17

Eran cifras elocuentes. Había sido computado el número de los que tenían a Egtverchi por símbolo y portavoz de sus profundos rencores, aunque se desconocía la identidad de los comunicantes. La naturaleza de las cifras no constituía sorpresa alguna —desde hacia tiempo las estadísticas sobre delincuencia y enfermedades mentales lo venían trasluciendo—, pero cuantitativamente eran sorprendentes. A juzgar por los datos disponibles, casi una tercera parte de la colectividad del siglo XXI detestaba en el alma la sociedad en que vivían.

Ruiz–Sánchez se preguntó de súbito si de haber sido posible un cómputo de aquel estilo en épocas pasadas, la proporción se hubiera mantenido en las mismas cotas.

—¿Crees que ganaríamos algo si hablásemos con Egtverchi? —preguntó Ruiz–Sánchez a Michelis.

A pesar de la resistencia que el jesuita había opuesto, Michelis insistió en que se alojara en su casa.

—Mira, lo único que puedo decir es que yo no he conseguido nada —respondió Michelis—. Puede que contigo sea distinto, pero hasta de eso dudo. En estos momentos resulta doblemente difícil argumentar con él porque no se le ve satisfecho; a pesar del giro que toman los acontecimientos.

—Conoce a su auditorio mejor que nosotros —añadió Liu—. Y conforme los cómputos se van incrementando, crece también su irritación. Creo que son para él un constante recordatorio de que jamás podrá ser del todo aceptado en la Tierra; que jamás se sentirá en ella totalmente a gusto. Piensa que sólo suscita interés en aquellos que tampoco se sienten a gusto en su propio planeta, lo cual, claro está, es falso. Pero así ve él las cosas.

—Sin embargo, hay suficiente verdad en ello para que podamos disuadirle —convino Ruiz–Sánchez con voz lúgubre.

Desplazó el sillón en que se acomodaba para no tener que contemplar las abejas de Liu, que andaban muy atareadas en las zonas de la terraza bañadas por el sol. En otras circunstancias no habrían podido arrancarle de allí, pero ahora no podía permitirse distracciones de ningún tipo.

—Y, por supuesto, sabe que jamás llegará a tener conciencia exacta de lo que significa ser litino, al margen de su facha y de su herencia —añadió—. Si pudieran verse, Chtexa podría despejarle un poco las brumas… Pero no, ni siquiera hablan el mismo idioma.

—Egtverchi estudia litino —dijo Michelis—, pero, ciertamente, no puede hablarlo, ni siquiera a mi nivel. Sólo dispone de tu gramática, ya que los manuscritos que nos trajimos siguen estando considerados como documentación secreta, y por otro lado no tiene con quién hablar. Cuando lo intenta suena como el chirrido de una puerta. Pero tú, Ramón, podrías servir de intérprete.

—Si, claro que podría, Mike, pero es físicamente imposible. No tenemos tiempo de mandar por Chtexa aun en el supuesto de que tuviéramos los recursos y la autoridad para ello.

—Se me ocurre una idea. Quizá con el CirCon del conde d'Averoigne… Es un receptor —transmisor experimental de ciclo continuo. Ignoro su potencia, pero recuerda que el árbol de las Comunicaciones emite señales muy intensas, y quizás el conde pudiera captarlas. En tal caso podrías comunicar con Chtexa. Me ocuparé de ello.

—Encantado de hacer la prueba; pero no veo muchas posibilidades —dijo Ruiz–Sánchez.

Se interrumpió para concentrarse no en nuevas respuestas —puesto que su cabeza se había dado contra aquel muro más de lo recomendable— sino en las preguntas que aún le quedaban por formular. El aspecto de Michelis le dio un primer indicio. Cuando le vio se llevó una sorpresa, y todavía no la había asimilado. Halló al químico, hombre vigoroso, de elevada talla, muy envejecido, con el rostro enjuto y ojeras muy visibles, como si padeciera una enfermedad del hígado. Liu no tenía mejor aspecto, si bien no se la veía avejentada. Por otra parte, una tensión que flotaba en el ambiente parecía interponerse entre la pareja, como si no hubieran sabido hallar el uno en el otro un relajamiento de las angustias que les circundaban.

—Tal vez Agronski sepa de algo que pueda sernos de utilidad —dijo, a media voz.

—Puede —contestó Michelis escuetamente—. Sólo le he visto una vez, en una fiesta, en la misma que Egtverchi armó todo el jaleo. Se comportaba de una forma muy rara. Estoy convencido de que nos vio, pero rehuía nuestras miradas y, con mayor o menor motivo, no quiso dirigirnos la palabra. No recuerdo haberle visto hablar con nadie. Se limitó a sentarse en un rincón y a beber. No parecía el mismo de antes.

—En tu opinión, ¿qué le indujo a asistir a la fiesta?

—Oh, no es difícil de adivinar. Agronski es ferviente admirador de Egtverchi.

—¿Martin? ¿Cómo lo sabes?

—Egtverchi se jactó de ello. Comentó que a la postre confiaba en tener de su parte a la misión que viajó a Litina. —El rostro de Michelis se contrajo en una mueca—. A juzgar por la forma en que Agronski se comporta, no creo que pudiera ayudar.

—Así pues, otra alma camino de la condenación —se lamentó Ruiz–Sánchez —. Debiera haberlo supuesto. La vida, hoy, tiene tan poco sentido para Agronski que a Egtverchi le costaría muy poco marginarle por completo de la realidad. Así actúa el demonio: le deja a uno vacío por dentro.

—No estoy seguro de que Egtverchi tenga la culpa —dijo Michelis, con desaliento—. Sólo vale como síntoma. La Tierra está llena de esquizofrénicos. Si Agronski mostraba ya alguna tendencia en este sentido, como era el caso, el regreso a la Tierra sólo contribuyó a que se desarrollara.

—No fue ésta la impresión que me produjo —terció Liu—. Por lo que pude ver y por lo poco que me habéis contado de él, parecía un individuo del todo normal, hasta un poco cándido si me apuráis. No me lo imagino profundizando en un problema del tipo que sea, hasta el extremo de perder el juicio, y menos aún abocándose al vacío teológico que tú experimentas, Ramón.

—No hay discriminaciones en el universo discursivo —manifestó con voz cansina Ruiz–Sánchez —. Y por lo que Mike nos cuenta creo que no estamos a tiempo de hacer gran cosa por Martin. Y pensemos que él es un solo ejemplo, una sola muestra de lo que acontece en todas partes, allí donde llega la voz de Egtverchi.

—En todo caso es erróneo considerar la esquizofrenia como una enfermedad mental —dijo Michelis—. Cuando se empezó a investigarla los ingleses la llamaban «enfermedad de los camioneros». Lo que sucede es que si afecta a un intelectual los resultados son más aparatosos dado que el sujeto es capaz de articular sus sensaciones. Tenemos como prueba el caso de Nijinski, Van Gogh, T. E. Lawrence, Nietzsche, Wilson, etcétera. Forman una larga lista, pero muy reducida si se compara con la cantidad de personas corrientes que la padecen. Agronski es uno de ellos.

—¿Qué hay de la amenaza que mencionaste? —preguntó Ruiz–Sánchez —. Egtverchi volvió la pasada noche a su programa sin que os fuera asignado en condición de pupilo. ¿Es que vuestro amiguete del casco hablaba por hablar?

—Creo que es parte de la respuesta —dijo Michelis, más criterio—. No han vuelto a decir ni pío. Puede que sea una mera conjetura, pero pienso que tu llegada les ha sorprendido. Confiaban en una desautorización pública, y el hecho de que no se haya producido ha frustrado el plan que tenían para anunciar de manera oficial la clausura de Litina. Lo más probable es que esperen a ver cuál es tu próximo movimiento.

—Eso quisiera yo saber —se lamentó Ruiz–Sánchez—. Podría adoptar una actitud pasiva, cruzarme de brazos; a buen seguro que sería lo que más les confundiría. Creo que están atados de pies y manos, Mike. Egtverchi sólo ha mencionado los productos de la firma Bifalco en una ocasión; pero es obvio que gracias a él deben de venderlos por toneladas, de forma que cuenta con el respaldo de los patrocinadores. Tampoco acabo de ver qué razones puede aducir el comité de naturalización de las Naciones Unidas para impedirle que aparezca en la telepantalla. —Dejó escapar una risita—. Sea como sea, llevan decenios auspiciando mayor libertad de expresión en los espacios de noticias y no cabe duda que Egtverchi supone un paso de gigante en este sentido.

—Yo creo que podrían acusarle de incitar a la rebelión —dijo Michelis.

—Que yo sepa no se han producido disturbios —dijo Ruiz–Sánchez —. Como todo el mundo sabe, el caso Frisco se produjo de forma espontánea y en las filmaciones obtenidas no he visto uno solo de sus partidarios uniformados entre la multitud.

—Pero elogió la actividad de los manifestantes e hizo burla de la policía —señaló Liu—. Eso es tanto como ponerse de parte de aquéllos.

—De todas formas no es una incitación clara —apuntó Michelis—. Entiendo lo que Ramón quiere decir. Egtverchi es lo suficientemente listo como para no incurrir en un delito que pudiera llevarle ante un tribunal. Por otra parte, detenerle de forma arbitraria, sin base suficiente, sería un acto suicida. En tal caso serían las Naciones Unidas las que estarían incitando a la revuelta.

—Además, ¿qué podrían hacer con él si obtuvieran una condena en firme? —dijo Ruiz–Sánchez —. Aunque sea un ciudadano, sus necesidades no son las de un individuo normal y corriente. Si le aplican una condena de treinta días se exponen matarlo. Imagino que cabria la solución de deportarlo, pero no pueden declararle «persona poco grata» sin reconocer formalmente a Litina como nación extranjera, y por el momento, mientras no se dé a conocer el informe sobre el planeta, Litina es un protectorado que no tiene derecho a pedir su admisión en la organización supranacional.

—No hay muchas probabilidades de que se produzca tal cosa —dijo Michelis—. Ello supondría dar al traste con el plan de Cleaver.

Ruiz–Sánchez sintió en lo más profundo el mismo escalofrío que le sobrecogiera cuando Michelis le puso en antecedentes sobre el proyecto de su antiguo camarada de misión.

—¿Están muy avanzados los trabajos? —preguntó.

—No lo sé con certeza. Sólo sé que le han mandado ingentes cantidades de material. Está previsto otro envío para dentro de dos semanas. Entre la tripulación de las naves corre el rumor de que Cleaver se dispone a realizar un experimento no determinado tan pronto el cargamento llegue a Litina. Eso acorta el plazo. Las naves que acaban de entrar en servicio tardan menos de un mes en realizar el viaje.

—Otra vez traicionado —se lamentó Ruiz–Sánchez.

—¿No puede hacerse nada, Ramón? —preguntó Liu.

—Actuaré de intérprete entre Egtverchi y Chtexa, si la comunicación es factible.

—Si, pero…

—Sé lo que vas a decir —interrumpió el biólogo—. Existe una solución definitiva. En teoría debería ponerla en práctica. Les miró como absorto. El zumbido de las abejas, que tanto le recordaba la melodía de los bosques litinos, resonaban con insistencia en su cerebro. —… pero no creo que me decida— concluyó.

Michelis era capaz de mover montañas cuando se lo proponía. En circunstancias normales era hombre de formidable empuje pero cuando pasaba por un trance apurado y veía una posible salida, ni una apisonadora se hubiera mostrado más contundente a la hora de abrir una senda por la que escabullirse.

Lucien conde de Bois d'Averoigne, ex Procurator de Canarsie y miembro perpetuo de la Hermandad de la Ciencia, les recibía cordialmente en su retiro canadiense. Ni siquiera la figura silenciosa y sarcástica de Egtverchi le hizo pestañear. Estrechó la mano del inadaptado reptiloide como si se tratara de un amigo al que lleva algunas semanas sin ver. Era un hombre chaparro macizo, que apenas había rebasado los sesenta años, con una voluminosa barriga. El resto de su persona era de un color castaño: el escaso pelo que le quedaba, el traje que vestía, y también la atezada piel y el enorme puro que sostenía en la boca.

La habitación en la que recibió a Ruiz–Sánchez, Michelis, Liu y Egtverchi era una curiosa combinación de refugio montañero y laboratorio. Había en ella una gran chimenea, toscos muebles, armas de caza en las paredes, la cabeza de un cérvido expuesta en una de ellas y un amasijo indescriptible de cables y equipo electrónico.

—No puedo asegurarles en modo alguno que vaya a funcionar —se apresuró a señalar a los visitantes—. Como podrán observar, el aparato está en una fase experimental. Hace muchos años que no manejaba un soldador ni un voltímetro, de modo que es fácil que se produzca una sencilla avería electrónica en cualquiera de esos cables, pero no podía dejar la tarea en manos de un técnico.

Con un ademán les indicó que tomaran asiento mientras él procedía a dar los toques finales. Egtverchi permaneció de pie al fondo de la habitación, envuelto en sombras, inmóvil a no ser por el pausado movimiento de su poderoso pecho al respirar y el fortuito salto de sus pupilas.

—No hace falta que les diga que no tendremos imagen —explicó el conde, sin dirigirse a ninguno de los circunstantes en particular—. Evidentemente, la gigantesca conexión en doble circuito de que me hablan no emite en la longitud de onda que yo utilizo; pero con un poco de suerte quizá consigamos captar una señal… Ah, veamos…

Se oyó el crepitar de un altavoz casi oculto entre el montón de cachivaches y en seguida el eco apagado de unas señales intermitentes y lejanas. De no ser por el diagrama de radiación, la regularidad de los periodos, Ruiz–Sánchez hubiera dicho que se trataba de ruidos parásitos; pero el conde dijo con vehemencia:

—Capto algo en esta zona. No creí lograrlo tan pronto. De todas formas no acabo de interpretar las señales.

Tampoco Ruiz–Sánchez, que intentó por unos momentos sobreponerse a la confusión que sentía.

—¿Son señales del Arbol? —preguntó con un deje de incredulidad.

—Eso creo —respondió el conde, secamente—. Me he pasado el día montando bobinas de impedancia protectora para prevenir interferencias.

El respeto que el matemático infundía a Ruiz–Sánchez rayaba en la veneración. Le costaba hacerse a la idea de que todo aquel conglomerado de cables, válvulas bellotas, accesorios encarnados y rojizos como triquitraques, relucientes terminales de acoplamiento de los condensadores variables, apiñadas bobinas, contadores de oscilantes agujas, etc,… lograra ir más allá del espacio subetéreo, a cincuenta años luz de espacio–tiempo, y captara directamente los latidos de la falla cristalina sobre la que se asentaba Xoredeshch Sfath…

—¿Logra sintonizar? —preguntó finalmente—. Creo que se trata del indicativo oscilante…, lo que los litinos utilizan como sistema navegacional para fijar la derrota de sus buques y aviones. Tiene que haber una banda sónica.

De repente cayó en la cuenta de que no podía existir una banda de audiofrecuencia, pues nadie transmitía mensajes directamente al árbol de Comunicaciones; sólo el litino que se hallaba en el centro del pabellón subarbóreo. A ninguno de los terrestres se les había explicado cómo el litino transformaba el núcleo del mensaje en ondas de frecuencia. A pesar de ello, vibró súbitamente el sonido de una voz.

—… una poderosa sacudida en el Arbol —decía el anónimo comunicante con la aséptica, uniforme y fría voz característica de los litinos—. ¿Quién está a la escucha? ¿Me oye? No detecto el origen de su frecuencia portadora. Parece como si proviniera del interior del Arbol, pero eso es imposible. ¿Me oyen? Sin decir palabra, el conde puso un micro en la mano de Ruiz–Sánchez. Este se observó a sí mismo, visiblemente tembloroso.

—Si, le oímos —dijo en litino, con voz quebrada por la emoción—. Aquí la Tierra. ¿Pueden oír?

—Sí, les oigo —contestó con premura la voz—. Lo que dicen nos parece de todo punto imposible, pero hemos observado que no siempre sus afirmaciones se ajustan a la verdad. ¿Qué desean?

—Quisiera hablar con Chtexa, el metalúrgico —dijo Ruiz–Sánchez —. Soy Ruiz–Sánchez. Estuve el año pasado en Xoredeshch Sfath.

—Podemos avisarle —dijo la voz, fría y distante. Se oyó un ruido confuso en el altavoz y en seguida la voz del litino—:…si es que quiere hablar con usted.

—Dígale que su hijo Egtverchi también quiere hablarle —indicó Ruiz–Sánchez.

—Ah, en tal caso seguro que vendrá —dijo la voz después de una pausa—. Pero no podemos alargar el diálogo por este canal. La orientación de la señal de ustedes perjudica a mi cerebro. ¿Están ustedes en condiciones de captar una onda modulada por frecuencia acústica si logramos emitir con ella?

Michelis murmuró unas palabras al oído del conde, el cual asintió con vigorosos movimientos de cabeza al tiempo que señalaba el altavoz.

—Así les estamos captando ahora —dijo Ruiz–Sánchez —. ¿Cómo transmiten ustedes?

—Eso no puedo explicárselo —dijo la fría voz—. Me es imposible sintonizarles por más tiempo. Mi cerebro puede estallar. Hemos cursado aviso a Chtexa.

La voz se extinguió y se produjo un largo silencio. Ruiz–Sánchez se limpió el sudor de la frente con el reborde de la mano.

—¿Telepatía? —murmuró Michelis a sus espaldas—. No; pienso que tiene algo que ver con el espectro electromagnético. Pero ¿con qué aspecto en concreto? Chico, seguro que hay un montón de cosas que ignoramos sobre este árbol.

El conde movió la cabeza con un gesto de contrariedad. Tenía la mirada fija en los contadores, como el halcón en su presa, pero por la expresión del rostro no parecía que nada de aquello constituyera una novedad.

—Ruiz–Sánchez —resonó una voz por el amplificador. El jesuita dio un respingo. Era la voz de Chtexa, que llegaba clara y fuerte.

Ruiz–Sánchez hizo señas hacia la parte oscura del salón y Egtverchi avanzó hacia él. Lo hizo sin prisas. Había un no sé qué de insolencia en su forma de andar.

—Aquí Ruiz–Sánchez, Chtexa —dijo el jesuita—. Le hablo desde la Tierra mediante un nuevo sistema experimental de comunicaciones ideado por uno de nuestros científicos. Necesito su colaboración.

—Tendré mucho gusto en ayudarle en lo que pueda —dijo el litino—. Me entristeció no verle en compañía del otro terrestre que está ahora en nuestro planeta. No ha sido muy bien acogido. EI y sus amigos han talado uno de nuestros bosques más hermosos cerca de Gleshchtehk Sfath y han levantado aquí en la ciudad unas construcciones horrendas.

—También yo lamento no estar allí —dijo Ruiz–Sánchez. Sus palabras no parecían venir muy al caso, pero era materialmente imposible exponerle a Chtexa cuál era la situación…Imposible e ilegal —. Todavía confío en ir a Litina algún día. Le llamo a propósito de su hijo.

Hubo un corto intervalo durante el cual el altavoz emitió una cascada de ruidos anómalos y apagados, apenas audibles. Evidentemente la conexión en frecuencia de sonido audible recogía algún ruido de fondo del interior del árbol, o quizá de fuera de él. La claridad de recepción era realmente notable, y resultaba imposible creer que el árbol transmisor se hallara a cincuenta años luz de distancia.

—Egtverchi es ya un adulto —dijo la voz de Chtexa—. Habrá visto maravillas en el mundo de ustedes. ¿Está con usted?

—Sí —respondió Ruiz–Sánchez, que empezó a transpirar de nuevo —. Pero desconoce el idioma litino, Chtexa, por lo que actuaré de intérprete lo mejor que sepa.

—Encuentro extraño lo que me dice —observó el litino—. Me gustaría escuchar la voz de Egtverchi. Pregúntele que cuándo va a venir a casa. Tendrá mucho que contarnos.

Ruiz trasladó la pregunta.

—No tengo casa —dijo Egtverchi con indiferencia.

—Mira, Egtverchi, no puedo darle esta contestación. Por lo que más quieras. Le debes la existencia a Chtexa, lo sabes perfectamente.

—Puede que visite Litina algún día —dijo, al tiempo que una fina película cubría sus ojos—; pero no tengo prisa. Todavía queda mucho que hacer en la Tierra.

—Le estoy oyendo —dijo Chtexa—. Su voz es muy aguda. No es tan alto como debería a tenor de su legado hereditario, salvo que esté enfermo. ¿Qué responde?

No había tiempo material de ofrecer una traducción interpretativa de las palabras de Egtverchi, por lo que Ruiz–Sánchez trasladó la respuesta de forma literal, palabra por palabra, del inglés al litino.

—Ah, entonces eso significa que tiene cosas importantes entre manos —comentó Chtexa—. Buena señal que les acredita a ustedes. Me parece bien que no quiera actuar con precipitación. Pregúntele qué está haciendo.

—Fomentando disensiones —dijo Egtverchi, acentuando levemente el mohín de sarcasmo que adoptaba su semblante. Ruiz–Sánchez no podía traducir el concepto sin más, dado que no existía la noción en el idioma litino. Necesitó casi tres largas frases para dar una versión aproximada de las palabras de Egtverchi.

—En tal caso está enfermo —dijo Chtexa—. Debiera usted habérmelo comunicado, Ruiz–Sánchez. Lo mejor que podría hacer es mandarlo a Litina. Ustedes no están en condiciones de procurarle un tratamiento adecuado.

—No está enfermo, y no desea visitar Litina —dijo Ruiz–Sánchez, rebuscando las palabras —. Es súbdito de la Tierra y no se le puede obligar. Este es el motivo de que me haya puesto en contacto con usted. Egtverchi nos está planteando graves problemas, Chtexa, y causando serios perjuicios. Yo confiaba en que usted podría razonar con él; nosotros nos sentimos impotentes.

De nuevo se oyó un ruido de fondo, anómalo, como un confuso gemido metálico que acabó por extinguirse.

—Esto no es normal ni natural —dijo Chtexa—. Ustedes no pueden diagnosticar la enfermedad que padece. Tampoco yo, pues no soy médico. Deben mandarlo a Litina. Creo que cometí un error al entregárselo a ustedes. Dígale que se le ordena volver a casa en virtud de la Ley de los Ancestros.

—Es la primera vez que oigo mencionar esta ley —contestó Egtverchi al serle traducida la orden—; incluso dudo mucho de que exista. Yo elaboro las leyes sobre la marcha. Dile que está consiguiendo aburrirme de Litina y que si continúa en este plan jamás pondré los pies allí.

—Cállate, Egtverchi… —gritó Michelis, exasperado.

—Silencio, Mike, ya basta con un portavoz. Egtverchi, hasta el momento te has avenido a cooperar con nosotros. Por lo menos no has puesto reparos en acompañarnos hasta aquí. ¿Lo hiciste sólo para darte el gusto de provocar e insultar a tu padre? Chtexa es mucho más sabio y sensato que tú. ¿Por qué no dejas de comportarte como un niño y atiendes a lo que te dice?

—Porque no me da la gana —dijo el reptiloide—, y tus zalamerías no van a hacer que cambie de actitud, querido padre adoptivo. Yo no escogí nacer litino ni ser conducido a la Tierra, pero ahora que soy un ser libre tengo intención de elegir a mi gusto y guardarme mis razones si se me antoja.

—En tal caso, ¿por qué has venido?

—Nada me obliga a contestar, pero lo haré. Vine para escuchar la voz de mi padre. Ahora ya le he oído. No entiendo lo que dice y tu traducción tampoco me aclara gran cosa; eso es todo en lo que a mi concierne. Despídeme de él… No quiero volver a hablarle.

—¿Qué dice? —preguntó Chtexa.

—Que ignora esta ley y que no piensa ir a Litina —expuso Ruiz–Sánchez por el micro. El sudor que cubría la palma de la mano convertía en un adminículo resbaladizo el pequeño micrófono —. Quiere que le despida de usted.

—Adiós, pues —dijo Chtexa—, y adiós también a usted Ruiz–Sánchez. He cometido un error y lo siento de veras, pero ya no tiene remedio. Es posible que sea ésta la última vez que hable con usted, a pesar de este maravilloso invento de que disponen.

Tras de la voz se elevó el extraño y casi familiar gemido hasta convertirse en un formidable y estridente chirrido que se prolongó por espacio de casi un minuto. Ruiz–Sánchez aguardó hasta que calculó que se había restablecido el contacto.

—¿Por qué no, Chtexa? —preguntó con voz ronca—. La culpa es tanto suya como mía. Sigo siendo su amigo y le deseo buena suerte.

—Y yo lo soy suyo y le digo otro tanto —resonó la voz de Chtexa—; pero es posible que no podamos comunicarnos de nuevo. ¿Oye usted el ruido de las sierras mecánicas?

—¡Conque ése era el enigmático sonido!

—Sí, si, las oigo.

—Esta es la razón —dijo Chtexa—. Su amigo Cleaver está talando el Arbol de las Comunicaciones.

En el piso de Michelis dominaba una atmósfera de abatimiento. A medida que se aproximaba la hora señalada para la aparición de Egtverchi en la pantalla se hacia más evidente que sus apreciaciones en torno a la impotencia de las Naciones Unidas eran correctas. Egtverchi no se había mostrado abiertamente triunfalista, pese a que había quedado expuesto a la tentación a raíz de diversas entrevistas periodísticas. Pero había dejado trascender inquietantes insinuaciones acerca de ambiciosos planes que tal vez decidiera poner en práctica con motivo de su próxima aparición en la telepantalla.

Ruiz–Sánchez no sentía el menor deseo de contemplar la emisión, pero debía aceptar el hecho de que no podía hacer caso omiso de ella ni apartar los indicios que pudiera ofrecer. Hasta el momento nada de lo que había llegado a sus oídos le orientaba gran cosa, pero siempre cabía la pequeña posibilidad de que surgiera alguna novedad.

En el ínterin, subsistía el problema de Cleaver y de sus compañeros de misión. Por más vueltas que le diera, no podía olvidar que eran seres humanos, y que si acataba la orden de Adriano VIII y la llevaba a la práctica con éxito, conjuraría algo más que una alucinación planetaria: la muerte instantánea de varios cientos de criaturas y su más que probable condena eterna, ya que Ruiz–Sánchez no creía que Dios se dispusiera a rescatar de este sino a hombres que se hallaban empeñados en una tarea como la de Cleaver. Pero, además, estaba convencido de que no era él quien debía dictar estas condenas a muerte, y menos sin confesión previa. A Ruiz–Sánchez se le había declarado convicto de un delito, pero no de asesinato.

A Tannhauser, el pontífice Urbano IV le aseguró que obtener la absolución que imploraba le seria tan difícil como ver florecer el báculo papal. Pues bien, era igualmente improbable que Ruiz–Sánchez alcanzara la absolución con la comisión de un homicidio santificado.

Y sin embargo, así lo ordenaba el Sumo Pontífice, el cual le había dicho que no cabía otra alternativa para él ni para el mundo. El papa había dejado entrever claramente que compartía con Ruiz–Sánchez la opinión de que el mundo se hallaba al borde del Armagedón, y había expresado sin circunloquios que tan sólo Ruiz–Sánchez podía impedirlo. Las únicas diferencias entre ambos eran de orden doctrinal, y en estas cuestiones el papa podía aducir su infalibilidad…

Pero si cabía que el dogma de la no creatividad de Satán fuera falso, también podía aducirse otro tanto respecto del dogma de la infalibilidad papal. A fin de cuentas era una innovación reciente, y muchos papas en el curso de la historia se las habían compuesto sin él.

Ruiz–Sánchez se dijo —y no por vez primera— que las herejías se presentan como una maraña de hilos y que es imposible tirar de uno de ellos sin deshacer toda la madeja. «Creo, oh Señor; asísteme en mis dudas». Pero en vano. Era como orar a espaldas de Dios.

Alguien llamó a la puerta de su habitación.

—¿Vienes, Ramón? —advirtió la cansada voz de Michelis—. La emisión está a punto de comenzar.

—Ya voy, Mike. Con gestos que denotaban su hastío y abandono tomaron asiento frente a la composición de Klee. ¿Qué esperaban ver? Sólo podía tratarse de una proclama de guerra sin cuartel, aunque ignoraban la forma que revestiría.

—Buenas noches —saludó Egtverchi calurosamente desde el marco de la telepantalla—. Esta noche no habrá noticias, ya que en vez de darlas vamos a protagonizarlas. Está claro que ha llegado el momento de que los que habitualmente son el sujeto pasivo de los acontecimientos, y me refiero a estos infortunados cuyos semblantes aturdidos yacongojados le miran a uno desde las páginas de los periódicos y noticiarios televisados como el mío, se liberen de su desvalimiento. Hoy me dirijo a vosotros para pediros que demostréis el desprecio que os merecen los hipócritas que os dominan y vuestra absoluta capacidad para sacudíroslos de encima.

»Tenéis algo que decirles. Y es esto: «Señores, sus bestias de carga son gente estupenda». Yo predicaré con el ejemplo. A partir de esta noche renuncio a mi condición de ciudadano de las Naciones Unidas y a mi juramento de fidelidad al estado Refugio. A partir de ahora no soy ya ciudadano… —Michelis se había puesto en pie y gritaba de forma incoherente—… Ciudadano de otro país que el circunscrito en los límites de mi propia mente. Todavía no sé con fijeza cuáles son, pero dedicaré el resto de mi vida a tratar de localizarlos del modo que me parezca más conveniente y de ningún otro.

»Vosotros debéis imitarme. Romped vuestros carnets de registro. Si os preguntan cuál es vuestro número de serie contestad que jamás lo habéis tenido. No rellenéis formulario alguno. Cuando suenen las sirenas, permaneced en el exterior. Urdid estratagemas; dejaros crecer el pelo y la barba; abandonad los pasillos subterráneos. No cometáis actos de violencia; simplemente, negaos a obedecer. Nadie tiene derecho a obligaros puesto que no seréis ciudadanos de ningún país. La solución está en la pasividad. ¡Renunciad, resistiros, denegad! Y empezad desde este mismo momento. Dentro de media hora los tendréis encima. Cuando…

Un zumbido estridente sofocó la voz de Egtverchi y por unos instantes su figura quedó empañada por un cuadrilátero de sintonía en rojo y negro, en forma de tablero de ajedrez, que era la señal de prioridad urgente de las Naciones Unidas que ocupaba el circuito de derivación acústico. En seguida el funcionario de la organización que acudió a visitarles apareció en la pantalla mirándoles por debajo de su extravagante casco, sobreponiéndose a la imagen de Egtverchi, cuyas palabras eran a la sazón como un eco lejano.

—Doctor Michelis —dijo, con evidente alborozo—. Al fin ha ocurrido. Se ha pasado de listo, y puesto que ya no es ciudadano de la comunidad de naciones ha caído de lleno en nuestras manos. Venga sin demora; le necesitamos antes de que concluya la transmisión, y también a la doctora Meid.

—¿Para qué?

—Para firmar las declaraciones y actas de acusación. Están ustedes detenidos por haber apadrinado a una bestia indómita. Pero no se alarmen; es puro formulismo. Sin embargo debemos tenerles en custodia. Nuestra intención es encerrar a Egtverchi por el resto de sus días… en una jaula insonorizada.

—Cometen ustedes un error —terció Ruiz–Sánchez con voz serena. El rostro del funcionario, convertido en una máscara triunfal de ojillos fulgurantes se volvió con presteza hacia el jesuita.

—No le he pedido su opinión, señor —dijo—. No tengo órdenes en lo que a usted respecta, pero desde mi punto de vista usted no tiene por qué inmiscuirse en el asunto. Si trata de hacerlo puede salir chamuscado. Doctor Michelis y doctora Meid, ¿hemos de ir a por ustedes?

—No, acudiremos —dijo Michelis, impasible. Pero no esperó a que la imagen del funcionario desapareciera, sino que él mismo pulsó el mando de desconexión.

—¿Qué opinas, Ramón?, ¿debemos ir? —preguntó—. Si crees que no, aguardaremos aquí y al diablo con él. O si lo deseas puedes acompañarnos.

—No, no —contestó Ruiz–Sánchez —. Adelante, haced lo que os dicen. Si os resistís no conseguiréis otra cosa que complicaros más la vida. Lo que si quiero es pediros un favor.

—Dalo por hecho. ¿De qué se trata?

—No salgáis a la calle. Cuando lleguéis a las Naciones Unidas componéroslas para que os mantengan en custodia. Sois ciudadanos en situación de arresto y tenéis derecho a permanecer encarcelados.

Michelis y Liu le miraron con fijeza, sorprendidos. Súbitamente el rostro del químico se distendió, dando a entender que había comprendido los motivos del jesuita.

—¿Tan mal ves las perspectivas?

—Si, estoy convencido. ¿Cuento con vuestra promesa? Michelis miró a Liu y asintió con lentos movimientos de cabeza, como mostrando la congoja que le afligía. La pareja salió al corredor. Había empezado el desmoronamiento del estado Refugio.