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Desde el ovalado ventanal frontero de la vivienda asignada a Ruiz–Sánchez, el terreno descendía en suave declive hasta las márgenes de Bahía Baja, un sector del golfo de Sfath o la mayor parte del litoral litino, era aquélla una zona salinosa. Cuando subía la marea las aguas invadían los arenales un kilómetro de longitud poco más o menos, casi a medio trecho de la casa. Cuando refluían las aguas, como en aquella noche, se sumaban a la sinfonía de la selva los aullidos atormentados de una especie de pez pulmonado, que a veces se congregaba en número de veinte o más y aullaban al unísono. En ocasiones, cuando nada empañaba la visión del pequeño satélite y la ciudad refulgía con una nitidez poco habitual, se alcanzaba a vislumbrar la sombra aislada de algún anfibio ó el sinuoso rastro del cocodrilo litino en pos de una presa más rápida que él a la que de todas formas acabaría por dar alcance en el oportuno estadio geológico.
Mas allá, oculta normalmente a la vista por causa de la bruma, aun en pleno día, estaba la orilla opuesta de Bahía Baja, con los mismos arenales inundados por las mareas, a los qué seguía el tupido bosque, que se prolongaba ininterrumpidamente el norte, a lo largo de centenares de kilómetros, hasta el mar ecuatorial.
Detrás de la casa, visible desde el dormitorio, se extendía el resto de la ciudad, Xoredeshch Sfath, capital del gran continente sur. Como ocurría con todas las ciudades levantadas por litinos, los terrícolas se mostraban sorprendidos en gran manera ante lo que parecía un desierto despoblado. La causa radicaba en que las casas de los reptiloides estaban construidas a misma arcilla extraída de los cimientos, lo que llevaba a confundirlas con el terreno, incluso en el caso de un observador avezado.
La mayor parte de las edificaciones más antiguas eran de planta rectangular, construidas sin la argamasa característica de las viviendas de ladrillo. Con el transcurso de las décadas, las construcciones siguieron proliferando y habitándose de manera espontánea, hasta que llegó un momento en que resultaba más cómodo abandonar la casa que no complacía a sus moradores que demolerla. Una de las primeras frustraciones que experimentaron los terrícolas en Litina se debió a la impulsiva respuesta que Agronski formuló para volar una de las estructuras con TDX, explosivo de efecto polarizante por la acción gravitatoria, que los litinos desconocían y cuya onda se expande en un plano horizontal, con lo que logra perforar viguetas laminadas como si de queso se tratara. El almacén escogido para a demolición era amplio y de gruesos muros y había sido construido hacia tres siglos litinos (equivalentes a 312 años terrestres). El estruendo de la explosión conmocionó a los nativos, pero después del estallido el almacén seguía en pie, incólume.
Las edificaciones más modernas se apreciaban con mayor claridad tras la puesta del sol, pues en el curso de los últimos cincuenta anos, los litinos habían empezado a aplicar sus vastos conocimientos de cerámica a la construcción de edificios. Las nuevas construcciones adoptaban mil diversas y casi biológicas formas. No eran amorfas, pero diferían en gran manera de los diseños arquitectónicos convencionales. Tenían cierto parecido con las imaginativas composiciones que en otros tiempos realizara un pintor llamado Dalí, que convertía en habitáculos las habichuelas hervidas. Si bien cada una de las casas era diferente a las demás y estaba construida al gusto de su propietario, todas proyectaban de forma manifiesta el carácter de la comunidad y del suelo en el que se asentaban. También armonizaban con el fondo de tierra y espesa fronda, pero como la mayoría eran de cerámica vidriada, en los días de sol, con la luz y el ángulo de observación adecuados, resplandecían con un destello cegador. Fue este fulgor equivoco el primer indicio que tuvieron los terrestres en el espacio de que en algún lugar de la inmensa selva litina habitaban criaturas inteligentes, aunque a decir verdad jamás habían tenido dudas al respecto. Los intensísimos impulsos radioeléctricos que emitía el planeta lo habían anticipado mucho antes de llegar a Litina.
Mientras dirigía sus pasos hacia la hamaca en la que reposaba Cleaver, Ruiz–Sánchez contempló por enésima vez la ciudad a través de la ventana del dormitorio. Xoredeshch Sfath se desplegaba ante sus ojos con inusitada viveza, en perpetua mutación. La capital se le antojaba singularmente hermosa y, también, extraña y misteriosa. Ninguna de las muchas ciudades de la Tierra podía comparársele.
Comprobó el pulso y la respiración de Cleaver. Ambos los tenía acelerados, aun para los estándares de Litina, donde la alta presión parcial de dióxido de carbono aumentaba el PH de la sangre en los terrestres y estimulaba el reflejo respiratorio. Con todo, el sacerdote estimó que el estado del enfermo no sufriría agravación en tanto no consumiera una mayor dosis de oxigeno. Por el momento, el físico dormía a pierna suelta —un sueño intranquilo, eso si— y no sufriría daño alguno si le dejaba solo durante un rato.
Claro que si un feroz alosauro se deslizaba fortuitamente dentro de la ciudad… Pero eso era como si en la Tierra un elefante irrumpiera súbitamente en pleno centro de Nueva Delhi. Podía suceder, pero casi nunca acontecía. Ningún otro animal peligroso de Litina podía introducirse en la casa si se tenía buen cuidado de mantener la puerta cerrada. Ni siquiera las ratas —o las abundantes especies monotremas que constituían su equivalente en Litina— tenían medio de colarse e infestar una construcción de cerámica vidriada.
Ruiz–Sánchez tomó una jarra de agua fresca de una especie de hornacina y la depositó en el suelo junto a la hamaca. Luego se dirigió al vestíbulo, se calzó las botas, se puso el macintosh y se caló un sombrero impermeable. En el momento de abrir la puerta de piedra los mil y un sonidos de la noche litina irrumpieron acompañados de una ráfaga de brisa marinera con el característico olor halógeno que desde antiguo viene llamándose «salino». Caía una lluvia fina que envolvía en halos las luces de Xoredeshch Sfath. A lo lejos, sobre la superficie de las aguas, cabeceaba otra luz, probablemente la del vaporcito costero que efectuaba la travesía hasta Yllith, la enorme isla que aparecía atravesada en el sector de Bahía Alta, aislando todo el golfo de Sfath del mar ecuatorial.
Ya en el exterior de la casa, Ruiz–Sánchez giró una rueda que hizo penetrar sendos pasadores en cada uno de los costados de la puerta. Después sacó del abrigo impermeable un trozo de tiza blanda y escribió en una tablilla debidamente resguardada, prevista para tales usos, un mensaje en litino que decía: Enfermo en el interior. Era suficiente. Quienquiera que desease abrir la puerta no tenía más que hacer girar el volante —los litinos no conocían el cierre por cerradura—, aunque preciso es reconocer que los nativos del planeta eran seres extremadamente sociales que respetaban sus propias convenciones en la misma medida que respetaban el derecho natural.
Hecho esto, Ruiz–Sánchez se encaminó en dirección al centro de la ciudad y al, árbol de las Comunicaciones. Las calles asfaltadas reflejaban la luz amarillenta que se filtraba por las ventanas y el blanquecino resplandor de las farolas callejeras, muy espaciadas unas de otras. De vez en cuando se cruzaba con la figura marsupial de casi cuatro metros de alto de un litino, intercambiando miradas de abierta curiosidad. Con todo, dada la hora, pocos de ellos callejeaban. Por las noches permanecían en sus casas dedicados a no sabia qué menesteres. Ruiz–Sánchez los veía con frecuencia en grupos de dos o tres moviéndose tras los ventanales ovoides. A veces daban la impresión de que estaban conversando.
¿Acerca de qué?
Una pregunta muy pertinente. Los litinos no tenían periódicos, ni crónica negra, ni sistemas de comunicación individual, ni aficiones claramente diferenciadas de sus ocupaciones habituales, ni partidos políticos, ni recreos públicos, ni constituían diversidad de naciones. Desconocían el juego, la religión, los deportes, los cultos y los oficios litúrgicos. Era de suponer que no pasaban todas las horas de vigilia intercambiando conocimientos, pendientes del trabajo, discutiendo temas de filosofía e historia o trazando planes para el futuro. ¿O acaso si? A Ruiz–Sánchez se le ocurrió que quizá permanecían inertes en sus jaulas, como sardinas enlatadas. Pero casi al mismo tiempo que esta idea cruzaba su mente pasó por delante de una vivienda y distinguió sus siluetas moviéndose afanosamente de acá para allá.
Una ráfaga de viento hizo que unas gotas de fría lluvia salpicaran el rostro del sacerdote. Instintivamente apretó el paso. Si la noche resultaba especialmente borrascosa el árbol de las Comunicaciones seria sin duda un continuo fluir y refluir de mensajes. Ante él distinguió la borrosa imagen del árbol. Era como un inmenso y gigantesco secoya erguido en la boca del valle por el que discurría el río Sfath, que serpenteaba describiendo amplios meandros hasta las tierras interiores del continente, donde Gleshchtehk Sfath, el Lago Ensangrentado, vertía impetuosamente sus aguas.
El árbol se cimbreaba ligeramente a impulsos de los vientos que soplaban de uno y otro lado del valle, pero el leve balanceo era suficiente. En efecto, con cada cimbreo el sistema de raíces, que atravesaba todo el subsuelo de la ciudad, halaba y torsionaba la falla cristalina sobre la que fueron excavados los cimientos de la capital en época tan remota de la prehistoria litina como lo fuera la fundación de Roma en la Tierra. A cada impulso la soterrada masa rocosa respondía con un formidable latido que generaba ondas radioeléctricas y que se percibía no sólo en Litina, sino también a considerable distancia en el espacio exterior. Los cuatro componentes de la misión exploradora tuvieron ocasión de escucharlo por vez primera hallándose en la nave espacial, cuando Alfa Arietis, el Sol de Litina, no era más que un puntito luminoso. En aquella ocasión los miembros del grupo se interrogaron con la mirada.
Sin embargo, los latidos eran ruido a secas. El medio que empleaban los litinos para modularlo y convertirlo en instrumento de comunicación —no sólo para transmitir mensajes, sino también como base de la fantástica red para la navegación: como sistema de señalización horaria en el ámbito de todo el planeta y otras muchas aplicaciones–estaba tan lejos de la comprensión de Ruiz–Sánchez como la teoría de los afines, pese a que Cleaver sostenía que una vez entendido resultaba la mar de sencillo. Al parecer tenía algo que ver con los semiconductores y la física de los sólidos, materias que —siempre según Cleaver— los litinos conocían mejor que cualquier terrícola.
Por una elemental y momentánea asociación de ideas evocó la identidad del actual decano de la teoría de los afines en la Tierra un hombre que firmaba sus trabajos científicos con el seudónimo de «H. O. Petard», pero cuyo verdadero nombre era Lucien, conde de Bois d'Averoigne. Por otra parte, Ruiz–Sánchez constató que esta asociación de ideas no era tan espontánea como parecía a primera vista, ya que el conde era un ejemplo manifiesto del casi total extrañamiento de la física actual en relación con las experiencias físicas ordinarias de la humanidad. Su titulo no era una patente de nobleza, sino sólo una parte del nombre, que su familia había mantenido mucho tiempo después de que el régimen político que había otorgado el privilegio desapareciera tras la fragmentación de la Tierra a consecuencia de la instauración de la economía de Refugio. Había más honra aparejada al nombre que al titulo, pues el conde se jactaba de pertenecer a una ilustre estirpe que se remontaba en derechura a la Inglaterra del siglo XIII y al autor de Lucien Wycham His Boke of Magick.
Un linaje eclesiástico de prosapia, sin duda, pero el Lucien de nuestros días era un católico endeble, una figura política, en la medida que la economía de Refugio conocía tal atributo. Ostentaba además el titulo adicional de Procurator de Canarsie, titulo que si uno examinaba las cosas con detenimiento era más ornamental que otra cosa, pero que tenía sus ventajas, por cuanto reducía la prestación semanal de trabajos comunitarios. La especulación había desaparecido y la tenencia de títulos era el único medio que el ciudadano común tenía a mano para controlar de algún modo los recursos que le permitían subsistir. Los poseedores de vastos pecunios no tenían más salida que la del consumo por el consumo en unas proporciones que hubieran hecho dudar a Veblen de que pudieran existir precedentes de una tal prodigalidad en épocas anteriores. De haber intentado ejercer el menor control sobre la economía, hubiesen sido destruidos, si no por los tenedores de títulos si por los irreductibles defensores de las ahora injustificables ciudades subterrestres.
Y no es que el conde fuera un zángano precisamente. Según las últimas noticias se había enzarzado en una pugna altamente esotérica con las ecuaciones de Haertel, aquella definición del continum espacio–tiempo que al digerir la fórmula reductiva de Lorentz–Fitzgerald como Einstein había engullido a Newton (es decir, enterito) había hecho posibles los vuelos interestelares. Ruiz–Sánchez no entendía una palabra de ella, «pero una vez comprendida —se dijo socarronamente—, resulta muy sencilla».
A fin de cuentas este género de apreciación era aplicable a todas las esferas del saber: una vez entendida la cuestión, todo era muy simple, pero en caso contrario el problema entraba en el dominio de la ficción.
En tanto que jesuita, e incluso en aquel lugar, a cincuenta años luz de Roma, Ruiz–Sánchez conocía algo respecto del saber que al conde de Bois d'Averoigne se le había olvidado y que Cleaver jamás aprendería: que todo conocimiento pasa por dos fases. Una es el tránsito del mero enunciado al hecho, y la segunda la reconversión del hecho en postulado teórico. El objetivo involucrado en este circuito era la concepción de distinciones y matices cada vez más sutiles, y el resultado era una serie interminable de hecatombes teóricas. El poso era la fe.
Ruiz–Sánchez penetró en la estancia de pronunciada y elevada bóveda semejante a un huevo apoyado en su extremo más ancho y excavada al pie del árbol de las Comunicaciones. El lugar era un hervidero, a pesar de lo cual difícilmente hubiera podido concebirse algo menos parecido a una oficina de telégrafos u otro centro de comunicación cualquiera tal como se conocen en la Tierra. En torno al parapeto circular situado en el extremo inferior de la sala ovalada se agitaba sin tregua una nube de altas figuras —las de los litinos—, que entraban y salían por los múltiples huecos sin puertas, cambiando su posición en el torbellino del mismo modo que los electrones cambian de órbita. Pese a la masa de circunstantes, el murmullo de las voces era tan apagado que Ruiz–Sánchez podía oír allá en lo alto, entremezclado con los siseos, el gemido del viento entre las enormes ramas del árbol.
La parte interior del corro de figuras móviles estaba delimitado por un parapeto, una elevada barandilla de madera negra pulimentada, sin duda tallada del propio floema del árbol de las Comunicaciones. Al otro lado de esta división simbólica, que a Ruiz–Sánchez le recordaba con insistencia la división de Encke, en los anillos de Saturno, un menguado corrillo de litinos recibía y entregaba mensajes con diligencia, sin concederse punto de reposo, transmitiendo sin falla todos los mensajes —a juzgar por la febril actividad que se observaba en la parte exterior del círculo—, sin esfuerzo visible y de memoria. De vez en cuando uno de los especialistas se salía del corrillo para dirigirse a una de las mesas esparcidas, cada vez más compactas y prietas, como el anillo de un Crape, por casi toda la superficie restante del inclinado pavimento, donde intercambiaba información con las figuras sentadas ante ellas. Luego regresaba al corro o reemplazaba al compañero de la mesa, el cual se incorporaba a su vez al corrillo interno.
La sala en forma de cuenco se hacia más profunda y las mesas disminuían en número. En el centro, de pie, se erguía solitaria la figura de un litino ya maduro que mantenía las manos ahuecadas sobre las orejas, detrás de las poderosas quijadas, los ojos cubiertos por membranas nictitantes, dejando sólo al descubierto las fosas nasales y los orificios posnasales receptores del calor. No conversaba ni era consultado, pero resultaba evidente que la absoluta concentración en que se hallaba era la razón, la única razón, del continuo fluir y refluir de reptiloides al circulo exterior del parapeto.
Ruiz–Sánchez se detuvo, boquiabierto. Era la primera vez que acudía en persona al árbol de las Comunicaciones —una de las misiones hasta entonces asignadas a Cleaver era la de permanecer en contacto con Michelis y Agronski, los otros dos miembros expedicionarios que se hallaban en Litina—. Permaneció inmóvil, sin saber qué hacer. La escena que se desarrollaba ante sus ojos era más propia de una bolsa de contratación que de un centro de comunicaciones propiamente dicho. Parecía extraño que cada vez que soplaban los vientos del valle hubiera tan gran número de litinos que tuvieran necesidad de enviar mensajes urgentes y tampoco resultaba lógico que aquéllos, que disfrutaban de una economía estable caracterizada por la abundancia tuvieran un equivalente de las bolsas de contratación de valores o mercancías.
Al parecer, Ruiz–Sánchez no tenía más alternativa que meterse en el corro, tratar de acercarse a la barandilla de lisa superficie negra y consultar con alguno de los litinos del otro lado para tratar de ponerse en contacto con Agronski o Michelis. Lo peor que podía pasar, se dijo, era que le negaran la solicitud o que no consiguiera dar con sus compañeros. Ruiz–Sánchez aspiró con fuerza e hizo acopio de aire.
Casi al mismo tiempo, una mano gigantesca que abarcaba desde el codo hasta el hombro del jesuita se cerró con fuerza sobre su brazo. Ruiz–Sánchez dio un bufido, sobresaltado, y el aire inhalado escapó de nuevo de sus pulmones. Alzó la vista y posó la mirada en la cabeza de un litino, inclinada con gesto solicito.
Las barbas del reptiloide, semejantes a las de un gallo, colgaban bajo la larga boca parecida a un escotillón; tenían una delicada coloración aguamarina, en acusado contraste con la cresta atrofiada, de uniforme y argenteado zafiro surcado por vetas de color fucsia.
—Es usted Ruiz–Sánchez, ¿no? —saludó el litino en el idioma local. A diferencia de los restantes terrestres, el nombre del clérigo no sonaba raro en lengua litina—. Le he reconocido por las ropas.
La verdad es que le habían reconocido por puro azar. Cualquier habitante de la Tierra que caminara bajo la lluvia enfundado en un abrigo impermeable hubiera sido identificado como Ruiz–Sánchez, porque el sacerdote era el único terrícola que parecía a los litinos vestir siempre las mismas prendas, tanto en casa como en la calle.
—Si, en efecto —respondió el biólogo no sin cierta aprensión.
—Yo soy Chtexa, el metalúrgico, el mismo que hace algún tiempo les consultó algunos temas de química y medicina y les Interpeló acerca de su misión en Litina y otros aspectos de menor importancia.
—Ah si, por supuesto. Debería haber reconocido su cresta.
—Me halaga usted. Es la primera vez que le vemos por aquí. ¿Desea usted comunicar a través del Árbol?
—Si, a eso he venido —manifestó el jesuita, reconocido—. En efecto, es mi primera visita al lugar. ¿Tendría la bondad de indicarme qué debo hacer?
—Si, claro, pero sería en balde —dijo Chtexa, inclinando un poco más la cabeza, de forma que sus pupilas enteramente oscuras se reflejaban en los ojos de Ruiz–Sánchez —. Antes es preciso haber observado el ritual, bastante complejo, hasta que uno termina por coger el hábito. Nosotros nos hemos criado con él, pero creo que a usted le faltaría coordinación para captarlo a primeras de cambio. Si me permite, yo mismo le llevaré el mensaje.
—Le quedaré muy reconocido. Va destinado a nuestros colegas, Agronski y Michelis, que se encuentran en Xoredeshch Gton, en el continente noreste, a unos treinta y dos grados este y treinta y dos grados norte aproximadamente…
—Si, la segunda indicación a la salida de los Lagos Menores. Es la ciudad de los ceramistas. La conozco bien. ¿Y qué debo decirles?
—Que regresen sin falta a Xoredeshch Sfath, y que se acaba el plazo de nuestra estancia en Litina.
—Cosa que yo deploro, pero a la que debo resignarme —añadió Chtexa. El litino se zambulló en el apretado corro y Ruiz–Sánchez permaneció donde estaba, felicitándose de haber aprendido la complicadísima jerga que hablaban los litinos. Dos de los cuatro integrantes de la misión de reconocimiento habían evidenciado una absoluta y lamentable falta de interés por aquella lengua hablada a escala planetaria. «Que aprendan inglés», solía pedir el aturdido Cleaver. Ruiz–Sánchez estaba muy poco presupuesto en favor de esta recomendación, por cuanto su lengua materna era el español, y porque de los cinco idiomas que dominaba, el que más le agradaba era el alemán norteño del sector occidental.
Agronski había adoptado una postura algo más coherente. Decía que el litino no le parecía muy difícil de pronunciar —por descontado, la articulación en el velo del paladar no presentaba más dificultades que el árabe o el ruso—, pero que, a fin de cuentas «es completamente inútil intentar aprehender los conceptos que se ocultan tras un idioma realmente extranjero, ¿no crees? Por lo menos teniendo en cuenta el tiempo que vamos a permanecer aquí».
Michelis no argumentó a favor ni en contra de ambas opiniones, y limitó su esfuerzo en aprender primero a leer el idioma litino. Si luego conseguía hablarlo, ni él ni sus colegas se sorprenderían demasiado. Esa era la forma que tenía Michelis de hacer las cosas: minuciosa y práctica a un tiempo. En cuanto a los criterios de sus otros dos colegas, Ruiz–Sánchez opinaba para si que era casi delictivo permitir a hombres que sustentaban ideas tan simplistas abandonar la Tierra rumbo a un planeta desconocido para tomar contacto con otros seres. El lenguaje es elemento esencial para la comprensión de una nueva civilización, y si uno no empieza por aquí, ¿por dónde entonces?
En cuanto a la opinión que merecía al biólogo la referencia de Cleaver a los habitantes del planeta como «las Serpientes», sólo un confesor, a la sazón fuera de su alcance, podía escucharla.
A la vista de la escena que se desarrollaba en la sala en forma de cuenco, ¿qué podía pensar de Cleaver como encargado de las comunicaciones en el seno del grupo explorador? Lo más probable era que, en contra de lo que decía, no hubiese transmitido ni recibido mensaje alguno a través del árbol. Seguro que no había ido más allá del sitio en que Ruiz–Sánchez se encontraba ahora. Con todo, era obvio que de un modo u otro había estado en contacto con Agronski y Michelis, pero por un sistema de comunicación particular…, tal vez un transmisor oculto en el equipaje, o… No; imposible. Por escasos que fueran sus conocimientos de física, el jesuita rechazó la idea casi en el mismo instante en que le vino a la mente. No se le ocultaban las dificultades de orden práctico que entrañaba operar con un equipo de radioaficionado en un mundo como Litina, surcado por una infinita gama de longitudes de onda, producto de los formidables latidos que el árbol arrancaba de la falla cristalina. El asunto empezaba a inquietarle.
Entonces regresó Chtexa, al que reconoció no tanto por un determinado rasgo físico —sus barbas tenían ahora el mismo ambiguo y mayestático color púrpura que la mayor parte de los litinos congregados en la sala— como por el hecho de que avanzara en derechura hacia él.
—He transmitido su mensaje —dijo en seguida—. Ha quedado registrado en Xoredeshch Gton. Pero los otros terrestres no están allí. Hace algunos días que no se dejan ver en la ciudad.
Ruiz–Sánchez estaba aturdido. Cleaver le había dicho que había hablado con Michelis hacia sólo un día.
—¿Está seguro? —inquirió con cautela.
—No me cabe la menor duda —respondió el litino—. La casa que les asignamos está vacía, y no queda en ella un solo bártulo del equipaje que portaban. —La enorme criatura levantó sus manos de cuatro dedos en un ademán que podía interpretarse como de aflicción—. Creo que no son buenas noticias y deploro tener que comunicárselas. La primera vez que usted y yo conversamos me hizo usted participe de cosas muy interesantes.
—Muchas gracias; no se preocupe —contestó Ruiz–Sánchez, un tanto distraídamente —. Tenga por seguro que ningún hombre cabal reprocharía el mensaje al portador.
—También al mensajero le incumben responsabilidades, por lo menos aquí entre nosotros —dijo Chtexa—. Nada se hace de forma enteramente gratuita, y desde nuestro punto de vista usted ha llevado la peor parte en el intercambio. Su información concerniente al mineral de hierro nos resultó de gran provecho. Me agradaría en extremo mostrarle el empleo que hemos hecho de ella, y más cuando por todo pago recibe usted malas noticias. Si sus ocupaciones le permiten compartir mi casa esta noche, le informaré cumplidamente. ¿Es ello factible?
Ruiz–Sánchez tuvo que realizar un verdadero esfuerzo para sofocar la repentina excitación que se había apoderado de él. He aquí que tras larga espera se le presentaba por vez primera la oportunidad de atisbar en la vida privada de los habitantes del planeta y, a partir de aquí, quizá, también, de obtener un vislumbre de su condición moral, del papel que Dios había asignado a los litinos en el antiguo drama del Bien y el Mal, tanto en el pasado como en tiempos venideros. En tanto no desentrañara este misterio, podía ser que las aparentes virtudes de los litinos en su Edén particular no fueran tales y que no pasaran de ser simples mentes racionales, máquinas pensantes orgánicas, computadoras con cola pero sin alma.
Con todo, no podía olvidar que había dejado a sus espaldas a un hombre enfermo. No era probable que Cleaver despertara antes de la mañana. Le había medicado con una dosis de sedante de casi quince miligramos por kilogramo de peso. Lo malo es que los pacientes son un poco como los niños y que no se rigen por horarios fijos. Si la robusta constitución de Cleaver rechazaba la dosis ingerida, a resultas tal vez de una crisis anafiláctica imposible de excluir en tan temprana fase de su dolencia, necesitaría atención inmediata, o, por lo menos, el calor de una voz humana en aquel planeta que detestaba y que le había doblegado casi sin prestarle atención.
De todos modos el estado de Cleaver no era grave y a buen seguro no necesitaba de forma imperativa que alguien le velara constantemente. A fin de cuentas no era un niño, sino un hombre de una fortaleza excepcional.
Por otra parte, no quería incurrir en un exceso de abnegación, una forma de orgullo que solía darse entre los hombres píos y que la Iglesia había intentado patentizarles, no sin dificultades, hacia mucho tiempo. En los casos más extremos tenía su plasmación en los santones, cuyo gusto por el hedor y la fetidez tanto se asemejaba al culto a la sabandija de las sectas hindi, o en casos como el de san Simón el Estilita, quien aunque muy caro a los ojos de Dios, fue durante siglos un pésimo propagandista para la Iglesia. Además, cabía preguntarse si Cleaver merecía esta abnegación hasta el extremo de considerarle una criatura de Dios, o para decirlo con mayor propiedad una criatura divina.
Frente a ello, todo un planeta en juego, todo un pueblo… No, más que eso: todo un problema teológico, la esperanza de una solución inminente al vasto y trágico enigma del pecado original… ¡Hermoso regalo para ofrecerlo al Santo Padre en un año de jubileo! Un acontecimiento más grandioso y solemne de lo que fuera el anuncio oficial de la conquista del Everest durante la coronación de Isabel II de Inglaterra.
Suponiendo, claro está que del estudio de Litina se derivaran estas conclusiones, porque no faltaban indicios de que un meticuloso examen por parte de Ruiz–Sánchez pudiera revelar que el planeta era algo muy distinto, inquietante y pavoroso hasta lo inimaginable. Ni siquiera con la oración había podido esclarecer la duda. ¿Debía, pues, sacrificar la posibilidad de aclararla por causa de Cleaver?
Toda una vida de meditación sobre casos de conciencia de esta índole había enseñado a Ruiz–Sánchez, y a muchos otros talentosos miembros de su orden, a desenvolverse por entre los más inextricables laberintos éticos. Para todo católico, la devoción es una exigencia, pero un jesuita ha de saber, además, tomar decisiones rápidas.
—Gracias. Compartiré con gusto su casa —respondió a Chtexa, con un ligero temblor de voz.