XVI
Morasán tomó un trago ardiente y pasó la botella de whisky a Villar, que terminaba de remangarse la camisa de seda y alzó la cabeza con el sombrero torcido sobre la oreja, mirando un segundo como si no comprendiera, las manos con las tarjetas sobre las piernas, en el profundo sillón de lona.
—No —dijo Villar—. Solo no tomo.
Morasán dejó la botella en la mesa y se sentó, aflojándose la corbata, sacando el pañuelo para frotarse la frente y las mejillas, suspirando.
—Hace calor aquí —dijo—. Mi mujer tiene siempre cerrado.
—No importa —dijo Villar—. ¿Dónde hay agua?
Morasán se levantó volviendo a suspirar y se puso el pañuelo extendido alrededor del cuello de la camisa como una toalla de peluquero y cruzó el aire cálido y luminoso de la estancia —atento al silencio de arriba, andando cubierto por el silencio del dormitorio como por un techo bajo y frágil—, empujó con la cara sudorosa la cortina áspera colgada del dintel, haciendo sonar las anillas de metal sobre su cabeza, teniendo conciencia de cada pequeño movimiento hasta entrar en la temperatura más alta de la cocina, blanca, olorosa, a tiempo que el motor de la heladera crujía y se ponía a funcionar y un vuelo de moscas huía de la pantalla de la luz, pasaba junto a su cabeza y se alejaba dulcemente hacia el apretado tejido de la ventana. Sacó un vaso del armario y lo puso bajo el caño de goma que prolongaba la canilla, abriendo apenas, esperando con paciencia que el vaso terminara de llenarse, vaciándolo luego de un golpe para volver a mediarlo de agua. Quedó un rato con el vaso en la mano, agitando con suavidad el agua. «Si pudiera llegar hasta el Ministerio, por teléfono imposible, entrar allí de alguna manera o en último caso meterme en una embajada, si yo no hubiera hecho una trampa con el Bouver, si realmente pudiera embarcarme y salir».
Volvió lentamente con el vaso sostenido por los cinco dedos, sintiendo otra vez el quebradizo techo de silencio encima de su cabeza. «Una lámina de hielo, y ella despierta o dormida, es lo mismo, tampoco puedo ir a decirle y abrazarla y buscar algo los dos juntos». Echó whisky en el vaso hasta llenarlo y lo pasó en silencio a Villar, que tomó un trago, después otro, y acomodó el vaso en el suelo cerca de su zapato, volviendo a barajar las tarjetas, mirando con la esquina del ojo la piedra del anillo.
—Pero cómo no vinieron todavía aquí —dijo Morasán sentándose, refregando el mentón en el pañuelo que caía cubriéndole la corbata.
—Deben creer que todavía no volvimos de lo de Barcala. Contesté que Barcala había escapado y que salíamos a buscarlo, no le di importancia al asunto, dije que ya se arreglaría.
—Destitución y orden de detención.
—Sí. Todos nosotros.
—Ya no sirve, pero si hubiéramos dejado que Barcala… Ya lo hubiéramos arreglado. Si hubiéramos madrugado a Cot.
—Dijiste que querías poder mostrar al Ministerio… Yo quería ir enseguida. Es cierto, ya no sirve.
—¿Querés fumar? —dijo Morasán señalando la caja encima de la mesa; Villar negó con la cabeza y él tampoco quiso encender, tomó otro trago de la botella, lo mantuvo en la boca, volvió a levantarse con una destemplada sonrisa y caminó hasta la victrola, bajo el cuadro de las flores que había pintado Beatriz antes de casarse y se lo había regalado a él para una fecha determinada de la que no lograba acordarse; eligió un disco y comenzó a limpiarlo cuidadosamente con la gamuza luego de ponerlo en el platillo, hablando sin alzar la voz.
—Me parece estúpido. Tenés que tratar de escapar o ir a entregarte. Total, no te van a hacer nada. La cosa es conmigo.
—No, me liquida. No por Cot, ni se va a enterar. Max y los otros.
Morasán hizo funcionar la victrola y estuvo oyendo la música mientras terminaba de dar cuerda.
—Cot hizo bien el juego —dijo—. Ya debía estar todo preparado desde hace tiempo.
Escuchaba la música, alegre, de una sola frase, que ya empezaba a repetirse, la voz rápida de la mujer, el coro incomprensible de voces masculinas que tomaban las palabras de la mujer, casi quitándoselas de la boca, para alargarlas, hacerlas más gruesas, pasándolas de uno a otro, volviendo a recogerlas al vuelo, rápidamente, sin descanso, con infalible precisión, como en un partido de basketball, abriéndose de pronto para dejar a la mujer solitaria repetir su estribillo y saltando repentinamente hacia ella para arrebatarle la frase y volver a pasarla de uno a otro, de uno a otro, acelerando el ritmo hasta que el que escuchaba y creía estar viendo no podía saber ya quién tenía la frase, no podía adivinar en poder de quién estaría enseguida.
Volvió despacio hasta el sillón y ahora sí quiso encender un cigarrillo, tragó ansioso el humo y murmuró por encima de Villar, que se había puesto el saco, desprendido, por encima de los hombros:
—Es una zamba, ni sé cómo se llama. —Villar no contestó, estiró los dedos con fatiga y se recostó en el sillón entrecerrando los ojos—. Quería oír música, me gusta de vez en cuando. Yo voy a quemar a unos cuantos, si quieren llevarme. Es una estupidez que vos te quedes.
—Yo voy a ayudar —dijo el otro recogiendo el vaso del suelo.
—Bueno. No lo hagas por mí. —Volvió a sentarse—. No puedo hacer otra cosa, si hubiera forma de llegar al Ministerio… Porque el jefe está con Cot, se ve, está todo combinado hace rato. Si me dejaran elegir a los que van a venir a buscarme… ¿No querés fumar?
Villar negó con la cabeza, mirando el vaso de whisky aguado a contraluz, viendo redondearse los muebles allí dentro, dando vuelta la mano izquierda para mirar la piedra del anillo a través del líquido amarillento, y bostezó. La mujer cantaba sola en el disco, inició un trabalenguas, más rápido, y cuando ya no podía ser dicho más velozmente por voz humana, una trompeta lo prolongó con un solo tono, tembloroso, cortándolo enseguida, dejando rascar la púa en la superficie del silencio.
Morasán oyó el choque de la palanca del fonógrafo, y con la cara cortada por la oblicua cinta de humo que subía sorprendió la equívoca, la retenida sensación que daban los dedos de Villar moviéndose con las tarjetas y se distrajo mirando y pensando en aquello, analizando los dibujos reiterados de los dedos en el aire como si estudiara un mensaje que los dedos le estaban transmitiendo, mirando los puntos y rayas de las chispas de luz en el meñique y mientras alguna oscura zona recogía el doble mensaje, mientras los extraños dibujos y los signos luminosos se iban acordando de manera lógica en alguna parte. Se sintió frío, un poco cansado apenas, sin la ardiente sensación de fracaso, sin el odio, indiferente y con algún sueño bajo el opresivo techo de silencio adonde volvió de pronto los ojos, pensando en el aire espesado de perfume de allá arriba, en la penumbra que apretaba objetos y cuerpos inmóviles —acaso algo temblara y gimiera un momento en la canasta de los perros—, en la pequeña luz ante la imagen.
—Subo un momento —dijo levantándose, abrochándose el saco, viendo inclinarse la frente de Villar, cuando sonó junto al retrato enmarcado sobre la mesa la campanilla del teléfono.
Esperó mirando la inmovilidad del otro, contando mentalmente los segundos que separaban un campanillazo del otro, observando fijamente la cara de Villar, viendo cómo sus ojos subían para mirarlo y volvían a caer enseguida, resbalando con languidez hacia los dedos que reanudaron —un poco más velozmente que antes, con visible precisión ahora, ajustándose a un incomprensible orden— los dibujos alrededor, encima y abajo de las tarjetas. Entretanto él, Morasán, había levantado sin saberlo una mano hacia Villar para detenerlo, para que no atendiera el llamado del teléfono, y vio aquella mano, suya, frente a su cara, los dedos abiertos y un poco torcidos hacia afuera, y endureció los músculos para tomar conciencia de la mano. La hizo ir hacia la mesa, recoger el vaso y traerlo hasta su boca, inclinarlo para que el líquido tocara un poco los labios y se quedara allí, sin pasar, mientras un pequeño sonido acoplado al campanilleo indicaba que habían cortado la comunicación.
—No pensarán que iba a atender —dijo dejando el vaso sobre la mesa.
—¿Quién sabe quién era? —dijo Villar.
—Fueron cinco toques, cinco —dijo sin saber por qué.
—No conté —dijo Villar, y entonces él quedó mirando el mensaje de los dedos y las luces del brillante. Volvió a tomar el vaso y tragó un poco, golpeándose el paladar con la lengua y repitió:
—Cinco.
Villar clavó los dedos en las tarjetas en un gesto de separar los gajos de una naranja, las miró abiertas y volvió a barajarlas. No dijo nada.
—Subo un momento —dijo Morasán.
Empezó a moverse con notable lentitud, arrastrando un poco los pies, el cuerpo echado hacia atrás cuando iba subiendo la escalera tomado del pasamanos. No como si subiera ahora, en aquella noche, sino como si estuviera ahora en cualquier lugar alejado, y recordaba otra pasada noche en que iba subiendo la escalera, buscando no hacer ruido, con la esperanza cubierta por los párpados de que algo distinto estuviera metido en el dormitorio de Beatriz, de que cualquier cosa desconocida hubiera venido a instalarse allí y estuviera viviente y cálida esperándolo e ignorando también que él iba subiendo la escalera en la noche con la esperanza de encontrarla o que algo hubiera sido incomprensiblemente suprimido en aquel cuarto, que alguna cosa de desánimo y negación le hubiera sido sustraída al dormitorio; y al empujar la puerta, al entrar frente a sus ojos, frente a su pequeña sonrisa, la cosa intrusa o la cosa ausente habrían influido de alguna manera en Beatriz, y ante la visible alteración que acaso ella no supiera explicar pero que no ignoraba, él iba a poder sentarse en la butaca con un suspiro y desde allí hablaría a Beatriz y Beatriz se tocaría el peinado con los diez dedos mientras contestaba algunas palabras sencillas.
Entonces empujó la puerta y la vio sentada en la cama vestida con una bata sonrosada. Vio la delgada vela, recta, nueva, frente a la imagen en colores del hombre con barbas y un cayado, y sospechó los cachorros bullendo en la canasta, mientras caminaba en silencio sobre la gruesa alfombra e iba oliendo en la luz de la vela el perfume del incienso y el olor de la suciedad y el encierro. Mientras oía los suspiros de la gran perra dormida que se acomodaba entre sueños para dejar o impedir que los cachorros le tironearan de las tetas y escuchaba, como algo definitivamente colocado allí adentro, como algo que no podría jamás cesar, que no había empezado en ningún momento determinante, las eses cautelosas que Beatriz susurraba en el apurado rezo, aquella nubecilla de insectos de la que sólo podía defenderse moviendo los labios para espantarlos, y se dobló lentamente para sentarse y quedó quieto con un suspiro, en silencio, mirándola, la cabeza un poco avanzada hacia el perfil blanco de la mujer, temblón e indeciso en la luz, chato contra el montón de noche, casi sin espesor, como recortado en un pedazo de papel. Esperó el silencio de la canasta, lo unió al silencio de abajo, al de ella, al de la calle anulada por la persiana y la cortina, y cerró con fuerza los ojos como si con esto pudiera evitar oírse:
—Beatriz.
Pero había oído claramente la palabra, la voz, los sonidos que había hecho, los pequeños sonidos escondidos en ellos, los bordes duros de algunos, la blandura informe y pastosa de otros, y se extrañaba recordando la palabra porque ya no era un nombre, no era un llamado, nada había después ni antes de la palabra, podía evocarla como una voz incomprensible, como un largo gruñido de la perra, como el crujido de un mueble. Y hasta la idea de que la palabra podía haber tenido sentido alguna vez se alejaba, bajo la vibración del sigiloso rezo de la mujer inmóvil, se disolvía en el calor descompuesto del dormitorio y la rápida vergüenza que había sentido por oír a pesar de todo la palabra, desapareció enseguida y volvió a saber que estaba mirando, en silencio, otra noche, el cuerpo sentado de la mujer, sudoroso e intranquilo, mirando la cara adelgazada, la pequeña y redonda mejilla, la nariz donde acariciaba sin ternura, fría, la llama dorada.
«Poder decirle que no pido nada más que no estar solo esta noche, la piel caliente y una sola palabra perdida que yo pueda recoger, un insulto, una palabra dicha para mí, un movimiento, algunos pocos pasos frente a mis ojos, algún círculo de su mirada que pueda incidir momentáneamente en mi cara, en mí que no quiero estar solo esta noche, que necesito en algún minuto de esta noche no estar solo, necesito comprender que ella sabe que estoy aquí, que puedo golpearla, y no la golpeo, que la estoy mirando y que no es amor, que no hay ya nada mío que quiera juntarse con ella, ni amor ni cariño ni el rencor, que nada tiene que ver ella conmigo, inclinado en la butaca para mirarla rezar, que ella está separada en este mundo donde es difícil respirar y la luz la observa impasible y el cachorro lanudo con una mancha en la cabeza trepa con los ojos cerrados gimiendo encima del montón de lomos y hocicos, de barrigas desnudas y rojas, ella, para siempre hundida aquí. Y yo no voy a estirar el brazo para sacarla, no voy a cubrir los tonos agudos de la canasta ni las eses de su boca, para decir que quiero no estar solo, simplemente, esta noche, que espero una seña, un movimiento, un pequeño grito, un sosiego y un silencio de sus labios para irme, sabiendo que hubo este veloz momento en la noche dentro del cual yo no estuve solo, dentro del cual estábamos, nada más, sabiendo cada uno que el otro también estaba, una apagada señal significaba que pueda taponar en ella y en mí, que cierre por un momento la abertura de miedo por donde me estoy escurriendo, el agujero en ella por donde se disgrega en el rezo, una simple cosa de la piel o los ojos o la boca de ella para mí, de mí para ella, y recordar (aunque otra vez vuelva el miedo) el minuto, el segundo en que no estuve solo esta noche».