18
La bestia furibunda del caos rondó suelta por espacio de tres días.
Ruiz–Sánchez pudo seguir desde el principio casi todas las incidencias gracias a la telepantalla de los Michelis. A veces le hubiese gustado asomarse a la baranda de la terraza; pero las voces destempladas de la multitud, los tiros, explosiones, silbatos de la policía, sirenas y toda clase de ruidos habían irritado en extremo a las abejas. En tales circunstancias, uno no podía confiar del todo en la inmunidad de los ropajes protectores de Liu, aun en el supuesto de que hubieran sido de su talla.
Los pelotones armados de las Naciones Unidas habían planeado una sutil maniobra para atrapar a Egtverchi antes de que tuviera tiempo de salir de la emisora. Pero lo cierto era que el litino no se hallaba en el interior. Más aún: ni siquiera había ido allí. Las señales de video, audio y tridimensionales habían llegado a la emisora por cable coaxial desde un lugar desconocido. Las conexiones necesarias fueron realizadas en el último minuto, al hacerse patente que Egtverchi no iba a presentarse, por un técnico que se había ofrecido voluntario a exponer cuál era la situación real; un peón sacrificado en la táctica ajedrecística que Egtverchi se traía entre manos. La red difusora se apresuró a dar la alerta a las autoridades de las Naciones Unidas; pero otro peón sacrificado cuidó de difundirla por los diversos canales.
Fue preciso interrogar toda la noche al técnico de la QBC para arrancarle la información necesaria y poder localizar el estudio desde el que emitía Egtverchi (evidentemente, el paniaguado de las Naciones Unidas no tenía la menor idea), pero, como era de suponer, cuando el hecho se produjo el litino ya no estaba allí. Por aquella misma hora se divulgaron las noticias de la tentativa de arresto y de la oculta conexión por todos los rincones del estado Refugio.
Pese a la trascendencia de los acontecimientos mencionados, Ruiz–Sánchez no se enteró de lo sucedido hasta después de algún tiempo, dado que los alborotos y disturbios callejeros estallaron inmediatamente después de la primera incitación. Al principio hubo concentraciones esporádicas, fortuitas. Las calles se vieron invadidas por gentes iracundas y hasta frenéticas, pero con ideas poco precisas —si de ideas podía hablarse–acerca de lo que más convenía hacer. Luego se produjo un súbito cambio en la índole de la batahola reinante, y Ruiz–Sánchez percibió inmediatamente que a la simple aglomeración había sucedido la irrupción de turbamultas desenfrenadas. Era un griterío ensordecedor que al pronto se convirtió en un formidable estampido uniforme e intimidante, como el rugido poderoso y penetrante de una feroz alimaña.
No tenía medio de averiguar qué había provocado aquel cambio, y es posible que tampoco las turbas lo supieran. Lo cierto es que empezaron a resonar los disparos de arma de fuego. No muchos, pero cuando los tiros no son espectáculo habitual, uno solo equivale a una descarga cerrada. Una parte del imponente alarido se fragmentó y adquirió resonancias todavía más extrañas y amenazadoras. Sólo cuando el pavimento del piso que ocupaba se estremeció ligeramente bajo sus pies supo Ruiz–Sánchez lo que aquello significaba.
Un seudópodo de la bestia se había introducido en el edificio. Ruiz–Sánchez se reprochó no haber previsto aquella eventualidad. El antojo de morar en la superficie seguía siendo en esencia un privilegio reservado al personal y altos funcionarios de las Naciones Unidas, que sabían cómo agenciarse los necesarios permisos de residencia, de difícil obtención, y que, además, tenían suficiente dinero para mantener una forma de vida tan poco práctica. Era la versión siglo veintiuno de los privilegiados residentes en el estado de Maine, que diariamente viajaban desde los suburbios a la ciudad. Allí vivían ellos, los hipócritas de que hablaba Egtverchi.
Ruiz–Sánchez se apresuró a verificar los cierres de la puerta, provista de sólidos pasadores, reliquia de la última fase del programa de construcción de refugios, en que los grandes bloques de viviendas desocupadas eran presa corriente de ladrones y desvalijadores. Los pestillos y fiadores llevaban años sin utilizarse, lo que no impidió al jesuita valerse de ellos.
Justo a tiempo, porque en el corredor, al otro lado de la puerta, sonaba un coro de voces. Era una horda de manifestantes que había tomado el camino de la escalerilla de incendios. De forma instintiva habían rechazado el uso del ascensor, demasiado lento para la imperiosidad de sus agresivos instintos, aislado en extremo para individuos desaforados y rebeldes, demasiado mecánico para hombres cuyos músculos prevalecían sobre el cerebro.
Alguien palpó el pomo de la puerta y lo agitó con fuerza.
—Está cerrado —sonó una voz apagada.
—Abajo con esta maldita puerta. Vamos, apartaos…
La puerta trepidó, pero resistió el embate. Luego se produjo otra acometida más intensa, como si hubiera sido todo un grupo el que se hubiera lanzado contra ella. Ruiz–Sánchez escuchó los gruñidos de los revoltosos después del choque. Luego siguieron cinco tremendos topetazos.
—¡Abrid! ¡Abrid! ¡Asquerosos delatores del gobierno, o le pegaremos fuego a la casa y tendréis que salir por la fuerza!
La espontánea amenaza pareció sorprender a todos, hasta al que la había proferido. Se oyó un murmullo de voces. En seguida, uno de los componentes del grupo gritó con voz ronca:
—Muy bien; pero traed algún papel o algo que prenda. Ruiz–Sánchez pensó fugazmente en ir por un balde, aunque no acababa de ver cómo podían introducir el material combustible por la puerta, que carecía de marco y cuyo umbral era de los llamados de ajuste forzado. Al propio tiempo, un grito confuso que provenía del otro extremo del pasillo hizo que todos salieran de estampida. Los crujidos que se oyeron acto seguido daban a entender que o bien habían hallado un apartamento desocupado que estaba abierto, o bien que habían podido forzar la entrada de otro habitado, aunque los inquilinos estaban ausentes. Sí; era un piso ocupado. Ruiz–Sánchez oyó cómo destrozaban el mobiliario y las ventanas.
Sintió un escalofrío de terror. A la sazón las voces resonaban a sus espaldas. Se volvió bruscamente, pero no había nadie en el apartamento. El griterío provenía de la terraza cubierta con cristal, pero, ciertamente, allí tampoco había persona alguna.
¡Dios! Mirad. Este tipo tiene una terraza acristalada. Es un condenado jardín.
Y a los que vivimos en los refugios no nos permiten tenerlos.
—Y ya sabéis quiénes se los pagan. Nosotros; nadie más. Ruiz–Sánchez descubrió que los alborotadores se hallaban en la terraza del piso contiguo. Experimentó una sensación de alivio que sabia carente de fundamento. Lo que oyó a continuación confirmó este extremo.
—Traed unos cuantos maderos. No, más grandes. Algo para lanzar, estúpido.
—¿Y desde aquí no se alcanza?
—Si pudiéramos tender una escalera…
—Demasiado trecho… La pata de una silla se estrelló contra el cristal de la terraza, resquebrajándolo, y a continuación un florero voló por los aires. Las abejas empezaron a salir del panel. Ruiz–Sánchez no imaginaba que pudiera haber tantas. El porche estaba lleno de ellas. Revolotearon indecisas unos momentos. En cualquier caso localizar las grietas del cristal les hubiera llevado escasos segundos, pero los hombres apostados en la terraza vecina ignoraban con qué tenían que habérselas y facilitaron la tarea a los enormes insectos. Un objeto pequeño pero macizo, posiblemente algún trozo de tubería arrancado de la instalación de agua, abrió un boquete en otro de los paneles, yendo a caer en medio de la densa nube de abejas. Ronroneando como un motor de un viejo avión, los insectos se precipitaron por la brecha.
Siguieron unos instantes de mortal silencio y en seguida unos alaridos de agonía y de terror le retorcieron bruscamente las tripas. Al poco, el coro de gritos se intensificó. Ruiz–Sánchez divisó la fugaz silueta de un manifestante que saltaba limpiamente al vacío, el pecho materialmente cubierto por unos cuerpos hirsutos, negros y amarillentos. Oyó ruido de pasos precipitados delante de la puerta y el choque de alguien contra el suelo. El sordo zumbido siguió en pos de los que se habían echado al pasillo.
Desde la planta inferior resonaron nuevos aullidos. Los enormes insectos no podían volar en la atmósfera libre, pero ahora se hallaban en el interior de un edificio, e incluso hubieran podido llegar hasta la mismísima calle descendiendo por el hueco de la escalera.
Al cabo de un rato cesaron los gritos. Sólo se percibía el penetrante ronroneo de los abejorros. Al otro lado de la puerta alguien se quejaba.
Ruiz–Sánchez sabía lo que le correspondía hacer. Fue a la cocina y vomitó, y luego se embutió en el traje de apicultor que utilizaba Liu.
Había perdido su condición de sacerdote y hasta de católico. No poseía el don de la gracia; pero todo el mundo tiene obligación de dar la extremaunción, si sabe cómo hacerlo, y de administrar el bautismo, si conoce la fórmula ritual. Lo que pudiera ocurrir a un alma asistida de esta suerte quedaba por entero en manos del Señor, quien dispone sobre todas las cosas, pero que había ordenado que ningún alma compareciera a presencia suya sin haber sido absuelta en confesión.
El hombre tendido junto a la puerta era ya cadáver. Por la fuerza del hábito, Ruiz–Sánchez se santiguó y pasó por encima del cuerpo, tratando de apartar la mirada. Un hombre que ha fallecido víctima de un shock hiperhistamínico no es un espectáculo agradable.
El apartamento que los insurrectos habían abierto estaba destrozado por completo. En el interior, tumbados en el pavimento, yacían tres hombres por los que ya nada podía hacerse. Sin embargo, la puerta de la cocina estaba cerrada. Si uno de ellos hubiera tenido el buen sentido de guarecerse allí, antes de que el grueso del enjambre le alcanzara, quizás habría conseguido dar muerte a las pocas abejas que hubieran podido colarse tras él, en el interior.
Como para confirmar este pensamiento se oyó un gemido detrás de la puerta. Ruiz–Sánchez la empujó; pero estaba parcialmente atrancada. Consiguió entreabrirla unos centímetros y entrar.
En el suelo yacía un hombre con el rostro desfigurado, la piel increíblemente tirante ennegreciéndose por momentos y los ojos vidriosos, ya en el trance de la agonía. Era Agronski.
El geólogo no le reconoció; no podía, puesto que el cerebro ya no regía. Ruiz–Sánchez cayó postrado de hinojos con dificultad, debido al ropaje protector. Se oyó a sí mismo recitar las plegarias de rigor, pero las palabras en latín resbalaban en sus oídos como en los del propio Agronski.
No podía tratarse de una mera coincidencia. Había acudido para otorgar la bendición y la gracia —en el supuesto de que un hombre en su condición pudiera dispensarlas—, y ante él yacía el miembro menos culpable de la misión que viajó a Litina, fulminado en un sitio que Ruiz–Sánchez adivinó al instante. Quien ahora había descendido sobre la tierra era el Dios de Job, no el Dios del salmista o del Cristo. El rostro que se inclinaba sobre Ruiz–Sánchez era la faz del Dios vengador y celoso guardián; del Dios que creó el infierno antes que al hombre porque sabía que tendría necesidad de él. Dante había plasmado en su obra tan terrible verdad, y viendo aquel rostro ennegrecido, con la lengua salida, que se agitaba junto a la rodilla de Ruiz–Sánchez, se dio cuenta de que Dante tenía razón, como todo lector de la Divina Comedia ha de reconocer en lo más profundo de su ser.
«Un demonólatra anda suelto por el mundo. Será privado de la gracia y más tarde se le requerirá para que administre la extremaunción a un amigo. Por esta señal le reconoceréis».
Agronski murió al poco rato, asfixiado por su propia lengua.
Pero las incidencias no habían concluido. Ahora era preciso convertir el piso de Mike en lugar seguro, acabar con las abejas que pudieran haberse infiltrado y procurar que el enjambre huido encontrara la muerte, tarea ésta bastante fácil. Ruiz–Sánchez se limitó, sencillamente, a cubrir con papel los boquetes en los paneles de cristal de la terraza. Las abejas sólo podían alimentarse en el jardín de Liu. Cuando regresaran, dentro de unas pocas horas, encontrarían taponado el acceso y morirían de inanición una hora después poco más o menos.
Una abeja no es una máquina voladora perfecta. Para mantenerse en el aire debe realizar un considerable esfuerzo. En una palabra: su vuelo es un constante forcejeo con la atmósfera. Un abejorro atrapado puede morir de hambre en un plazo de doce horas. Los monstruos tetraploides de Liu disfrutarían de su libertad mucho menos tiempo.
La telepantalla continuaba emitiendo en un murmullo las incidencias del pavoroso episodio. Estaba claro que el terror no tenía un carácter local. Los Disturbios de los Pasadizos, acaecidos en 1993, fueron sólo un anticipo de los posteriores y graves acontecimientos. Cuatro «áreas de blanco» se quedaron completamente a oscuras. Los esbirros uniformados de Egtverchi aparecieron de no se sabe dónde y se hicieron con los centros de control. En aquellos momentos guardaban a unos veinticinco millones de personas como rehenes con objeto de lograr la concesión de un salvoconducto a Egtverchi, de los cuales cinco millones aproximadamente estaban en connivencia activa con los secuaces del litino. En otras partes la violencia no adquirió un carácter tan sistemático, y aunque algunas voladuras de edificios sólo pudieron realizarse en base a un plan minuciosamente elaborado que permitiera la colocación de los artefactos explosivos, no podía hablarse de un plan general de actuación, pero tampoco de una actitud «pasiva». O «no violenta»…
Cansado, maltrecho y anonadado, Ruiz–Sánchez permaneció a la espera en el exuberante verdor del piso de los Michelis, como si parte de Litina le hubiera acompañado hasta allí envolviéndole en su frondosidad.
Pasados tres días la violencia fue menguando, al menos en grado suficiente para que Michelis y Liu se atrevieran a correr el riesgo de volver a su apartamento en un vehículo blindado de las Naciones Unidas. Aparecían con el rostro demacrado y macilento, tal como Ruiz–Sánchez imaginaba el suyo propio. Incluso habían dormido menos que él. Sin pensarlo un instante decidió no referirles lo sucedido con Agronski. Estaba en su mano evitarles aquel horror, pero, en cambio, no tenía más remedio que ponerles en antecedentes acerca de lo ocurrido a las abejas.
El leve y acongojado encogimiento de hombros de Liu le resultó aún más duro de soportar que la muerte de Agronski.
—¿Todavía no le han localizado? —interpeló Ruiz–Sánchez con voz enronquecida.
—Precisamente íbamos a preguntártelo —dijo Michelis. El espigado oriundo de Nueva Inglaterra se vio reflejado en un trozo de espejo, encima de las cestas de mimbre que contenían las plantas. Dio un respingo—: ¡Caray, vaya barba! En las Naciones Unidas todos andan demasiado atareados para dirigirte la palabra y darte otra cosa que no sean explicaciones fragmentarias. Pensábamos que tú sabrías algo.
—No; no sé absolutamente nada. Según la QBC, las partidas de civiles de Detroit se han rendido.
—Si, lo mismo que los terroristas a sueldo de Smolensko. Dentro de una hora más o menos lo anunciarán. En ningún momento imaginé que pudieran salirse con la suya. Es imposible que conozcan los pasadizos como las autoridades locales. En Smolensko los insurrectos fueron contenidos mediante el sistema de puertas de seguridad contra incendios… Extrajeron todo el oxígeno de la zona que controlaban sin que los rebeldes lo advirtieran. Dos de ellos no volverán a contarlo.
Por la fuerza del hábito el sacerdote se persignó. En el centro de la pared, la composición de Klee seguía emitiendo en suave murmullo. Desde la emisión de Egtverchi no había dejado de funcionar.
—Tengo ganas de apagar de una vez este maldito trasto —dijo Michelis con irritación. No obstante, aumentó el volumen.
Noticias, lo que se dice noticias, no las había. Se anunció que los disturbios cedían en intensidad, aunque en algunos sectores de las zonas subterráneas la situación seguía siendo explosiva. Se divulgó lo ocurrido en Smolensko, pero sin ofrecer detalles Egtverchi aún no había sido localizado, pero los agentes de las Naciones Unidas esperaban que el desenlace se produjera «en breve».
«En breve», dicen —se burló Michelis—, y le han perdido completamente la pista. Al día siguiente de la emisión, aseguraron que le iban a echar el guante, pues habían dado con una pista que les llevó al escondite donde aquél se había instalado para dirigir clandestinamente la operación. Pero no estaba allí. Por lo visto se escabulló un poco antes de que llegara el destacamento. Ninguno de los miembros de su organización tiene idea de dónde puede estar oculto. Le suponían allí, y cuando se les dijo que no era así, perdieron todo indicio.
—Lo cual significa que ha huido —manifestó Ruiz–Sánchez.
—Sí; supongo que es un pequeño consuelo —dijo Michelis—. Pero ¿dónde puede esconderse sin que sea reconocido? ¿Y cómo perpetrar la huida? No puede andar por ahí desnudo ni subirse a un transporte público. Hay que tenerlo todo muy bien organizado para camuflar a una criatura tan llamativa como él, y en este aspecto la organización de Egtverchi está tan desconcertada como las Naciones Unidas. —Michelis apagó la telepantalla de un fuerte manotazo.
Liu volvió la vista a Ruiz–Sánchez. Su expresión de aturdimiento ocultaba el cansancio que sentía.
—¿De forma que la aventura no ha concluido? —comentó, con un tono de impotencia en la voz.
—Ni muchísimo menos —respondió Ruiz–Sánchez —, aunque si, quizá, la fase de estricta violencia. Si Egtverchi no aparece dentro de unos días, creeré que ha muerto. Si continuara huyendo no podría pasar inadvertido. Es cierto que su muerte no va a solucionar los problemas básicos; pero por lo menos nos sacudiremos una de las espadas que penden sobre nuestras cabezas. El ex sacerdote reconoció que en el fondo sus palabras eran simple expresión de un deseo. Por otro lado, ¿cabe realmente matar a una alucinación?
—Bien. Espero que por lo menos las Naciones Unidas hayan sabido sacar provecho de lo ocurrido —dijo Michelis—. Una cosa debemos agradecer a Egtverchi y es haber logrado que la gente exteriorizara unos recelos incubados durante todos estos años de vida subterránea y revestidos de una capa de aparente conformidad. Ahora habrá que tomar algunas medidas; quizá proveernos de una almádena y demoler los malditos cobijos subterráneos para empezar otra vez de nuevo. Ni siquiera resultará tan costoso como reedificar lo que ya ha sido destruido. Una cosa es cierta: las Naciones Unidas no podrán despachar lo ocurrido sólo con frases bonitas.
Se oyó el zumbido del Klee.
—No pienso contestar —dijo Michelis, haciendo rechinar los dientes—. No lo haré. Ya estoy más que harto.
—Creo que deberías atender la llamada, Mike —recomendó Liu—. Puede que haya… noticias.
—¡Noticias! —gritó Michelis, como si de un juramento se tratara. Pero se avino a la sugerencia.
Pese a la fatiga y abandono, que ocultaba la realidad, Ruiz–Sánchez creyó detectar un rebrote de calor entre la pareja como si en los tres días transcurridos hubieran hollado una sima antes ignota. La simple perspectiva de una novedad venturosa le dejó confundido. ¿Acaso, como ocurría con todos los demonólatras, empezaba a complacerse en la prevalencia del mal, o ante la perspectiva de verlo implantado?
Quien llamaba era el inefable funcionario de las Naciones Unidas. La expresión del semblante bajo el extraño casquete era un tanto rara, y ladeaba la cabeza como si no estuviera dispuesto a perder palabra. De repente, casi de forma accidental, la curiosa pose del hombre le hizo comprender el motivo. El funcionario llevaba un audífono hábilmente disimulado. Resumiendo: el jefe de comité de las Naciones Unidas era sordo, y como la mayoría de los que padecen esta tara física, se sentía moralmente disminuido. El resto no era más que aparato, simple cobertura.
—Doctor Michelis, doctora Liu, doctor Ruiz–Sánchez, no sé por dónde empezar —dijo—. Bueno; si lo sé. Les pido mil perdones por mi pasada actitud de dureza y demás desatinos. Estábamos en un error. ¡Santo Dios!, ¡y de qué manera! Ahora les corresponde actuar a ustedes. Necesitamos de sus servicios con suma urgencia, si se dignan colaborar. No les culparé si rechazan nuestra propuesta.
—¿No hay amenazas esta vez? —le espetó Michelis, con implacable desdén.
—No, y por favor, les ruego me disculpen. En esta ocasión quien recaba su colaboración es el Consejo de Seguridad. —Su rostro se contrajo súbitamente, pero en seguida se recompuso—. Me presté voluntario para formularles a ustedes la petición. Les necesitamos sin demora en la Luna.
—¡En la Luna! ¿Por qué?
—Hemos dado con Egtverchi.
—No es posible —exclamó Ruiz–Sánchez, con más agresividad de la que pretendía —. ¿Cómo iba a procurarse un pasaje? ¿Acaso ha muerto?
—No, no está muerto. Y tampoco está en la Luna… No era mi intención inducirles a este equivoco.
—Entonces, por lo que más quiera, díganos dónde está.
—Camino de Litina.
El viaje a la Luna mediante cohete–transbordador era incómodo, fatigoso y largo. Siendo el único trayecto espacial en que no era posible prevalerse —por ser una distancia muy corta— de la supervelocidad de Haertel, un vehículo proyectado en función de este último presupuesto hubiera pasado de largo sobre el objetivo. En definitiva, era un recorrido que había experimentado pocas mejoras tecnológicas desde los viejos tiempos de Von Braun. Sólo después de transbordar desde el cohete a la nave lunar provista de paletas, que surcó los mares de polvo hasta el observatorio del conde d'Averoigne, pudo Ruiz–Sánchez encajar todas las piezas de lo acontecido.
Egtverchi había sido hallado a bordo de la nave que transportaba el último envío de material destinado a Cleaver, dos días después de haber despegado. Apareció medio muerto. En una desesperada y postrer tentativa de huida se había encerrado él mismo en un embalaje, precintado y dirigido a Cleaver y rotulado con los avisos: «Frágil —Radiactivo— no cambiar de posición», que fue conducido por transporte normal a la estación de cohetes.
Incluso un litino adulto originario del planeta habría acusado el vapuleo, y Egtverchi, además de ser un magro ejemplo de su raza, llevaba huyendo varias horas antes de ser acarreado al compartimiento de carga de la astronave.
El vehículo sideral llevaba, y no ciertamente por azar, el prototipo del CirCon de «Petard». El capitán de la nave comunicó al conde la noticia del hallazgo del litino con motivo de la primera prueba del equipo, y aquél, a su vez, la transmitió a las Naciones Unidas por onda normal radiofónica. Informó de que habían puesto a Egtverchi entre rejas, pero que el litino estaba en buen estado físico y moral. Ante la imposibilidad de que la nave regresara a la Tierra, fueron las Naciones Unidas las que emprendieron veloz carrera tras él, a muchas veces la velocidad de la luz.
Ruiz–Sánchez sintió un poco de compasión por aquella criatura nacida en el exilio, acosada como una alimaña, encerrada entre rejas, camino de la tierra de sus ancestros, sin una sola experiencia en su vida que le capacitara para morar en ella y cuyo idioma no hablaba. Pero tan pronto el representante de las Naciones Unidas empezó a interpelarles —era preciso tener una idea aproximada de cuáles podían ser las intenciones de Egtverchi—, la compasión cedió ante el impulso de las especulaciones. Le parecía lógico y natural compadecer a los niños, pero Ruiz–Sánchez empezaba a creer que, en general, los adultos tienen bien merecidos los infortunios de que son víctimas.
El impacto de una criatura como Egtverchi en una sociedad estable como la de Litina podía ser explosivo. Por lo menos, en la Tierra era una criatura anormal, una rareza. En cambio, en Litina, pronto seria considerado como uno más entre los suyos, por más extravagante que pudiera parecerles. Por otra parte, en la Tierra se tenía una experiencia de siglos en torno a sujetos mesiánicos como Egtverchi, inadaptados y mentalmente tarados, lo que resultaba inédito en Litina. Egtverchi contagiaría fácilmente aquel paraíso hasta las mismas raíces y lo redoblaría a su imagen y semejanza, transformando el planeta en aquel enemigo hipotéticamente peligroso contra el que Cleaver deseaba poner a punto un arsenal de armas termonucleares.
Y, con todo, algo de esto había sucedido también en la Tierra cuando era un Edén sin desventuras. Tal vez —o felix culpa— hubiera ocurrido siempre así en todos los mundos. Tal vez el Arbol del Conocimiento del Bien y del Mal era como el Yggdrasil de las leyendas que poblaban la tierra natal del papa Adriano, las raíces hundidas en el suelo del universo, las ramas sosteniendo a los planetas: quienquiera que apeteciera sus frutos podría comer de ellos…
No; resultaba inaceptable. Litina era ya bastante peligrosa como sugestivo paraíso; pero transformada en una fortaleza de Plutón, constituía una amenaza para el mismo cielo.
El observatorio principal del conde d'Averoigne había sido construido por las Naciones Unidas según sus especificaciones, aproximadamente en el centro del cráter Stadius, antaño una elevada grieta anular que en sus orígenes quedó sumergida y parcialmente licuada por el chorreante mar de lava que formó el Mare Imbrium. Lo que quedaba de sus paredes servía a los colaboradores como muro de protección durante los aluviones de meteoritos, pese a lo cual eran suficientemente bajas para quedar, desde el centro del cráter, a un nivel más bajo de la línea del horizonte, proporcionando al conde un verdadero plano recto y uniforme en todas direcciones.
El aspecto del conde no difería en mucho del que presentaba la primera vez que se conocieron, salvo que ahora vestía un mono pardusco en vez de un traje de dicho color. Parecía contento de volver a verles. Ruiz–Sánchez sospechaba que a veces debía de sentirse solo, quizás a todas horas, no ya por la solitud que a la sazón le rodeaba en la Luna, sino por el constante alejamiento de su familia y, por supuesto, del resto de la humanidad.
—Tengo una sorpresa para ustedes —anunció—. Acabamos de instalar el nuevo telescopio. Tiene ciento ochenta metros de diámetro, todo él está chapado en sodio y se halla en la cumbre del monte Pitón, a pocos centenares de kilómetros de donde ahora nos encontramos. Los cables de conexión con Stadius acabaron de tenderse ayer, y me he pasado toda la noche verificando los circuitos de mi invención. Ahora el aparato tiene mejor aspecto que cuando lo vieron ustedes por vez primera.
El conde se había quedado muy corto en su ponderación, porque el instrumento no tenía ya los mecanismos expuestos, sino que estaban cubiertos por una caja protectora. El objeto que el conde señalaba era una simple caja negra esmaltada, del tamaño aproximado de una grabadora y provista con el mismo reducido número de mandos.
—Ni qué decir tiene que esto es más sencillo que captar las señales audio de un transmisor no equipado con el CirCon, como el árbol de las Comunicaciones —admitió el conde—; pero los resultados son igualmente satisfactorios. Vean. Con ademán ampuloso manipuló un conmutador y en una gran pantalla situada en la pared opuesta de la oscuracámara subterránea del observatorio apareció la imagen de un planeta envuelto en nubes, que se deslizaba plácidamente ante sus ojos.
—¡Santo Dios! —exclamó Michelis, atónito—. Pero si es Litina, conde d'Averoigne. Me atrevería a jurarlo.
—Por favor —rogó el conde—. Aquí soy el doctor Petard. Sí, en efecto, es Litina. Desde la Luna el sol del planeta puede verse algo más de doce días al mes. Se halla a cincuenta años luz, pero ahora lo vemos como si la distancia fuera de unos cuatrocientos mil kilómetros; es decir, casi la misma distancia de la Luna a la Tierra. Es realmente extraordinaria la claridad de visión que se logra con un paraboloide de sodio de ciento ochenta metros cuando no hay atmósfera que se interponga. Claro que si tuviésemos una atmósfera normal no podríamos utilizar el revestimiento de sodio. Este material apenas resiste la gravedad lunar.
—Asombroso —murmuró Liu.
—Esto no es más que el principio, doctora Meid. No sólo hemos medido el espacio, sino también el tiempo. Las imágenes que estamos contemplando corresponden al planeta Litina hoy… ahora mismo, para ser exactos; no a Litina hace cincuenta años.
—Enhorabuena —dijo Michelis, con voz apagada—. Por supuesto que su escolio constituye el logro principal; pero, además, ha levantado usted la instalación en un tiempo récord.
—Comparto su parecer —dijo el conde, mirándolo con complacencia.
—¿Podremos asistir al aterrizaje de la nave? —preguntó con vehemencia el funcionario de las Naciones Unidas.
—No, temo que no, salvo que me haya equivocado en las fechas. Según el horario que me fue entregado, el aterrizaje debía haberse producido ayer. No puedo recorrer a capricho el espectro temporal. Las ecuaciones confieren a mi invento una simultaneidad, y eso es lo que tenemos a la vista, ni más ni menos. De repente mudó el tono de su voz. El cambio le transformó de un hombre plácido, encantado con su nuevo juguete, en el filósofo y matemático Henri Petard, hasta un extremo que ni la desposesión de su titulo hereditario hubiera conseguido.
—Les invité a sostener una entrevista en este lugar —expuso— porque pensé que debían ser testigos presenciales de un acontecimiento que espero en el alma no se produzca. Me explicaré.
En fecha reciente se me pidió que revisara los cálculos en los que el doctor Cleaver basaba el experimento que tiene previsto llevar a cabo en el día de hoy. Para decirlo con pocas palabras: el experimento consiste en acumular el potencial integro de un generador Nernst por espacio de unos noventa segundos mediante una adaptación especial de lo que se conoce como «efecto de reoextricción».
Encontré algunos errores en el razonamiento teórico, aunque no errores flagrantes, ya que el doctor Cleaver es un especialista demasiado escrupuloso para ello. No obstante, entrañan grave peligro. Si se tiene en cuenta que el litio–seis abunda en todo el planeta, un simple fallo podría revestir consecuencias catastróficas. A través del CirCon envié a la nave un mensaje urgente para el doctor Cleaver que fue grabado en cinta. En circunstancias normales hubiera utilizado el árbol de las Comunicaciones, pero evidentemente no podía hacerlo, puesto que ha sido talado, y además, aunque no fuera así, dudo de que hubieran dado crédito a un mensaje transmitido por boca de un litino. El capitán de la nave me prometió que entregaría la cinta al doctor Cleaver antes de proceder a la descarga del material restante. Pero conozco al doctor Cleaver y sé que es un hombre muy testarudo. ¿Me equivoco?
—No. Dios sabe que lo es —corroboró Michelis.
—Bien. Estamos preparados —dijo el doctor Petard—. Todo lo preparados que es posible estar. Dispongo de aparatos para registrar el suceso. Roguemos a Dios que no tenga necesidad de utilizarlos.
El conde era un católico que se había alejado gradualmente de la religión, de modo que su alusión era un puro reflejo. Pero Ruiz–Sánchez ya no estaba en situación de orar por lo que el conde pedía y ni siquiera podía dejar al azar el desenlace final. Se le había armado con la espada de San Miguel de manera tan inequívoca, que ni el más necio de los humanos hubiera dejado de darse cuenta.
El Santo Padre sabía que las cosas iban a presentarse de esta manera y había forjado sus planes con la astucia de un Disraeli. A Ruiz–Sánchez le estremecía pensar cómo hubiera afrontado las circunstancias un pontífice con menos dotes políticas, aunque indudablemente la voluntad divina quiso que se llegara a la presente situación en época de Adriano y no durante otro pontificado. Al prohibir que Ruiz–Sánchez fuera oficialmente excomulgado, el papa había puesto en sus manos el único don de la gracia que convenía a la ocasión.
Y tal vez también se hubiese dado cuenta de que el tiempo que Ruiz–Sánchez había dedicado al intrincado y caprichosamente complejo caso de conciencia planteado en la novela de Joyce era tiempo perdido. Había un dilema mucho más sencillo, una situación clásica, que venia igualmente a cuento si Ruiz–Sánchez hubiera reparado en ello: el caso del niño enfermo para cuya recuperación se ofrecen oraciones.
Hoy, la mayoría de los niños enfermos se curan en uno o dos días con sólo una inyección de espectrosigmina o droga similar, incluso si su estado es muy grave.
Pregunta: ¿Debe considerarse que la plegaria ha sido inútil y que es la ciencia temporal la que ha causado la recuperación?
Respuesta: No, porque la oración es siempre escuchada y ningún hombre puede indicar a Dios los medios de que ha de valerse para responder a ella. Con toda probabilidad, el milagro que supone salvar la vida mediante un antibiótico es prueba de la munificencia divina.
Ésta era, también, la respuesta al enigma de la Suprema Nada. El Maligno carece de facultades creadoras salvo en el sentido de que buscando siempre el mal acaba invariablemente haciendo el bien. No puede arrogarse ninguno de los triunfos de la ciencia temporal ni dar a entender seriamente que un éxito para la ciencia temporal involucra un fracaso para la oración. En esto, como en todo lo demás, se ve compelido a mentir.
En Litina estaba Cleaver, instrumento de la Suprema Nada, predestinado al fracaso, poniendo en grave peligro la misma tarea con la que secundaba los designios del Maligno. El cayado de que nos habla la leyenda de Tannhauser había florecido: «Estos son los frutos desprendidos del árbol de la ira».
Sin embargo, incluso mientras Ruiz–Sánchez se ponía en pie y las palabras anatemizantes del papa Gregorio VIII temblaban en sus labios, sintió de nuevo el aguijón de la duda: ¿y si todo fuera un monumental error? Supongamos, sólo a titulo de suposición, que Litina fuese el Paraíso y que el litino criado en la Tierra y devuelto al planeta cumpliera la misión de la serpiente bíblica. ¿Y si el hecho se hubiera repetido siempre así, por el fin de tos siglos?
La voz de la Suprema Nada, profiriendo mentiras hasta el último instante.
Ruiz–Sánchez alzó la mano, y su voz atribulada vibró con extrañas resonancias en el sótano del observatorio.
«YO, SACERDOTE DE CRISTO, OS ORDENO, OH LOS MAS IMPUROS DE LOS ESPIRITUS QUE AGITAIS ESTAS NUBES…»
—¿Cómo dice? Por Dios, cállese —dijo el funcionario de las Naciones Unidas con irritación. Los demás circunstantes miraban estupefactos a Ruiz–Sánchez, y los ojos de Liu traslucían cierto temor. Sólo la mirada del conde denotaba comprensión y fulguraba con dignidad.
»…QUE OS ALEJEIS DE ELLAS Y OS DISPERSEIS POR LUGARES SOLITARIOS Y AGRESTES, EN LOS QUE NUNCA MAS PODAIS CAUSAR DAÑO A LOS HOMBRES, ANIMALES, FRUTOS O PLANTAS, NI A TODO LO QUE HA SIDO CREADO PARA GOCE Y DISFRUTE DE LOS HUMANOS. Y A TI, SUPREMA NADA, A TI, CRIATURA LASCIVA Y NECIA, SCROFA STERCORATE, A TI, ESPIRITU DE TARTARO, TE ARROJO, O PORCARIE PEDICOSE. AL HORNO INFERNAL.
»POR EL APOCALIPSIS DE JESUCRISTO, QUE DIOS HA ENVIADO PARA DAR A CONOCER A SUS SERVIDORES LO QUE EN BREVE HA DE OCURRIR Y QUE NOS HA REVELADO ENVIÁNDONOS A SU ANGEL, YO TE EXORCISO, ANGEL DE LA PERVERSIDAD.
»POR LOS SIETE CANDELABROS DE ORO, Y POR UNO SEMEJANTE AL HIJO DEL HOMBRE PRESENTE EN MEDIO DE LOS CANDELABROS; POR SU VOZ, SEMEJANTE A LA VOZ DE MUCHAS AGUAS; POR SUS PALABRAS: «O QUE HABIA MUERTO ESTOY VIVO; Y HE AQUI QUE VIVIRE POR TODA LA ETERNIDAD; Y GUARDARE LAS LLAVES DE LA MUERTE Y DEL INFIERNO»; YO TE CONMINO, OH ANGEL DE PERDICION: ¡ALÉJATE, ALÉJATE!
Los ecos vibraron hasta extinguirse y volvió el silencio lunar, realzado por la respiración de los presentes en el observatorio y el sonido de las bombas que funcionaban en algún punto bajo la estructura.
Lenta, silenciosamente, el nuboso planeta reflejado en la pantalla se tornó enteramente blanco. Las nubes, los difusos mares y continentes se confundieron en un destello azul y blanco que refulgió en la pantalla como un proyector y pareció penetrar en los rostros exangües.
Poco a poco, muy lentamente, las imágenes se fueron descomponiendo: los frondosos bosques llenos de armonías, la casa de cerámica vidriada de Chtexa, los aullantes peces pulmonados, el tocón del Arbol de las Comunicaciones, los enormes alosaurios, la luna plateada, el inmenso corazón latiente del Lago Ensangrentado, la ciudad de los ceramistas, el calamar volador, el cocodrilo litino y su sinuosa marcha, las altas, majestuosas criaturas racionales y el misterio y la belleza de su entorno. De repente, Litina toda comenzó a hincharse como un globo…
El conde intentó desconectar la pantalla, pero no llegó a tiempo, y antes de que alcanzara a tocar la caja negra, el circuito de cables reventó con un chasquido de fusibles quemados. La cegadora luminiscencia desapareció al instante. La pantalla, y con ella todo el universo, quedó a oscuras.
Los componentes del grupo permanecieron inmóviles, invisibles y aturdidos.
—Un error en la Ecuación Dieciséis. —La voz del conde resonó áspera en la oscuridad.
No. Una muestra de deseos cumplidos, —se dijo Ruiz–Sánchez—. El quiso utilizar Litina para defender la fe y vio colmada su aspiración. Cleaver pretendió convertir el planeta en una planta termonuclear y en un abrir y cerrar de ojos su anhelo fue satisfecho con hartura. Michelis vio en ella una profecía de incontestable amor humano, y desde entonces quedó tendido en aquel potro de tortura. En cuanto a Agronski… Agronski no aspiraba a cambio alguno y ahora era sólo e irremisiblemente nada.
Alguien lanzó un largo, discordante suspiro en la oscuridad. Por unos instantes Ruiz–Sánchez no pudo determinar de quién provenía. En un principio creyó que había sido Liu; pero no, fue Michelis.
—Cuando vuelva la luz propongo que nos vistamos y salgamos al exterior —se oyó decir al conde—. Tendremos ocasión de vislumbrar una nova.
Era una simple maniobra diversiva; una información voluntariamente errónea de parte del conde; un acto de caridad ajena. Sabia perfectamente que la nova en cuestión no seria visible al ojo humano hasta el próximo Año Santo, dentro de cincuenta años. Y sabía también que los demás lo sabían.
Sin embargo, cuando el padre Ramón Ruiz–Sánchez, en otros tiempos Miembro Regular de la Compañía de Jesús, recuperó la visión, sintió que le habían dejado a solas con su Dios y su congoja.