XII
Al bajar dijo al del taxi que esperara, pero luego se volvió en mitad de la calle, le pagó y caminó lentamente en dirección contraria a la de la pensión hasta que el coche desapareció en la calle del costado, desierta, atravesada solamente en el fondo por un rápido tranvía de luces rojas. Entonces dio vuelta y llegó a la puerta de la pensión —nadie en la calle, ningún ruido adentro—, sacó la llave y abrió, mirando con desconfianza la luz encendida en el hall, atrás de las cortinas de la puerta cancel. Tenía siempre la pistola en el bolsillo del saco, abrió la segunda puerta y esperó sin entrar, luego entró viendo que alguien estaba sentado en el fondo, casi en la sombra, en uno de los grandes sillones de madera negra, apolillados, con respaldos de almohadillas de olor triste. Cruzó lentamente al lado del diminuto mostrador cuadrado desde donde, sentada en un taburete, lo saludaba dos veces por día la patrona, sacando la sonrisa de atrás de las hojas de las revistas y figurines, siempre concluida, pronta para ser mostrada, entre el vello del labio y la barbilla, bajo la larga y afilada nariz austera.
Alguien estaba sentado en el rincón sombrío, inmóvil, mirándolo mientras él pasaba junto al mostrador curvado. Alguien que acompañaba su paso girando la cabeza desde el ángulo de las paredes, y que de pronto, cuando él colocaba el pie en el primer escalón, reveló la intensa blancura de su cara, como si la resolución la iluminara, y dejaba escapar una palabra incomprensible que lo detuvo, el brazo izquierdo en el aire, apuntando a la desconcertante diminuta figura que había abandonado el sillón contra la pared y se acercaba rápida, con sus cortos pasos indecisos, la grave cara infantil viniendo a encajarse en la luz, junto a él, las cejas preocupadas y su aire profundo de inocencia y duelo.
—¿Usted es Santana?
Era una chiquilla de once o doce años, seria, ni linda ni fea, con un abrigo desabrochado azul oscuro y una mano hundida en el gran bolsillo, triste, orgullosa, muy flaca, resuelta, con los pies juntos, esperando hasta que él desde arriba, sin dejar un momento de mirarla, asintió moviendo la cabeza. Entonces ella sacó la mano del bolsillo con un sobre y lo levantó hacia Ossorio. «No pueden usar estos trucos, demasiado fino», pensó mientras recogía el sobre.
La chiquilina volvió a guardar la mano en el bolsillo; el mismo grave desinterés en su cara mientras esperaba. El sobre decía: «Para el Sr. E. Santana». Subió un escalón, abrió el sobre y leyó la carta: «Amigo Ossorio: Barcala me había dejado la chica en custodia. Como es peligroso tenerla una hora más conmigo, peligroso para los dos, te ruego que hagas lo que puedas por ella. Como siempre, Luque». Guardó la carta en el bolsillo y volvió a mirar a la chica.
—¿Usted estaba con Luque?
—Sí —dijo moviendo la cabeza—. La carta…
—¿Y sos la hija de Barcala?
Ella volvió a asentir con la cabeza y recién entonces Ossorio comprendió lo que quería decir, para él, ahora, que la chica fuera hija de Barcala. Comprendió mirando las medias dobladas con guardas griegas bajo las rodillas, los recios zapatos de muchacho, las ropas pobres, la cabeza que se inclinaba hacia un costado, las mejillas blancas, apenas marcadas en el rostro, la posición de indiferente espera de todo el cuerpo de la muchachita. «A esta hora debe estar hecho un colador. Yo avisé a Morasán por teléfono». Se dio cuenta de que estaba sudando, en la frente, que dos gotas de sudor acababan de desprendérsele de abajo de los brazos, rodando por los costados.
—Estoy cansado —murmuró.
Hizo un esfuerzo, se pasó el pañuelo por la frente y volvió a mirarla sintiendo ahora que tenía sed, la boca reseca y cálida. No tenía remordimientos al repetirse, mirando desde arriba el diminuto gorro de lana, la punta de la corta nariz, el brillo excesivo de los ojos tranquilos y misteriosos: «Es la hija de Barcala». Tenía que buscar rápidamente la manera de dejar de verla, de impedir que siguiera mirándolo con serenidad, obligándolo a recordar la noche, el temblor de la cabeza del hombre en el altillo, «cada uno diariamente su acto de justicia y odio, cada uno todos los días, todos nosotros, ellos y nosotros, yo y tú, cada uno su egoísmo, cada uno su explotación cotidiana». Trató de sonreírle —ella había dado un corto paso hacia atrás— viendo el principio de alarma en la cara de la niña, volvió a mirar la carta con un gesto torpe, después, de perfil a ella, sin mirarla, deseando con todas sus fuerzas que sucediera cualquier cosa capaz de hacerla desaparecer, dijo:
—Bueno. Si querés venir.
Empezó a subir la escalera sin atender a si ella lo seguía o no, acompañando innecesariamente el movimiento de las piernas con el balanceo del cuerpo, y recién a mitad de la escalera oyó los leves pasos abajo lentos, invariables, y durante la segunda mitad de la escalera acarició con su lástima a la pobre chiquilina flaca que lo seguía como hubiera seguido a cualquiera que le hubieran indicado, sola en la ciudad, huyendo también, como todos, a la muerte. Abrió la puerta del cuarto y esperó a que los pasos lo alcanzaran, sin volverse tampoco ahora, alargando la mano para encender la luz, buscando que no se rozara con su brazo al entrar, y luego avanzó a grandes pasos, miró de reojo su aire desvalido.
—Siéntese, sentate donde quieras —dijo.
La chiquilina no se movió enseguida, miró alrededor —las manos profundamente metidas en los bolsillos cuadrados, la barbilla levantada—, miró los muebles y las paredes, siempre con la preocupación marcándole el entrecejo, y finalmente se sentó en una silla cerca de la mesa, colocada en dirección a la puerta del cuarto de baño, juntando las rodillas y encogiendo los hombros. Él anduvo un momento sin decidirse, restregándose las manos de un inexistente frío, odiándola, deseando sacarla de allí como si fuera una espina metida en su cuerpo. Se volvió enfrentándola:
—¿Usted tiene documentos?
—¿Cómo, documentos?
—Documentos. De la policía, por ejemplo, cualquier cosa de ésas, carnets…
—No, aquí no tengo. Tenía pero no tengo.
—Está bien. ¿Y cómo sé que sos hija de Barcala?
—¿Cómo sabe? —Entreabrió la boca, desconcertada, acentuando el pliegue de las cejas—. En la carta de Alberto…
—¡Ah!, sí, Luque. No deja de ser…
Ella no se parecía en nada al padre, ningún recuerdo de la nariz de Barcala, curva, aguzada, en esta naricilla de cachorro, ningún rastro de las flojas miradas, en estos ojos atentos que vigilaban sin inquietud sus gestos. Se quitó el saco y la corbata, recogiéndose las mangas de la camisa, lento y caviloso, de pie ante la chiquilla.
—¿Desde cuándo estabas con Luque?
—Primero estuve en casa de unos amigos. Después estuve con Alberto, con Luque, hace una semana.
—Una semana.
Era raro que Barcala hubiese dejado la niña a Luque, borracho, siempre con mujeres, emborrachándose, enredado con mujeres y peleando con ellas, capaz de cualquier bajeza. «Cosa rara, también esta de encontrarme con la chiquilina, y que me la manden menos de una hora después de haber llamado a Morasán por teléfono. Hice lo que tenía que hacer, pero mi tarea, esa de matar a Barcala, se ejecutó en un plano, era perfectamente lógica y justa en un plano inexistente para ella. Qué tiene que ver ella con el mundo de los adultos. Nunca podría comprenderlo, además, porque era su padre. Ahora corresponde que yo me case con ella, en el perfecto folletín, si ella tuviera unos años más, y éste fuera nuestro secreto. Magnífico. Entretanto, aquí en mi cuarto, fuera de broma, tengo los ojos de la chiquilina mirándome, deseando saber qué voy a hacer con ella (no le toqué la mejilla, no le dije nada amable) y endurecida en su orgullo para no preguntarlo; aquí hay aire de familia con el padre».
—Un momento —le dijo, y miró la cara inmóvil de la criatura antes de darle la espalda y pasar al cuarto de baño, sabiendo que ella seguía el desplazamiento de su espalda hasta que la puerta se cerró. Entonces ella, lentamente, como si quedara todavía alguien en el cuarto para quien había que disimular, fue descansando los músculos y poco a poco su cuerpo perdió la rigidez sobre la silla y hasta cerró los ojos cayendo enseguida en el cansancio poblado de zumbidos, escuchando el lejano ruido de agua en el lavatorio, el ruido de las manos agitando el agua, el resoplido del hombre que se limpiaba la nariz en el lavatorio.
Indagó en su cuerpo para saber si estaba enferma de hambre o si seguía enferma de asco por el vino que le hiciera tomar Alberto para reconciliarse, luego de haber golpeado a la mujer del lunar delante de ella.
Cuando ella despertó en la ancha cama y se arrastró hasta tocar la pared y ver allí cómo Alberto se había puesto furioso y se metía los dedos en el cuello y golpeaba a la mujer y la mujer caía desde la mesa hasta el suelo, hasta ser la forma chata y sonora en el suelo, sobre el charco de agua y las manchas amarillas de las flores, el florero de cristal. La mujer tenía un lunar junto a la boca y Alberto la había echado afuera, tirándole el saco, la cartera y el sombrero, sin decirle ahora una palabra después de haberle gritado todo lo que había querido.
Cerró la puerta, sacudiendo la cabeza despeinada, volviendo a meter las puntas de los dedos entre el cuello de la camisa y la piel, mientras hacía una mueca mostrando los dientes. Entonces ella, siempre recostada con las nalgas a la pared, había entornado los ojos como si durmiera y pudo ver cómo Alberto se acercaba a espiarla haciéndole oler su aliento con vino y después la acariciaba dándole golpecitos en el hombro, y había vuelto a sentarse en la mesa para tomar otro vaso de vino de una botella que tuvo que abrir, demorando mucho, con una servilleta, para no hacer ruido porque creía que ella estaba dormida. Y después de estar un rato con la frente en las manos (mientras ella pensaba: desde que estoy aquí en todas partes a donde voy la gente se emborracha y nadie está contento, nadie quiere a nadie), se levantó y fue derecho hasta la cama y la sacudió despacio hasta que ella no pudo hacerle creer que estaba durmiendo y tuvo que levantar la cabeza asustada. Cuando vio claramente la cara de Alberto, los ojos, se puso a temblar, se sentía ya enferma y hubiera llorado a gritos. Pero Alberto la acarició y estuvo diciendo cosas que ni él mismo entendía y luego, casi llorando, le llenó un vaso (no el que había usado la mujer, sino otro que fue a buscar afuera) y le pidió que tomara para acompañarlo y con miedo y lástima ella tomó ese vaso y otros más y estuvo escuchándolo y le acarició el pelo cuando él le hablaba, con palabras entreveradas, de sí mismo y de la vida y la pureza. Así, hasta que Alberto quedó dormido sin desvestirse y el miedo a todo el mundo, el miedo a saber, la tuvo despierta hasta la mañana oyéndolo roncar.