XIV

Sentado en el volante, Morasán tiró hacia afuera el cigarrillo apenas chupado, encendió la radio del automóvil y miró, inclinándose, la luz sonrosada en el dial, giró la perilla buscando la onda del Ministerio y escuchó ronquidos, toses y lamentos, moviéndose como burbujas en la superficie de un atroz silencio de mutilación. Insistió, escuchando por abajo de los lamentos y entre ellos, queriendo meter su facultad de oír como una cucharilla que levantara confusos ruidos para saber algo que estuviera diciéndose más abajo, para él, útil para él y todo aquello que lo arrastraba.

—Ta cortada desde hoy —dijo el hombre a su lado, acomodado en la sombra del automóvil, la cara a medias asomada por la ventanilla, sobre el pasto y el agua sucia, invisibles, en la cuneta, en la frescura móvil de la noche.

Morasán encontró más adelante las últimas palabras del locutor:

—… nuestra audición de bailables.

Y suavizó la radio sobre el foxtrot que se iniciaba, incorporándose con un soplido, volviendo a acomodarse en el asiento, abrigando con el cucurucho de los dedos verticales el revólver abandonado junto a su pierna izquierda.

—Demora —dijo el hombre—. Si no les da como el loco que esperaba que saliera el sol mientras iba sin orden del juez.

Esperó que Morasán dijera algo y enseguida se puso a reír despacio, haciendo ruidos con la lengua.

Era abajo de una luz velada que apenas mostraba la confusa trabazón de las formas, también confusas, en movimiento, que avanzaba la música, encerrada, segura de sus pasos y su tiempo, tan sin preocupaciones, tan ignorante de la lluvia y el estrépito de las calles, defendida de la intemperie —el codicioso viento que puede trastornar todo— y la multitud, las cargas individuales de rencor y venganza que pueden ser impulsadas en cualquier momento y desde cualquier emboscado punto de una trabajada rosa de los vientos, por cualquiera y contra todo y, a veces también, sin propósito, por error o aburrimiento o porque ya no dan las fuerzas para seguir aguantando el maloliente odio en las espaldas. Él, Morasán, podía verse, estar dentro de su propio cuerpo cuando su propio cuerpo estaba envuelto en una camiseta amarillenta, metido en una cama en una pieza de la pensión de Rita, y tomaba lentamente de un gran vaso, sintiendo cómo se le iban endureciendo los ojos, oyendo lejana la tranquila música que nadie iba a turbar, ni las risas de las muchachas ni las voces de los hombres ni el fatigoso arrastrar de zapatos, bailando; la confortable música que voces, risas y el arrastrar de los zapatos contribuían a cuidar, a rodearla de una mullida, espesa capa de algodón, protegiendo su calor y su intimidad de las indiscreciones del mundo.

De pronto oyó las detonaciones, cinco, una, seis y siete, un racimo, el silencio, ya no negro, iluminado por una larga nube blanca de bordes quebrados, rojizos. Ahora sólo la voz del hombre a su lado:

—Bueno, empezó el baile. ¿Se fijó que adentro hay ametralladora? Para mí que no está solo.

Oía el silbato con su tono de pequeña desesperación y se aferraba a pensar «No puede ser una emboscada, no podían calcular si íbamos a venir con un batallón», mientras dejaba de escuchar la música y se tendía para sentir la noche monstruosa que empezaba a partir de su hombro, más allá de la sombra retinta y húmeda de la cuneta, aquella noche de incalculable lejanía donde estaban sonando los tiros, el silbato en crisis de miedo, donde una poderosa voz repetía una nota grave contra las largas astillas de una puerta hendida, la oscuridad fría, liberadora, rugiente al atravesar las verticales fisuras escapaba para venir a tocar como un dedo su mejilla, mientras estallaba nuevamente la dureza de las explosiones, a ras de tierra, junto a los cortos tallos ignorados, como un reguero, una invasión, una fuga de ratatat con cuerpos serpenteantes encima del barro, bajo la hojarasca, bajo el cielo y la fruta de los árboles, encima del antiguo perfume de las lluvias.

El hombre estiró la mano y apagó la radio.

Ahora sonaba otra vez el silbato dentro de una noche de perfecta oscuridad, desapareció en el compacto silencio —mientras él jadeaba en la tregua, la cabeza afuera, tratando de que el otro no se enterara. Desde una altura invisible empezó a bajar un camión trepidando, con una lentitud que no podía casarse con la alarma, con los ecos de la alarma desflecados en la sombra.

—Bueno, se acabó —dijo el hombre.

Morasán recogió el revólver del asiento y lo guardó en el bolsillo mientras saltaba afuera; velozmente el otro había dado la vuelta al automóvil y estaba a su lado, subiéndose las solapas del abrigo. Cerró con un portazo y empezaron a caminar, trepando, resbalando a veces en la tierra humedecida, el hombre adelante, inclinado, iluminando el suelo con el vaivén de la linterna de pilas, muy débil, dirigiendo la luz a sus propios pantalones y zapatos para que Morasán pudiera seguirlo, entrar y avanzar en la picada que iba abriendo en la intrincada sombra, en los perfumes de las plantas, en el aire que saltaba sobre sus cabezas, de árbol a árbol, en los ruidos crepitantes de la noche, mientras el silencio temeroso se agravaba en el punto lejano hacia donde se dirigían, invisible, perdido, inalcanzable aún.

—Ojo que aquí hay alambrado —dijo el otro delante—. Después todo sigue vereda, a la derecha.

Lo vio agacharse, aplastando la redonda luz contra el suelo barroso, juntar los zapatones enfangados; manoteó el alambre y pasó, torció siguiendo la luz y oyó enseguida golpear los zapatos sobre un piso duro, vio la pared de ladrillos con una reja, y en mitad de la cuadra la luz caída en la vereda y el pelotón de hombres ante la puerta. Avanzaba con las manos en los bolsillos, con una mezclada memoria de estar regresando de alguna prolongada ausencia, de años de destierro en la noche, la cabeza derecha, haciendo golpear los tacos todo cuanto fuera posible sobre la vereda. Encogió un hombro inclinando la cabeza para responder a los saludos y vio que Villar, con el sombrero metido hasta los ojos, las manos vacías restregándose a compás frente al estómago, daba un paso hacia él —estaba tocado de arriba a abajo por la luz que salía de la puerta derrumbada, pequeño primero en la luz, mucho más pequeño enseguida en la sombra que pesaba encima de las cabezas con gorra y visera que lo estaban rodeando— y cabeceaba hacia adentro sin hablar.

—Bueno —dijo Morasán deteniéndose, continuando el balanceo de la marcha mediante una blanda oscilación a derecha e izquierda—. ¿Y qué tal?

—Nos hirió a uno. Hay dos muertos —dijo Villar.

—¿Era?

—Sí, seguro —volvió a cabecear hacia adentro—. Ahí está.

Entonces él estiró el labio sobre el bigote y sonrió apenas, sintiendo la juventud de su viejo odio, el irritante amor que la envolvía.

—Enseguida —dijo.

Dobló a la derecha y fue avanzando dentro de la intensa luz blanca del farol que colgaba encima de la balanza del mostrador, dentro del repugnante olor de la verdura y la suciedad y las explosiones, buscando en el suelo, queriendo no ser guiado, ir rectamente hasta tener bajo los ojos el cuerpo de Barcala, muerto, muerto boca arriba con la inolvidable cara intacta, muerto con la cara deshecha, muerto boca abajo contra las maderas del piso, muerto, los brazos en cruz, perniabierto, entregado y débil como una mujer.

—Está arriba —dijeron.

Pasó rozando con el hombro la ristra de cebollas en la pared y subió lentamente la escalera sin sacar las manos del bolsillo, sin descomponer la rigidez del cuerpo a medida que ascendía, flexionando las rodillas para pasar la baja puerta sin inclinar la frente, y vio los dos hombres que revisaban bajo el colchón y el ropero, vio el cuerpo de Barcala —estaba boca arriba, los brazos separados, con pantalones y camisa, la cabeza colocada en la sombra de abajo de la mesa, las piernas encogidas manteniendo altas las rodillas sucias de polvo— y dio los dos lentos pasos que necesitaba para quedar de pie junto al muerto y mirarle el pecho a medias desnudo, indagar sin apresuramiento en la oscuridad gris dónde había quedado reposando la cara, hasta distinguir las cuencas sombrías del otro, la nariz curva, los labios duros y brillosos como la madera, la larga frente que descendía sin violencia hasta la zona negra de sombra donde ya nada podía verse; entonces sacó las manos de los bolsillos y orinó casi sin esfuerzo a lo largo del cuerpo caído.