VII

Ossorio murmuró dos veces su nombre, acercando la boca a los postigos grises de la puerta, un pie subido en el escalón de piedra de la entrada, la oreja indagando en la amistad y la malevolencia de los ruidos, breves, muy espaciados que estallaron —él sentía que en la sombra— detrás de la puerta que sudaba olor a humedad y repollos. Oyó el golpe del pasador, el silencio que retrocedió como sorbiendo hacia la desconocida negrura de adentro y enseguida vio cómo doraba la luz el agujero cuadrado de la persiana que había tenido sin verlo junto a la boca y oyó la voz que sonó en el interior, nada más que en el interior, sin que pudiera saberse desde qué punto detrás de la puerta, impersonal: «Adelante», como si nadie hubiera hablado, como si ninguna boca hubiera dado forma a sílabas y letras y se le presentaran impresas en tipos nuevos e iguales de los que sólo podía comprenderse el sentido y olvidarlos enseguida, sin rasgos recordables. Empujó con el hombro y el puño hasta deslizar el brazo en la luz y volvió la cabeza para mirar la calle solitaria del arrabal, la vereda de enfrente con ranchos adentrados entre vegetales y casas de portal torcido, el alambrado y los ligustros que seguían sinuosos hasta el silencio de la noche color ceniza. Luego se metió en el olor móvil de la verdura fermentada, calzó las hojas de la puerta con la espalda y miró, buscando el sitio de donde había salido la voz, la mano sujetando la pistola en el bolsillo, sintiendo su desamparo en la luz, sustraído al mundo nocturno de afuera, solo y perdido en el círculo de luz blanca que chorreaba el farol vuelto hacia él —luz agresiva y alegre, sin piedad, como una fría sonrisa intensamente dirigida a él, inmóvil, gastando apenas su incontable capacidad de agresión, como podía estar sonriendo mientras lo miraba desde la impunidad de la sombra el hombre que había dicho «Adelante»— y sintiendo cómo se hacía abrumador su desamparo más allá de la blancura del farol.

—¿Qué hay? —dijo la voz sin forma en el aire sombrío, un poco más alta que el insoportable farol blanco.

Entonces Ossorio sintió el cansancio, el fatigado principio de dolor en el hombro y la mano que cubría la pistola.

—¿Barcala? —preguntó.

—Barcala.

—Quiero hablarle —dijo, escondiendo los ojos del farol y del punto de negrura que estaba encima del farol, el punto socavado en la sombra de donde caían lentas las palabras. Miró los cajones de verdura y fruta, los sigilosos, rápidos, inquietantes rastros de movimiento que dejaban las ratas en las grandes hojas carcomidas, el mostrador de madera con la balanza azul, botellas, un triángulo de queso blanco, las tablas del piso sucias, de bordes mal ajustados y nudos perdidos en el tiempo que habían dejado órbitas vacías donde asomaba una sombra blanca y verdosa hasta tocar la luz y rechazarla.

—Las manos afuera —había dicho el otro sobre un crujido, y Ossorio soltó la pistola y dejó colgar los brazos, sabiendo ahora que Barcala hablaba desde una escalera, más tranquilo por haberlo situado, por haber reconocido la distancia entre el crujido del pie en el escalón y la voz en la cara, y volvió a mirar los cajones de verdura, una trenza de cebollas en la pared que serpenteaba sobre su propia sombra retinta. Sin cambiar de lugar, apenas caliente, la voz en la escalera informó—: Le iba a agujerear la cabeza. Se escapó porque no quiero hacer ruido. Vamos a liquidar.

Sonó un escalón y al rato otro, la luz osciló y el farol empezó a bajar corriéndose a la derecha, balanceándose a cada choque de los zapatos en los escalones. Todavía no podía verle la cara, apenas el cuello desnudo, la camisa abierta, una pistola en la cintura en una funda igual a la del hombre que lo atendiera en la puerta de la Casa del Partido y un corto fusil de repetición bajo el brazo, apuntando al estómago de Ossorio.

—¿A qué viene? —dijo Barcala sin esperar respuesta, sin dejar de balancear el cañón del fusil, apuntando al vientre de Ossorio; luego alzó el brazo, colgó el farol sobre el mostrador y dio un paso en la luz mostrando de golpe su cara, como en un calculado efecto de teatro, la cabeza oscura, de cabello escaso, barbuda, donde miraban impasibles, ablandados en un acuoso cansancio, los grandes ojos redondos, como si hubieran perdido la curiosidad y la atención en un sueño recién interrumpido—. Me gustaría saber qué quieren ahora —dijo Barcala—. Les expliqué claro. —Se apoyó en el mostrador con el codo donde descansaba el fusil, removió dos veces el aire dentro de la nariz, se pasó la lengua por los labios, la cara sin un gesto, avanzando, siempre delante de los gestos posibles, rezagados, que tenían que estar sucediendo en alguna parte pero no allí, ya nunca allí en la cara barbuda, la pequeña boca que volvió a quedar seca enseguida, la nariz curvada de indio—. Me gustaría saber por qué no entienden. ¿A qué vino?

Ossorio levantó un poco las manos con las palmas vueltas hacia el ojo inquieto del fusil.

—Tenía la mano en el bolsillo porque no podía adivinar quién estaba aquí —dijo.

—Me gustaría saber qué se les ha puesto conmigo.

—No era por usted —dijo Ossorio.

Los ojos de Barcala apuntaban a la puerta, a algún sitio colocado un poco arriba de la cabeza de Ossorio.

—El verdulerito les dijo que yo estaba aquí y vinieron —dijo Barcala—. Esperaba a la gente de Morasán y casi empiezo a los tiros. ¿Que me necesitaban? Lo que necesitan son los pasajes para disparar. Pero esta vez no.

—Barcala —dijo Ossorio.

—También el miedo por los ficheros.

—Barcala, vamos a hablar. —Fijó los ojos en la mirada recta del otro y empezó a avanzar lentamente hasta sentir el caño del fusil contra su ropa y enseguida el dolor en los músculos del vientre. «Tengo que olvidar que está el fusil contra mi cuerpo. Tengo que olvidar el peligro, que no vea en mi cara el peligro»—. Ninguno de nosotros piensa escapar —dijo—. No nos conocemos de hoy. Los pasajes son para sacar gente que no nos va a servir aquí y que puede ser útil afuera. Hay heridos y enfermos. Hay mujeres.

—No hay pasajes —dijo. La voz había sido desconcertantemente ajena a la cara de donde había salido.

—Escuche. —«Tengo que olvidar también su hostilidad. No saber»—. Puede venir a la Casa y hacer lo que quiera. Resuelva la defensa, ordene lo que tenemos que hacer. Puede repartir los pasajes como quiera. No podemos hacerlos matar porque sí. Bastaría que se supiera que usted está allí para que todo cambiara. La desconfianza.

Esperó. Lentamente, como si el fusil le pesara demasiado en el brazo, como si buscara que el movimiento no produjera un dolor, en él o en el otro, Barcala despegó el codo del mostrador y levantó el cuerpo.

—No me conviene que se vea luz —dijo—. Vaya subiendo. No me conviene que salga por la puerta.

Ossorio asintió con la cabeza, dio un paso atrás y avanzó hacia la escalera, entre el mostrador y la grasienta pared donde colgaban embutidos resecos, un cacho de bananas manchadas y la luz se movía y trepaba como la marea contra un dique. Fue subiendo la escalera y desde arriba pudo ver la espalda de Barcala, doblado para correr el pasador en la puerta, la nuca hundida e iluminada cubierta en parte por el cuello de la camisa. Dejó de mirar, continuó subiendo y en el descanso, nuevamente en la sombra, oyó primero el golpe de su cabeza contra el marco de la puerta y enseguida, tajando el rápido marco, el dolor en la frente, largo y afilado. Se volvió hacia Barcala que estaba ahora mirándolo al pie de la escalera, el farol colgando de una mano, el fusil siempre rodeado y sostenido por el brazo, la cara impasible con un pequeño movimiento de negación alzada hacia él, saliente el mentón peludo por la luz que lo tocaba de abajo. Entró agachado y dio unos pasos tanteando, preparado para un golpe en las rodillas, hasta que tocó la pared con las manos y torció la cabeza para mirar esperando la luz que se acercaba a saltos como si fueran pateando los zapatos, que chocaban los escalones. La luz entró colgada del caño del fusil, torció a la derecha y Ossorio vio cómo Barcala abandonaba el fusil sobre la cama contra la pared para colgar el farol del techo con las dos manos, se pasaba rápidamente las manos por el pelo y los pantalones, refregándolas y, sentado en la cama, apoyado en la pared, se acomodaba nuevamente el fusil bajo el brazo derecho.

El cuarto era chico, con una ventana, de techo bajo en declive donde aparecían casi desnudas las vigas de hierro, la cama, arrinconada en las paredes que unían un caño blanqueado, dos bancos de cocina, un armario y una mesa con un calentador y vajilla. En la pared, sobre la cama, había un retrato de una mujer muy vieja vestida de negro, con un pañuelo en la mano caída en la falda; una foto de actriz y una corbata roja colgada de un clavo. Ossorio se miró la mano después de palparse el dolor en la frente y vio que apenas tenía sangre, dos líneas débiles que hizo desaparecer frotando los dedos.

—De todos —dijo Barcala—, aparte de los motivos para no creer en ninguno, en usted tengo mayor confianza. No tengo por qué dudar.

Ossorio esperó que continuara. Distinguió en la noche un ruido de tranvía a gran velocidad; se acercó ofreciéndole el paquete de cigarrillos.

—No —dijo Barcala.

Él tampoco fumó, guardó el paquete y volvió a mirarse la mano luego de tocarse la frente y esperó aún mientras se sentaba en un banco, perniabierto, el cuerpo inclinado hacia la quieta cara del hombre en la cama.

—Lo conozco —dijo—. Dudar de usted en relación al Partido es absurdo. Pero nadie puede entender esto que pasa con usted. Precisamente en el fin, después de años de guerra. No me hago ilusiones sobre el fin. Pero una derrota está hecha con mil detalles en los que se puede presentar batalla y ganar o dejar cosas ganadas para una batalla futura. Es por eso que lo necesitamos.

Calló sin querer mirarlo todavía, con la vista en el suelo, tratando de valorar todo lo que había ido reuniendo en las pausas entre las palabras, el sentido del silencio y la actitud del otro. Después vio que el temblor que tenía la cabeza de Barcala al pie de la escalera se había acentuado y que los labios comenzaban a moverse, apretando y contrayéndose, como ocupados en tragar un largo hilo.

—Puede ser que tenga un plan —dijo Ossorio, y se calló y dejó de mirarlo porque acababa de saber que tendría que matarlo, que Barcala había cortado toda unión con ellos y era, allí, detrás de su barba y su temblor y su fusil, sentado en la cama, un ser aislado, con límites precisos e impenetrables, solo como si se le apareciera después de un pasado de total soledad, como si nunca hubiera salido de aquella pieza y su silencio.

—Era así —dijo Barcala—. Sí, es el final y todo queda enterrado. Yo era esto, es cierto. Hay gente sucia y hay gente limpia. Yo soy limpio, una persona limpia que había hecho su vida con esto, que era esto. Hubo una etapa de ese trabajo que se hace totalmente, cuando hay una relación entre él y el tiempo que exige y es posible hablar de lo cotidiano, la propaganda, despertar a la gente, sacudir y despertar, sacudir y despertar. Se acabó y viene otra etapa. Están los perros, en el otro lado, al lado nuestro, están ellos golpeando y verdaderamente golpeando para dormir o matar al despierto y al que iba a despertar. Ya no se puede sentir armonía entre el trabajo y el tiempo que necesitamos, hay que enloquecer sin perder la razón para que puedan saber en el tiempo los trabajos que tenemos que hacer, para que no se nos escape el tiempo con huecos vacíos y para que no se detenga atorado por los cadáveres de los trabajos que realizamos y que ellos van matando un momento después o antes. Entonces sólo podemos echar en el tiempo los trabajos que nacieron con el cordón umbilical alrededor del pescuezo. Y aunque esté perdido sin recuperación posible para sí mismo, no importa, no nos vamos a afligir, porque somos solamente una pobre cosa que no tiene otro significado que la tarea elegida. En esto y en todo. Y estamos contentos porque nuestra tarea es la buena, y la tarea de ellos es la maldita. Nosotros no existimos, ellos no existen, no hay personas y sí nada más que dos tareas, la nuestra, que es la de todos los hombres y la naturaleza, la que está colocada en el sentido de la vida y el universo, y la de ellos, que es la tarea del hombre de cerebro podrido que busca muchas cuentas y se enfrenta y se resuelve a matar contra la vida y el universo. Era así, no había problema. Y aunque alguna vez, sí, el cansancio de la misma tarea me envenenaba y me descubría débil, me veía llagas tan asquerosas como las de ellos, los perros, sacudía la cabeza y me iba a dormir y al día siguiente no quedaba ni el recuerdo del momento en que yo había sido como ellos. Sí, decía, esta tarea es como un río que lo limpia al que está metido en ella.

—Sí —dijo Ossorio—. Todo eso…

«Tengo que matarlo —pensó—. Está loco. Puede ser que no esté loco un hombre por hablar así. Pero está loco si es Barcala y tengo que matarlo. Es increíble que no se haya matado él mismo. Pero sigue con el fusil en el brazo y no está loco como para darme tiempo a sacar la pistola. Tengo que decir palabras que le hagan dejar el fusil».

—Y aquí mismo, sentado en esta cama, sentí que tenía pústulas y en lugar de irme a dormir y limpiarme al día siguiente en la tarea me puse a meditar en las pústulas y ésta es la consecuencia, la soledad y reventar pronto en la soledad. Aquí se me ocurrió emplear los pasajes para crear un gobierno exilado, yo entre ellos, y seguir valientemente la lucha en el exterior. Somos, Ossorio, Fernández, Aron, Martina, Mollea, Barcala, dirigentes partidarios de una capital de provincia. Nada. Pero nuestra situación, etcétera. Y pensando en el plan levanté uno de los pasajes y vi abajo mi deseo de disparar, tan escondido, y otra vida, que no se me acabara ya la vida, vivir en cualquier parte. Aquélla era la pústula y podía haberme ido a dormir. Ya estaba resuelto que el plan del gobierno exilado era bueno, pero que yo no me iría. Sólo que aquella noche me dio por pensar en mi impulso de escapar y recordar otros y pensar en todas las llagas, eso sí cotidiano, no de los perros, de nosotros. Y descubrí que al enemigo no lo había hecho Dios ni el diablo, sino nosotros mismos y nadie puede obtener la más pequeña victoria en nombre de la bestia si no existe la bestia. Unos fueron castigados con el diluvio y otros con lluvia de fuego; a nosotros nos tocó esto, merecimos esto, lo seguimos mereciendo porque lo hemos hecho nosotros mismos.

«Sé lo que va a decir —pensó Ossorio—. Es cierto en un modo, tiene razón en un sentido. Pero él no tiene derecho a pensarlo, otro sí pero no él. Tiene que morir cuando lo diga, sería preferible matarlo antes de que lo diga, es necesario hacer algo para que suelte el fusil».

—Sí —dijo Ossorio—. Pero no usted, ni yo, ni los compañeros, ni el pueblo.

—¿Quién va a escuchar al que proclame el odio a la injusticia si cada uno, cada uno sobre la tierra no ha estado haciendo su pequeña injusticia diaria? ¿Quién va a prometer un nuevo mundo de odio, de fanatismo, de explotación, si todo eso no estuviera ya en el alma y en la vida de cada uno, si cada uno no viviera su pedazo de nuevo mundo hediondo? Que me dejen escarbar en usted y en el otro y en el otro, y bajo la grasa de la hipocresía aparecerá el fanatismo.

—Pero —dijo Ossorio levantándose— todo el tiempo suyo estuvo dedicado a limpiar al hombre de eso.

Barcala hizo un ruido con la nariz, dos o tres veces, como si estuviera resfriado, moviendo la cabeza, negando.

—Yo no estaba limpio —dijo—. No sea tan idiota, no plantee discusiones. No participo ni en sí ni en no. Cuando vengan voy a defenderme y nada más.

Ossorio dio un paso a un costado, mirando la corbata roja en la pared. Casi sonrió mientras pensaba: «Ataque contra el flanco, puedo saltarle arriba, la mano derecha en el caño, golpearlo con la izquierda, pero es difícil que pueda aturdirlo con la izquierda».

—Lo siento —dijo—. No tengo nada para decirle. Tampoco yo puedo participar en esa clase de problemas. Si esto sucediera allá arriba haría lo posible por fusilarlo. Aquí… Pero ¿qué razones tiene para no entregar los pasajes y el fichero? —Se fue alzando en puntas de pie para saltar mientras separaba un brazo del cuerpo y Barcala giró apenas hacia él, cubriéndolo con el fusil.

—No tengo confianza en lo que van a hacer con ellos —dijo Barcala—. A usted puedo entregarle el fichero. Está en el Comité de la Juventud, en la plaza, en la pieza al lado de la del Club de Ajedrez. También a usted puedo entregarle dos pasajes pero no les voy a decir por qué.

—Me basta con uno. O me sobra.

—No, usted no sabe. Dos o nada.

Se levantó con la misma expectante lentitud con que despegara el cuerpo del mostrador un momento antes.

—Abra el armario —dijo. La voz sin forma sonaba en las espaldas de Ossorio—. Ese sobretodo gris. —Cerró los ojos: «Va a tirar, ahora tiene mi nuca en la luz»—. Ahí a la izquierda. —Abrió los ojos y manoteó la solapa del sobretodo colgado en la percha—. En el bolsillo de afuera, contra el fondo, saque dos y muéstreme.

Metió la mano, tocó el montón de cartulinas y entró los dedos en el bolsillo, escarbó con la uña hasta que pudo sacar una, dos y las alzó por encima de la cabeza hasta que Barcala dijo: «Bueno». Entonces cerró el armario y vino caminando hasta abajo del farol y sostuvo los pasajes para mirarlos, con una mano, mientras con la otra sacaba un cigarrillo del bolsillo y se lo metía en la boca, clausurando su rostro para que el otro no pudiera saber, sospechar nada de cómo iba creciendo nuevamente la emoción animal de escaparse, ya sin miedo, sin saber por qué abandonado al impulso de fugar como a una despreocupada necesidad de movimiento.

—Ahora váyase —dijo Barcala levantándose—. Pero no por ahí; tiene que bajar por la ventana. Venga.

Abrió la ventana y sacudió la cabeza, ordenándole que mirara. Ossorio vio abajo un techo de zinc y después un terreno con yuyos y tierra blancuzca, una puerta de alambre que daba a la calle del costado.

—Casa de dos puertas —murmuró entrando la cabeza en la habitación.

—Sí, váyase —dijo Barcala—. Es asunto mío.

Se volvió para averiguarle en la cara si iba a disparar cuando bajara pero no pudo saber nada. Levantó una pierna, después la otra, y enseguida se volvió para darle la espalda, esperando, y después se apoyó con las manos abiertas en el alféizar donde se deshicieron líquenes y polvo de portland en la yema de sus dedos y dejó caer el cuerpo hasta tocar con los pies el techo de zinc corrugado. Levantó la cabeza, no había nadie en la ventana, aflojó las manos lastimadas y se agachó avanzando en cuatro pies hasta el borde del techo. «Ahora está apoyado en la ventana, con un ojo cerrado, descansando en los codos, haciendo puntería». Saltó y al caer perdió el equilibrio y rodó de espaldas, cerrando los ojos. «No haberlo matado, hijo de perra».

Se levantó, sintiendo la cara caliente de vergüenza y de odio, temblándole las manos, y se puso a caminar en la noche con lejanos perros aullando y el grito de un tero, hasta alcanzar el portón y salir a la vereda de tierra. Se dio vuelta y no pudo distinguir la ventana en la sombra, se rió y echó a correr, trotando sobre el barro endurecido que aplastaban sus zapatos, alegre, consciente de la locura que estaba haciendo y de no estar loco, hasta que le faltó el aliento y se paró en mitad de una cuadra, cerca de la calle iluminada con el café abierto y una jardinera con un caballo blanco inmóvil. Descansó un rato y siguió andando a lentos pasos y cuando llegó a la puerta del café palmeó el anca húmeda del caballo que encogió una pata y entonces se dio cuenta de que tenía un cigarrillo apagado y torcido en la boca; lo enderezó con los dedos y lo encendió mientras entraba al café y respiraba el aire caliente y se sentía seguro entre las voces que disputaban y los movimientos de cabeza de un negro que estaba recostado al mostrador y repetía sonriendo:

—El domingo los quiero ver.

Se sentó en una mesa y pidió un café al mozo de voz ronca y ojos huidizos que vino a atenderlo. Cerca de él, contra la pared estaba sentada una pareja tomando vino blanco de una botella de cuello largo y hablando en voz baja, riendo, a gritos la mujer gorda y rubia, con un jadeo asmático el hombre, pequeño, también rubio, con el pelo aplastado y brillante, la mano blanca cargada de anillos. Callaban los dos apartando los cuerpos hasta apoyarse en los respaldos de las sillas cuando un viejo borracho que tomaba cerveza en el otro lado del salón cantaba una canción en alemán, acompañando con la cabeza la cadenciosa música de vals. De vez en cuando el patrón hablaba en alemán al borracho, con voz dura, apretando los labios, saltándole en la rabia las mejillas. Entonces el viejo rezongaba un momento y dejaba de cantar y bebía unos tragos en silencio. Lentamente, con desconfianza, como ratones que se arriesgan a salir del agujero, el hombre y la mujer volvían a acercarse sobre la mesa y a conversar y reír. Ossorio tomó el café atrás del mostrador, donde estaba el teléfono y la guía colgaba ensartada en un alambre. El hombre dijo:

—Leche de virgen —y la mujer se sacudió riendo y moviendo un dedo frente a la nariz mientras con una sonrisa contemplaba satisfecho el efecto que había producido su frase y luego bajaba los ojos con una expresión de regocijada modestia.

Se inclinó sobre la guía abierta, buscando, mientras el viejo del otro lado volvió a cantar y la pareja quedó silenciosa. Después marcó el número en el teléfono y esperó escuchando la campanilla y viendo que el patrón salía de atrás del mostrador y se acercaba a la mesa del borracho y volvía a hablarle en alemán.

—Central. ¿Quién? —dijo la voz en el teléfono.

—Quiero hablar con Morasán.

—No está. ¿De parte de?

—Tengo algo muy importante para decirle —dijo Ossorio—. Pero sólo a él se lo voy a decir.

—¿De parte de quién? —dijo la voz, agresiva.

—No interesa. Si no está se lo pierde.

—Espere, voy a ver. —Oyó cómo golpeaban el tubo sobre una mesa y el rumor de un cuarto con mucha gente. El patrón volvió despacio atrás del mostrador, se puso una servilleta en el hombro y quedó inmóvil, como adormecido.

—Leche de virgen —volvió a decir el hombre y la mujer gorda se rió nuevamente pero con menos fuerza que la vez anterior.

—Hola —dijeron en el teléfono.

—¿Morasán? —preguntó Ossorio.

—¿Quién habla?

—¿Morasán? —repitió.

—Sí. Qué quiere.

La voz era parecida al aspecto del hombre cuando anda taconeando por el First and Last, moviendo los labios sobre el bigote y paseando por las mesas una mirada excesivamente furiosa.

—Quiero darle la dirección de Barcala. Apunte.

—Venga.

—Es el 384 de Coronel Payva. Hay una ventana en los fondos por donde puede escapar.

—¿Quién habla?

Pensó un insulto y cortó la comunicación, dio un billete al patrón y esperó el vuelto con el principio del vals dulzón del borracho detrás suyo, tomó una copa antes de irse, allí en el mostrador, y salió guardándose el dinero mientras reían en una mesa donde se había sentado el negro que sonreía moviendo la cabeza y estuvo un segundo mirando el sitio donde había estado el caballo blanco. Después pensó que necesitaba un taxi y se puso a caminar calle arriba, tratando de descubrir en el silencio el motor de los coches policiales, pero sólo encontró, en la calle, donde había ahora una tenue luz de luna y sintió calor, el desencanto del dinero en el bolsillo junto a las cartulinas de los pasajes, como un viejo sueño de adolescente que puede ser cumplido sólo a los treinta años, ya enfriados el deseo y la fe, cuando se sabe que uno está definitivamente enjaulado en el propio esqueleto.