12

La presentación en sociedad de Egtverchi iba a tener por marco la mansión subterránea de Lucien, conde de Bois d'Averoigne, circunstancia que venia a complicar la ya agitada existencia de Aristide, el maestro de festejos de la condesa. En circunstancias normales, una reunión social como aquélla no hubiera ocasionado a Aristide más problemas que los meramente técnicos, con los que estaba ya muy familiarizado y con ocasión de los cuales el personal desarrollaba su labor al frenético ritmo que Aristide consideraba el máximo exponente de la eficiencia Pero que se le pidiera, además, proveer lo necesario para recrear a un monstruo de tres metros de altura era una afrenta a su conciencia a la vez que a su arte profesional.

Aristide, nacido Michel di Giovanni en los bárbaros tiempos en que el campesino de Sicilia vivía en la superficie, era un dramaturgo que conocía a la perfección la complejidad del escenario en el que debía actuar. La mansión neoyorquina del conde se hallaba excavada a diversos niveles de profundidad. La parte en que se daba acogida a los invitados sobresalía la altura de un piso por encima de Manhattan, como si la soterrada mansión emergiera de un periodo de hibernación o no se hubiera excavado lo suficiente para encastrar toda la fábrica de la residencia en el subsuelo. En otros tiempos, la estructura había sido una cochera de tranvías, según descubrió Aristide: una lúgubre y maciza construcción de ladrillos rojos levantada en 1887, cuando los tranvías eléctricos eran la mayor y más esperanzadora novedad cara al entramado circulatorio de la ciudad. Las vías y las grapas tiradoras de cable seguían allí, en el pavimento de asfalto, cubiertas de moho, pues el acero tarda unos dos siglos en oxidarse de manera apreciable. En el centro del ala que sobresalía al exterior había un vetusto y enorme ascensor que descendía por un pozo de trenzado metálico y que antaño fuera utilizado para bajar los tranvías a la cochera, instalada en una planta subterránea. En el sótano y subsótano había otros raíles cuyas intrincadas agujas encajaban con el tramo de vía en el interior de la enorme cabina. Cuando Aristide descubrió la red vial inferior se quedó momentáneamente aturdido, pero muy pronto sacó buen provecho del hallazgo.

Gracias a su talento, las reuniones sociales de la condesa quedaban limitadas, en la fase convencional, a la primera planta de la casa. Pero Aristide había puesto en marcha un pequeño carrilete de coches biplaza que circulaba a corta velocidad por el sinuoso viaducto, recogiendo a los invitados hastiados ya de charla y bebida y adentrándose estrepitosamente en el ascensor para descender, entre un siseante alboroto y una nube de vapor que ascendía lentamente —la condesa era una auténtica maniática en cuanto a dar visos de autenticidad a las antiguallas— hasta, próximo nivel, donde se suponía que ocurrían cosas más interesantes.

En tanto que dramaturgo, Aristide conocía muy bien a su público, ya que su tarea consistía en ocuparse de que, al margen de lo visto anteriormente, cada planta ofreciera más interés que el precedente. Y conocía, asimismo, a los principales personaje. Sabia más de los asiduos a las reuniones de la condesa que ellos mismos de sus personas, y gran parte de lo que sabia hubiera resultado decididamente explosivo de haber sido Aristide un charlatán indiscreto. Pero él era un artista, y no recurría a la extorsión. La idea le hubiera parecido tan descabellada como el plagio (excepto, claro está, el autoplagio, única forma de ir tirando cuando las cosas van mal dadas). Por último, y en su calidad de artista, conocía a su patrona; la conocía hasta el extremo de que podía calcular cuántas reuniones tenían que transcurrir antes de correr el riesgo de repetir un efecto, una escena o una sensación.

Pero ¿qué podía hacerse con un reptiloide de tres metros de altura semejante a un canguro?

Desde el lugar que ocupaba, una discreta estancia columnada en el piso que daba a la calle, por donde se accedía a la mansión Aristide atisbaba a los primeros invitados que desde la recepción iban entrando poco a poco al salón donde se celebraba un cóctel al estilo convencional, uno de los anacronismos preferidos del maestro de festejos de la condesa que, al parecer, ésta venia tolerándole año tras año. Requería muy poca preparación, pero en cambio demandaba las más absurdas y casi mortales mezclas de bebidas así como los más ridículos atuendos tanto por parte de la servidumbre como de los invitados. La rígida facha que éstos ofrecían, enfundados en sus trajes de etiqueta, contrastaba divertidamente con la desinhibición que al poco la bebida generaba.

Hasta el momento no había allí más que un número reducido de invitados. Estaba la senadora Sharon, que contraía sus grandes cejas en expresiones de saludable jovialidad, rechazando ostentosamente las bebidas que se le ofrecían, segura de que su buen amigo Aristide le tendría preparados en la planta inferior a cinco robustos mocetones a los que no conocía. También se encontraba en el salón el príncipe William de East Orange, joven cuya maldición consistía en carecer de vicios y que volvía un y otra vez a montarse en las vagonetas biplaza con la esperanza de hallar algo de su gusto. Próximo a él se encontraba el doctor Samuel P. Shovel, hombre jovial, de cabellos canos y mejillas sonrosadas, patriarca de la psiconetología, «la nueva ciencia del ello», uno de los favoritos de Aristide debido a que era fácil de contentar. En esencia, sus gustos no iban más allá de pellizcar las nalgas a las damas.

Faulkner, jefe de los mayordomos, se acercó por la izquierda a Aristide con el cuerpo envarado. En circunstancias normales Faulkner dirigía a la servidumbre de la condesa como un déspota oriental; pero cuando Aristide estaba presente dejaba de llevar la batuta.

—¿Ordeno que sirvan ya los embriones en vino? —dijo Faulkner.

—No seas obseso, estúpido mentecato —dijo Aristide, que había aprendido las primeras nociones de inglés escuchando seriales radiofónicos, lo que daba a su charla habitual un tono estrambótico. Aristide tenía perfecta conciencia de ello y en ocasiones como la presente era un arma principalísima para manejar a sus subordinados, los cuales no acertaban a distinguir cuando hablaba desapasionadamente o cuando estaba poseído por la cólera—. Váyase abajo, Faulkner. Le llamaré cuando le necesite… si se tercia.

Faulkner hizo una pequeña reverencia con la cabeza y desapareció. Aristide continuó observando a los primeros invitados llegados a la reunión.

Además de los habituales estaba, cómo no, la condesa, que todavía no le había planteado especiales problemas. La densa capa de maquillaje se mantenía intacta y los móviles ideados por Stefano que lucia en los huecos de su peinado giraban plácidamente o centelleaban los diamantes que colgaban de ellos. Entre los presentes figuraban también los veladores del monstruo litino en el seno de la Sociedad Subterránea, el doctor Michelis y la doctora Meid, quienes podían también acarrearle problemas, pues le había sido imposible indagar lo suficiente de ellos para decidir qué apetencias personales deseaban satisfacer en las plantas del subsuelo, pese a que eran invitados de excepción, inmediatamente después del dichoso reptiloide. Aristide sabia con la certeza de lo fatal que la situación podía hacerse explosiva, porque el litino llevaba ya más de una hora de retraso y la condesa había hecho participes a los invitados y al propio Aristide que el extraño ser era el huésped de honor. Podía afirmarse que bastante más de la mitad de los concurrentes a la fiesta habían acudido para verle.

En aquellos instantes no había en la sala más personas que un miembro de las Naciones Unidas con un curioso tocado —una especie de casco protector provistos con una especie de transceptores y otros insólitos artilugios, incluyendo unas gafas de esquiador que en un momento dado se recubrían con una telepantalla miniatura tridimensional—, y un tal doctor Martin Agronski al que Aristide no lograba traer a la memoria y al que miraba con la intensa suspicacia que solía reservar para aquellos cuyas debilidades desconocía. El semblante de Agronski poseía la misma quisquillosa expresión que el del príncipe de East Orange; pero era hombre de mayor edad y posiblemente no se encontraba allí por las mismas razones. Tenía algo que ver con el invitado de honor, lo que desazonaba al maestro de festejos de la condesa. El doctor Agronski parecía conocer al doctor Michelis, pero por alguna oscura razón esquivaba siempre su presencia. Permanecía la mayor parte del tiempo junto a uno de los ponches más fuertes preparados por Aristide, poseído de la triste determinación del que no está acostumbrado a beber y cree poder mejorar de talante empozoñando su timidez. ¿Quizás una mujer…?

Aristide hizo un escueto movimiento con el dedo y su ayudante emergió sigilosamente por detrás de las guirnaldas de flores que colgaban del techo, que sorteó mediante una inclinación del cuerpo hacia delante, realizada con la veteranía del que ha practicado repetidas veces la operación. Silenciando aún más sus movimientos con una breve demora, que dio tiempo al carrilete a detenerse en la plataforma, acercó el oído a los labios de Aristide entre el chirriar de los frenos.

—¿Ves aquel tipo de allá? —dijo Aristide, señalando al individuo en cuestión con la punta de un hueso pélvico—. De aquí a media hora estará como una cuba. Llévatelo antes de que se desplome, pero no lo conduzcas al exterior, ya que la condesa tal vez quiera verle más tarde. Lo mejor será que lo lleves a la sala de recuperación y lo despachéis con cuidado cuando haya reaccionado.

El ayudante asintió y retrocedió, al tiempo que efectuaba una doble reverencia. Aristide seguía empleando un inglés sin complicaciones, llano y directo. Mientras lo hiciera así buena señal.

Aristide se volvió de nuevo para seguir inspeccionando a los invitados. A la sazón había unos pocos más pero él estaba pendiente de la reacción de la condesa ante la ausencia del invitado de honor. Por el momento Aristide no tenía por qué preocuparse aunque podía ver que las insinuaciones de la condesa empezaban a cobrar cierta frialdad. Por el momento, sin embargo, iban dirigidas a los protectores del monstruo, el doctor Michelis y la doctora Meid, que no tenían, como se echaba de ver, respuesta plausible ante tales envites. El doctor Michelis no podía hacer otra cosa que repetir una y otra vez, con una cortesía que adquiría tonos más convencionales a medida que se colmaba su paciencia:

—Señora, no tengo idea de cuándo va a venir. Ni siquiera sé dónde reside en la actualidad. Prometió que acudiría. No me sorprende que llegue tarde, pero creo que terminará por dejarse ver.

La condesa se alejó con aire altanero, meneando las caderas, detalle que para Aristide era una incipiente señal de alerta. La condesa no tenía otro medio de presionar a los veladores del litino, por más que éstos ignoraran la verdadera situación familiar de la condesa. Por algún ardid hereditario, Lucien, conde de Bois d'Averoigne, Procurator de Canarsie, había tenido la lucidez mental de emplear su dinero sabiamente. El noventa y ocho por ciento lo entregó a su esposa y se reservó el dos por ciento restante para esfumarse la mayor parte del año. Incluso circulaban rumores de que se dedicaba a la investigación científica, aunque nadie estaba en condiciones de precisar en qué terreno. Desde luego, no en el de la psiconetología o la ufónica, en cuyo caso la condesa habría tenido noticia de ello, puesto que ambos estaban de moda. Y sin la presencia del conde, lo único que sostenía a la condesa en su posición era el dinero. Si la criatura litina no aparecía, la dama no podía vengarse de sus protectores más que absteniéndose de invitarles a su próxima fiesta, cosa que probablemente haría de todos modos. Por otro lado, podía perjudicar mucho a Aristide. Cierto que no podía despedirle, pues él guardaba en su poder documentos comprometedores para salir al paso de la eventualidad, pero si estaba en su mano complicarle la existencia en el plano profesional.

Hizo señas a su segundo de a bordo.

—Tan pronto lleguen otros diez invitados le das a la senadora Sharon el canapé con la droga —ordenó, con el semblante un tanto crispado—. No me gusta el cariz que están tomando las cosas. Tan pronto haya un mínimo de asistentes los montaremos en los trenes… Sharon no es el chivo expiatorio más indicado para la ocasión, pero tendrá que apechugar con ello. Haz como te digo, Cyril, o te pesará.

—A sus órdenes, maestro —dijo respetuosamente el ayudante, que por cierto no se llamaba Cyril ni de lejos.

Al principio, Michelis observó la presencia del carrilete con la mera curiosidad que suscita todo lo que se sale de lo corriente. Pero sin que pudiera precisar cuándo ni cómo el serpentín férreo fue haciéndose más ruidoso conforme avanzaba la reunión. Parecía recorrer el sinuoso trayecto de la planta cada cinco minutos aproximadamente; pero no tardó en descubrir que en realidad eran tres los trenes que circulaban. El primero recogía a los pasajeros de aquel sector; el segundo regresaba con grupos de invitados procedentes del segundo nivel y descargaba su partida de hilarantes reclutadores entre los cautelosamente circunspectos concurrentes que acababan de llegar; y el tercer carrilete, que solía ir de vacío en esta hora tan temprana de la fiesta, acarreaba desde el subsótano a los primeros invitados que, con los ojos vidriosos, abandonaban la reunión y eran prestamente apartados por la servidumbre de la condesa en un apeadero cubierto, bastante alejado de la entrada principal y a resguardo de las miradas de los pasajeros que iniciaban el trayecto hacia las plantas inferiores. Luego, el ciclo volvía a repetirse.

Michelis estaba resuelto a mantenerse alejado del carrilete. No sentía predilección por los miembros del servicio diplomático, sobre todo ahora que no quedaba nada sobre lo que mostrarse diplomático, y en cualquier caso era demasiado afecto a la soledad para hallarse a gusto en una reunión social, aunque hubiera pocos invitados, y menos aún en una reunión como ésta. Sin embargo, cansado de dar siempre la misma excusa en relación con Egtverchi, vio que en el salón sólo quedaban él y Liu y que retenían allí a la condesa contra su deseo.

Cuando finalmente Liu comentó que el carrilete no sólo circulaba por aquella planta sino que descendía a los niveles del subsuelo, la última excusa que le quedaba a Michelis para permanecer en el salón se volatilizó. El ascensor recogió al grupo de invitados que acababa de llegar y dejó atrás tan sólo a los servidores y a unos pocos agregados científicos de embajada, que a juzgar por las trazas debían de haberse equivocado de fiesta. Michelis paseó la mirada en busca de Agronski, cuya presencia le había sorprendido al principio; pero el geólogo de ojos hundidos no aparecía por parte alguna.

Los ocupantes de las vagonetas gritaban jubilosos y proferían exclamaciones de fingido temor mientras el ascensor de vapor les llevaba al segundo nivel en la más completa oscuridad, entre emanaciones de mohosa humedad. Luego, las grandes puertas frente a ellos se plegaron rechinantes hacia arriba. El pequeño convoy abandonó el interior y enfiló un brusco viraje peraltado. La delantera del tren, en forma de arado, embistió una serie de puertas batientes de doble hoja, sumiendo a sus pasajeros en una oscuridad más intensa si cabe que la anterior, deteniéndose por completo con una chirriante sacudida.

De la oscuridad surgió un coro de voces chillonas e histéricas en las que se entremezclaban las risas de las mujeres y los gritos de los hombres.

¡No resisto más!

Henry, ¿eres tú?

Quítame las manos, zorra.

¡Me siento muy mareada!

Eh, cuidado, ese cacharro vuelve a ponerse en marcha.

Tú, majadero, quítame las pezuñas de encima.

Eh, oiga, usted no es mi esposo.

¿Y qué importa eso, señorita?

Esta mujer ha ido demasiado lejos en

Las voces quedaron sofocadas por el ulular de una sirena, tan prolongado y estridente que los oídos de Michelis continuaron resonando peligrosamente, incluso después de que el sonido hubiera rebasado los límites audibles. Acto seguido se oyó el rechinar de una tramoya, y destellaron unas luces con pálido fulgor violáceo…

El serpentín que formaba el carrilete empezó a dar vueltas y revueltas suspendido en el vacío. Pasaban veloces innúmeras estrellas coloreadas, ninguna excesivamente brillante, que surgían raudas de un costado, se elevaban sobre el convoy y se ocultaban luego debajo, con intervalos de sólo diez segundos entre uno y otro «horizonte». Volvieron a restallar las carcajadas y los gritos, acompañados de un sonido estruendoso, como de raspadura, y de nuevo hendió el aire el ulular de la sirena, primero como un silbo que lo llenaba todo y luego como un zumbido enloquecedor que parecía vibrar dentro del cráneo y que descendía vertiginosamente a tonos de infragrave.

Liu se aferró con todas sus fuerzas al brazo de Michelis, pero éste no podía hacer otra cosa que mantenerse clavado en su asiento. Todas las células de su cerebro proyectaban alarma, pero un vértigo insoportable le paralizaba…

Se encendieron las luces.

Al instante el mundo quedó estabilizado. La fila de vagonetas permanecía inmóvil en sus raíles, que descansaban sobre vigas voladizas. No se habían movido de sitio. En el fondo de un gigantesco barril un grupo de invitados con el cabello desgreñado alzaba la vista hacia los casi deslumbrados pasajeros del tren, profiriendo grandes voces de burla. Las «estrellas» no eran más que manchas de pintura fosforescente, cuyos destellos y movimientos eran inducidos por lámparas ultravioleta. La ilusión de girar en el vacío cobró visión de realidad debido a la sirena, que había alterado el aparato vestibular, o sea el oído interno, gracias al cual se mantiene el sentido del equilibrio.

—¡Todo el mundo fuera! —gritó una voz de hombre. Michelis miró al fondo con precaución. Todavía se sentía un poco mareado. El que había dado las voces era un individuo pelirrojo que vestía un esmoquin negro muy arrugado. Los prominentes hombros habían rasgado la costura de la manga—. Móntense en el próximo tren. Son las normas.

Michelis pensó en negarse, pero cambió de parecer. Lo más probable era que si caía al fondo de una tina se produjera heridas menos graves que si luchaba a brazo partido con dos individuos que habían «ganado» ya los asientos de él y de Liu. Todo estaba reglamentado. Una rampa móvil se elevó hasta ellos. Llegado su turno, Michelis ayudó a bajar a Liu.

—Trata de no oponer resistencia —susurró Michelis—. Cuando empiece a girar, déjate resbalar si puedes, y si no, voltea. ¿Tienes un pirostilo? Bien, aquí está el mío. Utilízalo si alguien se te acerca demasiado, pero no te preocupes del tambor giratorio; parece estar bien encerado.

Así era; pero cuando llegó el siguiente convoy y los recogió Liu estaba asustada y Michelis de un humor de mil demonios.

El hecho de que al pasar el convoy al siguiente compartimiento se viera rociado con perfume no mejoró a decir verdad su humor, pero por lo menos uno no tenía que participar de manera activa. Era un hermoso jardín bastante grande realizado con vidrio soplado, de todos los colores imaginables, en el que posaban modelos javanesas al natural formando dioramas de manifiesta sensualidad. Las situaciones sugeridas por los cuadros eran de gran efectismo escénico, y salvo la casi imperceptible respiración, las muchachas permanecían sin mover un solo músculo, inmóviles como la extraña flora cristalina. Con gran sorpresa por parte de Michelis —ya que fuera del dominio científico carecía de sentido estético—, Liu contemplaba estas escenas inanimadas y voluptuosas con una grave y discreta mirada de aprobación.

—Sugerir una danza sin mover el cuerpo es todo un arte —murmuró la joven de repente, como si hubiera cobrado conciencia de lo incómodo que se sentía su acompañante—. Cuesta lograrlo con el pincel, pero mucho más con el cuerpo. Creo adivinar quién ha diseñado estos cuadros; sólo hay un hombre que pueda hacerlo.

Michelis miró a Liu como si no la conociera, y el aguijón de los celos, que sacudió su cuerpo como una corriente, le hizo darse cuenta por vez primera de que la amaba.

—¿Quién? —preguntó con voz ronca.

—Oh, Tsien Hi, por supuesto. El último clásico. Creí que había muerto, pero eso no es una vulgar imitación…

El serpentín que formaban las vagonetas se detuvo ante las puertas de salida el tiempo justo para que dos modelos, cuyos cadenciosos movimientos les conferían un aire lúbrico, entregaran a cada pasajero un abanico colmado de dibujos pintados al pincel con tinta china. A Michelis le bastó una sola mirada para, con gesto impulsivo, guardarse el abanico en el bolsillo, como queriendo dejar constancia de su reticencia ante el obsequio mediante la radical solución de apartarlo de su vista. Liu, sin embargo, señaló sin despegar los labios uno de los ideogramas y plegó su abanico con devoción.

—Si. Son obra suya —dijo—. Se trata de los originales. Nunca pensé que llegaría a poseer uno.

El tren arrancó con una brusca sacudida. El jardín desapareció de la vista y los pasajeros se encontraron sumidos en un caos difuso y multicolor de sensaciones inexpresables. No se veía, oía ni sentía nada, pese a lo cual Michelis se sintió conmovido hasta la última fibra de su ser una y otra vez. Lanzó un grito y, medio aturdido, oyó gritar a otros invitados. Pugnó por recobrar el dominio de sí mismo pero sin acabar de conseguirlo y… No, ahora había logrado sobreponerse o poco menos… Si pudiera serenar la mente aunque sólo fuera un instante…

Por algún tiempo lo consiguió y pudo observar lo que ocurría. El compartimiento en el que a la sazón se encontraban era un largo corredor dividido por invisibles corrientes de aire circulante en quince subcompartimientos, en el interior de cada, uno de los cuales había una humareda de color y en ella un determinado gas que afectaba de forma inmediata al organismo alcanzando de lleno al hipotálamo. Michelis identificó la composición de varias de las emanaciones: primitivos compuestos alucinógenos sintetizados en el apogeo de la investigación con los sedantes, a mediados del siglo veinte. Por entre la bruma de los sentimientos de pánico, exaltación religiosa, intrepidez desbordante, apetito de poder y otras emociones de más difícil plasmación que cada una de ellas inducía, creció en su interior la irritación al ver de qué manera tan superficial se abusaba de la farmacología de la mente con el solo objeto de satisfacer una «experiencia» momentánea. Con todo, Michelis sabía que la inhalación de la droga por este sistema era muy común en el estado Refugio. Se decía que los humos no creaban adición, y en la mayor parte de los casos era verdad; pero indiscutiblemente propiciaban el hábito, que aunque es una cosa distinta, no por ello es menos inocua.

La informe y brumosa cortina de color rosáceo que flotaba en el extremo del corredor resultó ser un simple elemento antagonista en elevada concentración carente de serotonina, un verdadero ataráxico que borró de la mente de Michelis toda sensación que no fuera de reconciliación jubilosa con el conjunto del universo: las cosas había que tomarlas como venían…, todo es para bien…, la paz reina por doquier… y demás frases tópicas.

Sumidos en este estado de irracional conformismo, los pasajeros del convoy parecido a un serpentín experimentaron en rápida sucesión el impacto de diversas y sobrecogedoras sorpresas, la última de las cuales era una recreación en video tridimensional del campo de concentración de Belsen, y donde el hábil toque del escenógrafo había hecho de forma que el carrilete y su carga humana pareciera ser el próximo lote seleccionado para ser arrojado a los hornos crematorios. En el instante mismo en que se cerraba la boca del horno salió proyectado un chorro de oxigeno que devolvió la lucidez a los invitados. Estos, horrorizados aún por el espectáculo que al principio acogieron con regocijo, fueron ayudados por manos serviciales a bajar de las vagonetas y se sumaron a un grupo de hilarantes huéspedes que habían pasado ya por la experiencia.

El primer impulso de Michelis fue salir a escape de aquel lugar. Quería, sobre todo, privarse de asistir entre risotadas a la llegada de la próxima tanda de pasajeros conmocionados; pero se hallaba demasiado exhausto para ir más allá del primer banco que encontró en el anfiteatro, y Liu apenas tenía fuerzas para cubrir siquiera este corto trecho. Así pues, tuvieron que resignarse a permanecer sentados, apretujados con otros pasajeros, hasta recobrarse por completo.

Por suerte fue así, y mientras acunaban en la mano las bebidas que les sirvieron —al principio Michelis receló de las tibias copas de ámbar, pero el contenido resultó ser inocuo y tonificante coñac—, el siguiente convoy fue recibido con un coro de estruendosas carcajadas, a la vez que todo el mundo se ponía en pie.

Había llegado Egtverchi.

A la sazón se había congregado en el subsuelo una nutrida asistencia, pese a lo cual Aristide distaba mucho de estar satisfecho. Había despedido ya con cajas destempladas a varios de los lacayos encargados de atender a los invitados en las plantas inferiores. En su interior un sutil mecanismo emocional le decía cuándo una fiesta iba por mal camino, y esta intuición había encendido la lucecilla roja de su alarma mucho antes de que llegara aquel momento. En particular, la arribada del invitado de honor constituyó un estrepitoso fracaso. La condesa no estaba allí para recibirle, ni tampoco sus veladores u otros huéspedes de alcurnia que habían acudido con el exclusivo objeto de trabar contacto con el invitado de honor. En cuanto a éste, había provocado en Aristide un pánico cerval que le había puesto en evidencia ante toda la servidumbre.

Aristide se sentía profundamente humillado ante el miedo que le atenazaba, pero la cosa no tenía remedio. Se le había instruido para que proveyera lo necesario para dar acogida al monstruo, pero no a uno como aquél: una criatura que media bastante más de tres metros, un reptil que tenía los andares de un ser humano más que el caminar de un canguro, un ser cuya enorme boca se contraía en aparatosas sonrisas, con barbas como de gallo que mudaban de color incesantemente, manos pequeñas semejantes a garras y que parecían capaces de rebanarle a uno como a un polluelo, una cola que se agitaba de un lado a otro y que barría los ceniceros de las mesas, y, sobretodo, unas carcajadas que más parecían rebuznos y una voz estridente que pronunciaba el inglés con tan aséptica dicción y mesura que Aristide se sintió como uno de aquellos toscos campesinos sicilianos de piel curtida recién llegado a la gran ciudad. Además, cuando el litino hizo acto de presencia, sólo él había estado presente para darle la bienvenida.

Una ristra de vagonetas entró con estrépito en el atrio de la de recuperación, y antes de que llegara a detenerse, la senadora Sharon se levantó pataleando y enarcando sombríamente las cejas.

—¡Mírenle!, ¡si no es varón! —chilló, todavía bajo los efectos de la quíntuple sesión que Aristide había dispuesto con esmero para ella.

Otro fallo de Aristide. Una de las órdenes terminantes de la condesa era la de arrancar a la senadora del reservado que se le había destinado y abandonarla a la noche troglodítica mucho antes de que empezara la fiesta propiamente dicha, de lo contrario la temperamental mujer, una vez satisfechos los apetitos con sus cinco amantes, se pasaría el resto de la velada abriéndose camino a codazos hasta echarle la zarpa a la primera personalidad política, literaria, científica o de cualquier otro género a expensas de otro invitado y que se aviniera a fornicar durante media hora encima de una mesa, sin perjuicio de que mediada la semana soltara a su presa para hundirse de nuevo en la ciénaga de la ninfomanía. Si no sacaban de allí a la senadora Sharon en aquella fase con las debidas precauciones, cuando los efectos sosegantes del placer todavía no se habían evaporado, causaría tal estropicio que habría que resolver la papeleta ante los tribunales.

Las vagonetas del convoy, ahora vacías, iniciaron un incitante contoneo de avance desde el salón. El litino se dio cuenta de ello y su ostentosa sonrisa se hizo más amplia.

—Siempre quise ser conductor de tren —dijo con un inglés metálico que, sin embargo, tenía más distinción de la que Aristide podía aspirar a conseguir en el resto de sus días—. Y aquí tenemos al mayordomo. Bien, señor, he traído conmigo unos cuantos invitados por mi cuenta. ¿Dónde está la anfitriona?

Aristide señaló el serpentín rodante con gesto de impotencia y el talludo reptil se subió al vagón delantero dejando oír una especie de cacareo, señal inequívoca de lo muy complacido que se hallaba. Apenas se hubo montado, la partida que le acompañaba cruzó a grandes trancos el pavimento del salón y se hacinó detrás de él. El carrilete arrancó con una sacudida y se adentró ruidosamente en el ascensor, que empezó a descender entre grandes y blancos jirones de vapor.

Y eso era todo. Aristide había perdido la oportunidad de organizar una aparatosa presentación, y por si le quedaba alguna duda, menos de diez minutos después Faulkner le obsequió con una mueca desdeñosa.

«¡Adiós mi condición de entregado artista al servicio de una leal patricia!», se dijo con amargura. Mañana no seria más que un simple pinche de cocina en algún refectorio subterráneo, por más documentos comprometedores que guardara en su poder. Y todo ¿por qué? Pues por no haber previsto con exactitud la hora de llegada —y menos aún los deseos o los amigos— de una extraña criatura que ni siquiera había nacido en la Tierra.

Pausada, lentamente, se alejó en dirección a la sala de recuperación, propinando algunas patadas a los criados lo bastante bisoños para contener la rabia. No se le ocurría otra cosa que supervisar en persona el tratamiento de que era objeto el doctor Martín Agronski, el anónimo invitado relacionado de algún modo con el litino.

Aun así no se hacia ilusiones. Mañana, al despuntar el alba, Aristide, maestro de festejos de la condesa de Bois d'Averoigne, podría considerarse afortunado si volvía a ser Michel di Giovanni, oriundo de los llanos palúdicos de Sicilia.

Cuando Michelis se hizo cargo de la disposición del segundo nivel del subsuelo, lamentó haber montado con Liu en el carrilete, pues tuvo la impresión de que no le seria factible presenciar la llegada de Egtverchi. Para decirlo a grandes rasgos, en esta segunda planta, compartimentada con tabiques insonorizados, se celebraban reuniones con un pequeño número de invitados, algunos de los cuales andaban un poco bebidos, más informales que el cóctel ofrecido en la superficie. Algunas de las escenas abarcaban toda la gama de visiones insólitas. Antes de que se le ocurriera un medio de saltar con Liu de la vagoneta, el convoy había dado la vuelta al circuito, y cada vez que sentía el impulso de apearse, el tren daba imprevisibles tirones que le producían la sensación de estar girando en una montaña rusa en plena noche.

Con todo, pudieron presenciar la entrada del personaje central de la reunión. Egtverchi emergió de la última rociada de gases de pie en la vagoneta delantera y descendió de ella por sus propios medios. En las cinco vagonetas siguientes viajaban, también de pie, diez mocetones casi idénticos vestidos con un uniforme verdinegro adornado con cordoncillos plateados, los brazos cruzados, el semblante adusto y la mirada al frente.

—Saludos a todo el mundo —dijo Egtverchi, efectuando una profunda reverencia a la que sus brazos y manos, pequeños en proporción al cuerpo, daban una aire cómico y burlón—. Señora condesa, tengo sumo gusto en conocerla. Está usted protegida por muy apestosos olores, pero los he soportado todos.

La concurrencia aplaudió y la respuesta de la condesa quedó sofocada por el bullicio. Evidentemente le había reprochado el que fuera inmune por naturaleza a unas emanaciones que tanto afectaban a los habitantes de la Tierra, porque Egtverchi se apresuró a decir un tanto mortificado:

—Imaginé que me diría una cosa parecida, pese a lo cual me apena haber acertado en mis previsiones. Pero a los que obran de buena fe todo les está perdonado. ¿Qué me dice de estos arrogantes mozos que están ahí como si tal cosa? —señaló a sus diez acompañantes—. No me haga caso, porque hay truco. Les coloqué filtros en las ventanillas de la nariz, del mismo modo que Ulises taponó con cera los oídos de sus compañeros al pasar ante las sirenas. Mi cortejo hará lo que se le diga; me consideran un genio.

Con aire de complicidad, el litino sacó un silbato de plata, que en sus manos parecía un diminuto adminículo, y arrancó un sonido tremolante que rasgó la atmósfera cargada de la sala, un sonido enteramente incongruente con el gesto cauteloso que le había precedido. Los diez mocetones uniformados rompieron filas con presteza. Los invitados que se hallaban en primera fila propinaron jubilosos puntapiés a los fláccidos cuerpos de los jóvenes, que aceptaron el abuso con pasiva indiferencia.

—Están amodorrados —dijo Egtverchi con tono de paternal desaprobación—. Ya entiendo. En realidad no obturé sus fosas nasales sino que me limité a impedir que sus estructuras reticulares transmitieran la carga de los efluvios a sus cerebros hasta que yo les diera licencia para desinhibirse, y ahora han recibido el impacto de una vez. Lamentable, ¿verdad? Por favor, señora, ordene que se los lleven. Tanta disipación me incomoda. Me veré obligado a exigir más disciplina.

La condesa batió palmas.

—¡Aristide! ¿Aristide? —Manipuló el transceptor oculto en su tocado, pero Michelis no alcanzó a percibir respuesta alguna. La condesa pasó de un júbilo casi infantil a una pataleta no menos aniñada—. ¿Dónde se habrá metido este asqueroso patán…?

Michelis, exasperado, se abrió paso con dificultad hasta entrar en el campo visual de Egtverchi.

—Veamos, ¿dónde diablos crees que estás? —preguntó con voz ronca.

—Buenas noches, Mike. Pues en una fiesta, como tú. Hola, querida Liu. Condesa, ¿conoce a mis padres adoptivos? Estoy seguro de que si.

—Por supuesto —respondió la condesa, volviendo sus desnudas espaldas a Michelis y a Liu en un ademán harto elocuente, a la vez que su mirada se posaba en el rostro del siempre sonriente Egtverchi—. Acompáñeme al salón contiguo. Estaremos más cómodos y más tranquilos. Por hoy basta de trenes y pasajeros. Después de usted, todos los que lleguen serán igual.

—Aprecio la intimidad, pero estimo que Mike y Liu deben venir también, condesa —dijo Egtverchi—. Soy el único reptil del universo que tiene por padres a unos mamíferos, y siento aprecio por ellos. Seguro que tendrá usted alguna sorpresa preparada. ¡Qué interesante!

Los párpados retocados con polvillo dorado de la condesa se entornaron. Todo el mundo sabia que desde hacia años los maestros de festejos de la condesa no habían logrado sugerir una sorpresa lo bastante incitante como para que decidiera ocultarla a los asistentes a la próxima reunión para saborearla a solas. Michelis se dijo que la condesa pensaba que ahora podía darse el caso, y siendo como era una mujer de poca imaginación, resultaba fácil adivinar la clase de estimulo que apetecía a la anfitriona. A pesar de su apariencia reptiloide, había en Egtverchi un algo intensa e irresistiblemente varonil.

Y también un algo sobremanera infantil. Que esta combinación era capaz de vencer la repugnancia que la gente pudiera sentir hacia una criatura inequívocamente reptiloide había quedado patentizada en la respuesta que siguió a la primera aparición de Egtverchi en la pantalla tridimensional. Sus mordaces y sarcásticos comentarios sobre algunos sucesos y costumbres terrestres habían causado gran impacto, lo cual era incluso previsible, habida cuenta de que la elite intelectual del mundo consideraría que el litino iba a convertirse en un delirio antes de concluida la semana. Pero nadie hubiera podido prever el aluvión de cartas remitidas por hijos, padres y mujeres solitarias.

A la sazón Egtverchi era un comentarista de noticias patrocinado por diversas firmas comerciales, el primero que contaba con un auditorio integrado mitad y mitad por intelectuales marginados y chiquillos encandilados, o por lo menos no existía precedente igual en lo que iba de siglo. Algunos especialistas en medios de comunicación le comparaban a un tiempo con dos personajes históricos llamados Adlai E. Stevenson y Oliver J. Dragon.

Además, Egtverchi contaba con una corte de fanáticos, aun cuando la emisora en la que prestaba servicio todavía no había realizado los pertinentes sondeos para determinar su composición. Precisamente en aquellos momentos la servidumbre de la condesa estaba empeñada en la tarea de acarrear los fláccidos cuerpos de diez de sus secuaces. Con semblante pensativo, Michelis siguió la escena con la mirada, al tiempo que se dejaba arrastrar por el grupo de invitados que seguía en pos de Egtverchi y abandonaba el espacioso anfiteatro para adentrarse en la vasta estancia contigua. Los uniformes le recordaban algo que no podía precisar. Tal vez sólo fuesen uniformes de fantasía diseñados ex profeso para la fiesta mundana. Si los diez mocetones que obedecían al toque del silbato de Egtverchi no hubieran tenido una facha tan similar, su presencia le habría sorprendido menos, cosa que por lo demás el litino debía de saber muy bien. Lo curioso, empero, era que la idea misma de uniforme era extraña a la psicología litina, mientras que para un terrestre revestía un significado muy concreto. De otro lado, a estas alturas Egtverchi sabía de la Tierra más que muchos de sus habitantes.

¿Qué podían significar un puñado de fanáticos uniformados que consideraban a Egtverchi un genio inmune al error? De haber sido el litino un ser humano se hubieran podido sacar conclusiones rápidas. Pero no era sino un músico que interpretaba el papel de hombre como se interpreta una partitura al órgano. La estructura de la composición tardaría en manifestarse… ello en el supuesto de que existiese una pauta. Quizás Egtverchi sólo estaba improvisando, por lo menos en esta primera etapa. Era un pensamiento de lo más inquietante.

Y todo esto acontecía cuando sólo había transcurrido un mes desde que se concediera la ciudadanía al litino. Fue una agradable sorpresa. De lo que Michelis ya no estaba tan seguro era de que las sorpresas que siguieron le satisficieran en la misma medida, en tanto que albergaba toda clase de recelos para con las que, ciertamente, iban a producirse.

—He profundizado en la noción de paternidad —estaba diciendo Egtverchi—. Por supuesto, sé quién es mi padre. Es un conocimiento congénito en nuestra especie, pero entraña un sentido que en nada se parece al que prevalece en la Tierra. El concepto de ustedes es un fantástico cúmulo de inconsistencias.

—¿En qué sentido? —preguntó la condesa, no muy interesada en el tema.

—Bueno…, parece exigir de los jóvenes un respeto absoluto a la par que involucra una actitud extremadamente condescendiente y protectora en lo tocante a su bienestar físico y mental, pese a lo cual se les obliga a vivir en estas enormes covachas, enteramente aislados de la naturaleza, y además les enseñan a temer a la muerte, cosa que como es lógico perturba su equilibrio psíquico, porque nadie puede hacer frente a la muerte. Es como inducirles al temor de la segunda ley de la termodinámica sólo porque la materia viva margina por breve tiempo esta ley. ¡Cuánto les odian a ustedes!

—Dudo que me conozcan siquiera —dijo la condesa con frialdad. No tenía descendencia.

—Oh, detestan ante todo a sus padres —prosiguió Egtverchi—; pero les queda odio suficiente para incluir a todos los adultos del planeta. Me escriben para contármelo. A mi me consideran ajeno a la tortura que se les inflige. Me ven como alguien que está en contra de ella, como un camarada inofensivo con el que pueden bromear y que saben no les va a traicionar.

—Estás exagerando la nota —terció Michelis, incómodo.

—Oh, no, Mike. He conseguido evitar ya que se cometieran algunos asesinatos. Había un chiquillo de cinco años que había urdido un plan de lo más ingenioso, algo relacionado con los desechos de la basura. Estaba resuelto a meter en el saco al padre, la madre y a un hermano de catorce años, y el hecho se hubiera atribuido a un error del computador del departamento de sanidad de su área. Es asombroso que un chico de tan corta edad haya sido capaz de planear algo tan alambicado. Personalmente estimo que hubiera resultado. ¡Estas ciudades trogloditas de ustedes son tan complejas! Basta un pequeño error para que se conviertan en mortíferas máquinas. ¿Dudas de mis palabras, Mike? Te mostraré la carta.

—No, no, te creo —dijo Michelis, marcando las sílabas. Un fino velo membranoso cubrió por unos instantes los ojos de Egtverchi.

—Algún día voy a dejar que alguno de estos casos llegue hasta el final. Tal vez para demostrar la verdad de mi aserto. Creo que resultaría una medida muy pertinente.

Michelis no podía asegurar por qué, pero tenía el convencimiento de que todo ocurriría según lo expresado por el litino. La gente no recordaba su infancia con suficiente claridad para tomarse en serio las rabietas y frustraciones de sus hijos, y a menor edad menos desarrollado tenían éstos el superego para dominar sus emociones. Probablemente un ser como Egtverchi podía bucear en este vasto y bullente poso de furia contenida con más eficacia y mayor facilidad que un analista humano, por grande que fuera su talento y percepción.

Por otra parte faltaba averiguar con qué método había que abordar la cuestión si se pretendía alcanzar resultados positivos. Bucear en la mente de un adulto a través de un análisis introspectivo podía dar resultado con sujetos neuróticos, pero hasta entonces no había demostrado efectividad alguna en la terapéutica de las psicosis, que era preciso combatir por vía farmacológica, regulando la acción de la serotonina en el metabolismo con ataráxicos, es decir, derivados químicos muy perfeccionados de los rudimentarios fluidos que desprendían las humaredas dispuestas por la condesa. Era una cura que surtía efecto, pero que no alcanzaba una plenitud de efectos. Consistía, todo lo más, en una medicación de sostén, como el suministrar insulina o sulfonilureas a un diabético. La lesión orgánica ya no tenía remedio. Una vez en funcionamiento los circuitos básicos que formaban el grande y complejo inducido del cerebro, era posible una desconexión, pero no su extirpación, a menos que se echara mano de la cirugía destructiva, una brutalidad que había dejado de practicarse hacia un siglo.

Todas estas reflexiones venían a cuento en razón de ciertas inquietantes constataciones que Michelis había realizado en el ámbito de la economía subterrestre, después de su larga estancia en Litina. Nacido en aquel contexto, el químico jamás había cuestionado la bondad de la economía cavernícola, o por lo menos así parecía desprenderse de sus recuerdos de infancia. Quizás ésta fue realmente distinta, menos lóbrega que la del presente; o quizá sólo se tratara de una ilusión alimentada por el silente censor de su mente. En todo caso se le antojaba que antaño la gente aceptaba de buen grado la vida en las innúmeras madrigueras de hormigón y corredores subterráneos, considerándolos como un medio de garantizar la seguridad de su prole, confiando en que la próxima generación se sacudiría el miedo y alcanzaría a disfrutar de un mundo más confortable de un rayo de sol, de unas gotas de lluvia o de la caída de una hoja.

Desde entonces se habían atemperado en gran manera las restricciones que impedían la vida en la superficie (a la sazón nadie creía seriamente en la posibilidad de una guerra nuclear, pues la carrera en la construcción de refugios atómicos había llevado a un evidente callejón sin salida), pero, cosa curiosa, sin motivo aparente el clima psíquico se había degradado en vez de mejorar. El número de bandas juveniles que pululaban por los pasadizos se había incrementado en un cuatrocientos por ciento durante el tiempo que Michelis permaneció fuera del sistema solar. En aquellos momentos, las Naciones Unidas gastaban alrededor de cien millones de dólares anuales en la puesta en práctica de bien concebidos programas de esparcimiento y rehabilitación de adolescentes. Sin embargo, en su mayor parte los centros de recreo estaban desiertos y las bandas juveniles seguían multiplicándose. La última medida arbitrada para combatir el problema era abiertamente punitiva. Consistía en un aumento notable del costo del seguro obligatorio sobre las motonetas, que por ser vehículos que alcanzaban poca velocidad parecían inofensivas, pero que en un principio las bandas utilizaban para cometer delitos leves, como arrebatar de un tirón los bolsos de las señoras, pero que más tarde les servía como instrumento para perpetrar delitos graves, como las incursiones masivas contra los almacenes de vituallas, destilerías industriales e incluso empresas de servicios públicos. Fueron precisamente los sabotajes contra los conductos de ventilación lo que motivó la entrada en vigor de las mencionadas tarifas con apercibimiento de confiscación del vehículo en caso de impago.

A la luz de lo expresado por Egtverchi, las bandas cobraban horrendo y racional sentido. En la actualidad nadie creía en la posibilidad de la guerra nuclear, pero nadie consideraba, tampoco, que fuera viable el retorno puro y simple a la superficie. La presencia de miles de millones de toneladas de hormigón y acero era demasiado ostensible para que fueran abandonadas sin más. Los adultos no albergaban esperanzas para sus hijos y menos aún en lo tocante a ellos mismos. Durante el tiempo que Michelis estuvo ausente, en el paraíso litino, el número de delitos gratuitos en la Tierra —delitos cometidos sólo para escapar al tedio corrosivo de la vida de ultratumba— había rebasado la suma global de los restantes delitos. La semana anterior, un demente de la Comisión de Orden Público había propuesto el vertido de dosis masivas de sedantes en los depósitos de abastecimiento de aguas. La Organización Mundial de la Salud ordenó la expulsión de aquel energúmeno en el plazo de veinticuatro horas, puesto que llevar a la práctica la sugerencia hubiera duplicado los delitos mencionados, mermando todavía más la ya escasa responsabilidad de la población. Sin embargo, era demasiado tarde para contrarrestar el terrible efecto moral que causó la desatinada propuesta.

La Organización Mundial de la Salud tenía buenas razones para actuar con presteza y mostrarse categórica. Según el último estudio demográfico llevado a cabo por dicho organismo un siniestro capítulo que llevaba por titulo La enajenación mental, hoy daba cuenta de la existencia de treinta y cinco millones de individuos sin hospitalizar afectados de esquizofrenia paranoide incipiente claramente diagnosticada, todos los cuales hubieran debido ser objeto de tratamiento inmediato de no ser porque la solución preconizada por la OMS habría socavado la economía de Refugio o economía cavernícola, privándola de una masa de mano de obra superior a las víctimas de cualquiera de las muchas guerras que habían plagado a la humanidad en el curso de su historia. Cada uno de estos treinta y cinco millones de individuos constituía un grave riesgo para sus vecinos y para su trabajo, pero la economía troglodítica era demasiado intrincada para prescindir de esta fuerza de trabajo, y menos aún de funcionar sin el concurso de los casos no diagnosticados que hubieran requerido tratamiento ambulatorio y que posiblemente duplicaban en número a los anteriores. Era evidente que la economía de Refugio no podía seguir funcionando por mucho tiempo sin que se produjera un colapso gigantesco. Ahora mismo se hallaba ya al borde de un brote psicótico generalizado.

¿Tenía que ser Egtverchi el terapeuta?

Absurdo, sí; pero ¿quién si no?…

—Esta noche le veo a usted muy tétrico —se lamentaba la condesa—. ¿No ha pensado más que en complacer a los chiquillos y adolescentes?

—No. A excepción de mi mismo —se apresuró a contestar Egtverchi—. Además, yo soy también un muchacho. Vea si no: no sólo tengo por padres a unos mamíferos, sino que soy mi propio tío, como estos sujetos que entretienen a la chiquillería por la televisión y que son siempre los tíos de todo quisque. Condesa, observo que no aprecia mis palabras en lo que valen. A cada minuto que transcurre mis afirmaciones cobran más relevancia, pero usted no quiere darse cuenta. Aun cuando me transformara en su madre seguiría bostezando usted.

—Por mí como si ya lo hubiera hecho —dijo la condesa, fulminándolo con la mirada cargada de aburrimiento—. Por tener no le falta ni su papada ni los malditos dientes planos. Y luego la forma de hablar… ¡Santo Dios!… No, conviértase en otra cosa, pero procure que no se parezca a Lucien.

—Si estuviera en mi mano me transformaría en el conde —dijo Egtverchi, con un tono de pesadumbre en la voz que a Michelis pareció sincero—; pero no me atraen los afines. Ni siquiera entiendo a Haertel todavía. ¿Le importa que lo dejemos para otro día?

—¡Santo Dios! —exclamó de nuevo la condesa—. ¿Cómo se me ocurrió invitarle? Es usted demasiado cargante. No comprendo por qué me fío aún de la gente. A estas alturas debiera haber aprendido la lección.

Ante el asombro de los presentes, Egtverchi entonó con voz clara y timbre atenorado de castrato: Swef, swef, susa… Por un momento Michelis creyó que la voz provenía de otra persona, pero la condesa se volvió hacia el litino con el rostro contraído en una mueca rabiosa que lo asemejaba a una máscara de tragedia griega.

—Cállese —ordenó, con una voz cortante como el filo de una navaja. La expresión del semblante contrastaba vivamente con el alegre relumbre del dorado maquillaje de los párpados, especialmente elaborado para la ocasión.

—Como quiera —dijo Egtverchi con presteza—. Confío en que ahora no me confunda con su madre. Hay que meditar un poco antes de lanzar estas acusaciones.

—¡Asqueroso demonio con escamas!

—Por favor, condesa, yo tengo escamas y usted pechos. Como debe ser. Me pidió que la entretuviera y he pensado que taI vez mi sosegante canto juglaresco seria de su agrado.

—¿Dónde ha oído usted esta canción?

—En ninguna parte —respondió Egtverchi—. La he reconstruido aquí y ahora. El sesgo de su mirada me indicó que era usted normanda.

—¿Cómo lo has sabido? —inquirió Michelis, cuya curiosidad e sobrepuso a la irritación que le poseía. Era la primera vez que detectaba aptitudes musicales en Egtverchi.

—Caramba, Mike, por los genes —respondió el litino. Su mente, escuetamente lógica como la de sus congéneres, atendió más la sustancia de la pregunta que al tono en que fue formulada—. Así conozco mi nombre y el de mi padre. E–G–T–V–E–R–C–H–I constituye la configuración de los genes de uno de mis cromosomas. Los alelos de la G, V e I corresponden sin duda a mi madre. Mi corteza cerebral puede acceder por vía sensorial directa a mi composición genética. Nosotros percibimos la estirpe donde quiera fijemos la mirada, de la misma forma que ustedes perciben los colores. Es uno de los espectros del mundo real. Nuestros antepasados inocularon este sentido en nosotros. A ustedes les iría bien hacer lo propio. Es conveniente conocer el linaje de un hombre antes siquiera de que abra la boca.

Michelis sintió un ligero aunque evidente escalofrío de temor. Se preguntó si Chtexa había mencionado este rasgo a Ruiz–Sánchez. Lo más probable era que no, de lo contrario un hallazgo tan fascinante para un biólogo hubiera inducido al jesuita a hablar de ello. En todo caso era demasiado tarde para comentar el asunto con el sacerdote, pues éste se hallaba camino de Roma, y Cleaver todavía resultaba más inabordable. En cuanto a Agronski no alcanzaría a comprender las implicaciones del caso.

—¡Qué cosa más insulsa! —se lamentó la condesa, que había recobrado casi por entero el dominio de sí misma.

—Si, insulso para los torpes y tardos de comprensión —dijo Egtverchi sin borrar la eterna sonrisa de su rostro, que en cierto modo quitaba malicia a todo lo que decía—. Pero yo me ofrecí a recrearla y no lo he conseguido. Ahora le toca el turno a usted, ¿no le parece? A fin de cuentas soy el invitado de honor. Veamos, ¿qué tiene en el subsótano, por ejemplo? Echemos un vistazo. ¿Dónde está mi joven guardia? Que alguien los despierte: hemos de ponernos en camino.

Durante el curso de este diálogo, la nutrida concurrencia de invitados había permanecido con el oído atento, disfrutando del torpe forcejeo de la condesa con los múltiples y aguzados espolones dialécticos de Egtverchi. Cuando ella inclinó su emperifollado tocado teñido de rubio oro en señal de asentimiento e inició la marcha hacia las vías del carrilete, un denso y casi salvaje clamoreo retumbó en el salón. Liu apretó el cuerpo contra Michelis y éste la ciñó con fuerza por el talle.

—Mike, deja que se vayan —susurró—. Regresemos a casa. Tengo suficiente.