4
Cuando la puerta de la casa de Chtexa se hubo cerrado a sus espaldas, Ruiz–Sánchez paseó la mirada por el vestíbulo tenuemente iluminado. Un sentimiento de expectación se le hacia insoportable, pese a que no tenía idea de lo que esperaba hallar. A decir verdad, la casa no se diferenciaba en nada de la que él habitaba, cosa que en justicia era cuanto podía pretender. Todo el mobiliario de su «casa», excepto el equipo del laboratorio y algunos objetos sueltos traídos de la Tierra, era genuinamente litino.
Hemos seccionado varios de los meteoritos metaloides de nuestros museos y los hemos batido tal como usted nos indicó —decía Chtexa detrás de él a la par que el biólogo se debatía para liberarse del impermeable y de las botas—. Tal como nos había usted anticipado, detectamos un magnetismo de signo positivo muy marcado. En estos momentos todo nuestro planeta ha sido advertido para que sean recogidos los meteoritos de ferroníquel y enviados a nuestro laboratorio de electricidad aquí en la capital, dondequiera que se encuentren. A la sazón, el personal del observatorio intenta predecir posibles caídas de aerolitos. Por desgracia son raros en el planeta. Según indican nuestros astrónomos, jamás hemos tenido una «lluvia» de aerolitos, como al parecer sucede con frecuencia en su mundo.
—No; debiera haber reparado en ello —dijo Ruiz–Sánchez, siguiendo en pos del litino hasta el salón, que era también del más puro estilo litino: una estancia vacía, salvo por su presencia.
—Ah, eso es interesante. ¿Por qué?
—Porque en nuestro universo tenemos una especie de gigantesca muela abrasiva; todo un anillo de pequeños planetas, millares de ellos, esparcidos en torno a una órbita, en vez de un solo mundo de dimensiones normales, que es lo que esperábamos hallar en un principio.
—¿Esperaban? ¿En virtud de la regla armónica? —dijo Chtexa, sentándose, a la par que indicaba con un gesto otro almohadón a su huésped—. A menudo nos hemos preguntado si esta relación existía realmente.
—También nosotros. Quedó pulverizada en el caso expuesto. Estos pequeños cuerpos entrechocan constantemente, y el resultado son estas plagas de meteoritos.
—Es difícil adivinar cómo ha podido tomar cuerpo un esquema tan inestable —prosiguió Chtexa—. ¿Puede dar usted alguna explicación?
—Ninguna convincente —respondió Ruiz–Sánchez. — Entre nosotros hay quien piensa que antaño existió realmente un planeta de regular tamaño que por algún motivo se desintegró. Ocurrió un fenómeno similar con un satélite de nuestro sistema y en torno al núcleo originario se formó una banda enorme de residuos. Otros piensan que nuestro sistema solar no permitió la aglutinación de los elementos básicos que hubieran conducido al surgimiento de un planeta. Ambas hipótesis son imperfectas, pero cada una da respuesta a determinadas objeciones, de forma que quizá las dos tengan su punto de verdad.
Los ojos de Chtexa fulguraron con el un tanto inquietante «parpadeo interior», característico en los litinos cuando estaban sumidos en profundas reflexiones.
—No parece que haya un método adecuado para verificar una y otra respuesta —dijo tras un largo intervalo—. A tenor de nuestra lógica, el hecho de que no se pueda aducir una demostración invalida totalmente la primitiva cuestión.
—Este criterio cuenta con muchos partidarios en la Tierra. Estoy seguro de que mi compañero el doctor Cleaver concordaría con usted.
Ruiz–Sánchez esbozó una súbita sonrisa. Había trabajado mucho y duro para llegar a dominar el lenguaje litino, y el haber podido delimitar y comprender de manera tan acabada un tema tan endiabladamente abstracto como el planteado por Chtexa era para él un triunfo más meritorio de lo que hubiese sido cualquier ganancia cuantitativa limitada al vocabulario.
—De todos modos me temo que van a tener problemas para recoger estos meteoritos —dijo—. ¿Han ofrecido incentivos?
—Oh, por supuesto. Todo el mundo es consciente de la importancia que reviste el programa. Todos estamos interesados en llevarlo a buen puerto.
No era ésa exactamente la pregunta que Ruiz–Sánchez había formulado. Hurgó en la memoria tratando de hallar algún vocablo litino equivalente a «recompensa», pero no encontró más que ya empleado de «incentivo». Al mismo tiempo cayó en la cuenta de que no conocía un término que significara «codicia, avidez, avaricia». Evidentemente, ofrecer a los litinos cien dólares por cada meteorito que hallasen sólo conseguiría desconcertarles. No tenía más remedio que desistir del empeño.
—Dado que la posibilidad de que caiga un meteorito es tan reducida —optó por decir—, no es probable que logren acumular la cantidad de mineral necesaria para llevar a cabo un estudio cabal del asunto, por afinada que sea su investigación. Además, un alto porcentaje de los hallazgos serán componentes pétreos y no metaloides. Lo que ustedes deben hacer es emprender otro programa suplementario para la obtención de mineral de hierro.
—Lo sabemos —dijo Chtexa con voz apesadumbrada—; pero no hemos acertado a dar con uno.
—Si encontraran un medio de concentrar los vestigios de metal que actualmente existen en el planeta… Nuestros métodos de fundición de nada les servirían, puesto que carecen de yacimientos de mineral. Chtexa, ¿y qué me dice de los ferrobacterios?
—Pero ¿existen de verdad esta especie de bacterias? —inquirió Chtexa, irguiendo la cabeza en un gesto dubitativo.
—No lo sé. Pregunte a sus bacteriólogos. Si tienen en Litina alguna bacteria que pertenezca al género que nosotros llamamos Leptothrix, ha de haber una que sea de la especie que fija el hierro. Teniendo en cuenta que la vida puebla su planeta desde hace millones de años, forzosamente ha de haber sobrevenido dicha mutación, probablemente en una fase muy temprana.
—¿Y por qué no la hemos descubierto? La bacteriología es tal vez el campo que más hemos cultivado.
—Porque no saben ustedes lo que andan buscando —contestó con vehemencia Ruiz–Sánchez —, y porque esta especie sea posiblemente tan rara en Litina como lo es el propio hierro. Puesto que en la Tierra tenemos hierro en abundancia, nuestra Leptothrix ochracea ha encontrado terreno abonado para desarrollarse, en nuestros grandes yacimientos de mineral las conchas fósiles de esta bacteria se cuentan por miles de millones. En realidad, solía pensarse que la bacteria producía los yacimientos, pero yo siempre he tenido dudas al respecto. La energía que generan es producto de la transformación del óxido ferroso en óxido férrico, aun cuando esta conversión puede operar espontáneamente si el potencial de oxidorreducción y el PH de la solución son los adecuados. Cualquiera de estas dos condiciones pueden quedar afectadas por bacterias de putrefacción ordinarias. En nuestro planeta la bacteria se desarrolló en los yacimientos minerales porque allí estaba el hierro, y no al revés. Sin embargo, en Litina habrá que invertir el proceso.
—Nos aplicaremos en seguida a un programa de muestreo de suelos —dijo Chtexa, al tiempo que sus barbas refulgían con apagados tonos purpúreos—. Cada mes nuestros centros de investigación de antibióticos examinan muestras de suelos por millares busca de nueva microflora que tenga aplicación terapéutica. Si estas bacterias que fijan el hierro existen, tarde o temprano daremos con ellas.
—Tienen que existir. ¿Hay en Litina sulfobacterios anaerobios?
—Sí…, si, por supuesto.
—Pues no necesitan más —dijo el jesuita, satisfecho, echando el cuerpo hacia atrás y sujetándose una rodilla con ambas manos—. Tienen ustedes azufre en abundancia y, por lo tanto, las correspondientes bacterias. Le agradeceré me comuniquen cuando hayan conseguido el ferrobacterio. Desearía realizar un subcultivo y llevármelo a la Tierra. Hay allí un par de científicos a quienes me gustaría restregárselo por la cara.
El litino envaró el cuerpo y avanzó un poco la cabeza, con aspecto de estar desconcertado.
—Le ruego me disculpe —se apresuró a decir Ruiz–Sánchez —. He traducido literalmente una expresión agresiva de nuestro idioma. En modo alguno pretendía insinuar una acción real de este género.
—Creo que entiendo —dijo Chtexa. Ruiz–Sánchez se preguntó —si en verdad era así. Todavía no había descubierto una sola metáfora, ni presente ni pasada, en el rico acervo lingüístico del planeta, y los litinos tampoco conocían la poesía ni las demás artes creativas—. Por supuesto que le tendremos al corriente de los resultados, y nos sentiremos muy honrados si usted se digna a aceptarlos como buenos. Uno de los problemas que se plantean en el ámbito de las ciencias sociales y que nos viene preocupando desde hace tiempo es encontrar el medio idóneo de honrar al innovador. Cuando uno piensa en lo mucho que las nuevas ideas afectan a nuestras vidas, desesperamos de poder retribuir en especie el hallazgo, y nos facilita mucho la tarea si el innovador alberga deseos que la sociedad está en condiciones de satisfacer.
En un principio Ruiz–Sánchez no estaba muy seguro de si había interpretado correctamente las palabras del litino. Tras sopesarlas de nuevo concluyó que no acababan de satisfacerle, pese a la aparente nobleza que implicaban. A un habitante de la Tierra le hubiesen parecido de una pomposidad inaguantable; y, sin embargo, era obvio que Chtexa hablaba sin exageraciones.
Y no era menos cierto, también, que el grupo explorador tenía ya que redactar el informe sobre el planeta. Ruiz–Sánchez no se veía capaz de soportar por mucho tiempo la fría y objetiva racionalidad de los litinos. Un inquietante pensamiento nacido de lo más hondo le recordaba que en el planeta, todo, absolutamente todo era consecuencia de la razón, no de un precepto ni de la fe. Los litinos no conocían a Dios. Obraban rectamente y pensaban de la misma forma porque era razonable obrar y pensar de este modo, y no parecían necesitar más.
¿Es que acaso los litinos no soñaban por las noches? ¿Era posible que existiera en el universo un ser racional de un orden superior al que no paralizara nunca, ni un solo instante, el súbito dilema, el miedo a entrever lo absurdo de los actos, la ceguera del saber, la esterilidad de haber nacido? «En adelante la morada del alma sólo podrá edificarse sin peligro sobre el firme cimiento de la desesperanza inconmovible», escribió en una ocasión un famoso ateo.
¿O podía ser que los litinos pensaran y actuaran como lo hacían porque no habían nacido de madre ni habían salido del Paraíso en que vivían, y por lo tanto no compartían la terrible carga del pecado original? El hecho de que Litina no hubiese conocido jamás una época glacial, que su clima hubiese permanecido invariable por espacio de setecientos millones de años, era un hecho geológico que ningún teólogo podía permitirse el lujo de ignorar. ¿Cabía en lo posible que liberados de la carga del pecado lo estuvieran también de la maldición de Adán?
Y, en tal caso, ¿podía un ser humano vivir entre ellos?
—Chtexa, quisiera preguntarle una cosa —dijo el sacerdote, tras permanecer caviloso unos momentos—. No está en deuda conmigo, puesto que para nosotros el saber es patrimonio de toda la comunidad; sin embargo, en breve, nosotros, cuatro habitantes de la Tierra, tendremos que tomar una decisión. Ya sabe a qué me refiero. Y pienso que todavía no sabemos lo suficiente de este planeta para tomarla con juicio sereno.
—Entonces lo más seguro es que tenga que formularme algunas preguntas —dijo Chtexa de inmediato—. Contestaré a cuantas me sea posible.
—Bueno, en tal caso… ¿Conocen ustedes la muerte? Ya sé que el término figura en su vocabulario, pero tal vez tenga un sentido distinto al que nosotros le damos.
—Significa dejar de evolucionar y regresar a la mera existencia —explicó Chtexa—. Una máquina existe, pero sólo un ente animado, un árbol por ejemplo, progresa a través de un cauce de equilibrios cambiantes. En el momento en que este proceso se interrumpe, el ente ha muerto.
—¿Y ocurre también con ustedes?
—Acontece con todo. Hasta los árboles gigantescos, como el árbol de las Comunicaciones, acaban por morir un día u otro. ¿No ocurre así en la Tierra?
—Si, sí, lo mismo —respondió Ruiz–Sánchez —. Por razones que seria demasiado prolijo exponer llegué a pensar que tal vez ustedes hubieran escapado a esta fatalidad.
—Nosotros no lo vemos como una fatalidad —dijo Chtexa—. Litina vive a causa de la muerte. La muerte de los vegetales nos suministra petróleo y gas. Es preciso que mueran algunas criaturas para nutrir la vida de otras. Las bacterias deben morir, y hay que eliminar los virus si deseamos curar las enfermedades. Nosotros mismos debemos perecer para dejar un hueco a otros individuos, por lo menos hasta que logremos disminuir el ritmo de procreación entre nosotros…, algo que hasta el momento no hemos conseguido.
—Pero que estiman ustedes deseable, ¿no?
—Ciertamente —contestó Chtexa—. Nuestro mundo es rico, pero no inagotable. Y ustedes nos han enseñado que existen otros planetas habitados, de forma que no cabe confiar en ocuparlos cuando el nuestro esté superpoblado.
—Todo lo que existe termina por agotarse algún día —dijo Ruiz–Sánchez bruscamente, con el ceño fruncido y la mirada clavada en el suelo iridiscente —. Es algo que hemos aprendido lo largo de muchos miles de años de historia.
—Pero ¿agotarse de qué forma? —preguntó Chtexa—. Puedo asegurarle que cualquier objeto, por minúsculo que sea, cualquier piedra, una gota de agua, un puñado de tierra puede investigarse sin limitación. El número de datos que cabe obtener de te análisis es prácticamente ilimitado. Ahora bien, un suelo concreto puede agotarse por lo que a nitratos se refiere. Es difícil, pero un cultivo defectuoso puede originar esta carencia, tome el caso del hierro, sobre el que hemos estado hablando. Sería absurdo que organizáramos nuestra economía en función una demanda de hierro que excediera a las existencias de este mineral en Litina; entiéndase bien: que excediera sin posibilidad suplir la carencia con los meteoritos o las importaciones. No se trata, pues, de si estamos o no informados respecto a los métodos de obtención, sino de si es posible o no aplicar estos conocimientos, ya que si no lo es, en tal caso de nada nos ve disponer de una completísima información en todos los terrenos.
—No obstante, no me cabe duda de que llegado el caso ustedes podrían componérselas aun sin gran acopio de hierro. La maquinaria de madera con que cuentan ustedes es lo bastante precisa para contentar a cualquier ingeniero. Tengo la impresión de que muchos de ellos han olvidado que en el pasado también nosotros la utilizábamos. La prueba está en un reloj que tengo en casa. Se trata de uno de esos llamados de cuco, que da las horas y cuartos. Tiene dos siglos de antigüedad y fue totalmente tallado en madera, a excepción de las pesas, y aún sigue funcionando con precisión. Puedo decirle a este respecto que mucho después de que los barcos empezaran a construirse de plancha metálica, el palo santo se utilizaba para fabricar los timones e instrumentos que marcaban la derrota de la nave.
—La madera es un excelente material para casi todos los usos —convino Chtexa—. El único inconveniente que presenta en relación con los materiales cerámicos o con el metal es su variabilidad. Es preciso conocerla a fondo para concretar sus propiedades partiendo de las distintas clases de árboles. Ni qué decir tiene que las piezas más delicadas pueden obtenerse mediante moldes cerámicos adecuados. En este caso, la presión interna dentro del molde aumenta hasta tal punto por efectos de la dilatación que la pieza resultante posee una estructura muy compacta. En cuanto a las partes de mayores dimensiones pueden rectificarse directamente del madero con piedra arenisca y pulimentarse con pizarra. Por nuestra parte consideramos que la madera es un material agradecido para trabajar con él.
Sin que supiera muy bien por qué, Ruiz–Sánchez se sintió un poco avergonzado. Era un reflejo, ampliado, del mismo sentimiento de vergüenza que experimentaba a la vista del viejo reloj de cuco de la Selva Negra siempre que retornaba a la Tierra.
Teóricamente, los varios relojes eléctricos que tenía en su hacienda de las afueras de Lima deberían haber funcionado bien, sin ruidos y ocupando menos espacio. Pero las razones que movieron a fabricarlos fueron de orden puramente técnico y comercial. Como resultado de ello, la mayor parte marchaban con una especie de ligero ronqueo asmático o gemían sin estridencias pero lúgubremente a horas intempestivas. Todos tenían una «línea aerodinámica» eran más grandes de la cuenta y resultaban poco estéticos. Ninguno marcaba la hora exacta, y varios de ellos no podían ajustarse por ir provistos de un motor de velocidad constante que accionaba una caja de engranajes muy sencilla. Era, pues, una inexactitud irremisible porque obedecía un defecto de fabricación.
En cambio, el reloj de cuco funcionaba sin altibajos. Cada cuarto de hora se abría una de las dos portezuelas de madera salía una codorniz que emitía un sonido de alerta, y cuando señalaba la hora, salía primero la codorniz y después el cuco, cuyas llamadas iban precedidas por el repique de una campanilla. Para este reloj, mediodía y medianoche eran más que una simple operación de rutina: constituían todo un ceremonial. El desfase horario del viejo reloj no excedía de un minuto por mes, ello a cambio, tan sólo, de subir las pesas todas las noches antes de acostarse.
El relojero que lo construyó había muerto antes de que Ruiz–Sánchez naciera. Como contraste a todo ello, posiblemente el jesuita habría tenido que desechar por lo menos una docena de relojes eléctricos de serie en el transcurso de su vida, que era que pretendían sus fabricantes. En efecto, dichos relojes eran consecuencia directa del «desgaste programado» aquel delirio por el derroche y el despilfarro que asoló las Américas durante segunda mitad del siglo pasado.
—Comparto su opinión —dijo el biólogo con modestia—. Si no tiene inconveniente quisiera hacerle otra pregunta. En realidad es parte de la anterior. Quisiera saber cómo son engendrados ustedes. Veo muchos adultos en las calles y en las casas, bien creo adivinar que usted está solo, pero nunca niños. ¿Podría explicarme la razón? Si el tema le parece indiscreto…
—¿Por qué ha de parecérmelo? No debieran existir temas vedados —dijo Chtexa—. Estoy seguro de que habrá observado que nuestras mujeres poseen bolsas abdominales en donde incuban los huevos. Fue una mutación afortunada para nosotros, pues hay en Litina muchos depredadores de nidos.
—Sí; algunas especies animales de la Tierra poseen un rasgo anatómico parecido; sólo que son vivíparas.
—Una vez al año se depositan los huevos en las bolsas abdominales —prosiguió Chtexa—, momento en que las mujeres abandonan sus casas y escogen al hombre que mas les agrada para fertilizar los huevos. Yo estoy solo porque hasta el momento no he sido escogido en la primera tanda por ninguna mujer. Me tocará el turno con motivo de las Segundas Nupcias; o sea mañana.
—Comprendo —dijo Ruiz–Sánchez con cautela—. ¿Y qué determina la elección del par? ¿Los sentimientos o sólo la razón?
—A la larga uno y otra son la misma cosa —dijo Chtexa—. Nuestros antepasados no quisieron dejar al albur nuestras necesidades genéticas. Por lo que respecta a nosotros, los sentimientos no interfieren con las facultades eugenésicas. Es del todo imposible, ya que para llegar a este comportamiento aquellos fueron alterados mediante reproducción selectiva en función precisamente de dichas facultades.
»Después, al final de la estación, viene el Día de la Migración, momento en que los huevos están ya fertilizados y las crías a punto de romper el cascarón. En ese día, y mucho me temo que no estén aquí para verlo, pues la fecha de partida que tienen ustedes prevista queda a varios días de la jornada a que me refiero…, en ese día, repito, todo el mundo va a las playas. Protegidas de los predadores por los hombres, las mujeres se adentran en el agua hasta que pierden pie y allí alumbran a las crías.
—¿En el mar? —preguntó Ruiz–Sánchez con un hilo de voz.
—Si, en el mar. Después todos regresan a sus casas y siguen con sus tareas habituales hasta la llegada del nuevo ciclo de apareamiento.
—Y…, y ¿qué pasa con las crías?
—Bueno, ellas cuidan de si mismas. Es cierto que muchas hallan la muerte, sobre todo por causa de nuestro voraz hermano, el gran pez —lagarto, al que por tal motivo matamos siempre que podemos. Con todo, la mayoría salen indemnes y llegado el momento vuelven a tierra firme.
—¿Dice que regresan? No lo entiendo, Chtexa. ¿Y cómo no perecen ahogados al nacer? Y si vuelven, ¿cómo es que nunca hemos visto a uno solo de ellos?
—Claro que los han visto —dijo Chtexa—, y también los han oído muchas veces. ¿Cómo no van a…? Ah, ya caigo; son ustedes mamíferos. Eso lo explica todo. Ustedes conservan a sus hijos en el nido; saben quiénes son y ellos conocen a sus padres.
—Si. Sabemos cuáles son y ellos nos conocen —asintió Ruiz–Sánchez.
—Con nosotros no ocurre lo mismo —dijo Chtexa—. Sígame, por favor, y se lo mostraré. El litino se puso en pie y se dirigió hacia el vestíbulo. Ruiz–Sánchez le siguió hecho un mar de confusiones.
Chtexa abrió la puerta. Con cierta sorpresa el sacerdote observó que la oscuridad de la noche se iba disipando. Por el este, el cielo cargado de nubes brillaba con pálidos reflejos nacarados. La selva era todavía una rica polifonía de zumbidos de y armoniosos sonidos. Se oyó un agudo y siseante silbido y sombra de un pterodon se deslizó sobre la ciudad en dirección al mar. Una masa indistinta que sólo podía corresponder aI calamar volador de Litina quebró la superficie de las aguas, sobrevoló a baja altura el viscoso mar por espacio de unos cincuenta metros y volvió a zambullirse. Desde las tierras bajas llegó un aullido quejumbroso.
—Allí —dijo Chtexa con voz apagada—. ¿Lo ha oído? La desamparada criatura o lo que fuese, ya que resultaba imposible precisarlo con exactitud, emitió un nuevo y plañidero.
—Al principio resulta muy duro —explicó Chtexa—, pero lo peor ya ha pasado. Están en tierra firme.
—Chtexa, ¿sus crías son… son los peces pulmonados? —preguntó Ruiz–Sánchez.
—Si, ellos son nuestros hijos —respondió el litino.