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Anotación en el diario de Egtverchi:
3 de junio. Decimotercera semana de ciudadanía: He pasado toda la semana en casa. Aquí, en la Tierra, los ascensores nunca se detienen en esta planta. Indagar la causa. No hacen nada sin que exista un motivo.
Fue durante la semana en que el programa del reptiloide no estuvo en antena cuando Agronski descubrió de forma súbita que había perdido su identidad. Si bien al principio no captó el sentido real de lo que le ocurría, tuvo un primer atisbo de tan fatídica involución a raíz de la discusión que sostuvo con sus colegas de misión en la casa de Xoredeshch Sfath, al comprobar que no entendía lo que Mike, el jesuita y Cleaver estaban diciendo. Al cabo de un tiempo empezó a parecerle que tampoco ellos lo sabían con certidumbre. Las largas y sinuosas colgaduras del sentimiento y de la lógica que de manera tan resuelta adornaban la húmeda atmósfera litina parecían pender en el vacío, sin sujetarse a un apéndice terreno, a un pedazo de tierra antes hollado por él u otro ser humano cualquiera.
Luego, ya en la Tierra, no le exasperó —tan sólo sintió una vaga irritación— que la «Revista de Investigación Interestelar» no recabara su colaboración para elaborar un articulo de divulgación sobre Litina. La experiencia en este planeta se le antojaba en aquellos momentos remota y fantástica, y, por otra parte, sabía que él y los colegas considerados más prestigiosos nada tenían que decirse mutuamente con respecto al tema.
Hasta aquí nada de particular. Lo anómalo era que hasta el presente no hubiera hallado explicación para la sensación de insondable angustia, soledad e irritación que le sobrevino al descubrir —detalle trivial a primera vista— que aquella noche no iba a retransmitirse por la pantalla tridimensional su programa favorito. En cuanto al resto, todo iba a pedir de boca. Agronski había recibido una invitación para trabajar durante un año en los laboratorios sismológicos de Fordham en atención a sus publicaciones en el campo de las ondas gravitatorias —maremotos y terremotos—, y su presencia había sido saludada con la dosis adecuada de respeto y cordialidad por parte de los jesuitas que regentaban el departamento de Ciencias de la prestigiosa Universidad. El apartamento que se le había asignado en ha residencia destinada a los científicos solteros no era ni mucho menos una celda monacal, antes bien podía afirmarse que era suntuoso tratándose de un hombre solo. Por lo demás, disponía del mejor equipo que un geólogo de su especialidad pudiera desear; tenía que dictar un número muy reducido de clases y había trabado amistades entre el grupo de estudiantes que se le había asignado. Y, sin embargo, mientras aquella noche contemplaba con indiferencia el programa que sustituía al espacio de Egtverchi…
Analizando los hechos en retrospectiva, cada una de las fases que le habían conducido al borde de aquel abismo parecía tener un signo fatalista. Pero ¡se habían producido de forma tan subrepticia! Anhelaba regresar a la Tierra con ambigua pero intensa excitación que no apuntaba a un aspecto en concreto de la vida, sino que sólo buscaba el guiño de complicidad de todas las cosas familiares. Sin embargo, a su regreso no hallo el esperado solaz en lo habitual y cotidiano. Todo se le antojaba monótono y tedioso en grado sumo. En un principio achacó esta disposición de ánimo al hecho de haber gozado de una relativa libertad, de una individualidad insólita en un mundo prácticamente deshabitado, una convulsión espiritual consecuencia de la readaptación a la vida de topo entre millones de congéneres.
Luego vio que esta conmoción no se producía, sino que, ante bien, le invadía una indefinida ausencia de toda sensación, como si lo familiar careciera de atractivo para inducirle a obrar o llegara siquiera a afectarle. Mientras se sucedían los días, este entumecimiento del intelecto, de los sentimientos y de los sentidos se fue acentuando hasta constituir una sensación en sí, una especie de vahído que le hacia como tambalearse sin acertar encontrar un asidero o a pisar suelo firme, y mucho menos a determinar qué clase de terreno hollaba en aquellos momentos.
Hallándose en tal situación de ánimo sintonizó un día la emisión de Egtverchi, movido primero por la mera curiosidad (en la medida que le era posible recordar un impulso experimentado hacia algún tiempo). Agronski halló en aquellas charlas un algo que le era de gran ayuda, si bien no podía precisar en qué consistía. En definitiva, a veces Egtverchi le distraía. En ocasiona el reptiloide le recordaba vagamente que en Litina, por más desconectado que hubiera estado de las ideas y propósitos de los restantes miembros del grupo, había saboreado una intimidad y una individualidad sin par, lo que le procuraba un alivio pasajero. Había momentos en que oyendo a Egtverchi lanzar acres acusaciones contra la imagen de la Tierra que le era familiar Agronski experimentaba arrebatos de genuino placer, como si el litino se hubiera erigido en su paladín en la consumación de un largo complejo desquite contra un adversario escondido anónimo. Con todo, la mayor parte de las veces Egtverchi conseguía romper la costra de nauseabunda insensibilidad le oprimía, y contemplar el programa de Egtverchi en la pantalla acabó por convertirse en un hábito más de su vida.
En el ínterin se sintió cada vez más abrumado por la idea de e no entendía el proceder de sus conciudadanos, y en las pocas ocasiones que lo conseguía, sus actos se le antojaban trascendentes y anodinos. ¿Por qué la gente aceptaba aquel régimen de vida? ¿Tan importante era lo que se traían entre manos? El aire de resuelta y obcecada preocupación con que el troglodita medio acudía a su trabajo, lo realizaba y regresaba finalmente a su cubil en la zona de blanco asignada le hubiera parecido trágico si los actores no hubieran sido unos pobres seres sin peso especifico alguno. El afán, la entrega, la sofistería, el escaso sentido del humor, el talento, la dura labor la inmersión total de aquellos que consideraban su tarea o a mismos importantes, le habrían parecido absurdos si Agronski hubiera sido capaz de fijar la atención en cosas más dignas de interés. Lo cierto, empero, era que empezaba a perderle gusto a todo rápidamente. Hasta los bistecs, con lo que tanto soñaba en litina, eran una de tantas operaciones rutinarias, un ejercicio maquinal que consistía en cortar, pinchar y engullir, con el complemento de una mala digestión.
A veces sentía por breves instantes envidia de los científicos la comunidad religiosa. Todavía estimaban que la geología a una cosa importante, ilusión que a él se le aparecía como muy remota, aunque de hecho se retrotrajera a sólo unas cortas semanas. También la religión estimulaba vigorosamente el intento de los religiosos, y con más motivo en aquel Año Santo. En el curso de algunas charlas que había sostenido el año pasado con Ramón, Agronski creía haber interpretado que la Compañía Jesús era la corteza cerebral de la Iglesia, vinculada a sus más intrincados problemas morales, teológicos y organizativos. En particular recordaba que compete a los jesuitas sopesar las gestiones de gobierno de la Iglesia y formular recomendaciones a Roma, y en este punto se centraba buena parte del apasionamiento que reinaba en el seno de la comunidad de Fordham. En cuanto a Agronski, que nunca se sintió lo bastante espoleado para penetrar en la esencia de la cuestión, tenía idea de que aquel año el papa se iba a pronunciarse sobre una de las cuestiones dogmáticas más trascendentales del catolicismo, comparable dogma de la Asunción de la Virgen, proclamado un siglo antes. De las apasionadas discusiones que en el refectorio a terminar las tareas llegaban a sus oídos, dedujo que la Compañía de Jesús ya había formulado una recomendación al respecto, y que la polémica se centraba únicamente en la decisión pudiera tomar el papa Adriano. Le sorprendió un tanto que todavía se abordara la discusión de algunos puntos sobre el tema, hasta que el rumor de una conversación en el comedor común le informó de que las decisiones de la Orden no tenían en modo alguno carácter vinculante. Los jesuitas de la época habían abatido con encono la doctrina de la Asunción, pese a que era la doctrina que auspiciaba el pontífice entonces titular. Al fin prevaleció esta última: la decisión del representante de Pedro estaba más allá de toda discusión.
En el clima general de confusión y náusea que le envolvía Agronski empezaba a vislumbrar que nada en el mundo podía considerarse cierto hasta tal extremo. A la postre terminó sintiéndose tan distanciado de sus colegas de Fordham como Ruiz–Sánchez en Litina. En 2050 la Iglesia ocupaba sólo el cuarto lugar en cuanto a número de fieles, detrás de los musulmanes islámicos, los budistas y las sectas hindú, por este orden. Después de los católicos seguía el confuso contingente de grupos protestantes, que tal vez rebasara al de aquéllos si se incluía él a los que profesaban confesiones que apenas merecían reseñarse, y probablemente el número de agnósticos, ateos e indiferentes, tomados en bloque, fuera por lo menos tan crecido como el de judíos, o quizá más. En cuanto a Agronski, sabía oscuramente que no se sentía vinculado a ninguno de ellos. Había cortado las amarras y poco a poco empezaba a dudar de la existencia del propio universo fenoménico. No conseguía interesarse lo suficiente en lo que probablemente era irreal para tener la sensación de que el esquema intelectual que uno edificara sobre ellos importara realmente, bien se tratara del Antiguo Episcopalismo o del Positivismo Lógico. Cuando a uno no le apetece el bistec, ¿qué importa si está tierno, o si ha sido bien trinchado, cocinado o servido?
La invitación para asistir a la presentación social de Egtverchi casi consiguió perforar la densa niebla que se interponía entre Agronski y el resto de la Creación. En un principio se ocurrió que la visita de un litino podía beneficiarle de algún modo, si bien no habría sabido concretar de qué modo; y a más deseaba ver de nuevo a Mike y al padre, estimulado por el recuerdo de que una vez les profesara afecto. Pero Ruiz–Sánchez estaba ausente y Mike se hallaba a muchos años luz de distancia haber emprendido en el ínterin relaciones con una mujer —de cuantas insensatas obsesiones plagaban a la humanidad Agronski estaba a la sazón más resuelto que nunca a evitar la tiranía del sexo—. Por lo demás, visto en persona, Egtverchi resultó ser una grotesca y alarmante caricatura terrestre de los nos que Agronski recordaba. Irritado consigo mismo huía constantemente de ellos, y absorto en esta tarea de evasión terminó completamente embriagado. De la fiesta apenas recordaba otra cosa que retazos del forcejeo que sostuvo con un lacayo rostro atezado en una gran estancia oscura cercada por rejilla metálica, como si hubiera estado en el interior de la torre Eiffel a medianoche, remembranza aquella de la que formaban parte singulares nubes de vapor que se elevaban en el aire y una aniquilante intensificación de la sensación de repulsivo y abrumador vahído, como si él y su anónimo adversario fueran conducidos a los infiernos sujetos al extremo de un pistón hidráulico de mil kilómetros de largo.
Al día siguiente despertó en su piso pasado mediodía, con el vértigo multiplicado y poseído de la aterradora sensación de haber participado en un holocausto y llevando a cuestas la peor resaca que recordaba desde que se emborrachó con jerez aguado durante la primera semana como estudiante de primer año la universidad.
Dos días le había costado reponerse de la resaca en cuestión o el resto de sus aflicciones persistió en su integridad, marginándole incluso de los objetos palpables y visibles de su apartamento. No probaba bocado; la lectura le parecía insulsa y ente de sentido, y no podía desplazarse desde el sillón al baño sin preguntarse a cada paso si la habitación iba a caerle encima o a esfumarse de su vista. Nada parecía tener ya volumen, textura, masa y, mucho menos, color. Las propiedades accesorias de las cosas, que desde la vuelta a la Tierra se escapaban lenta pero persistentemente de su entorno, se le ocultaba ahora por entero, y el proceso afectaba ya a las percepciones primarias.
El final era claro y previsible. Dentro de muy poco tiempo quedaría otra cosa que el minúsculo entramado de los hábitos tipo en el centro de los cuales moraba esa depauperada e incognoscible entidad que era su yo. Para cuando uno de estos hábitos le impulsó a colocarse ante la pantalla tridimensional conectar de un manotazo el encendido, era demasiado tarde para salvar algo más. El universo se había despoblado y él era el único morador. No quedaba nada ni nadie.
Pero cuando la pantalla se iluminó y no apareció la imagen de Egtverchi, descubrió que hasta el yo era un extraño. El interior del tenue caparazón que ocultaba la irrefrenable conciencia de uno mismo estaba tan vacío como una jarra puesta boca abajo.