V
Los tres automóviles pasaron velozmente por el costado de la plaza, grande y oscuro el primero, con hombres en los estribos y una incesante sirena, doblaron muy abiertos en la esquina y volvieron a torcer, ahora a la izquierda, entrando en la ancha calle por entre los rieles de los tranvías, torcidos, con una fría locura silenciosa bajo el estrépito. Ossorio pensó que el aullido de la bocina, alejándose, lo conmovía más que el peligro de haber sido descubierto. Esperó el silencio para salir de la sombra del portal y siguió andando, mirando la plaza que parecía enorme en la noche vacía, con la forma blanca celeste del monumento en el centro, las zonas negras, los altos edificios rodeándola, muertos, con luz de luna en las cornisas y profundos reflejos en algún vidrio que olvidaron cubrir. «La noche —pensó—. Paso a paso en la noche voy a meterme conscientemente en la trampa sólo por miedo de morir solo en la noche». Desde la esquina veía la puerta y las ventanas de la Casa del Partido, con el piquete policial enfrente, los caballos, las motocicletas, ni una voz en la calle. Siguió caminando, más despacio, angustiado por la idea de que había sin duda una forma de escapar y que iba a perderla por una falla de su cerebro, de su memoria, por no ser un poco más inteligente de lo que era. «Es un destino resuelto desde siempre. Estoy en el tipo glandular equis 30. No hay salvación. Si perteneciera al 22 jota sabría cómo disparar o nunca me hubiera metido en esto. Si perteneciera al 22 jota me animaría a reventar solo». Cruzó la calle y el olor de caballo, de estiércol y nafta. La puerta estaba entornada, dejando salir un poco de luz amarilla. Un oficial se separó del grupo de policías y vino a colocarse a su lado, en silencio, con las manos enganchadas en el correaje; Ossorio le miró la cara joven, de nariz corta y una larga boca sinuosa. «¿Se puede entrar?», preguntó. El otro abrió los labios y sonrió, sin hablar, alzando los hombros, mirándolo. Empujó la puerta y entró. En el patio, sentados en un largo banco bajo la luz escasa que se desvanecía antes de llegar a la pared, enfrente, estaban tres hombres con máuseres entre las piernas, fumando y conversando en voz baja, con pocos movimientos, y no se alarmaron al verlo entrar, levantaron callando la cabeza y lo miraron mientras de la oficina, un poco escondida a la izquierda, salía otro hombre con traje de mecánico y pistola al cinto, un cigarrillo en la boca y bigotes largos, espesos, inmóviles, que se acercó a Ossorio con pasos lentos, taconeando, haciendo venir entrecortadamente, al vaivén de la marcha, la cara pálida desde la luz de su oficina, atravesar la sombra del costado del patio y surgir nuevamente en la luz del zaguán junto a Ossorio, muy cerca, con su gesto sonriente y distraído, hasta que la luz del zaguán y las paredes —con frescos ocres donde trepaban chimeneas humeantes y hombres entre gavillas y enormes tuercas y ruedas dentadas se estrechaban las manos— reunieron, aislaron frente a frente la cara de Ossorio y la del hombre de la pistola.
—¿A quién buscaba? —dijo el hombre, con voz de estar pensando en otra pregunta.
En algún lugar de la casa lloraba un niño.
—Ossorio. Me llamo Ossorio. Tengo que ver a Martins.
—Martins —repitió el hombre con voz desinteresada—. No sé. ¿Cómo me dijo que se llamaba?
No contestó. Metió la mano en el bolsillo y sacó el carnet del partido al que había sujeto el salvoconducto del cuartel general. Lo entregó abierto al hombre, que lo tomó con dos dedos sin dejar de mirar los ojos de Ossorio. No había hecho otra cosa desde el principio, mirándole los ojos como quien mira el paisaje lejano atrás de una ventana. Retrocedió hasta tocar la pared con la espalda y miró fugazmente a la puerta entornada y enseguida buscó apoyarse con la mirada en los tres hombres sentados en medio del largo banco, en el patio, con los máuseres entre las piernas. Hubo un silencio y llegó nuevamente el llanto de la criatura y una confusa voz de hombres desde arriba. Entonces el de la pistola al cinto acercó los documentos a su cara y los miró. «Esto está vacío —pensó Ossorio—. No hay nada organizado. Nadie debería poder entrar como entré yo. No puede estar Martins, también aquí todo perdido». Sonó el teléfono de la oficina y el hombre de la pistola fue caminando con sus acompasados pasos, los papeles de Ossorio colgando en la mano.
Ossorio miró la pintura de las paredes, la cara del gigante con visera pintado en la pared, las mangas recogidas sobre los codos, el pecho exhibido en triángulo encima del musculoso antebrazo donde caía la mano de una mujer roja con las manos visiblemente vacías y quietas reunidas en la espalda, mostrando su cuerpo a los hombres de los máuseres que volvían a conversar a media voz en el patio. No oía llorar al niño, solamente la voz del hombre en el teléfono, tibia, aburrida:
—Está frito. Qué querés que hagamos, está frito. De aquí no. Hacé lo que quieras. Por cuenta tuya, lo que puedas.
«Idiota pintar esto en una pared que no tiene perspectiva —pensaba Ossorio mirando los ojos del hombre en el centro de la pintura—. No hay nada preparado, todo está perdido. Lo que está perdido, ahora, además, es la forma de estar todo perdido». Oyó el timbrazo del teléfono al cortar y los tacos del hombre que regresaba con los papeles siempre colgando de la mano. Cuando tuvo la cara cerca de Ossorio sonrió cansado y le golpeó el hombro.
—Había entendido el nombre —dijo—. Pero quería saber si era el mismo Ossorio. Disculpe. Martins está arriba, ahora lo va a ver. —Le devolvió los papeles repitiendo la sonrisa. Ahora le miraba los ojos como quien mira interesado algo que está sucediendo en el paisaje atrás de la ventana—. ¿Cómo está aquello? —preguntó, los brazos caídos, sin acompañar la pregunta con ningún gesto.
—Las cosas no van del todo bien —y guardó los documentos.
—Bueno, tenía que ser —dijo el hombre, sonriendo, y parpadeó—. Bueno, no es el momento… Martins está arriba; si sube la escalera… —Hizo un gesto vacilante moviendo la cabeza y dijo con suavidad—: Hace mucho que no duermo.
Ossorio se tocó la sien y el hombre mantuvo su sonrisa y quedó enseguida serio, en cuanto Ossorio inició el movimiento de cruzar el patio.
—Salud —dijeron los hombres desde el banco.
—Salud, buenas —contestó Ossorio, y empezó a subir la escalera recién lustrada que crujía en el centro, en los escalones impares. La escalera en un corredor de baldosas, cuadrado, que rodeaba el patio, bajo la claraboya fija, adonde daban puertas iguales, sombrías, igualmente espaciadas, con un triángulo de estuco con figuras desnudas y frutas sobre cada dintel. Se detuvo, muy próximo al llanto del niño, y miró desde arriba a los hombres sentados en el banco que conversaban riendo y fumando sin abandonar del todo su encogida actitud de emboscada, las manos terminando siempre su caricia en alguna parte del máuser próxima al gatillo. Desde el cuarto con teléfono que ocupaba el hombre de la pistola al cinto salía la luz y la sombra ancha del hombre, su cabeza inclinada, un brazo que se movía con desgano para desaparecer enseguida. Caminó unos pasos y empujó una puerta entornada, entrando en la primera pieza con luz, donde lloraba el niño. Un hombre en tricota, sentado frente al escritorio, revolvía papeles y alzó la cabeza para mirarlo, inmovilizando las manos. Ossorio no pudo recordar su nombre.
—Buenas, Ossorio —dijo.
El otro se levantó, no tenía ninguna arma visible, era pálido, flaco, despeinado, con la mandíbula superior saliente y, mucho más que el hombre de la oficina de abajo, actuaba con aire distraído, con su atención puesta en otra cosa lejana y amable que le endulzaba los ojos. Le estiró la mano sonriendo:
—Sí —dijo—, lo conocí enseguida. Estuvimos peleando con comida de caballos en el Norte. Organización de forraje.
Hablaba con una humildad burlona y falsa, no dirigida a nada, ni a sí mismo.
—Sí, me acuerdo —dijo Ossorio—. Usted es Fernández. Pero entonces, juraría, llevaba lentes.
—Se rompieron —explicó con una extraña expresión evocadora—. Tengo que comprarme.
Se sonrieron tristemente y Fernández encogió los hombros.
—Eran lentes oscuros, parece que mucha luz me hace mal.
Entonces volvió a llorar el niño y Ossorio caminó para mirar atrás de la biblioteca que había sido despegada de la pared.
—Fíjese —dijo Fernández.
Había un niño acostado en un diván, con la cara escondida contra el cuero del respaldo, y un muchacho rubio, sentado en una pila de libros, muy joven, con una barba irregular y suave que apenas se espesaba sobre los labios, con nariz judía y el revuelto pelo caído hacia adelante, fumaba con el cigarrillo en un lado de la boca y estaba rodeado de niñitas tomadas de las manos que recortaba con una larga tijera en papel de diario. Cintas de niñas con moño en la cabeza, con las manos y las puntas de las faldas unidas, se estiraban encima del diván donde lloraba el chico —el llanto indispensable para llenar el pequeño hueco que hacían las manos contra la boca—, caían desde las rodillas del muchacho al suelo y le colgaban del hombro. Levantó los ojos sonriendo, se desperezó y continuó cortando niñas de papel, rápidamente, deteniéndose un momento para pensar cada vez que la tijera debía cambiar de rumbo.
—Lo encontraron perdido —dijo Fernández—. No habla, no dice nada, a veces dice que sí cuando le preguntan y después dice que no cuando uno le pregunta lo mismo.
Estiró la mano y levantó las medias del chico, arrugadas contra los zapatos. El niño se calló, encogió el cuerpo suspirando y volvió a llorar tranquilo, sin apurarse, con una alargada nota aguda, de perro herido, metida y entrando en su lloro, fría, como una aguja de inyección.
—Y el idiota este —dijo Fernández— que no encuentra manera de hacerlo callar. «Déjenmelo a mí», dijo cuando lo trajeron, como si fuera a darle la teta. Se puso a hacerle muñequitos pero los sigue haciendo para él y ni siquiera se los muestra al pibe.
—Se los muestro y se asusta —dijo el muchacho estirando una cinta de niñas de cintura estrecha que se daban la mano, haciéndolas bailar en círculo, examinándolas con cara de disgusto y dejándolas caer sobre el diván para levantar un diario de la pila que tenía entre la biblioteca y su pierna.
—¿Hace mucho que lo encontraron? —preguntó Ossorio.
—Esta tarde, yo no estaba —contestó Fernández; bostezó y volvió al escritorio—. No comió nada —dijo desde allí moviendo los papeles.
—Es como encontrarse un perro cuando uno es chico —dijo el muchacho chupándose el dedo que lastimaba la tijera—. Hay que dejarlo hasta que tenga hambre. Después que come ya no extraña tanto.
—Debe tener dos o tres años —dijo Ossorio.
—No sé. Tres o cuatro —dijo Fernández.
—¿Está Martins? —preguntó Ossorio.
—No lo vi pero creo que llegó esta noche. ¿Está Martins? —preguntó alzando la voz hacia la biblioteca.
—Sí —contestó el muchacho; se le oyó reír—. Se encerró para discutir el frente de aprovisionamiento.
—No seas imbécil —dijo Fernández, desinteresándose.
—Se encerró con Adelaida —dijo el muchacho atrás del mueble, riendo.
—Debe estar con ella —aseguró Fernández sin reír—. Pero me dijo… —Miró el reloj de la pared—. Debe estar por venir. Tenemos que trabajar juntos esta noche. ¿Quiere sentarse? Ahí, atrás suyo…
Ossorio alcanzó la silla y se sentó mientras Fernández escondía la cara mirando encima del escritorio y el niño lloraba con ruido de saliva sacudida.
—Macanudo —murmuró el muchacho invisible—. Y los tipos que se matan allá.
—¿Estuvo trabajando con esa música? —preguntó Ossorio.
—Ya no la oía —contestó Fernández—. Si usted no me dice no la oía.
Ossorio veía cómo los movimientos del otro iban acentuando su artificio sobre los papeles y su aire no era ya distraído sino atento e indeciso, consciente también de su indecisión y buscando eliminarla, primero mediante la inmovilidad, viniendo luego desde la pared hasta el borde del escritorio, como tocando un límite endurecido, una distancia inviolable entre los dos donde no podía transitar y que intentaría cruzar enseguida con las palabras, logrando hacerla ceder un poco, como un poderoso elástico que se comba sorprendido por el golpe para recuperarse irresistiblemente enseguida.
—Usted debe recordar alguna noche, Ossorio, que perdimos o ganamos, no sé. Que sustrajimos a aquella vida, puede afirmarse. Cualquier noche de aquellas en que tomamos mate y conversamos y discutimos de madrugada. No fueron muchas. Ahora. No estoy disparatando, piense en la palabra ahora. Puede ser un segundo y todos los pedacitos de tiempo y de cosas que puede haber en un segundo. También puede ser, ahora, el estado de alma, lo que sentimos de la vida, cada uno.
—Sí. Adelante —dijo Ossorio mirando el piso. «Demasiado de una sola pieza para ser el miedo», pensó.
—Hablo de lo que hablamos en las madrugadas para que recuerde que tengo la cabeza bien hecha. Usted sabe. —Se rió y fue retrocediendo hasta sentarse otra vez frente al escritorio, inclinado sobre los papeles, repitiendo la actitud que tenía cuando llegó Ossorio. Después levantó la cabeza, mirando hacia el patio—: Bueno —dijo—, si tuviera que decirle, ahora, eso, mi manera de sentir la vida. También es curioso que tenga que decírsela, pero me resulta urgente y no hay otro a mano. Yo le diría cómo me veo obligado a apoyarme en dos cosas sin significado importante, tampoco sin relación entre sí. Una es ésta: mi madre quería comprender el mundo o creía comprenderlo leyendo los telegramas de los diarios. Entraba por callecitas sin salida, tomaba otra callecita, tomaba otra, y así hasta terminar la página de telegramas. No había ningún sentido, pero se iba a dormir segura de haberse enterado no sólo de todos los hechos sino de lo esencial, el alma de la vida, el hombre, en todo el mundo. Ella lo entendía. Si yo buscaba entenderlo por ese camino me resultaba como estar en el puerto, tomando con marineros, y que cada uno cantara una canción en lengua distinta, una lengua para cada canto. Espere —levantó una mano.
—Sí, adelante —dijo Ossorio.
—La otra cosa es que vi desde una ventana, cuando perdimos Aguas Corrientes, matar a una mujer que llevaba de la mano a una chiquita vestida como visten a las mujercitas cuando las llevan de visita. Usted las conoce mejor que yo. No hay nada tan bruto, tan despiadado, tan… como la culata de un fusil. Le dieron a la mujer un culatazo que le rompió la mandíbula y otro, en el suelo, contra la oreja. Al hombre lo voltearon enseguida de un tiro, uno que estaba en la ventana al lado mío. Y a todo esto la nena no se movía, parada, con la mano que iba dando a la madre separada todavía del cuerpo y la cara seria pero sin susto; el vestido de ella era verdoso, de terciopelo oscuro. No supe más nada.
Calló y se puso a morder una punta de lápiz.
—Pero si no los miras —dijo lentamente el muchacho atrás de la biblioteca.
—Se acabó —dijo Fernández con la punta del lápiz contra la sonrisa—. Si a mí me agarran para contarme eso…
—No —dijo Ossorio.
—Puede ser que usted alguna vez tenga tiempo para pensar en las dos cosas y reunirlas. Y comprender que no es cosa de loco habérselas dicho así de golpe, y en un momento como éste. Va a comprender.
—Sí —dijo Ossorio, levantándose y llegando sin hacer ruido hasta el escritorio, examinando la cabeza despeinada del otro que emergía de pesados pensamientos que ya no volverían a tocarla—. En cuanto a la culata y los huesos partidos… Un poco menos y usted hubiera podido comprender el mundo por ese camino. La chiquita con la mano estirada. Pero después de la cabeza rota a culatazos ese camino no le sirve.
—No diga nada —dijo Fernández—. En realidad no tiene que contestarme. Nada más que yo tenía que decirlo. Después de todo, ahora… —Bostezó y miró otra vez a la pared—. Martins está con retraso. Venga y vamos a buscarlo.
Salieron al corredor que rodeaba la abertura sobre el patio, caminando a cortos pasos en la penumbra y el anormal silencio.
—No sé cuál es el plan —dijo Ossorio—. Si está en el plan defender la Casa.
—Sí y no. Defenderla, naturalmente, pero hasta cierto punto y no del todo.
—¿Rendición con condiciones?
—Puede ser eso.
—¿Usted está encargado de eso?
—Yo no —dijo Fernández, y rió—. Martins. Y ahora usted, pienso.
Ossorio cerró los ojos durante unos pasos. «Y ahora yo que estoy en la trampa». Suspiró en silencio, cansado, abriendo los labios para no hacer ruido. «La madre leyendo los diarios y la mujer, la culata, la cara, la niña, la sangre. Éste se pega un tiro». Abrió los ojos para espiar la cara flaca del otro cuando torcieron a la derecha. «Por eso se rió recién». Los centinelas seguían sentados allá abajo, pequeños y torcidos a la orilla del embaldosado.
—¿Está Barcala? —preguntó Ossorio.
—No.
—¿Saben algo?
Poca cosa. Todos los días aparecen historias, dos o tres, pero no sé nada. Hable con Martins.
Se detuvo, abrió una puerta y entraron en la oscuridad que olía a papel y ratas.
—Espere —dijo Fernández. Ossorio lo sintió alejarse, despacio, en la línea curva.
Fernández encendió la luz y alzó una mano para hacerse visera. Estaban en la biblioteca y todo aparecía allí en desorden, un desorden empeñosamente logrado, excesivo, las colecciones de diarios desparramadas en el suelo, los grandes cuadros apoyados de cara contra la pared, pilas de libros vacilantes a cada paso y pilas derrumbadas. Sobre las estrechas mesas unidas en el centro de la sala dormían cuatro hombres, casi tocándose las cabezas con los pies, como cadáveres recién llegados al anfiteatro, sobre almohadas de papeles de diarios que aún conservaban los cordeles, todos boquiabiertos, amarillos y suspirantes a medida que ellos pasaban, tratando de no despertarlos. Ossorio los miró lo indispensable para enterarse de los trajes y las fisonomías, de su olor a cansancio y sueño, de un olor frío, descorazonador y solitario, medicinal, alrededor de la cara del último de los durmientes, hasta llegar a la puerta del fondo que abrió Fernández, metiendo la cabeza, sacándola enseguida para hacer seña a Ossorio de que podía entrar.
—Me vuelvo para allí —dijo Ossorio; entró y vio a Martins que fumaba sentado en el suelo sobre una carpeta roja doblada en dos que había usado como cama y a una mujer que estaba junto a la mesa, apoyada en ella, y se hacía las trenzas teniendo los dientes llenos de broches para el pelo.
Ella dejó de mirarlo enseguida con el único ojo que mostraba el pelo y murmuró algo mientras Ossorio cerraba la puerta y movía una mano hacia Martins.
Martins fumaba, con la camisa desprendida, la frente brillante, la boca un poco mustia que se enderezó apenas para mostrar los dientes.
—No se me ocurría que ibas a venir —agregó—. Como dijiste que estás buscando un pasaje.
Se rió y encogió el cuerpo para alcanzar los zapatos, doblado mientras se los ponía y ataba cuidadosamente, con una lenta flexibilidad. «Cómo habrá forzado a esta mujer que no se merece», pensó Ossorio.
—Y yo qué sabía cómo estaba el asunto —dijo Martins estirando las piernas—, qué sabía dónde te habías metido. Y que te ibas a quedar, eso yo te lo sentía, porque pensaba que me estabas mintiendo. No, no. Que me escondías algo, algo que no tenía nada que ver con esto y que por eso te ibas a quedar. Creía que no te veía más. Le contaba a una persona que estabas esperando un pasaje y que yo estaba seguro de que te iban a dar nomás el pasaje.
Volvió a reírse mientras se levantaba y se sacudía los pantalones maquinalmente. Ossorio había visto apenas a la mujer y la deseaba, con tristeza, sintiendo, sin volver a mirarla (estaba resuelto a no volver a mirarla), que por algunas desconocida circunstancia había perdido aquella piel oscura, la boca gruesa y velluda, la frente varonil, el olor del pelo que la mujer retorcía entre los dedos. «Cómo sé que tiene grandes los senos y los muslos y poca cintura. Esto también es una suciedad. Martins es el mejor de los hombres pero no se merece, no necesita que una mujer sea tan así».
—¡Qué pasaje! —dijo—. Tenés razón, había algo que te escondía. Estaba Morasán y se me había ocurrido matarlo. No pudo ser, hubo un lío y escapé.
La mujer había terminado de peinarse. Encendió un cigarrillo y fumo con los párpados bajos, el codo clavado ostensiblemente en la madera de la mesa. Martins sacó el pañuelo e inclinó la cabeza para sonarse. Ossorio miró la cara de la mujer, con el delgado cuello y la expresión capaz e inteligente que la separaba de Martins y del ruido de la nariz en el pañuelo, de él mismo, de todo lo que a su alrededor pudiera tenderse para tocarla. Había un pesado mueble negro de tapas y patas trabajadas cerrado con un candado de combinación. En un rincón aparecían desgarradas las envolturas de unos paquetes de folletos y una cortina espesa de color vino clausuraba la ventana, apretada contra la pared por tres sillas con asientos y respaldos de cuero. Ossorio cruzó como si entrara ritualmente en la vida privada de la mujer, trajo una silla, la acercó a la mesa y se sentó. Con la cabeza gacha escuchaba el silencio buscando interpretarlo, guiarse entre sus corrientes de intensidad diversa como si persiguiera rastros en un monte. Sacó la pipa y la llenó. La mujer fumaba de un montón de cigarrillos sueltos sobre la mesa, donde no había más que su codo, los cigarrillos y una cartera con pedazos de metal dorado. Martins se paseaba sin hacer ruido sobre los papeles, canturreando. Ossorio consiguió un tono agresivo para decir:
—Si se puede hablar sin reservas me gustaría hablarte. O podemos salir. No conozco a la señora.
Sabía que la palabra señora iba a crispar a la mujer, sabía que ella se había crispado pero no se movió. Martins se detuvo y metió las manos en los bolsillos. Habló calmosamente, acentuando la pronunciación portuguesa.
—Se puede hablar. Hable el señor. El señor Martins escucha. Y la compañera es de confianza.
Bueno. Quiero saber si van a defender esto. Antes que nada, quiero saber si estás encargado de esto.
—Sí. Estoy encargado.
—¿Pensás defenderlo?
—Seguro.
—No. Lo pregunto porque Fernández me dijo cosas raras sobre esto. Y sobre otras cosas.
Martins encogió los hombros y se sentó junto a la mesa, arrastrando la silla con una pierna.
—A nadie le gusta terminarse —dijo—. No es miedo, ¿eh? Es que aunque uno no tenga miedo hay algo que se revuelve cuando uno sabe que el asunto se acabó. Es un momento, todo se revuelve. Yo ya lo pasé. Fernández está en eso.
La mujer torció la cabeza para despegar la ceniza del cigarrillo en el taco de su zapato.
—Sí, está raro.
—No importa, es serio —dijo Martins—. ¿Qué cosas dijo?
—De esto, que la Casa se iba a defender hasta cierto punto.
Martins asintió con la cabeza, dio un manotazo y levantó el saco del suelo. Mientras se lo ponía sonrió a la mujer que fumaba con los párpados bajos, mirándose el desnudo codo que incidía en la mesa.
—Sí, señor —dijo Martins suspirando, y quedó en silencio.
«Como codo no es un lindo codo —pensó Ossorio—. Se ve demasiado la forma del hueso y la piel es áspera. Pero está bien, ésos son los codos que le quedan bien a ella». Olvidó a la mujer y recordó al hombre de la pistola en el cinto que lo había recibido en la puerta y se estremeció con el deseo de ligarse a Martins y las gentes que estaban en la casa, a la defensa de la Casa, a la seguridad de la muerte sin esperanza.
—Bueno —dijo—. Si podemos hablar… Mis documentos, los que tengo arriba, se limitan al frente. En el Norte podía decirte que no te hicieras el oso y me expusieras el plan de defensa y destituirte si el plan no me parece bien. Es un detalle legal. Parece un poco complicado citar al Ejecutivo para pedir poderes.
Martins volvió a sonreír y avanzó sobre la mesa una cara de interrogación hasta que la luz quedó toda sobre su cabeza y la nariz.
—No entiendo —dijo.
—Fácil —dijo Ossorio, conteniéndose para estar quieto y sentado. «Necesito perderme enseguida», pensó. La mujer alargó dos dedos con el cigarrillo consumido hacia Martins, que lo tomó rápidamente y lo aplastó en el suelo con el taco. Después ella murmuró:
—Apagalo.
—Nada —dijo Ossorio—. Decime si querés o no contarme qué pensás hacer aquí.
—¿Sí? —murmuró Martins—. Con perdón de la disciplina yo debía haberte dado un tiro en el boliche. Pero yo sabía que había algo escondido y que no pensabas escapar. Por eso.
—Liquidado —dijo Ossorio—. Estoy aquí. Sabés que no vine para conversar.
Ahora pudo orientarse sin vacilaciones entre las corrientes, ahora tanto más fluidas, del silencio —como si algo caliente sucediera en el pecho de la mujer inmóvil que se sostenía la mandíbula con las palmas de las manos, recostando los codos en la mesa, mostrando duro y torneado el pliegue del brazo.
—Entré —dijo Ossorio— y había dos hombres con máuseres en el patio. Otro con pistola metido en una pieza que salió al rato como la patrona de un prostíbulo mal atendido. Pensá qué puede hacer eso contra un piquete que baja de un camión y hace saltar la pieza y tiene fusiles de repetición y granadas, o treinta tipos con piedras o palos.
Martins arrugó la cara reflexionando, miró velozmente a la mujer y se enderezó en la silla.
—Vamos por partes. Yo iba a defender la Casa hasta cierto punto, ¿no? Porque aquí no hay nada que defender, todo está perdido desde hace semanas, desde que nos vendieron. Vos sabés. Pero si conseguimos hacer creer que hay mucho que defender aquí y si aguantamos por un tiempo se puede intentar conseguir condiciones, que dejen salir mucha gente, que fusilen poca, que suelten otra. Si crees que se puede hacer otra cosa…
Ossorio sacudió la cabeza.
—Es lo que pensaba —dijo.
Entonces la mujer, sin mirarlo, con una voz alegre y rencorosa, fría, comentó:
—Suerte.
—Vos entraste —dijo Martins— y no había nada. Bueno. Si fueras a informar a los perros, que con un piquete o dos… No necesitarían más, iban a pensar. Pero en cada cuarto que da al patio tenés seis tipos y una ametralladora. Tenés municiones para rato, fusiles, granadas. Tenés que todas las casas que nos rodean y que van a servir para algo cuando empiece la cosa, están copadas o las copamos enseguida.
Dejó el entusiasmo y prosiguió con un tono neutro y respetuoso:
—Lo que quiero es que se ensarten una vez. Después veremos.
Ossorio lo miró sonriendo y dijo:
—Sí, está todo. No tengo muchas esperanzas de que la combinación resulte. Pero eso es todo lo que se puede hacer. Me alegro.
Calló bruscamente y acarició el borde de la mesa con una mano, tenso, esperando. Pero la mujer no dijo nada.
—Y todo, a pesar de las cosas raras, lo tenía pensado Fernández —dijo Martins.
Ossorio chupó la pipa tratando de apoyarse lo menos posible en la mesa. Veía que la cintura de la mujer era tan delgada como él lo había pensado y que tenía pecas alrededor de los ojos. Amaba la casa, la pintura de las paredes, los vidrios, los ladrillos, las tablas sucias y barnizadas del piso, el olor a cerrado y ratas, el recuerdo de los hombres durmiendo sobre las mesas, los tres solitarios que se encogían sobre los fusiles en los cimbreantes bancos del patio, la talla del hombre de los bigotes y la pistola al cinto. Pero quería estar lejos de la mujer y de Martins, hubiera podido amar libremente, darse todo a la Casa si ellos no estuvieran bajo su techo.
—Bueno —dijo levantándose—. Prescindiremos del Comité Ejecutivo y vas a decirme qué puedo hacer.
—Hay que dormir —dijo Martins.
«Hay que dormir con la mujer esta, hijo de perra», pensó Ossorio.
—Nos turnamos —dijo Martins—. Ya veremos quién está de guardia cuando empiece el baile.
Ossorio sopló el humo de la pipa y olisqueó el aire caliente del depósito mientras espiaba la cara de Martins. «No se acuerda —pensó— que hace unas horas dijo que a la Caporala le dieron baile. Hace bien, no importa. Yo estoy muerto. Buscaremos una fecha prudencial y eficaz para el principio de mi muerte. ¿Qué distancia entre fecha y fecha se necesitará? El valor de un hombre puede medirse en razón directa de la distancia que necesite entre la iniciación de su muerte y su muerte para aceptar su muerte como cualquier tarea en un día de trabajo».
—¿Eh? —dijo Martins.
—Seguro. Pero si hay algo concreto que hacer entretanto…
Martins levantó la cabeza y apretó los labios. «Con qué gusto ella daría órdenes concretas de que me fuera al diablo», pensó Ossorio. Y enseguida, por encima de la mano que sostenía la pipa, miró el perfil de la mujer y la quiso desesperadamente, resolvió que el absurdo en que todos estaban hundidos y donde braceaban a favor de la corriente lo había separado a él de ella y la había puesto contra el cuerpo de Martins, contra las sucias y ásperas ropas del hombre apenas desprendidas.
—Hay algo, hay —dijo Martins—. Vení —continuó, levantándose.
Caminaron hasta la cortina sostenida por sillas y Martins metió un brazo entre el vidrio de la ventana y la cortina, levantándola.
—Ahí tenés en aquella casa… —dijo Martins en voz alta—. No, la que no tiene luz. Las persianas están cerradas. La gente se mudó ayer pero esta tarde entró alguien que no es de los nuestros y encendió luz y todavía no salió. Vos ves que desde allí, con buena puntería… Si fuera posible, sin escándalo…
Metió la cabeza en la sombra de la cortina y murmuró:
—Barcala tiene pasajes. Pedile la dirección a Fernández. Metete un revólver en el bolsillo porque está loco. Barcala está loco, no quiso atendernos. Hablá, averiguá qué le pasa.
Se apartó de la ventana golpeando el piso y caminó hasta la puerta, la abrió, dio un paso en la sombra donde respiraban los hombres dormidos y las ratas mordían las pilas de papel.
—Vení un momento —dijo.
Con el cuerpo rígido, sin mirar a la mujer, pasando junto a ella como si la rozara sin verla en la oscuridad, resbalando milímetro a milímetro su cuerpo contra el de ella, Ossorio salió del cuarto. En la sombra, Martins le puso una mano en el hombro.
—Tenés que averiguar qué pasa con Barcala —dijo Martins—. Tengo datos de que es capaz de entregarse, nos quiso echar a tiros. Oíme, vos sabés que no puede ser que lo tengan vivo, que no lo podemos dejar hablar, que no puede ser que se sepa que aflojó. —Le apretó el brazo y se detuvo dejándolo ir. Retrocedió y gritó a la puerta—: La casa vacía que tiene el techo negro.
—Sí —dijo Ossorio, con un grito blando, diciendo que sí desde el aire sombrío que socavaba un ronquido, haciendo virutas en el denso olor a sentina, gritando «sí» a la mujer inmóvil, al recuerdo de la mujer que tejía su trenza con el codo clavado rectamente en la madera de la mesa. A la mujer (su cintura delgada, sus redondos senos, el ambiente retenido y perezoso donde estaba como una pesada gota de metal caliente el centro de su cuerpo), a la mujer de la que recordaba la morena y fina mano ofreciendo con seguridad los restos del cigarrillo y de la que ahora se separaba sin deseos, endurecido y sin dejar de quererla al apartarla para siempre (horas hasta el fin) de sí.