16
Poco después del amanecer Ruiz–Sánchez atravesó con paso decidido el circulo de la plaza de San Pedro en dirección a la cúpula, que dominaba todo el entorno. Pese a lo temprano de la hora, la plaza era un hormiguero de peregrinos, y la cúpula de la basílica, dos veces más alta que la Estatua de la Libertad, sobresalía del bosque de columnas ceñuda y amenazante, envuelta en el halo del alba como la faz de Dios.
Pasó bajo el arco derecho de la columnata, por delante de los guardias suizos con sus fantasiosos y llamativos uniformes, y cruzó el portalón de bronce. Allí se detuvo para, con inusitado fervor, murmurar las oraciones prescritas por las intenciones del papa, obligatorias en aquel Año Santo. Frente a él se elevaba el Palacio Apostólico. Le asombraba que un edificio de tan maciza construcción fuera a la vez tan espacioso.
A la derecha de la primera puerta halló a un hombre sentado ante una mesa. Ruiz–Sánchez se dirigió a él y le dijo:
He sido convocado para una audiencia especial con el Santo Padre.
—Que Dios le bendiga. El despacho del mayordomo está en la primera planta, a la izquierda. Aguarde…, ¿ha dicho usted una audiencia especial? Por favor, ¿me permite ver la citación?
Ruiz–Sánchez le mostró el escrito.
—Muy bien. Pero de todos modos tendrá que ver al mayordomo de palacio. Lasaudiencias especiales se celebran en el salón del trono, él le orientará.
¡El salón del trono! Ruiz–Sánchez se sentía más confuso que nunca. En aquel salón el pontífice recibía a los jefes de Estado y a los miembros del Colegio Cardenalicio. Era, sin duda, un lugar muy poco adecuado para acoger a un pobre jesuita herético…
—El salón del trono es la primera estancia de la suite de recepción —indicó el mayordomo—. Le deseo que todo salga según sus deseos, padre, y le ruego me tenga presente en sus oraciones.
Adriano VIII era un hombre corpulento, nacido en Noruega, que en el momento de su elección exhibía una barba con apenas alguna cana y que ahora, como era lógico, aparecía blanca como la nieve, único signo qué delataba a un hombre de edad avanzada. Ciertamente su aspecto era más juvenil de lo que parecía en las fotografías o en las imágenes de la telepantalla, donde se le marcaban más las arrugas y fragosidades de su poderoso y tosco semblante.
Tanto respeto le impuso el continente del Santo Padre que Ruiz–Sánchez no reparó en la magnificencia de la vestimenta de estado. Ni que decir tiene que no había en su porte ni en sus gestos huella alguna de la ampulosidad latina. Antes de acceder a la silla pontificia se había ganado una bien merecida fama de católico con una pasión casi luterana por las más agrestes y sinuosas veredas de la teología moral. Tenía algo de Kierkegaard y de Gran Inquisidor al mismo tiempo. Después de su elección sorprendió a todo el mundo al dar pruebas de gran interés —uno casi no se resistía a llamarlo interés de negocios— en los asuntos temporales, aunque sus palabras y sus actos estaban impregnados de la flema tan característica del discurso teológico de las gentes del norte. El hecho de haber elegido el nombre de un emperador romano cuadraba perfectamente con su imagen según constató Ruiz–Sánchez. Era el suyo el rostro de un hombre cuyo perfil hubiera podido figurar en una moneda imperial, aun a pesar de la expresión bondadosa que atemperaba el rostro de tosca talla.
El pontífice permaneció de pie durante la entrevista, mirando a Ruiz–Sánchez con lo que parecía al principio abierta curiosidad.
—De los millares de peregrinos que acuden a visitarnos tal vez sea usted el que más necesita de nuestra indulgencia —expresó el pontífice en inglés. Junto a él una cinta grabadora giraba silenciosamente. Adriano era hombre que gustaba de tener copia fiel de todo, obsesionado por las transcripciones literales de todas las conversaciones que transcurrían en su presencia—. Sin embargo, Nos tenemos pocas esperanzas de otorgársela. Nos parece increíble que de toda nuestra grey sea precisamente un jesuita quien haya caído en el maniqueísmo. La Orden a que usted pertenece explica con particular cuidado los errores que se derivan de esta herejía.
—Su Santidad, las pruebas… Adriano alzó la mano.
—No perdamos tiempo. Nos estamos al corriente de sus opiniones y argumentos. Son muy sutiles, padre, pero de todas formas ha pasado algunas cosas por alto. Pero por el momento dejemos a un lado este asunto. Hábleme antes de esta criatura, de Egtverchi, no como engendro del diablo sino del juicio que le merecería si fuera un ser humano.
Ruiz–Sánchez frunció el ceño. Había en el vocablo «engendro» algo que despertaba en su interior un sentimiento de culpa, como si hubiera pospuesto el cumplimiento de una obligación y fuese demasiado tarde para remediarlo. Era el mismo sentimiento que acompañó a una absurda y reiterada pesadilla que padeció en sus días de estudiante, cuando llegó a convencerse de que no lograría graduarse porque no había asistido a todas las clases de latín. Sin embargo, no se atrevía a concretar qué había en el fondo de aquella intima sensación.
—Puede describírsele de muchas maneras, Santidad —dijo—. Su personalidad encaja con lo que el crítico Colin Wilson llamó el tipo «advenedizo», y realmente entra en dicha categoría. Es un predicador sin credo, un intelecto sin un contexto cultural, un investigador sin objetivo. Creo que posee una conciencia en el sentido que nosotros damos a este término. En este y en otros aspectos se diferencia en gran manera de los miembros de su raza. Parece profundamente interesado en los problemas éticos, pero hace escarnio de las directrices tradicionales, sin excluir la operatividad moral, puramente lógica, que rige como mecanismo de automoción en Litina.
—¿Y logra atraer con sus palabras a los que le escuchan?
—De eso no me cabe duda, Santidad. Falta verificar la amplitud de su auditorio. La noche anterior realizó una prueba sutilmente concebida que aspiraba evidentemente a conocer dicho extremo. Pronto conoceremos el número de sus adeptos a tenor de la respuesta a la proposición que planteó por la pantalla, pero parece claro que atrae de forma especial a los individuos marginados, emocional e intelectualmente, de nuestra sociedad y de sus tradiciones culturales prevalentes.
—Su exposición me parece muy sensata —comentó Adriano, con gran sorpresa por parte de Ruiz–Sánchez —. No cabe duda de que se avecinan acontecimientos imprevisibles, y existen indicios de que puede que sobrevengan en este año. De momento hemos rogado al tribunal de la Santa Inquisición que se abstenga de actuar según sus métodos. Creemos que recurrir a ellos en las circunstancias actuales constituiría un craso error.
Ruiz–Sánchez no salía de su asombro. Así pues, ¿no iban a excomulgarle? Los acontecimientos que percutían su cerebro evocaban el monótono e incesante golpeteo de la lluvia en Xoredeshch Sfath.
—¿Por qué, Santidad? —dijo con voz desmayada.
—Porque consideramos que usted puede ser el hombre que el Señor ha escogido para esgrimir las armas de san Miguel —dijo el papa, midiendo cada una de sus palabras.
—¿Yo, Santidad? ¿Un hereje?
—Tampoco Noé era perfecto, como usted recordará muy bien —dijo Adriano con lo que cabía interpretar como el esbozo de una sonrisa—. Sólo fue un hombre al que se dio una segunda oportunidad. También Goethe tenía algo de hereje, y no obstante revisó la leyenda de Fausto ajustándola a la misma conclusión: la redención es el eterno enigma, la esencia del gran drama, y debe ir precedido de la peripecia humana. Además, padre, considere por un instante la insólita naturaleza de este caso de herejía. ¿Acaso la aparición de un maniqueo solitario en el siglo veintiuno no es un tremendo y absurdo anacronismo, o por el contrario, no es un indicio de inquietante gravedad? Hizo una pausa y acarició con los dedos las cuentas del rosario.
—Cierto que deberá hacer penitencia, si está en condiciones —añadió—, y por este motivo le hemos llamado. Creemos como usted que detrás de todo el problema de Litina se oculta la figura del Maligno, pero estimamos que no es preciso repudiar ningún dogma. Todo gira en torno al tema de la creatividad del diablo. Díganos, padre, ¿qué hizo usted cuando llegó al conocimiento de que Litina era la obra de Satán?
—¿Qué hice? —repitió Ruiz–Sánchez, aturdido —. Vea Santidad, hice sólo lo que estaba prescrito; no se me ocurrió otra cosa.
—¿No se le ocurrió pensar en que las obras del demonio pueden ser conjuradas y que Dios ha depositado este poder en sus manos?
Ruiz–Sánchez estaba como petrificado.
—Conjuradas… Santidad, es posible que me haya comportado como un necio. Me siento un zoquete. Pero, si no estoy equivocado, la Iglesia abandonó la práctica del exorcismo hará más de dos siglos. En los noviciados de la Orden se nos enseñó que ahora la meteorología ocupaba el puesto de los «espíritus y fuerzas etéreas», y que la neurofisiología había arrumbado el concepto de «posesión» no llegó ni siquiera a cruzar por mi mente.
—El exorcismo no fue abandonado, sino que sólo se desaconsejó su uso —explicó Adriano—. Fue preciso erradicarlo, como usted acaba de decir. La Iglesia buscaba poner coto a los abusos que de tal práctica hacían los ignorantes curas rurales, que socavaban la reputación de la Iglesia tratando de exorcizar al diablo del cuerpo de vacas, cabras y gatos que estaban perfectamente sanos. Pero ahora no me interesa hablar de la salud de los animales, del tiempo atmosférico o de enfermedades mentales.
—En tal caso…, ¿debo entender que Su Santidad piensa que…, que debiera haber recurrido…, intentado exorcizar a todo un planeta?
—¿Por qué no? —dijo Adriano—. Desde luego entra en lo posible que por el mero hecho de encontrarse usted allí dejara de reparar en ello. Estamos convencidos de que Dios hubiera proveído en su favor…, en el cielo, claro está, y es muy posible que también hubiera recibido auxilio temporal. De haber fracasado con el exorcismo la herejía tenía una justificación. Pero parece más lógico pensar en la alucinación de todo un planeta, cosa que en un principio sabemos que entra en los poderes del Maligno, que en la herética aseveración de la facultad creadora de Satán.
El jesuita inclinó la cabeza. Se sentía abrumado por el peso de su propia ignorancia. Había pasado buena parte de los ratos de ocio en Litina estudiando con minuciosidad un libro que bien podía estar inspirado por el mismísimo Satán. ¡Y no había sabido descubrir un solo indicio en aquellas 628 páginas de compasivo diálogo demoníaco!
—No es tarde para intentarlo —dijo Adriano, casi con afabilidad—. Es el único camino expedito. —De repente, el semblante del pontífice adoptó una tensa expresión de severidad—. Tal y como hemos señalado a la Inquisición, su excomulgación operó de forma automática. Empezó en el instante mismo en que admitió en su fuero interno esta abominación. No es preciso formalizarla para que entre en vigor, y en este momento hay una serie de razones, políticas y espirituales a un tiempo, que aconsejan abstenerse de hacerlo. De momento salga de Roma, no le otorgamos nuestra bendición ni nuestra indulgencia, doctor Ruiz–Sánchez. Este Año Santo será para usted un año de lides en el que se ventila la suerte del mundo. Cuando haya ganado la batalla, no antes, le autorizo a volver junto a Nos. ¡Que Dios le acompañe!
El doctor Ruiz–Sánchez, reducido al estado laico por condena papal, abandonó Roma aquella misma noche por vía aérea, con destino a Nueva York. El diluvio de perspectivas acrecía rápidamente el caudal de las aguas a su alrededor. Tal vez había llegado el momento de construir una nueva arca de Noé. Y, sin embargo, mientras subía el nivel de las aguas y resonaban en su castigado cerebro las palabras «los dejo en tus manos», no pensaba en los millones de seres que hormigueaban en el estado Refugio, sino en Chtexa. La idea de que un exorcismo pudiera destruir a un ser tan circunspecto y grave como el litino junto con los demás miembros de su especie y civilización, devolver su mente a la impotencia de la Suprema Nada, como si jamás hubieran existido, constituía una verdadera tortura.
En tus manos…, en tus manos.