5

En el fondo, lo que había hecho desvanecerse a Ruiz–Sánchez cuando Agronski le abrió la puerta era el incesante plañido de los peces pulmonados. Lo avanzado de la hora, la doble tensión producto de la dolencia que aquejaba a Cleaver y la posterior constatación de que éste le había engañado descaradamente, también contribuyeron, y a ello había que sumar el cada vez más intenso sentimiento de culpabilidad con respecto a Cleaver que experimentó en el trayecto de regreso a casa, mientras caminaba bajo el cielo lluvioso y el día se abría paulatinamente. Y luego el sobresalto que le causó la presencia de Agronski y Michelis, de vuelta a una hora imprecisa de la noche mientras él había abandonado a su paciente para satisfacer su curiosidad.

Pero, por encima de todo, lo que más le oprimía el ánimo era el menguante y entrecortado clamor de los hijos de Litina, que a lo largo de todo el camino desde la casa de Chtexa hasta la suya estuvieron abriendo brecha en todas sus defensas mentales.

Este súbito apartamiento duró breves instantes. Cuando logró recuperar no sin esfuerzo el control de si mismo se encontró con que Agronski y Michelis le habían acomodado en una banqueta del laboratorio y trataban de quitarle el Macintosh sin zarandearle ni hacerle perder el equilibrio lo que en términos topológicos era tan difícil como desposeerle a uno del chaleco sin quitarle antes la americana. Con gesto de cansancio, el sacerdote sacó el brazo de una de las mangas del impermeable y elevó la vista hacia Michelis.

—Buenos días, Mike; disculpa mis modales.

—No seas tonto —contestó Michelis con voz suave—. De todos modos no es momento de hablar. He pasado parte de la noche intentando mantener sosegado a Cleaver en espera de que mejore. Te agradecería que no volvieras a ponerme en este trance, Ramón.

—Pierde cuidado. No estoy enfermo, sólo cansado y un poco sobreexcitado.

—¿Qué le ocurre a Cleaver? —preguntó Agronski. Michelis le ahuyentó con un ademán.

—No, no, Mike, déjalo, es una pregunta razonable. Te aseguro que estoy perfectamente. Paul tiene una infección a consecuencia del glucósido de una planta espinosa con la que tropezó y que le produjo un pinchazo. Ocurrió esta tarde…, digo la tarde de ayer, por la hora que es. ¿Qué tal ha estado durante el tiempo que lleváis aquí?

—No muy bien —respondió Michelis—. Como no estabas no supimos qué darle. Al fin le hicimos tragar un par de las tabletas que tú dejaste.

—¿Eso hicisteis? —dijo Ruiz–Sánchez, dejando caer bruscamente el pie al suelo y pugnando por levantarse de la banqueta —. Como vosotros mismos decís, no teníais por qué saber cómo tratarle, pero el caso es que le habéis dado una sobredosis. Será mejor que le examine…

—Por favor, Ramón, no te muevas. Michelis habló sin excitarse pero en un tono que traslucía su deseo de ser obedecido. Vagamente complacido por tener que someterse a la exigencia del hombretón, el sacerdote dejó que le acomodaran de nuevo en la banqueta. Las botas resbalaron de sus pies al suelo.

—Oye, Mike, ¿quién es aquí el guía espiritual? —preguntó con voz cansina—. A pesar de todo estoy convencido de que lo habéis hecho muy bien. ¿No se le ve en peligro?

—Bueno, parece bastante enfermo, pero tuvo suficientes energías para permanecer despierto buena parte de la noche. Hace tan sólo unos instantes que ha cogido el sueño.

—Magnífico. Dejémosle descansar. Sin embargo, es probable que mañana tenga que alimentarlo por vía intravenosa. Teniendo en cuenta la atmósfera de este planeta, uno no puede rebasar sin más la dosis de salicilato. —Lanzó un suspiro—. Puesto que duermo en la misma habitación, me tendrá a mano si sobreviene una crisis. En fin, ¿podemos dejar ahora las preguntas?

—Sí, claro, si no hay nada que lo impida.

—Oh, me temo que hay bastantes cosas poco claras —dijo el jesuita.

—¡Lo imaginaba! Sabía desde el principio que las cosas no andaban bien —exclamó Agronski—. ¿Recuerdas que te lo dije, Mike?

—¿Se trata de algo urgente?

—No, Mike… No corremos peligro, esto puedo asegurártelo. El asunto puede esperar hasta que hayamos descansado. También vosotros parecéis necesitar un sueño.

—Estamos cansados —dijo Michelis.

—¿Y cómo no os pusisteis en contacto con nosotros? —preguntó Agronski, quejoso—. Padre, nos habéis tenido con el alma en vilo. Si algo marcha mal aquí, deberías…

—No corremos peligro inmediato —repitió con paciencia Ruiz–Sánchez —. En cuanto a por qué no comunicamos con vosotros, estoy igualmente desconcertado. Hasta la pasada noche estaba convencido de que seguíamos en contacto con vosotros. Esa tarea incumbía a Paul y parecía cumplir con ella. Averigüe que no era así después de que él hubo enfermado.

—En tal caso habrá que esperar a ver qué nos dice Paul —concluyó Michelis—. En nombre de Dios, acostémonos ya. Pilotar ese trasto a lo largo de cuatro mil kilómetros de espesas nieblas no puede decirse que sea descansado. Tengo necesidad de echarme… Pero, oye bien, Ramón…

—¿Qué, Mike?

—Todo esto no acaba de gustarme. Mañana habrá que aclarar las cosas y dar por finalizada la tarea que nos fue encomendada. Disponemos de poco más de un día antes de que pase a recogernos la nave que nos llevará de regreso a la Tierra, y cuando ese momento llegue debemos estar al corriente de todo lo que sea preciso saber de Litina y que luego hemos de explicar allá abajo.

—Como decías muy bien, Mike…, en nombre de Dios.

El sacerdote y biólogo peruano fue el primero en despertar. A decir verdad no había pasado tanta fatiga puramente física como sus tres compañeros de misión. En el instante en que saltó de la hamaca empezaba a caer la noche. Con paso cansino se acercó a Cleaver.

El físico dormía profundamente. El semblante, de un color ceniciento, parecía haberse contraído extrañamente. Ya era hora de subsanar el abuso que, por negligencia e inadvertencia, el paciente había soportado. Por fortuna, el pulso y la respiración eran casi normales.

Ruiz–Sánchez penetró en el laboratorio sin hacer ruido y preparó suero intravenoso de fructosa. Luego hizo una especie de souffle con el contenido de una lata de huevo en polvo y lo colocó en el fondo del hornillo, en un pequeño compartimiento cerrado, para que se cociera. Seria el desayuno de los tres restantes.

De nuevo en el dormitorio, el biólogo desplegó todo el aparato del suero gota a gota. Cleaver ni siquiera contrajo los músculos cuando la aguja penetró en la vena, a la altura del codo. Acto seguido colocó el tubo en su sitio con unas palmaditas, reguló el goteo del botellín invertido y volvió al laboratorio.

Se sentó en el taburete, ante el microscopio, con una sensación de ausencia, mientras la noche caía una vez más. Todavía se sentía muy fatigado, pero por lo menos podía mantener los ojos abiertos sin esfuerzo. Se oyó el ptup–ptup del souffle en el hornillo y al poco rato un leve aroma dio a entender que la masa estaba en proceso de dorarse.

En el exterior caía un súbito aguacero que acabó con la misma rapidez con que se había iniciado. El corto y cálido verano litino tocaba a su fin. El invierno seria largo y templado. En la latitud en que se hallaban las temperaturas nunca estaban por debajo de los veinte grados centígrados. Incluso en los extremos del planeta la temperatura invernal permanecía siempre por encima de cero; normalmente, la media era de quince grados.

—Ramón, ¿estoy oliendo el desayuno?

—Si, Mike, está en el hornillo. Dentro de cinco minutos lo tendrás listo.

—Estupendo.

Michelis se alejó. Detrás del banco de taller, Ruiz–Sánchez distinguió el libro de tapas azul oscuro con estampados en oro que le había acompañado desde que abandonaran la Tierra. Con gesto casi mecánico alargó la mano y tiró de él, y automáticamente también quedó abierto en la página 573. Por lo menos le proporcionaría oportunidad de pensar en algo que no le afectara directamente.

La última vez acabó la lectura cuando Anita parecía «dispuesta a someterse a la lascivia de Honufrio para aplacar la brutalidad de Sila y de los mercenarios de los doce Silavanos, y salvar así (como sugirió en un principio Gilbert) la virginidad de Felicia en favor de Magraviol». Pero, atención aquí… ¿Cómo era posible considerar virgen a Felicia a estas alturas? Ah, sí: «… cuando Miguel la convirtió, después de la muerte de Gilia». Eso lo explicaba todo, pues inicialmente Felicia sólo había incurrido en infidelidades de poca monta. «… Pero ella teme que al satisfacer los derechos maritales del hombre pueda dar pie a una conducta vituperable entre Eugenio y Jeremías. Miguel, que con anterioridad había seducido a Anita, la dispensa de someterse a los deseos de Honufrio». Si, eso parecía tener sentido, dado que Miguel también había forjado planes con respecto a Eugenio. «Anita está conturbada, pero Miguel amenaza con deferir mañana su caso al obispo Guillermo, aun cuando realice el acto sexual sólo como engaño piadoso, hecho que ella sabe por experiencia (en interpretación de Wadding) que no conduce a nada». Si. Perfecto. Por vez primera la novela parecía cobrar sentido. Era obvio que el autor sabía muy bien desde el comienzo lo que se llevaba entre manos. De todos modos Ruiz–Sánchez se dijo que no le habría agradado trabar conocimiento con esta imaginaria familia amparada en seudónimos latinos, ni ser confesor de alguno de sus miembros.

La trama, en efecto, cobraba sentido si uno contemplaba sin rencor a los personajes involucrados —a fin de cuentas eran personajes ficticios, de novela—, y también al autor, el cual, a pesar de su portentoso talento —sin duda el más grande de cuantos han escrito novelas en inglés, e incluso en todas las lenguas—, debía ser compadecido como la más innoble víctima del Maligno. Si, como era el caso de Ruiz–Sánchez, uno contemplaba la situación en forma desapasionada, se hacia la luz sobre todos los aspectos, incluyendo los intrincados comentarios y glosas de que el texto había sido objeto desde que éstos se iniciaron, allá por el decenio de 1920.

—¿Está listo el desayuno, padre?

—Por el olor que despide diría que si, Agronski. ¿Por qué no lo sacas del hornillo y te sirves?

—Gracias. ¿Voy por Cleaver?

—No; lleva puesto el suero intravenoso.

—Entiendo. Salvo que la impresión de haber comprendido al fin el problema demostrara una vez más ser ilusoria, Ruiz–Sánchez estaba en condiciones de dar respuesta a la cuestión básica, al dilema que por espacio de muchas décadas había obsesionado a su Orden y a la Iglesia. Releyó el texto de la pregunta conflictiva:

«¿Tiene él (Honufrio) autoridad sobre la mujer (Anita) y debe ésta someterse a sus dictados?»

Por vez primera y con gran asombro por su parte vio dos preguntas distintas en la frase, a pesar de la ausencia de coma entre ambas. Ello exigía, pues, dos respuestas. ¿Tenía Honufrio autoridad sobre la mujer? Si, la tenía, porque Miguel, el único miembro del grupo al que se otorgó desde el principio poder de absolución, se había visto notoriamente comprometido. En consecuencia, nadie podía despojar de sus privilegios a Honufrio, al margen de si debían o no cargársele en cuenta todas las vilezas que se le achacaban.

Y, en segundo lugar, ¿tenía la mujer que someterse a las exigencias de aquél? No, no tenía por qué hacerlo. Dado que Miguel había perdido el derecho a dispensar o a deferir el caso de la mujer, en última instancia Anita no podía dejarse guiar ni por el religioso ni por otra persona que no fuese ella misma. Atendiendo a ello y vistas las graves acusaciones que pesaban sobre Honufrio, podía en última instancia rebelarse contra los deseos de éste. En cuanto al arrepentimiento de Sila y a la conversión de Felicia, nada importaban, puesto que la defección de Miguel había privado a ambos —y a todos los demás— de guía espiritual.

Así pues, la respuesta obvia en todo momento había sido sí y no. Y todo supeditado a una simple coma en el lugar adecuado. Jugarreta de un escritor; clara demostración de que el problema central de un libro que uno de los más grandes novelistas de todos los tiempos había tardado diecisiete años en escribir, era dónde situar una coma. Así suele Satanás arropar su vanidad y expoliar a sus adeptos.

Ruiz–Sánchez cerró el libro con un estremecimiento y alzó la vista más allá del banco de taller, sin sentirse ni más perplejo ni menos que antes, aunque en el fondo de su corazón sentía un alborozo incontenible. Una vez más, el Maligno había sido derrotado en la eterna lucha.

Mientras contemplaba distraídamente la noche lluviosa a través de la ventana, vio una cabeza y unas espaldas familiares encuadradas en el tetraedro truncado de luz amarillenta que se proyectaba a través del fino cristal contra la lluvia. Ruiz–Sánchez dio un respingo. Era la figura de Chtexa, que se alejaba de la casa.

De repente Ruiz–Sánchez cayó en la cuenta de que nadie se había ocupado de borrar los ideogramas aludiendo a un enfermo escritos sobre la tablilla colgada junto a la puerta. Si Chtexa se había llegado hasta allí dando un paseo, se volvía sin que nada lo justificara. El sacerdote inclinó el cuerpo hacia delante a la vez que tomaba una caja de portaobjetos vacía y dio con el canto de la misma contra el cristal.

Chtexa se volvió y miró al interior de la casa a través del torrente de agua, los ojos resguardados por una fina película que los protegía de la lluvia. El biólogo le hizo señas y saltó bruscamente de la banqueta con objeto de abrirle la puerta.

En el ínterin, la parte de su desayuno que tenía aún en el hornillo se secó y empezó a quemarse.

El golpeteo de la caja contra el cristal de la ventana hizo acudir también a Michelis y Agronski. Chtexa miró desde su altura a los tres hombres con afable gravedad, mientras las gotas de agua se deslizaban como aceite por las diminutas y refulgentes escamas de su elástica epidermis.

—Desconocía que tuvieran un enfermo —dijo el litino—. Vine porque su hermano Ruiz–Sánchez salió esta mañana de mi casa sin el regalo que tenía pensado ofrecerle. No quisiera invadir su intimidad…

—No se preocupe usted —dijo el jesuita—. En cuanto a la enfermedad no es una infección contagiosa y confiamos en que nuestro compañero se recupere sin problemas. Le presento a mis dos colegas que estaban en el norte, Agronski y Michelis.

—Me alegro de verles aquí. Eso quiere decir que el mensaje llegó a su destino.

—¿A qué mensaje se refiere? —preguntó Michelis con su bien pronunciado pero titubeante litino.

—La noche pasada su compañero Ruiz–Sánchez me pidió que les enviara un mensaje. En Xoredeshch Gton me comunicaron que ustedes ya se habían marchado.

—Así era —dijo Michelis—. Pero vamos a ver, Ramón. Creía que eso de enviar recados era cosa de Paul. Si mal no recuerdo me dijiste sin tapujos que no sabias cómo hacerlo después de que Paul cayera enfermo.

—No sabía y sigo sin saber. Le pedí a Chtexa que lo hiciera por mí, y así os lo decía al término del mensaje, Mike. Michelis alzó la vista hacia el litino.

—¿Y qué decía este mensaje? —preguntó.

—Que debían ustedes reunirse con él sin demora aquí, en Xoredeshch Sfath, y que estaba a punto de vencer el plazo de permanencia en nuestro mundo.

—¿Qué significa todo eso? —preguntó Agronski, que había tratado de seguir la conversación, pero que al no ser precisamente un lingüista sólo había captado algunas palabras que avivaron todavía más sus recelos—. Mike, haz el favor de traducirme lo que ha dicho.

Michelis así lo hizo, brevemente, y luego preguntó:

—¿Y eso era todo lo que tenías que decirnos, Ramón? ¿Después de lo que dices haber averiguado? A fin de cuentas también nosotros sabíamos que se acercaba el momento de la partida. Creo que somos capaces de contar los días como todo hijo de vecino.

—Lo sé, Mike; pero desconocía por completo qué tipo de mensajes habíais recibido con anterioridad, en el supuesto de que hubieseis recibido alguno. Por lo que sé, no me hubiese extrañado que Cleaver se pusiera en contacto con vosotros por algún otro medio, de forma particular. Primero pensé que tal vez llevase oculto algún transmisor en el equipaje, pero luego me dije que probablemente enviaba sus despachos utilizando el servicio de vuelos regulares del planeta; eso parecía más sencillo. Llegué a pensar que quizás os hubiera dicho que íbamos a permanecer en Litina más tiempo del previsto, o que os hubiera notificado mi asesinato e informado de que andaba tras los pasos del asesino. En fin, cualquier cosa. Tenía que asegurarme, dentro de lo posible, de que regresaríais aquí al margen de lo que hubiera dicho o callado.

»Y así, cuando llegué al centro de comunicaciones tuve que pensar en el mensaje más adecuado e improvisarlo sobre el terreno, porque vi que no pudiendo mandarlo en persona no podía remitiros un mensaje detallado, que al tener que pasar por criaturas con una mentalidad muy distinta de la nuestra corría el riesgo de traducirse y ser interpretado erróneamente. Todos los despachos radiofónicos que parten de Xoredeshch Sfath se envían por conducto del Arbol. Hasta que lo hayáis visto con vuestros propios ojos no alcanzaréis a comprender las dificultades que entraña para un terrestre enviar aunque sea un mensaje de dos palabras.

—¿Es cierto eso? —preguntó Michelis a Chtexa.

—¿Cierto? —Las barbas del litino se puntearon en señal de perplejidad. A pesar de que Ruiz–Sánchez y Michelis conversaban de nuevo en litino, algunas de las palabras utilizadas por los dos hombres, como la de «asesino» no tenían sentido alguno en el idioma del planeta, sencillamente porque no existían, razón por la que fue pronunciada en inglés —. ¿Cierto? No lo sé. ¿Quiere decir si son válidas? Son ustedes quienes tienen que decidirlo.

—Pero ¿se atienen a la realidad?

—Si hasta donde soy capaz de recordarlas —respondió Chtexa.

—Bien, ahora comprenderás por qué cuando Chtexa apareció providencialmente en el árbol, me reconoció y se ofreció a servirme de intermediario, tuve que darle tan sólo la esencia del mensaje —prosiguió diciendo Ruiz–Sánchez, un tanto molesto —aun a pesar suyo—. No podía pretender que entendiera todos los detalles ni confiar en que llegaran íntegros a vosotros después de pasar por al menos dos intermediarios litinos. Todo lo que podía hacer era conseguir a toda costa que regresarais en la fecha acordada y esperar a que tuviera oportunidad de explicaros la situación.

—Están ustedes en un momento de ofuscación, lo que es lo mismo que tener un enfermo en casa —dijo Chtexa—. Me marcho ahora. Cuando estoy confuso prefiero que me dejen a solas, y no tendría derecho a exigirlo si impongo mi presencia a los que pasan por un momento así. Traeré mi regalo en mejor ocasión.

Dichas estas palabras agachó la cabeza y cruzó la puerta sin ningún gesto convencional de despedida, pese a lo cual dejó tras sí una rotunda impresión de delicadeza. Ruiz–Sánchez le vio marcharse, impotente y un tanto apesadumbrado por aquella partida. Los litinos parecían comprender en todo momento la ausencia de cada situación, y a diferencia de los terrestres, aun de los más seguros en si mismos, sus actos jamás traslucían la menor sombra de duda. No conocían las pesadillas nocturnas.

Además, ¿por qué habían de saberlo? Si Ruiz–Sánchez no andaba errado, estaban bajo el amparo del segundo Poder más grande del universo, y guardados de forma directa, sin confesiones mediadoras ni dificultades de interpretación. El solo hecho de que jamás se vieran atormentados por la duda acreditaba sobradamente que eran criaturas de esta Potestad superior. Sólo los hijos de Dios gozaban de libre albedrío, y por tal motivo dudaban con frecuencia.

De haber podido, Ruiz–Sánchez hubiese demorado la partida de Chtexa. En las discusiones breves siempre es de gran ayuda contar con el respaldo de una mente objetiva, si bien podía ocurrir que en el caso de apoyarse demasiado en ella, este momentáneo aliado terminara apuñalándole a uno en el corazón.

—Bueno, entremos ya y pongamos las cosas en claro —dijo Michelis, cerrando la puerta y encaminándose hacia el salón. Sin querer habló en litino, hecho que reconoció volviéndose hacia donde había salido el reptiloide y haciendo una mueca de contrariedad por encima del hombro. En seguida pasó al inglés—: Necesitamos dormir, pero vamos tan cortos de tiempo que mucho será si logramos tomar una decisión final antes de que llegue la nave.

—No podemos hacer eso —objetó Agronski, pese a que al igual que Ruiz–Sánchez siguió sumisamente en pos de MicheIis —. ¿Cómo vamos a tomar una decisión válida sin antes haber escuchado lo que Cleaver tenga que decirnos? En una misión como ésta todo el mundo tiene voz y voto.

—Eso es indiscutible. Creo haber dicho ya que personalmente la situación me gusta tanto como a ti; pero no veo otra solución. ¿Qué opinas tú, Ramón?

—Quisiera optar por aguardar un poco —dijo con franqueza Ruiz–Sánchez —. Lo que pueda decir ahora parecería, hablando sin tapujos, una especie de componenda con vosotros dos. Y no vayáis a decirme que tenéis absoluta confianza en mi integridad, porque todos la tenemos también en Cleaver. Querer conciliar una y otra en las presentes circunstancias no haría sino invalidar ambos sentimientos.

—Tienes una forma bastante desagradable de expresar en voz alta lo que todo el mundo piensa, Ramón —dijo Michelis con una mueca de disgusto—. ¿Qué alternativa ves tú entonces?

—Ninguna —admitió Ruiz–Sánchez —. Como has dicho, tenemos el reloj en contra. No habrá más remedio que empezar sin Cleaver.

—¡No haréis tal cosa! —La voz que llegaba del hueco de la puerta del dormitorio era segura y ronca debido a un estado de debilidad física.

Los tres hombres se sobresaltaron. Cleaver, vestido sólo con los calzoncillos, permanecía en el umbral afianzándose con ambas manos en el marco de la puerta. Ruiz–Sánchez pudo distinguir en uno de los antebrazos las señales que había dejado el esparadrapo que sujetaba la aguja intravenosa al ser arrancado bruscamente. En el sitio donde aquélla había penetrado, bajo la piel cenicienta de la parte superior del brazo, se apreciaba un aparatoso hematoma violáceo.