XIX
Ossorio oyó la conversación de la mujer y el muchacho filtrarse por la abertura de la puerta, un diálogo en que las frases se repetían retornando empujadas por un malicioso orden, cayendo como una despaciosa lluvia de verano encima de su sueño, y los acompañaba moviendo los labios para repetir que nunca iba a olvidar aquella incomprensible conversación, la charla y algún sollozo de las dos personas en el cuarto vecino, las dos, cinco, diez mil voces que se repartían ellos en el transcurso sin fin del tiempo, equitativamente, como si repitieran una lección, como si ensayaran una obra de teatro escrita para miles y miles de personajes, uno para decir cada corta frase, otro para repetirla, otro para repetirla con una casi insensible variante, y así sin descanso hasta el final no presentido, una tragedia en que cada personaje moría una vez dicha su corta frase.
Hasta que frente a una repentina luz amarillenta, que parecía estar movida y cubierta por metros de agua, pudo escuchar entre la música —se detuvo, sintiendo que los pies resbalaban en la tierra humedecida— y enseguida oyó la voz de la mujer que conversaba con el muchacho en el cuarto vecino, cantando: «Venga la danza y el vino, nosotros y la canción. Mañana estará podrido, mi duro niño de hoy». Ésa era la voz de la mujer, un poco ronca, resfriada, usando ahora un solo tono de tristeza y estupidez, cediendo el turno a la pianola, volviendo al rato: «Los dientes blancos brillaban, cuello, cadera y pezón. Todo lo tuvo y lo daba, su sudor ya se enfrió». Observaba la puerta de madera, de una sola pieza, sin junturas ni adornos, un poco brillante por la niebla y la luz suspendida, donde no podía golpear con los nudillos porque en alguna cercana parte de la sombra, Morasán iba a despertarse y levantar la cabeza para mirarlo, alzarse en cuatro patas para seguirlo, arrastrando el vientre a lo largo del muelle hasta descubrir dónde estaba escondido Barcala. Adentro la voz acurrucada, defendida de la noche de niebla: «Dijo moviendo el riñón: “Siempre, nunca jamás, mía”. Lleno de arrugas, cayó, muerta su baba aterida».
Empezó a temblar de frío junto a la puerta y sentía correrle la humedad en la cara, fría y caliente, espesa, cegándolo, hasta que se resolvió a empujar la puerta, la vio abrirse sin ruido y pudo avanzar en el calor donde la mujer ya no cantaba, donde no sonaba la música de la pianola, entre muebles débiles de patas trabajadas, dos cuadros grises, blancos y negros en las paredes, la mesa de ónix junto a la estufa sosteniendo un gramófono de modelo antiguo, cuya bocina se inclinaba con forma y color de campánula. Se volvió para mirar a la mujer contra la puerta cerrada, las manos pesadas de anillos entre los encajes de las bocamangas, que lo observaba sin hablar, con la desleída sonrisa que había usado para inclinarse sobre la cara de Victoria en la cocina. Él dijo algo y enseguida la mujer se puso a pensar en otra cosa y cruzó a su lado haciendo oscilar el pequeño miriñaque, el aire tibio y fragante, y fue a sentarse junto a una mesa, contra la pared, llena de los paquetes de algodón con que trabajaba Luisa la Caporala en el casino del cuartel, ocultando en parte con su brazo doblado una pila cónica de flores marchitas.
Todavía estaba Victoria junto a él sobre la cama, le tocó el brazo porque afuera iba a amanecer, negando, moviendo un poco la cabeza en la almohada para decir que aquello era distinto a lo que había pensado, excusándose por haber soñado una escena de burdel, claro que una extraña especie de burdel, y no sabía con justeza qué hacía el muchacho ahí, si estaba sentado pedaleando en la pianola y la mujer que cantaba se había recostado en una de esas grandes camas de matrimonio y era de mediana edad, gruesa, vestida con una bata abierta en el pecho. Y toda la escena podía ser resumida en la cara de la mujer aunque hubiera que pensar frases como «la huella del vicio»; los rasgos de la cara no deformados por el vicio sino formados por él, segregados por los deseos sucios, el dinero, la envidia, el fracaso y las posiciones complicadas del cuerpo. De esta manera, toda la escena resumida en la cara de la mujer y contra esta cara una luz roja, hay un farol rojo arriba de una mesa de pino y la distancia entre el farol y la cara de la mujer es la justa para que la luz no sea demasiado roja como una sangrienta exageración ni de un sonrosado de ropa de ajuar para una beba. Porque Victoria estaba muerta arriba de la cama y la mujer decía: «No es su hija, no se llama Santana». Aprovechó el momento de paz para mirarse en el espejo, los ojos y las grandes orejas deformes, el sabor amargo que se le había secado en la boca, el dolor que iba de la cadera hacia el vientre, sorprendiendo con terror el incontenible movimiento de la cabeza que le mostraba, al compás del dolor que corría de la cadera al vientre, las sienes blancas en el espejo.
Las palabras se removían atrás de los dientes haciendo contraerse, cada vez menos, la boca sin saliva, forrada con su costra de sangre seca, a pesar de que tenía el pecho mojado de sudor cuando la mujer le movía el hombro sobre la cama y él abría los ojos en la penumbra para mirarle la cara confusa y hacerle la pregunta que estaba obligado a hacer.
—Pasó una hora —dijo la mujer en voz baja.
El brazo de Victoria estaba bajo su mano, volvió a rodearlo.
—¿Qué hora? —dijo sacudiendo la cabeza—. ¿Es de mañana?
—No —dijo ella despacio—. Deben ser las cinco, todavía falta. —Miró la cara de la muchachita dormida.
—Sí —dijo Ossorio—. Gracias.
La mujer dio la vuelta a la cama y se inclinó para mirar a Victoria. «El Bouver sale a las seis», pensaba Ossorio mirando la sonrisa recta en la cara sobre Victoria.
—Estamos allí —cuchicheó la mujer enderezándose. Salió sin ruido, abrió y entornó la puerta; entonces él empezó a moverse, volvió a sudar para poder encajar su movimiento en un espacio donde no chocara con el dolor del muslo ni con el sueño de Victoria; aplastó el dolor contra el suelo y tuvo que sentarse nuevamente con un ronquido, temblándole la mandíbula. Quedó recostado en la pared, la pierna herida horizontal en la cama, la otra doblada, el pie apoyado en el suelo. Falta una hora; desde allí podía llegar al puerto en diez minutos. Torció el cuello y esperó hasta poder sacar de la sombra la cara dormida de la niña, blanca, el ancho entrecejo, ganando una pequeña zona de piel a la noche en cada segundo, viendo por fin toda la cabeza y una mano alargada junto a la pierna. Oía cuchichear a la mujer y el muchacho, el remolino de eses y erres atrás de la franja vertical de luz. Sin dejar de mirar la redondeada forma de la almohada estiró un brazo hasta tocar el bulto del dinero en el bolsillo del pantalón, y volvió a descansar las espaldas en la pared. «Tengo una hora; tengo que llegar al puerto».
—No —dijo la voz del muchacho—. Sé que por un tiempo va a ser como si estuviera todavía allí.
Ella largó una frase, redondeada y blanda en cada pausa. Ossorio apartó los ojos de la chiquilina y alzó las manos, cerrando y abriendo los dedos. «Tengo que llegar al puerto. No se puede entender del todo esto; los años aprendiendo a alargar las manos, dinero, vasos, mujeres, las manos de los amigos; todo era posible para las manos, uno creía. Pero cuando se quiere atrapar algo más, una ciudad entera entre las manos, ya no sirven. De arriba abajo, desde el principio hasta el fin. Tengo que llegar antes de las seis al Bouver. Desde el principio, cuando empiezan los hombres que limpian las oficinas, las gentes con casas y calles, la ciudad en las cuatro estaciones del año. La ciudad de noche con las luces, un poco después que las vecinas estuvieron charlando, el vaso de vino, el primer olor a comida. Puede ser que hubiera bastado con asomarse solitario y mirar el cielo, sin comprender, pero tampoco comprendo lo que tocaba con las manos».
—Iba caminando al lado mío —dijo la voz melancólica del muchacho—. Me sonrió, me tocó un poco el brazo. Con zapatos de hombre, los tobillos de esqueleto, las arrugas de unas medias desinfladas. Tan estropeadas, trotando a mi lado y el perfume rabioso. Y aquel golpe de las nalgas, si tenía nalgas, al caminar, a cada paso, porque tenía necesidad de ser tentadora.
Ossorio dejó caer las manos suavemente y cerró los ojos. «Voy a dormir en el Bouver cuando llegue al puerto antes de las seis. Se puede matar con las manos, se puede tocar una mujer, tocar niños, o perros, botones de hueso, papel blanco, un manojo de zanahorias, la lluvia».