15
La floresta que envolvía a Michelis aparecía petrificada en una eclosión de inmovilidad. La luz diurna, de vagos tonos azulgrises, se tenía de verde oscuro al filtrarse por el tamiz de la vegetación, y allí donde la luz se proyectaba en nítidos haces, parecía impregnar el espacio más que reverberar en los muros, polarizando la floresta en una inversión de imágenes que llenaban toda la estancia. La inmovilidad del entorno daba mayor verismo a la ilusión óptica. Parecía como si un soplo de brisa pudiera descomponer de forma súbita los reflejos de luz. Pero no había brisa y sólo el paso de las horas destruiría aquellas imágenes.
Egtverchi, en cambio, estaba en movimiento. Aun cuando su figura parecía empequeñecida por la distancia, la imagen se ajustaba a las proporciones del marco vegetal e incluso adquiría coloraciones más naturales y perfiles más nítidos. Sus gestos, circunscritos en el cuadro de la pantalla, eran invitantes, como si quisiera arrancar a Michelis de aquella vegetación inerte.
La voz era el único elemento discordante. Hablaba en un tono normal, lo que significaba que era en exceso destemplada para sintonizar consigo mismo o con su entorno (y el de Michelis). Tan estridente se le antojaba a éste que, sumido en sus cavilaciones, poco faltó para que se le escapara el contenido de la última parte del discurso de Egtverchi. Sólo cuando el litino inclinó la cabeza en irónica reverencia y su imagen y su voz se hubieran extinguido dejando tras de si sólo el omnipresente y sordo zumbido de un insecto, la mente de Michelis discernió el sentido de sus palabras.
El químico permaneció sentado, como aturdido. Transcurrieron treinta segundos largos de un anuncio del «delicioso compuesto de Knish Instantáneo Mammale Bifalco» antes de que pensara en pulsar el mando de desconexión de imagen, cortando la voz de la Miss Bridget Bifalco de aquel año, que se diluyó como si del propio compuesto harinoso se tratase, antes de que tuviera oportunidad de soltar en la parla regional el tópico publicitario de rigor («Un minuto, querido, que voy a batirlo»). Los movedizos electrones de la sustancia luminiscente fueron reabsorbidos por los átomos que los habían liberado mediante el dispositivo concebido por De Broglie pero a escala reducida, encastrado en el marco de la pantalla. Los átomos recuperaron la afinidad química, las moléculas se enfriaron y la pantalla se convirtió en una reproducción estática de Capricho en febrero, de Paul Klee. Michelis recordó por inercia mental que la composición estática era fruto del primer trabajo de investigación publicado por «Petard», la única incursión del conde d'Averoigne por el campo de la matemática aplicada, elaborado cuando contaba sólo diecisiete años.
—¿Qué pretende ahora? —preguntó Liu con voz débil—. Ya no entiendo ni lo que dice. El ha llamado a esto una demostración, pero ¿qué aspira a demostrar? —¡Es infantil!
—Si —dijo Michelis. Por el momento no se le ocurría otra cosa que decir. Necesitaba recobrar el ánimo, que en los últimos días le estaba abandonando visiblemente. Hasta fue una de las razones que le movió a contraer rápido matrimonio con Liu. Necesitaba del sosiego de la joven, porque el suyo escapaba con inquietante celeridad. Sin embargo, la placidez de Liu no parecía trascender a él. Hasta el piso que ocupaban, que al principio fue para ambos una fuente de serenidad y de dicha, se le antojaba una ratonera. Estaba situado a gran altura de la superficie en uno de los edificios más apartados de la parte alta del East Side, en Manhattan. Antes de contraer matrimonio Liu ocupaba un apartamento mucho más pequeño en la misma construcción, y Michelis, después de asimilar la idea, decidió instalarse con la chica en el piso que a la sazón ocupaban, para lo cual sólo tuvieron que utilizar un mínimo de influencias. Y es que habitar en tales lugares no era normal, ni mucho menos estaba de moda. Fueron oficialmente advertidos que la zona se consideraba peligrosa, pues de vez en cuando las bandas juveniles realizaban incursiones por los habitáculos no subterráneos. En todo caso, morar en tales lugares ya no estaba estrictamente prohibido si uno disponía de los medios suficientes para permitirse residir en tales atalayas de lo que antaño fuera el casco urbano.
Al contar con un espacio adicional, la artista que Liu llevaba dentro, más allá de su fachada como técnico de laboratorio, no tardó en desbordarse calladamente. Envuelto en el verde fulgor de las luces ocultas que iluminaban los muros, Michelis estaba rodeado por lo que tenía todo el aspecto de una floresta en pequeña escala. Liu había dispuesto sobre unas mesillas «jardines japoneses» con genuinos árboles Ming y cedros enanos. De un vulgar trozo de leño tallado con exquisito gusto, Liu había hecho una lámpara oriental. Cestas de mimbre a modo de macetas, situadas al nivel de la vista, circundaban toda la estancia. En su interior, formando un denso manto vegetal, brotaban la yedra, el cordobán, el árbol del caucho, el filodendro y otras especies no florales. Detrás de las macetas de fibra vegetal se elevaba hasta el techo un espejo de una sola pieza quebrado sólo por la composición de Klee que ocultaba la telepantalla. El tema del cuadro, compuesto en buena parte a base de ángulos sueltos y jeroglíficos mayas semejantes a símbolos matemáticos, era un placentero foco de aridez por el que Liu había pagado una fuerte sobreprima, ya que las «coberturas» de los valores públicos de la QBC eran en su mayor parte Sargents y Van Goghs. Por otro lado, como las luces estaban disimuladas detrás de las cestas, la pieza producía un efecto de exuberancia extraterrestre que sólo con grandes dificultades podía ser contenida en tan estrechos límites.
—Entiendo lo que quiere decir —dijo por último Michelis—. Pero no sé cómo explicarlo. Déjame pensar un momento. Entretanto, ¿por qué no preparas algo de comer? Mejor será hacerlo temprano. Estoy seguro de que vamos a tener visitas.
—¿Visitas? Pero… Como quieras, Mike. Michelis se acercó al amplio ventanal y paseó la vista por la terraza. Las plantas en floración habían sido puestas en ella, formando un auténtico jardín que fue preciso aislar herméticamente del resto de la residencia, ya que además de ser una gran aficionada a la jardinería, Liu se dedicaba a la apicultura. En la terraza tenía un verdadero enjambre que producía singulares y exóticas mieles, consecuencia de la libación de las variadas especies florales que la muchacha había dispuesto con tan minucioso cuidado. La miel era de agradabilísimo aroma y múltiples gustos, en ocasiones demasiado amarga para comer como no fuera en pequeñas dosis, al extremo de un tenedor, como la mostaza china. Algunas veces los insectos elaboraban un tipo de miel impregnada con el opio de las pegajosas adormideras híbridas, que se cimbreaban al viento alineadas como una formación de soldados a lo largo de la baranda. En ocasiones tenía un sabor demasiado dulce o resultaba insípida, pero Liu manipulaba con unos cacharros de cristal y sabía convertirla en un licor que se subía a la cabeza como un soplo de brisa en el jardín de Alá. Las abejas que elaboraban esta clase de miel eran auténticos demonios tetraploides del tamaño de un colibrí y un instinto tan agresivo como el que empezaba a invadir a Michelis. Unas pocas abejas de esta especie podían causar la muerte incluso a un hombre corpulento. Por fortuna, las ráfagas de viento que barrían la terraza a aquella altura les impedían volar con holgura. En cualquier otro lugar que no fuera el jardín de Liu habrían perecido, de otro modo ésta nunca habría recibido autorización para cobijarlas en una terraza abierta en el mismísimo centro urbano. Al principio Michelis las miró con muy malos ojos, pero al fin acabaron por fascinarle. La inteligencia con que llevaban a cabo su labor era casi tan admirable como su tamaño y peligrosidad.
—¡Maldita sea! —exclamó Liu a sus espaldas.
—¿Qué ocurre?
—Tortillas otra vez. He vuelto a marcar un número que no correspondía. Es la segunda vez que me ocurre en lo que va de semana.
Tanto la interjección —por moderada que fuera— como el error eran impropios de Liu. Mike sintió en su interior una punzada mezcla de compasión y sentimiento de culpa. Liu no era la misma; antes no padecía estas distracciones. ¿Tenía él la culpa?
—Es igual; no me importa. Comamos.
Como quieras. Michelis empezó a comer en silencio, aunque advirtió el semblante inquisitivo de Liu, que le interpelaba con ansiosa mirada. El químico se devanó los sesos, irritado consigo mismo, pero fue incapaz de traducir en palabras lo que sentía. No debiera haber mezclado a la chica en aquel embrollo. Pero, no; ocurrió todo de forma imprevisible. Sólo Liu podía cuidar de Egtverchi en su infancia, ya que probablemente ninguna otra persona hubiera podido realizar tan excelente labor. Tal vez habría podido evitar el comprometerla emocionalmente hasta tal extremo.
Puestos a pensar en el papel que a él le había correspondido, la situación tenía un signo fatalista: Liu tenía que ser la mujer y él el hombre. No había por qué darle vueltas. Ocurría, sencillamente, que Michelis no sabia qué pensar. La emisión de Egtverchi le había aturdido hasta el punto de impedirle coordinar las ideas. Lo más probable era que todo acabara en el habitual e insatisfactorio compromiso de circunstancias con Liu, es decir, en un punto muerto, aunque bien mirado tampoco valía la pena obcecarse con la idea.
Sin embargo, preciso era reconocer que la intervención del litino había sido desafortunada, infantil, por decirlo con el término utilizado por Liu. Egtverchi se había dejado llevar de un impulso y se mostró pendenciero, rebelde e irresponsable, expresándose en un lenguaje agresivo. No solamente había manifestado sin recato el pobre concepto que le merecían las instituciones establecidas, sino que a la vez había incitado a su auditorio a mostrarse igualmente disconforme. Cuando el programa tocaba a su fin incluso indicó la forma de expresar la actitud de protesta, esto es, remitiendo cartas anónimas e insultantes a los mismísimos patrocinadores comerciales del programa de Egtverchi.
«Basta con que enviéis una postal —había dicho, imperturbable, sin dejar de hacer mueca—; sólo debéis procurar que vuestro escrito sea punzante. Si detestáis esta especie de hormigón en polvo que ellos llaman knish escribidlo así. Si podéis digerir el compuesto pero los anuncios del producto os ponen malos, indicadlo también y no os andéis con blandenguerías. Si yo os resulto cargante, contádselo a la Bifalco y cuidad de expresarlo en un tono agresivo. La próxima semana daré lectura a las cinco cartas redactadas en términos más ofensivos, y cuidad de no estampar en ellas vuestra firma. Si queréis hacerlo, utilizad mi nombre. Nada más y buenas noches».
La tortilla sabía a estropajo.
Te diré lo que pienso —manifestó de pronto Michelis, con voz apagada—. Creo que está instigando a la rebelión. ¿Recuerdas aquellos mocetones de uniforme? Ahora ha relegado estos métodos, o al menos los oculta. En cualquier caso cree haber dado con algo mejor. Cuenta con un auditorio que se estima en unos sesenta y cinco millones de individuos, de los que tal vez sólo la mitad sean adultos. De esta cifra, un cincuenta por ciento padecen taras mentales más o menos graves, y en ello se apoya en estos momentos. Tiene la intención de convertir este contingente en una partida de linchadores.
—Pero ¿por qué, Mike? —dijo Liu—. ¿Qué ganará con ello?
—No lo sé. Esto es lo que más me desconcierta. No le mueve el ansia de poder; es demasiado inteligente para pensar que pueda llegar a convertirse en un McCarthy. Tal vez sólo busque destruir. Un acto refinado de venganza.
—¿De venganza?
—Es tan sólo una conjetura. Sus iniciativas me confunden tanto como a ti. Quizá más.
—Pero ¿venganza de quién? —preguntó Liu con voz tensa—. ¿Y de qué?
—Bueno…, de nosotros… Por haber hecho de él lo que ahora es.
—Ah, comprendo —dijo Liu. Bajó la vista al plato todavía intacto y empezó a sollozar en silencio. En aquellos momentos Michelis hubiera matado con gusto a Egtverchi o se hubiese dado muerte a si mismo de haber sabido por dónde empezar.
Una señal armónica y discreta surgió de la composición de Klee. Michelis alzó la vista hacia el lugar con amarga resignación.
—Las visitas —dijo, y pulsó el botón del interfono visual. La composición pictórica desapareció para dar paso a la imagen del presidente de la comisión de ciudadanía que había examinado el caso de Egtverchi, quien a la sazón les contemplaba desde el muro, por debajo del complicado casco con que cubría su cabeza.
—Suba. Le estábamos esperando —dijo Michelis, dirigiendo la voz hacia la imagen que interpelaba en silencio.
Por espacio de algún tiempo, el presidente del comité de ciudadanía de las Naciones Unidas estuvo paseando por el piso, deshaciéndose en encomios y frases admirativas acerca de la decoración imaginada por Liu. Pero su actitud era a todas luces de puro compromiso. Tan pronto hubo recorrido la estancia y ensalzado la última pincelada de originalidad abandonó los modales convencionales de una forma tan brusca que a Michelis casi le dio la sensación de verlos caer sobre el alfombrado. Hasta las abejas habían detectado en el visitante un no sé qué de hostilidad. Cuando el hombre las contempló a través de la vidriera empezaron a proyectar hacia él sus cabezas de salientes ojillos. Michelis podía oír el entrechocar alternativo y pertinaz de sus cuerpos contra el cristal mientras conversaba con el funcionario, así como el irritado zumbido de alas que se alejaba y volvía.
—En el periodo comprendido entre el fin de la intervención de Egtverchi y los primeros análisis de las respuestas se han recibido más de diez mil facsímiles y telegramas —dijo con hosco semblante el visitante—. Eso es lo bastante indicativo para que sepamos a qué atenernos y por tal motivo me hallo aquí. Nosotros tenemos décadas de experiencia en la evaluación de respuestas del público. En el curso de la semana próxima recibiremos cerca de dos millones de comunicaciones de esta índole.
—¿Quién es «nosotros»? —preguntó Michelis. Y Liu por su parte añadió:
—No me parece una cantidad excesiva.
—«Nosotros» es la red difusora. Y según vemos las cosas, la cifra es importante, puesto que el gran público apenas nos conoce. La firma Bifalco recibirá algo más de siete millones y medio de misivas de este tipo.
—¿Tan feroces son? —preguntó Liu, frunciendo el ceño.
—No puede usted imaginárselo. Y siguen llegándonos por cable y por los tubos neumáticos del correo —manifestó con énfasis el funcionario de las Naciones Unidas—. Es la primera vez que veo aIgo semejante, y llevo once años en el comité de relaciones comunitarias de la QBC. La misión que desempeño en las Naciones Unidas es mi otra cara, ya sabe usted como son esas cosas. Más de la mitad de las notas testimonian un odio virulento y desbordado, odio patológico. Llevo conmigo unas muestras de lo que digo; pero no son las más acerbas. No acostumbro mostrar a los profanos aspectos que llegan a intimidarme a mi mismo.
—Permítame leer una de ellas —se apresuró a solicitar Michelis. El representante del comité de ciudadanía le entregó en silencio el facsímil de una de las misivas. Michelis lo leyó y luego lo devolvió al hombre.
—Está usted más curtido de lo que cree —dijo Michelis con voz grave—. Yo sólo me hubiera atrevido a mostrarla al jefe clínico de un asilo mental.
El funcionario de las Naciones Unidas sonrió por vez primera, mirando a la pareja con sus ojillos vivos y fulgurantes. Daba la impresión de que estaba sopesándolos, no individualmente sino a la par. Michelis se sentía atenazado por la penosa sensación de que de alguna manera el hombre interfería con su intimidad, aunque no pudiera reprocharle nada en concreto.
—¿Ni siquiera a la doctora Meid? —preguntó— el funcionario.
—A nadie —respondió Michelis, con un deje de irritación en la voz.
—Me parece natural. Y le repito que no escogí de manera deliberada esta carta para conmocionarles, doctor Michelis. Es una simple bagatela…, muy poca cosa comparada con el calibre de lo que estamos recibiendo. Es evidente que la Serpiente esa tiene un auditorio que roza los lindes de la demencia y que intenta valerse de este influjo. Por este motivo decidí visitarles. Hemos pensado que tal vez usted sepa qué objetivo busca al actuar como lo hace.
—No buscaría ninguno si supieran ustedes lo que se llevan entre manos —protestó Michelis—. ¿Por qué no le impiden aparecer en la pantalla? Si estiman que está emponzoñando el ambiente no parece que tengan otra solución.
—Lo que es veneno por un lado es knish por el otro —apuntó con voz suave el miembro del organismo supranacional—. La firma Bifalco no ve las cosas desde el mismo ángulo que nosotros. Ellos cuentan con sus propios analistas y saben tan bien como nosotros mismos que la semana próxima recibirán más de siete millones y medio de postales que les van a poner de vuelta y media. Pero esta perspectiva les complace. Estoy por decir que se revuelcan literalmente de gozo. Piensan que así venderán mejor el producto. Es muy probable que patrocinen en exclusiva un espacio de media hora si la respuesta del público se atiene a sus previsiones, ¡y vaya si será así!
—De todos modos no entiendo por qué permiten a Egtverchi seguir en el programa —terció Liu.
—Los estatutos de la organización no permiten coartar el derecho a la libre expresión. Mientras Bifalco ponga el dinero, el programa ha de seguir en antena. La norma no es mala en si. Con anterioridad hemos podido experimentar suficientes veces su valor, sin que cobrara el sesgo amenazante que muestra en las presentes circunstancias. En cada uno de los casos precedentes prodigamos las transmisiones hasta que la gente terminó por hartarse. Pero se trataba de programas dirigidos a otro público…, el gran público, que en su mayoría no padece taras mentales. Es obvio que la Serpiente disfruta de un auditorio mentalmente obnubilado. Es la primera vez que hemos considerado conveniente intervenir. Por eso hemos pensado en ustedes.
—Siento no poder serles de utilidad —dijo Michelis.
—Si puede y lo será, doctor Michelis. Y le hablo desde la perspectiva de mi doble función. La QBC desea que el litino no aparezca más en la pantalla, y las Naciones Unidas empiezan a vislumbrar algo que puede acabar siendo mucho peor que los disturbios ocurridos en mil novecientos noventa y tres en los pasadizos subterráneos. Ustedes apadrinaron al bicho, y su esposa lo crió desde el maldito huevo o lo que fuera. Le conocen mucho mejor que cualquier otro habitante de la Tierra. Tendrán que facilitarnos el arma que precisamos para neutralizarle. Eso he venido a decirles. Medítenlo. Según las disposiciones de la ley de naturalización, son ustedes responsables de esta criatura. Pocas veces hemos tenido que invocar dicha cláusula, pero ahora nos vemos obligados a ello. Tendrán que apresurarse y tomar una decisión porque queremos pararle los pies antes de la próxima retransmisión.
—¿Y si no damos con la solución que andan buscando? —preguntó Michelis, impávido.
—En tal caso es probable que les declaremos a ustedes tutores de Egtverchi —dijo el funcionario—, lo cual, desde nuestro punto de vista, no es solución y para ustedes será sin duda un engorro. Atiendan mi consejo y encuentren una salida. Siento tener que mostrarme tan inflexible, pero así están las cosas en estos momentos. A veces no hay más remedio. Buenas noches y gracias.
El hombre abandonó el piso. No necesitó calarse ninguno de los dos «sombreros» correspondientes a su doble tarea, puesto que en ningún momento llegó a quitárselos, ni material ni metafóricamente.
Michelis y Liu se miraron, aturdidos.
—No…, no podríamos tenerlo como pupilo a estas alturas —susurró Liu.
—Bueno. Habíamos hablado de tener un hijo, ¿no? —insinuó Michelis, con voz ronca.
—¡No, Mike, te lo ruego!
—Lo siento —dijo, pasado ya el momento oportuno para disculparse—. Ese entrometido hijo de perra… El mismo aprobó el acta de naturalización y ahora trata de cargarnos el mochuelo. Muy desesperados tienen que estar para proceder así. ¿Qué podemos hacer? No se me ocurre nada.
Tras unos instantes de vacilación, Liu dijo:
—Mike, no tenemos suficientes datos sobre Egtverchi para dar con una solución en el plazo de una semana; por lo menos yo no me veo capaz, e imagino que tú tampoco. Hemos de comunicar a toda costa con el padre Ruiz–Sánchez.
—Si es que podemos —dijo Michelis, marcando las palabras—. Pero aun así, ¿de qué va a servirnos? Las Naciones Unidas no le escucharán. Le tienen marginado.
—¡Cómo! ¿Qué quieres decir?
—Que han adoptado una decisión de facto a favor de Cleaver —dijo Michelis—. No se dará a conocer hasta que la Iglesia a la que Ramón pertenece le haya repudiado, pero a efectos prácticos ya está en vigor. Yo estaba en el secreto antes de que partiera hacia Roma, pero no tuve valor para decírselo. Litina ha sido clausurada y las Naciones Unidas piensan utilizarla como laboratorio experimental de almacenaje de armas termonucleares, que si bien no es exactamente Io que en principio pretendía Cleaver se le parece bastante.
Liu guardó silencio durante un buen rato. Se levantó y se acercó al amplio ventanal contra el que las abejas seguían lanzando sus arietes.
—¿Lo sabe Cleaver? —preguntó ella, todavía vuelta de espaldas.
—Ya lo creo que lo sabe. Como que está al frente de la misión —respondió Michelis—. Según los planes, ayer tenía que aterrizar en Xoredeshch Sfath. Tan pronto supe del proyecto quise ponerle en antecedentes y le lancé una serie de insinuaciones. Fue por ese motivo que promoví la colaboración en la «Revista de Investigación Interestelar»; pero Ramón parecía empeñado en cerrar los ojos a todas mis indirectas. Por otra parte, no podía soltarle así, de sopetón, que la suya era una causa perdida de antemano sin que antes tuviera noticia de lo que se estaba tramando.
—No me gusta este asunto —dijo Liu, pausadamente—. ¿Por qué esperar a dar la noticia hasta que se produzca la excomunión oficial de Ramón? ¿Qué tiene que ver con el caso?
—Pues porque su decisión constituye una vileza; eso es todo —dijo Michelis, exasperado—. Estemos o no de acuerdo con los argumentos teológicos de Ramón, ponerse del lado de Cleaver es una ruindad que sólo se explica en función del afán de poder y dominio. Y los muy malditos lo saben muy bien. Tarde o temprano deberán divulgarse los argumentos de la otra parte, y para cuando llegue este día esperan que los posibles argumentos que Ramón pudiera esgrimir hayan quedado neutralizados por la propia Iglesia a la que pertenece.
—¿En qué va a consistir la tarea de Cleaver?
—No lo sé de forma precisa, pero construirán una gigantesca planta para un generador Nernst tierra adentro, en el continente sur, cerca de Gleshchtehk Sfath, con objeto de procurarse la energía que necesitan, con lo que verá realizada buena parte de sus sueños. Con posterioridad intentarán controlar la energía pura en vez de eliminar el noventa y cinco por ciento por vía calorífica. No sé que métodos habrá propuesto Cleaver, pero imagino que empezará por modificar el efecto Nernst mediante el expediente llamado vulgarmente de «la botella magnética». O configuración de campos magnéticos. Mejor será que vaya con cuidado. —Guardó unos instantes de silencio—. Yo se lo hubiera explicado todo a Ramón de habérmelo preguntado. Pero no lo hizo, de modo que me callé. Ahora tengo la impresión de haber procedido con cobardía. Liu se volvió con presteza y acudió a sentarse en el brazo del sillón que ocupaba Michelis.
—Hiciste lo que debías, Mike —dijo la joven—. No es cobardía abstenerse de robar a un hombre la esperanza, por lo menos eso creo yo.
—Tal vez sea como dices —musitó, tomándole la mano como para agradecerle sus palabras—. Pero el caso es que Ramón no está en situación de ayudarnos. Gracias a mi ni siquiera sabe que Cleaver ha retornado a Litina.