprimo detalles. No, no puede ser. Podrías haber avisado, aunque tampoco, aunque hubieras avisado no podría dar marcha atrás.
Ossorio se pasó las manos abiertas por los ojos y se levantó trabajosamente. «El cerdo hijo de perra tiene que refregarse con la otra mala bestia después de comer los dulces y dos deditos de vino, querida, para entibiar tu corazón. Sé que no voy a aguantar tenerlos toda la noche quietos con la pistola».
—Dos palabras —dijo—. Tiene que haber cualquier rincón donde hablar dos palabras.
—No, no hay. La señorita puede taparse los oídos. No hay más que el cuarto de baño.
—Vamos al cuarto de baño.
—Vamos al cuarto de baño —dijo Farla riendo, haciendo pasar bajo la lámpara los rojos del pelo, tocando nuevamente la cara de la niña con dos dedos—: Comé alguna cosita.
Ossorio entró antes en el cuarto de baño y miró el agua apenas enturbiada de la bañera, con su calor y su olor fuerte de colonia que daba ganas de suspirar, los estrechos límites de espuma que oscilaban como el agua de un lago tocada por el viento, como si sus pasos o su rostro inclinado sobre ella sirvieran para moverla apenas, moviéndose transparente y tan misteriosa si se pensaba con atención —bajo la luz que Farla encendió con un golpe hueco y seco, entornando la puerta—, tan incomprensible y enigmática como una enorme y profunda masa de agua encerrada y batiendo suavemente las paredes de mármol, verdosa como la de los océanos. Suspiró mirando el tenue vapor que subía aún, oliendo la colonia derramada en abundancia.
—Parece raro —dijo Farla arreglándose el pañuelo del pecho frente al espejo, sobre el lavatorio— que me bañe y conserve el agua sin hacerla correr por el caño. Pero tiene su secreto. Todos tenemos y respetamos esta clase de ritos. Tratar de saber, de enterarse, me parece una despreciable falta de cortesía. Francamente, pensé que venías para estar solo con la señorita.
—Sí, porquerías… —dijo Ossorio; miró alrededor, bajó la tapa del watercloset y se sentó.
—No, no es una porquería. Es una porquería tener relaciones con una señorita tan joven, pero cuando lo pienso yo no es una porquería. Qué vamos a decir, todo está bien y no es asunto nuestro. Acaso el techo del cuarto de baño no deje ver la pupila que está mirando. Es asunto suyo, amén.
—Amén —dijo Ossorio estirando fatigado las piernas, poniéndose las manos en la cintura—. Pero tengo que quedarme, tengo que dejar aquí a la chica y si sucede que esto estropea tu noche de amor…
Farla avanzó un paso, riendo en silencio, tocándose la montura de los lentes con un dedo, alargó el dedo hacia abajo para señalarlo, moviéndolo como la aguja de un manómetro para seguir señalando la cabeza de Ossorio, que se balanceaba resbalando sobre la frescura de las baldosas.
—Soy tan inteligente —dijo; se limitaba ahora a sonreír melancólico—. ¡Ah!, cuando considero el tiempo que he perdido, lo que podría haber hecho. Pero en las actuales circunstancias me inclino a creer que es un poco tarde para pensar en eso. Y tal vez, siempre, querido Ossorio, tarde para pensar en cualquier cosa, abrumadoramente temprano para el pobre cerebro del hombre que no es más que un rudimento hinchado por el optimismo, para pensar en cualquier cosa. Cuando estaba mirándome al espejo y tú me mirabas el estado de limpieza en que había dejado el agua, pensé que estabas planeando ponerme un revólver en el pecho y decirme que te quedabas de cualquier modo. ¿Acerté?
Ossorio detuvo la cabeza frente al índice extendido.
—Es una teoría. En cualquier forma, te voy a presentar excusas.
—Eso es, claro, lo que yo decía. Ay, Ossorito, tú también, el tiempo que has perdido. Pero yo sigo diciendo que no, y voy a decir no frente al revólver o al Gran Berta que quieras emplazar. No.
—¿Cuándo es la cita?
—Esta noche.
—¿Qué horas?
—Falta, todavía. Unos quince minutos.
—¿Y hasta cuándo?
—Infinito. No, nada por ese lado. Dentro de quince minutos no estarán aquí ni tú ni la señorita.
—Entiendo —dijo Ossorio, y volvió a balancear la cabeza entornando los ojos—. Hay otro aspecto. Sucede que me siguen, que en cuanto me agarren estoy liquidado, que saben que ando con una chica, con esa chiquilla. Por lo tanto, pensalo, tengo que cortármela, separarla como un dedo mordido por una cascabel. Acomodala en cualquier rincón y que se duerma.
—No, para mí sería lo mismo. Pasaría a ser mi dedo mordido por una cascabel.
Ossorio desprendió el puño de la camisa, y desnudó el antebrazo; torciendo el cuerpo pudo meter la mano en el agua que comenzaba a enfriarse y moverla con violencia, haciendo una pequeña tormenta, olas que saltaban salpicando contra las paredes curvadas de la bañera. Se enjugó el brazo y la mano con el pañuelo y volvió a recostarse, moviendo la cabeza de derecha a izquierda, sobre una y otra pared, clavándola con fuerza en la juntura de las paredes, mirando con los ojos entornados la cara de Farla, que sonreía distraída.
—Sé quién eres —dijo Farla volviendo a elevar el cuerpo, separando los tacos del piso—. Es presumible que imagino en qué clase de cosas andás metido, quién te persigue y qué cosa te espera si te agarran. También, en cambio, es posible que sepas quién soy, que sepas cuántas veces podría haberte hecho cualquier servicio, no importan los riesgos. No te hice la menor pregunta, no comento el hecho de que me pueda suceder lo mismo por haberte tenido aquí. Nada de miedo. Pero ni tú ni la señorita pueden quedarse. Ni mi madre ni el espíritu santo. Lo demás no existe.
—¿Aparte de qué? —dijo Ossorio con voz calmosa. «Entretanto estamos aquí».
—Pero si me agarran…
—Aparte de la mujer que va a venir esta noche.
—Nadie lo va a sentir como yo, alguna vez, si salgo de esto, si puedo sentir cualquier cosa aparte de esto. Pero no es posible.
—Se agradece —dijo Ossorio.
—Pero bueno, estamos perdiendo tiempo. La dejás en cualquier esquina, entrás en un café y buenas noches por la otra puerta, la ponés en un taxi y le das cualquier dirección al chófer. —Volvió a mirarse en el espejo para arreglarse la corbata y agregó aplastando el aliento sobre el cristal—: Aunque lo clásico se llama: «Esperame que voy a comprar cigarrillos».
—No —dijo Ossorio mirándolo, haciendo resonar la voz entre la blancura de las dos paredes que se unían bajo la nuca—. No puedo hacer eso.
—Absolutamente estúpido. Lo comprendo, me honro en comprenderlo. También lo que yo hago es absolutamente estúpido.
—Me conforta mucho —dijo Ossorio levantándose—. No sé por qué, pero no puedo meterte una bala en el estómago.
—La chica no se quedaría.
—Sí, no se quedaría. Pero hay otra cosa además de eso; no tiene importancia.
Farla encogió los hombros y volvió a sonreír, y mientras se abotonaba el saco la sonrisa iba perdiéndose como agua en la calle que seca un sol de verano.
—Pensaba cuando entramos que el que quiere conocer el corazón de las mujeres debe arreglárselas para escuchar lo que se dicen en el cuarto de baño, al final de las visitas, cuando la dueña de casa pregunta a la otra si se quiere arreglar antes de salir. Una cosa que en el fondo de mi corazón nunca podré perdonarles, esa coparticipación en las revelaciones y en las pequeñas necesidades. Pero aquí estoy, querido Ossorio. No que te mueras tú, que se venga abajo el mundo, que yo conozca detalladamente la muerte de cada uno. No me importa. Dentro de la atmósfera hay sólo esto: acostarme con esa mujer, esta noche. Después de todo, después de las frases sobre la fraternidad humana no hay nada más que la manía personal de cada uno. A veces la manía coincide con los deseos de los demás y entonces aparece el hombre superior.
Ossorio alzó los hombros y pasó entre Farla y la bañera, oyendo a su espalda, un poco antes de que se apagara la luz del cuarto de baño y después que la luz estaba apagada —la luz había desaparecido con su clic en mitad de la frase:
—A mis años, cuando debería ser un poco menos yo cada día…
—Metete las excusas…
Fue hasta la mesa y miró alrededor, se volvió para mirar a Farla que entraba con la cabeza caída.
—¿Dónde? —dijo.
Farla alzó las manos luego de mirar en la habitación, la cruzó y abrió la puerta, asomándose al corredor. «Y está gordo, debe tener una hermosa, gelatinosa, movediza barriga blanca y la va a tocar antes con la barriga, y debe tener unas grandes nalgas de mujer y más adelante, cuando sean uno del otro, ella le dará palmaditas allí, y también algo de mujer tendrá él cuando está acostado, boca arriba, con la papada cubriéndole el cuello. Sólo en él, no voy a pensar en otra cosa, no voy a pensar en una niña Victoria Barcala de padres desconocidos porque nunca existió». Farla volvió cerrando sin ruido la puerta, avanzando rectamente hasta la mesa donde sirvió dos copas alzando demasiado la botella.
—Querido Ossorio —dijo Farla dándole una copa—. Dios te ha cortado con anestesia local el dedo de la víbora. La cascabel es serpiente. A veces sucede, a veces Dios se equivoca de dedo como en el cuento del dentista.
—Es que no tiene adonde ir. ¿Nos oía desde acá?
—No, no creo. No oía lo que decíamos. ¿Otra, la última copa?
—No.
—Pero oía que estábamos discutiendo. —Volvió a reírse sin hacer ruido, apoyado con una pierna en la mesa—. Estoy viejo, yo debería limitarme a pedirle al que mira con su pupila desde el techo, que me recibiera, o que me dejara aquí pero lejos de las ciudades, perdido en cualquier cosa vegetal —bebió de un trago, sacando la copa de su sonrisa, devolviéndola cuidadosa a la mesa—. ¿Qué hay afuera, Ossorio? Bombas de dos mil kilos, tu muerte, mi muerte. —Miró el reloj pulsera—. Faltan pocos minutos. ¿La der de der?
—No —dijo Ossorio recogiendo el sombrero—. ¿Por qué te parece que se habrá ido?
—Uno ama todos sus dedos, el dedo sano, el dedo diestro, el dedo emponzoñado…
—Andá al diablo.
—A veces yo también lo pienso. Por mi parte tomaré la última del prólogo —se sirvió otra copa y la estuvo mirando con una sonrisa idiota—. Oía que estábamos discutiendo y que el motivo era ella. —Se tomó media copa, la dejó sobre la mesa y caminó hasta quedar frente a Ossorio, palmearle el hombro, yendo a sentarse en el diván, ancho, de cuero, con un grueso brazo curvado donde apoyó el codo—. Cuando estábamos en el cuarto de baño los dos nos dedicamos, subterráneamente, abajo de la conversación, a ganar tiempo.
Ossorio se volvió para mirarle la lenta sonrisa, mirarlo con el codo recostado en el diván, la mano pecosa colgante, las piernas separadas, los reflejos de luz sobre los ojos.
—Tú querías llegar al hecho consumado —dijo Farla, cabeceando hacia la alfombra—. Ustedes estaban metidos aquí y el tiempo pasaba. Yo soy más inteligente y especulaba con otra cosa. Yo había notado el aire de desprecio y el odio cerril de la señorita y esperaba, sin seguridad, claro, que se fuera. Complejo orgullo-pudor-desesperación. Yo gané, la señorita no está.
Ossorio caminó hasta la mesa y bebió la media copa que había dejado Farla.
—Bueno, lastimoso pensar que no nos veremos más —dijo desde allí.
—¿Quiénes? —preguntó Farla levantándose y viniendo hasta bajo la luz.
—Usted y yo. Habría para hablar en otro mundo.
—Sí, un mundo perdido, antiguo. Sucede. Es hora, querido.
—Sí, me voy. Algún lugar habrá para esconderme; así va a ser más fácil.
—Un momento. —Sacó una libreta del bolsillo y buscó en las páginas—. Apuntá. Una dirección.
—Me acuerdo.
—Uh, debés saberla de memoria. Mis conventillos en la calle Capac.
—Sí —dijo Ossorio poniéndose el sombrero.
—Bueno —se guardó la libreta—. Preguntás por Ganosky en la pieza seis. De parte mía. Hace tanto que no le cobro el alquiler que podés quedarte allí. Además, seguro, salgo fianza. Con decirle que vas de mi parte…
—Tengo necesidad de dormir; si no me duermo acabo loco.
—Perfecto. Es la hora. —Sonrió estirando la mano, observando la cara de Ossorio, aumentando la sonrisa mientras recogía la otra mano en la suya, la apretaba gradualmente, soltaba los músculos.
—Sí —dijo Ossorio—. ¿Por qué no podía haber ido yo allí con la chica?
—Nada. Es que recién se me ocurrió.
—Es una lástima.
—Sí, podían haber ido los dos.
—Me voy.
—Hasta siempre. Sí, en otro mundo podemos hablar mucho.
Ossorio salió al corredor mirando por última vez, mientras cerraba la puerta, la mesa con la cigarrera, las botellas y copas, el samovar que brillaba apagado rodeado de latas con peces y letras en las etiquetas, mirando después la puerta cerrada, pensando que si podía ver el brillo de la madera oscura y el timbre y la chapa de metal con el número era porque alguien había encendido la luz en el corredor.
Entró en el ascensor demorando en correr la puerta de hierro, estremeciéndose con el salto y la queja del motor al apretar el botón, recostándose en la pared de metal, desviando los ojos del espejo para no verse, para no mirar su cara que lo miraría, para no pensar en la pequeñez de la niña ni en el ancho de la ciudad recorrida por autos policiales, el terror, bajo el pesado cielo amenazante. Salió abajo, en la oscuridad ahora, y caminó sintiendo la densidad de la sombra que iba atravesando. «Y Farla estará esta noche en un tiempo que para mí terminó, en una noche de dos años antes, con la ruborosa mujercita que vino pero que dice tímidamente que no, con la seguridad, entre copa y copa, cigarrillo y cigarrillo, frase y gesto, frase y gesto, que apoyará la frente sobre los senos encima del diván de cuero donde yo podría dormir a pierna suelta y levantarme un poquito antes de que amaneciera y separarme sin despertar a Victoria y darle un beso en la frente, dejándola, ya que nada definitivamente malo puede pasarle». Empuñó el pestillo, cerrado. Corrió los pasadores y abrió las dos hojas de la puerta de calle. «Ahora nomás tiene que llegar, o puede ser que no venga y entonces subo y le pido (media después) a Farla que me deje dormir un rato con él». Alguien, leve, venía caminando por el corredor; dejó de respirar el aire enfriado de la noche y se dio vuelta, quieto y recostado en la pared cuando la niña tocó suavemente el brazo y retiró la mano enseguida, cuando ella hundió las dos manos en los bolsillos del abrigo oscuro y desvió la cara para mirar la noche en la vereda de enfrente.
—¿Qué te pasó? —Le veía el perfil, la corta nariz, el ojo severo, aquella retorcida mitad de la boca que entraba fríamente en la mejilla.
—Ese hombre no me gusta.
—Se avisa.
Ella miró hacia abajo mientras rascaba el escalón de la puerta con un pie, mientras volvía a cruzar los brazos sobre el pecho.
—Ya sabía que usted iba a salir.
Ossorio miró los dos extremos de la cuadra y le apretó un hombro, aflojando enseguida los dedos, dejando caer con lentitud el brazo mientras volvía a mirar el perfil de la niña y pensaba rápidamente: «Victoria Barcala, Victoria Barcala».
—Entrá, escondete un poco ahí adentro —dijo.
Ella desapareció mientras los pasos se acercaban creciendo en la vereda y más oscura que la sombra venía caminando la mujer, baja, ancha de caderas, rozando la pared, poniendo luego frente a él, que le cerraba el paso, la cara pálida atrás del velo y el excesivo perfume.
—Buenas —dijo—. ¿Usted viene a ver al señor Farla, en el cuarto piso? —Ella no dijo nada, retrocediendo, afirmando con la cabeza—. Le aconsejo que se vaya. El señor Farla está preso. Si quiere evitarse complicaciones, le aconsejo que se vaya.
Había retrocedido hasta casi el cordón de la vereda, pequeña, algo gorda, mostrando a través del velo una cara redonda y castigada, donde la boca retinta se agitó tres veces.
—¿Está preso? —dijo con la cabeza alta.
Apoyado en la pared, con las manos en la cadera, Ossorio no contestó, mirándola, midiendo el corto cuerpo redondo.
—Buenas noches —dijo la mujer; caminó oblicuamente desde el cordón de la vereda hasta la pared, volvió a pegarse a la pared y siguió con su inevitable taconeo hasta doblar la esquina.
Entonces él se volvió a la sombra del corredor y dijo con voz burlona:
—Victoria Barcala —dejando de sonreír a medida que el cauteloso paso de la niña se acercaba, suspirando cuando llegó a saber, sin mirar, que el cuerpo de la chica estaba detenido a su lado en el escalón de la puerta, junto a él y su indolencia, frente a la noche de la calle, el perfil inclinado cerca de su hombro, los chatos zapatos inmóviles al lado de los suyos en el escalón de la puerta de entrada.