VIII
Morasán entró a su despacho y avanzó con las manos en los bolsillos del pantalón, sin sacarse el sombrero, pasando entre el hombre que tenía en la mano la cachiporra de madera sin terminar, de madera recién desbastada, con las manchas que podían ser de sangre, y el que estaba sentado en una silla con el tobillo acomodado sobre un muslo —tampoco se había sacado el sombrero— y barajaba tarjetas como naipes, distraído en verse en la luz el brillo de la piedra del anillo. Caminaba con pasos cada vez más lentos, sintiendo al avanzar que iba dejando algo detrás de la puerta, que dejar la calle para entrar en la oficina sabida de memoria era como ir saliendo de una agradable borrachera y que la energía y el goce de sentir su energía estaban ya casi disueltos en las paredes, en los muebles, en las caras de los tres hombres que lo esperaban en el despacho. Caminó hasta el tercero, Ramón, sentado sobre el escritorio que sonreía esperando, con los pulgares colgados en el chaleco, y entornaba los pequeños ojos azules, rodeados de arrugas en la piel roja de la cara.
—¿Qué hay por aquí? —dijo Morasán.
—Buenas. Llegó la mujer —contesta Ramón suavemente, sin moverse, siempre sonriendo y mirando la cara—. Yo estoy ocupado con Tersut. Nunca vi nada igual.
—¿Y vos? —dijo Morasán al hombre de la cachiporra, que se cuadró y alargó la mano con el palo hacia adelante.
—Le dije que hiciera un experimento con el tango —dijo Ramón sin variar la sonrisa. «Esa voz de jalea», pensó Morasán.
—Fue hallado en los fondos de la finca de Diógenes Debout —dijo el hombre de la cachiporra.
Morasán lo miró a los ojos y comenzó a respirar ruidosamente por la boca, entreabierta, de espaldas a Ramón, concentrando su repentino odio por Ramón en el hombre que tenía el palo en la mano, mirando cómo el brazo con la cachiporra iba cayendo despacio hasta quedar pegado al costado del hombre, que parpadeó y sosegó enseguida la cara ablandada en una expresión imbécil. El hombre sentado en la silla sonrió y reanudó su tarea con las tarjetas, mirando bajo el ala del sombrero la cara de Morasán.
—Ya le dije que probara si Debout… —dijo Ramón.
Entonces Morasán suspiró y encogió los hombros, dando después un paso hacia el hombre que esperaba en posición de firme.
—No estamos para eso —dijo amablemente—. No ahora.
—Permiso —dijo el hombre—. Quería preguntar si debemos remitir…
—Hacé lo que quieras —dijo Morasán, y el hombre movió la cabeza, retrocedió un paso y después giró sobre los tacos y salió.
—Y vos —dijo Morasán haciendo caer la cabeza con un brusco movimiento del cuello hacia el hombre del anillo y las cartulinas.
—Nada —dijo el hombre; tocó con su sonrisa la sonrisa de Ramón por encima del hombro de Morasán mientras se levantaba, salió lentamente balanceando los hombros.
—Venir con la cachiporra —dijo Morasán sin volverse. Ramón no dijo nada; pero Morasán estaba seguro de que seguía sonriendo, con los dedos metidos en las sisas del chaleco.
—¿Qué hacemos con la mujer? —preguntó al rato Ramón.
Morasán dio la vuelta y se sentó en el escritorio, temblando de rabia porque el otro no se bajaba, porque apenas se dio vuelta para seguir mirándolo y sonriendo.
—¿Algo por aquí? —preguntó Morasán abriendo un cajón.
—Lo que dije, nada más. Estoy dedicado a Tersut y vine a ver a Funes porque tenía que hacerle una preguntita sobre la gangrena. ¿Se aburre? No es nada, cuando estaba hablando con Villar, caso raro, no me puedo explicar cómo con lo que sabe ese hombre… Estábamos hablando cuando vino Cruz con la cachiporra y tuvo la amabilidad de explicarnos que hay una industria que se llamaba los dobles de los macrós y que aquellos que usted, señor, ve comiendo en los reservados después del cierre, con las mujeres, no pasan de ser unos infelices testaferros sobre los cuales convergen las miradas policiales mientras el verdadero tratante de blancas… ¿Se aburre?
—Estoy cansado y no quiero perder tiempo. —Cerró el cajón empujando con las puntas de los dedos y quedó mirando la sonrisa del otro—. Oiga. ¿Cómo se las arregla para estar siempre vestido así? Se cuida como una señorita.
—Ya se lo voy a explicar. Esto es complicado y no se aprende en una lección. Ahora no podemos perder tiempo. ¿Quiere informe Tersut?
—¿Cómo va eso?
—De ahí no sacamos nada. Puede ser que ya esté loco o se haga el loco. También puede ser que no quiera decir nada o que no sepa nada. Casi diría que no sabe nada.
—Ahora lo voy a ver. No me convencen. A mediodía estuvo con Barcala.
—Estuvo. Reconoce que estuvo. Bueno. Me gustaría saber qué consigue usted. Pero no haga nada sin fijarse cómo está, porque se le va a quedar en las manos.
—Ya veremos. ¿Usted qué haría?
—Si le interesa… —dijo Ramón, y se detuvo para aumentar levemente la sonrisa—. Es mejor terminar. No hay nada para sacarle. A otra cosa, a la mujer esa que tiene una nariz de loro pero no está mal del todo.
—¿Qué hicieron?
—Nada. Está solita. La oí llorar. Si le parece…
Morasán oyó la campanilla del teléfono y lo manoteó, conteniendo enseguida el movimiento del brazo, hasta aproximar el tubo suavemente a la cara y espiar, antes de hablar oyendo sin hacer caso, la cara de Ramón que había dejado de sonreír y estiraba los brazos desperezándose.
—Estuvo con Barcala —dijo Morasán.
—Sí.
—Hola.
—Hay un señor Max que quiere verlo por algo urgente. Además usted me pidió que le recordara para ver al muerto.
—No, no estoy, no puedo atenderlo. ¿Qué muerto?
—El que se mató en el allanamiento esta tarde.
—Bueno. —Colgó el tubo y volvió a abrir el cajón, aliviado porque el otro se había bajado de la mesa y andaba sin ruido frente al escritorio, alto, estirando las piernas totalmente al andar, las manos en la cintura, como si hiciera pasos de baile.
—Así que usted dice que se acabó —murmuró casi adentro del cajón—. Tersut se puso la mano en el pecho y le juró que no…
Ramón se echó hacia atrás riendo a carcajadas, demasiado, con un tono también demasiado grave, y Morasán volvió a cerrar el cajón, desanimado por el montón de papeles y fotografías, y se recostó en la silla mirando la risa del otro y contando los segundos que duraba, sintiendo repentinamente, deteniéndose para confirmarlo, que volvían las ganas de moverse y apurar el trabajo.
—¿Acabó? —preguntó mirando los pequeños ojos negros de Ramón, brillantes de lágrimas—. Entonces dígame por qué cree que Tersut lo sabe.
—Bueno. Va —dijo Ramón trepándose nuevamente a la mesa—. Un poco de alegre luz de sol, el estómago, la prensa en armonioso crescendo para obtener la placa quiromántica, mientras el amor se cuelga de los cabellos. Unos cuantos voltios, después voltios, siempre la atención despierta, todo el cerebro que le queda enfocando a Barcala y sus residencias. Pasó también la prueba de la inmersión —ahora también le sonrieron los ojos porque acababa de encontrar lo que perseguía, lo que lo impulsaba a amontonar palabras para provocar el suceso—: el aire, el fuego y el agua. Sólo queda la tierra, cuando usted mande.
Morasán movió la cabeza e inició una risa suave, larga y sin profundidad, sin alegría. Ramón bajó nuevamente de la mesa y se apoyó en el escritorio con las yemas de los dedos, sonriendo también mientras hurgaba en la pequeña risa del otro. Morasán se calló, suspiró acariciándose la boca y se levantó.
—Así que usted dice —empezó a decir—. Algún día lo voy a contar y me van a decir que es broma. Toda la cantidad de locos sueltos… ¿Qué hacía usted antes de esto, qué hacía los otros días, antes que empezara esto?
Ramón sacó una cigarrera de adentro del saco y encendió un cigarrillo sin ofrecer a Morasán, lo sostuvo humeante paralelo a la base de la nariz, cubriendo con su mano el ojo cerrado por el humo.
Bueno —dijo Ramón—. Usted no entiende. Enseñaba música y aprendía arquitectura.
—Música, ¿eh? Algo así tenía que ser. Cuando era chico estudié piano y era una mujer la que me enseñaba. A veces me gustaría sentarlo a usted allá y que le dieran. Yo lo hago pero cobro y además es mi cosa. Pero usted…
—Yo lo hago —dijo Ramón caminando hasta ponerse atrás del escritorio—. Usted dice que es su cosa porque hace rato que está en eso. Uno no siempre puede hacer lo que quiere.
—Claro —sonrió y dejó de mirarlo—. ¿Usted me tiene miedo?
Ramón seguía mostrando la dentadura desde atrás del escritorio, el cuerpo recto de espaldas a la cortina oscura del ventanal.
—No —contestó Ramón apagando un poco la sonrisa—. Miedo de la manera en que pregunta usted no le tengo. De otro más profundo sí, le tengo a todo el mundo. A veces terror.
—Profesor de música. ¿Hay algo más?
—Estuve dedicado a Tersut. Ya le di mi opinión. ¿Sigo?
—Después veo. Profesor de música, llámeme a Villar. —Cuando Ramón llegó a la puerta con sus largos pasos sin ruido, Morasán agregó—: ¿Sabe que no le entendí nada? De todas las estupideces que dijo que había hecho con Tersut. Pero por lo que decía, yo sé qué me gustaría hacer con usted.
Dejó el sombrero en la mesa y miró por encima de la cortina, casi junto al techo, diluida de la luz del despacho la luna que bajaba, remota, ajena en el frío y el silencio. Oyó los pasos que entraban y volvió apenas la cabeza mirando por encima del hombro.
—¿Hay algo?
—Nada, lo que hay ya sabe —dijo la voz atrás de Morasán—. Me pidió que le recordara para ver al que murió en el allanamiento.
—Sí.
—En la salita está el hombre ese, Max, que dice que usted lo espera.
—¿Dijo algo?
—Que usted lo esperaba aquí.
—No. Haceme traer a la mujer esa, Irene, la que trajeron del First.
«Ahora Beatriz debe estar sentada en la cama —pensó Morasán mientras el otro salía— mirando la luna y rezando, la luz de la vela temblando delante del santo, las flores y las carpetitas de encaje, aquella boca apretada, aquellos ojos de vidrio, como si fuera un mueble, cerrado en cuerpo y alma mientras los cachorros maman en la canasta en el suelo y ensucian en cualquier rincón del cuarto hasta que dan ganas de vomitar con sólo abrir la puerta y meter la nariz al volver de noche, y después de estar dando vueltas en mi cuarto o en mi cama no tengo más remedio que subir la escalera como si entrara a robar y meterme en el dormitorio de ella para pedirle que por lo menos hable, me escuche. Mirando el cielo en la ventana, muerta de frío y rezando entre el olor de las velas y del sahumador y del montón de perros movedizos. Aquellas piernas cerradas si le pego, cerradas si le pido».
Irene entró delante de Villar envuelta en el abrigo y caminó hasta llegar a la mitad del espacio entre la puerta y el escritorio, más pequeña que junto al mostrador una hora antes, las manos sobre el vientre, encogida, las mandíbulas un poco separadas, temblando la cara enrojecida con placas de brillo.
—Hola —dijo Morasán viniendo despacio desde la ventana—. ¿No saludas? ¿Te hicieron algo? No, no te hicieron nada. Todavía no empezó la función. Ramón es un hombre conocido para vos. Ahí tenés. No puedo perder tiempo. Si querés decirme enseguidita dónde está Barcala…
«Esto es una mujer —pensó junto a ella—, esta cosa asquerosa. La nariz mojada, una mujer, los ojos colorados, el pelo colgando, una mujer, todo ese aspecto de perro, las piernas flacas y todo el resto».
Ella alzó las manos hasta la boca y se le alteró la cara como si fuera a ponerse a llorar a gritos o a saltar contra Morasán, pero volvió a encogerse cuando Villar le puso una mano en el cuello, la movió hacia la izquierda y apretó doblándola hasta hacerla sentar, jadeante como si el esfuerzo de alzar los brazos hubiera gastado toda su energía, como si en él hubiera participado dolorosamente todo su cuerpo.
—Levantala —dijo Morasán y la miró ansioso mientras Villar la alzaba de los brazos y la devolvía al sitio que había ocupado, justamente entre la puerta y el escritorio, el cuerpo pequeño siempre encogido, pero sin vacilar.
—Durmió unas noches en la pensión pero no sé dónde está. No me dijo. No sé dónde está.
Morasán esperó a que ella se callara, aquella voz de disco saliendo de alguna parte de la cabeza inclinada que mostraba en la luz la ceja sin pelo y la adelgazada punta de la nariz brillosa.
—No sabés, es una lástima. Que vengan los de abajo menos Ramón.
Villar miró a la mujer —sabía que no iba a moverse— y salió golpeando con el anillo en la manija de la puerta al cerrarla. Enseguida Morasán levantó la silla donde Villar había sentado a la mujer y la llevó hacia atrás del escritorio. De manera que ahora, sentado nuevamente, podía ver a la mujer de pie; sola, nada más que ella en el centro del espacio que divisaba desde allí, solamente ella y las paredes y la puerta con letras negras, gozando silencioso de las distancias, los colores y la gradación de la luz que envolvía con intensidad el cuerpo inmóvil y palidecía al alejarse tras las espaldas de la mujer hasta reaccionar un poco apoyada en las paredes claras, como si no estuviera quieta, como si la luz fuera y viniera vertiginosamente para demostrarle a él, Morasán, que la mujer estaba sola, aislada en el cuadrado espacio que la rodeaba, y que en aquel espacio ella hubiera podido moverse, correr, dar saltos, pero que permanecía frente a sus ojos quieta, eternamente sosegada, en aquellos segundos de inmovilidad, definitivos.
Cuando los seis hombres entraron y se fueron acercando hasta rodear la mesa, seguros de que ella no iba a moverse, dejándola atrás y cubriéndola solamente con aburridas y maliciosas miradas que chorreaban por el cuerpo y quedaban luego tensas contra el suelo, Morasán volvió a levantarse y recordó que había pensado un momento antes: «Es una mujer como Beatriz que en este momento…». Se acercó a Irene rodeada por las lucientes miradas y con la cabeza, con un solo movimiento rápido de la cabeza hacia la izquierda y el regreso lento hacia adelante distribuyó a los hombres en semicírculo alrededor de ella y dijo:
—No sabés de Barcala.
—Estuvo a dormir en casa —dijo ella—, pero no sé dónde está, no me dijo.
—No sabés de Barcala —dijo Morasán.
Quedó mirando la debilidad de la mujer, la impotencia del encorvado cuerpo entre los seis hombres en mangas de camisa, que aguardaban bien afirmados sobre las piernas, mostrando que esperarían todo el tiempo que fuera necesario, sin resistencias para moverse, sin impulso tampoco.
—Ahora, entonces, yo me voy —dijo Morasán.
—No sé dónde está Barcala. No sé —contestó ella.
—Yo me voy y vos te vas a divertir. Te garanto que te vas a divertir.
Estiró la mano y tomó lentamente el pelo de la mujer y fue torciendo la muñeca hasta levantarle la cabeza, tirando de la mueca que desgarraba la boca de ella, hasta acostar la cabeza bajo el techo y la luz, apretó y miró con rabia los ojos cerrados, sintiendo que los hombres se habían acercado, esperando todavía, mirando la cara de él con la misma aburrida mirada con que habían examinado a Irene al entrar.
—No sabés —dijo Morasán.
La golpeó en la cara, no demasiado fuerte, y volvió a golpearla con el revés de la misma mano, viendo nacer entre el primero y el segundo golpe el llanto en la cara horizontal, notando que el cuerpo no había hecho ningún movimiento, y siempre rígido, inmóvil, ofrecía el llanto como una flor aguantada por el tallo, las lágrimas y las desacompasadas convulsiones, el barboteo y el juego rojo, blanco, tembloroso de los labios moviéndose gruesos sobre la dentadura.
Se detuvo para respirar con la boca entreabierta mientras espiaba los movimientos de la cara, sintiendo que no era sólo él quien había golpeado dos veces y volvería a golpear enseguida la pequeña cara descompuesta que fijaba su muñeca; que la mujer era golpeada por todos los hombres que la rodeaban, aunque continuaran inmóviles y aburridos, aunque más cerca, cercándola estrechamente hasta mezclar el calor de sus cuerpos, sus olores a tabaco y peluquería, con el aliento cálido de la mujer entre lágrimas y saliva, esperando oírla hablar, listos para golpear, aplastar contra la boca las palabras que iba a decir: «No sé de Barcala, estuvo a dormir y se fue».
Pero ella solamente lloraba y tanto él como los seis hombres silenciosos comprendieron que sólo podían sacar de la mujer el llanto y el dolor, a cada choque de su mano, la palma y el revés, veloces y sonoros contra la forma cálida de la cara, la humedad del sufrimiento y la escasa sangre de la nariz y la mitad del labio partido; sintiendo crecer vertiginosamente su odio y su necesidad de golpearla porque la mujer no decía nada, defraudándolo, defraudándolos también a ellos que habían venido para actuar y escuchar y se estaban quietos sobre los botines muy separados que se afirmaban con fuerza en el piso y que sólo podían insultarla y reírse, insultarla nuevamente buscando cualquier pensamiento en algún fragmento del dolor que retorcía la cara de la mujer. Hasta que uno de ellos tuvo que avanzar y apretarle un poco la garganta y enseguida dejar la garganta y golpear el cuerpo, en mitad del cuerpo, que se encogió y dejó de llorar mientras caía.
Morasán dio un salto atrás como si ella pudiera ensuciarle el borde de los pantalones, dejó colgar los brazos observando a los hombres —las seis caras grasientas bajo la luz, aburridas, con sus ociosas miradas—, gastando con ardor su resto de odio frente a ellos que estaban de pie, vivos, capaces de resistir y tomar conciencia de los golpes; después jadeó mientras sacaba el pañuelo y se lo pasaba desplegado por la cara, procurando tener siempre por lo menos un ojo libre para espiar el cuerpo encogido en el suelo que un hombre empujó con lento esfuerzo con el pie hasta darlo vuelta, cara al techo, las manos amontonadas sobre el estómago.
—Pero vas a hablar —dijo Morasán sin mirarla, abandonándola para caminar hasta el escritorio, de donde recogió el sombrero para ponérselo y volver a dejarlo enseguida.
—Cuando vuelva, habla —prometió uno de los hombres.
Miró el rastro de la luna en lo alto de la cortina y encogió los hombros pensando que ya no tenía importancia recordar que Beatriz estaría despierta, rezando, con el pecho y los brazos enfriados.
—Vas a hablar —repitió—. Que no entre nadie hasta que llame. Si hay algo importante, por teléfono.
Vio cómo salían lentamente, sin hablar, buscando ostensiblemente no mirarse mientras se agrupaban para cruzar la puerta.
Volvió a mirar a la mujer y ya indiferente abrió luego el cajón del escritorio, sacando los legajos con las pequeñas fotografías de carnet adheridas con ganchos en las esquinas. Apartó la de Ossorio y la examinó comparándola con el recorte de la cara del hombre en la esquina del café, la forma de la frente inclinada sobre el brillo de las copas. Pero la pequeña foto era de un muchacho de veinte años que sonreía, lejano, al fotógrafo, con el pelo recién peinado, brillante, hacia un costado, los grandes ojos rectos y seguros en su juventud suntuosa. Volvió la foto y el documento dactilografiado que empezaba «Luis Ossorio Vignale» al fondo del cajón y siguió buscando, en la pila que había hecho sobre la mesa, pasando rápidamente la cara y los papeles del prontuario de Juan Edmundo Barcala, mirando las caras, un segundo o dos para cada una, como si avanzara contra una multitud lentamente, mirando los rostros con un modo rápido y profesional, abriéndose paso sin violencia y difícilmente, chocando con los brazos, resbalando, al hombrear los brazos contra los cuerpos que iba hendiendo.
Se detuvo en la ficha de Clara Gilíes Lebet, posiblemente fuera del país y agente provocador, el rostro joven con su pelo claro recogido sobre la cabeza, la boca de donde estaba por desprenderse una sonrisa, debajo de la fina capa de estrago que venía corriendo por la frente y arrancaba de las raíces del pelo, abajo de la mirada satisfecha, sin curiosidad, entibiada, que la hinchazón de los párpados comenzaba a enturbiar. «Qué mujer, mal bicho», pensó. La nariz de Clara Gilíes era una nariz de hombre, de punta gruesa, abierta, y él recordaba cómo sobresalía dando el acento de su cara cuando ella estaba de perfil comiendo con un oficial en una mesa cercana del Troika o —entonces un poco más inclinada la cabeza y arrastrando la nariz saliente a la boca y los carrillos—, en una fotografía de propaganda en colores, alcanzando una zanahoria a una mangosta.