#37

 

Dos horas de tensa espera no hicieron sino enfurecerle todavía más. Ver a aquella gente le llenaba de asco. Traidores, politiquillos vendidos al mejor postor, adoradores de Satanás, empresarios ávidos de sangre, prostitutas de lujo…

En un momento determinado, Lucas observó cómo los invitados dejaban de comer y de conversar y avanzaban en silencio hasta la parte trasera de la finca. Pasaron de largo junto al lugar en el que estaban los dos prisioneros, ignorándolos por completo.

Al cabo de un rato los volvió a ver. Todos vestían ricas túnicas sobre sus trajes y llevaban en la mano una máscara. Desfilaron hacia la hoguera y acabaron formando un círculo alrededor del fuego. La pira ardía con fuerza y las llamas alcanzaban los tres metros de altura. Dispuestos así, se colocaron la máscara, a cada cual más grotesca.

Durante unos pocos minutos nadie se movió, hasta que aparecieron tres figuras, dos de ellas vestidas con ropajes ceremoniales: eran Hurtado y Vargas. Ambos hombres caminaban con solemnidad y rostros pétreos, seguidos de Laura, que iba prácticamente desnuda luciendo una salvaje sonrisa. La mujer se recostó sobre el altar y se liberó de la única prenda que llevaba encima.

Hurtado llevaba en las manos una gran custodia dorada, en la que había una hostia.

En cuanto la colocó encima del altar, junto a los pies de Laura, la multitud empezó a chillar enloquecida, profiriendo todo tipo de insultos a la sagrada forma en diferentes idiomas. Varios se acercaron a ella y, quitándose las máscaras durante unos instantes, escupieron con rabia sobre ella.

Lucas hizo ademán de chillar de nuevo, pero sabía que al poco tiempo se acercaría uno de los esbirros de Vargas y le golpearía, tal y como ya había ocurrido. De poco podía servirle ya que a estas alturas tenía claro que la policía no iba a aparecer y no había nadie cerca que pudiera socorrerles.

Hurtado, que dirigía la celebración, empezó a recitar oraciones a Satanás, secundadas por todos los asistentes.

Tan metido estaba Lucas en la abominable ceremonia, que no se dio cuenta de un movimiento detrás de él. De pronto, notó cómo sus ataduras se movían.

—No digan nada —dijo una voz detrás de ellos. ¡Era el padre Francisco! —¡Vaya! Este nudo está muy bien hecho.

—Ha tardado mucho en llegar, padre —dijo Vega en un susurro—. En mi bota hay una pequeña navaja.

El cura se le acercó con sigilo y encontró lo que buscaba. Afortunadamente, los habían abandonado en una zona algo apartada de la ceremonia y en ese momento, todas las miradas estaban fijas en lo que se estaba desarrollando allí.

El sacerdote liberó a Vega con manos temblorosas.

—¡Es usted cojonudo! —exclamó este, en un susurro—. Ahora encárguese de Drusell mientras yo me quedo quieto para guardar las apariencias. ¡Drusell! Escúcheme. Nada de moverse en cuanto le corte las cuerdas. Debemos pensar muy bien qué vamos a hacer. En cuanto nos descubran, tendremos muy poco tiempo.

Las ataduras de Lucas cayeron y él se mantuvo quieto, a pesar de que todo su cuerpo le pedía acción.

—Escóndase, padre —dijo Vicente—. Ya ha hecho suficiente, aléjese de aquí.

Un instante después oyeron detrás de ellos unos pasos distanciándose.

Pasaron un par de minutos, que a Drusell se le hicieron eternos, hasta que por fin dijo:

—¿Ya se le ha ocurrido algo? No vamos a quedarnos aquí parados.

Inquieto, a punto estaba de levantarse cuando un movimiento hizo que se pusiera rígido. Dos personas se acercaban a la hoguera desde la parte delantera de la casa. Eran mercenarios y traían a Lucy en volandas.

Lucas sintió que el corazón se paraba en su pecho.

—¿Qué van a hacer con ella? —se preguntó con hilo de voz, para luego añadir:

—¡Es la víctima!

—¡Quieto, Drusell! —exclamó Vega—. Tenemos que pensar.

—Pero… ¡La van a matar! —gritó Drusell.

Al oírle, uno de los guardias se giró hacia ellos y se acercó unos pasos con mirada amenazante.

—Hijo de puta, como vuelvas a gritar, te rompo la mandíbula. ¿Entendido?

Lucas asintió en silencio. El tipo se alejó, girándose cada poco en dirección a los prisioneros.

Vega se volvió hacia su compañero y le explicó su plan.

—Necesito una distracción para ganar tiempo mientras consigo un arma. En cuanto ese tipo se olvide de nosotros, nos pondremos en movimiento, aunque va a ser muy arriesgado.

Lucas miró a su alrededor, intentando pensar. Sus ojos se fijaron en el depósito de combustible. Sin él, todo se quedaría a oscuras. Esa podía ser la solución, pero ¿cómo? El generador quedaba al otro lado y a unos metros de distancia. Demasiado cerca de los hombres armados.

Entonces reparó también en la carretilla elevadora. Era una máquina robusta, con dos largas palas para trasladar cargas pesadas. Sin duda, la habían utilizado para transportar el depósito y las instalaciones añadidas a la finca para la celebración. Estaba seguro de que tendría las llaves puestas.

Tenía una idea, pero de momento no se podía mover; si lo hacía, su guardián lo acribillaría a tiros antes de que avanzara unos pocos metros.

Lucas sudaba pensando en que cada segundo era crucial. Su hija estaba al borde la muerte y él no podía hacer otra cosa que quedarse quieto.

 

 

 

Hurtado se apartó de Laura, jadeando, y se volvió a colocar la túnica, mientras los cánticos continuaban. Estaba pletórico, ya que se acercaba el momento culmen de la noche y todos los participantes estaban disfrutando de la fiesta.

Los asistentes danzaban alrededor del fuego sagrado, mientras entonaban cánticos ancestrales que arrancaban del corazón sentimientos de súplica presentados ante el demonio Sanhain, el dios de la muerte. Las túnicas eran de los más diversos colores. Entre todas, destacaba la del sumo sacerdote, negra con bordados en tonos rojos y verdes, y una gran figura del demonio que cubría la parte delantera.

Siguiendo la vieja costumbre, cada cual llevaba la máscara de un animal. Algunos de ellos, los auténticos druidas, escondían su rostro tras una careta que representaba a un macho cabrío. El resto ocultaba su cara con máscaras de toros, lobos, serpientes… Todos sabían que la única que no debían llevar era la de un cordero.

Laura se incorporó, dejando el altar vacío. Se revistió con una túnica escarlata y se unió a los demás.

En ese momento, el baile cesó y se hizo un hueco para dejar entrar en el círculo sagrado a los dos hombres portadores de la ofrenda de esa noche.

Todo estaba dispuesto: la mesa de madera, los dos cirios, uno en cada extremo, el libro ritual, colocado sobre un atril de pie, y el fuego purificador, que se iba alimentando de las ramas arrancadas a los pinos del gran bosque.

—¡Escuchadme todos! —exclamó Hurtado, en su papel de sacerdote principal.

El silencio se hizo más profundo.

—Nuestro amo y señor nos ha concedido este año la gracia de poder ofrecerle la víctima más agradable: una joven virgen, y no una cualquiera, sino alguien que ha sido bendecido por el dedo de Yahvéh.

Se oyeron murmullos de excitación.

Colocaron a Lucy sobre el altar, con el cuerpo en forma de aspa. Sus manos y sus pies estaban fuertemente sujetos por cuerdas a cada una de las patas de la mesa. No podía gritar porque tenía la boca sellada. Si alguno de los presentes se hubiera fijado en sus ojos, habría adivinado el terror de la muchacha. Sin embargo, sólo Hurtado se encontraba lo suficientemente cerca para advertirlo y disfrutar de ello. La chica, revestida con una túnica blanca, símbolo de la pureza de su alma, se debatía vanamente con la intención de liberarse de aquellas ataduras.

Hurtado sintió junto a él la presencia de su líder. Aunque no podía verle el rostro por la máscara que lo cubría, estaba seguro de que se sentiría muy satisfecho con el devenir de los acontecimientos. No solo iban a tener un sacrificio sublime, sino que se iban a deshacer para siempre de unos peligrosos enemigos de la secta.

—¡Oh, Satanás, príncipe de este mundo! Acepta favorablemente el sacrificio de esta joven que te entregamos en cuerpo y alma, tú que vives y reinas por siempre y para siempre.

—Amén —respondieron al unísono todos los presentes.

Uno de los acólitos le ofreció una daga con solemnidad, a la vez que se renovaban los cantos. El sacerdote de Satán sabía que ese cuchillo tenía una historia que se remontaba muchos siglos atrás. Había bebido cientos de veces la sangre de los sacrificios, igual que haría esa noche una vez más. Ceremoniosamente lo agarró con las dos manos y lo alzó sobre el pecho de la joven.

—¡Satanás! Recibe con agrado el corazón de esta virgen que en tu honor hoy sacrificamos.

—¡Alto! —rugió una potente voz.

Al instante, el centro de atención dejó de ser la asustada muchacha y el maestro de ceremonias. Todos se giraron en silencio en dirección al intruso que se atrevía a interrumpir un momento tan importante e intenso como aquel.

Unos segundos después, un murmulló se elevó entre los presentes al observar que se acercaba con paso vivo un cura, inconfundible por su vestimenta.

En cuanto el sacerdote llegó al círculo de asistentes a la misa negra, algunos se apartaron para dejarle entrar.

—En nombre de Dios, ¡deteneos! —exclamó, poniéndose en medio de ellos, a pocos metros de la hoguera y de Lucy—. Esto que estáis haciendo os va a llevar a la condenación eterna, ¿no lo entendéis?

Hurtado guardó el cuchillo en su cinturón y se acercó al padre Francisco andando despacio y sin quitarse la máscara.

Uno de los guardaespaldas hizo ademán de entrar en el círculo humano para atrapar al extraño, pero Vargas lo disuadió con un movimiento de su mano.

—En nombre de Cristo, os digo: ¡reconciliaos con Dios!

Dicho esto, levantó una pequeña cruz de oro que llevaba en el cuello, para que todos la pudieran ver.

—«A quién no conoció el pecado, Dios le hizo pecado, para que fuésemos justicia de Dios en él, con su sangre nos ha justificado y nos ha perdonado todas nuestras faltas, ha ganado la Vida Eterna para todos nosotros». ¡La Vida Eterna! Así que os digo: ¡reconciliaos con Dios!

En ese momento alguien se acercó por detrás y le pegó una patada en el trasero. El golpe no fue doloroso, pero el padre Francisco se giró instintivamente buscando quién había sido. El atacante había vuelto rápidamente a su posición, junto a los demás.

La reacción del cura hizo que todos empezaran a reír. Entonces otro de los asistentes hizo lo mismo que el anterior. El exorcista se giró de nuevo y esta vez sí pudo ver a su agresor, pero las risas ganaron en intensidad.

—Como verá, padre, creo que aquí no hay nadie que quiera salvarse —le dijo Hurtado, quitándose la careta y mostrando una sonrisa torcida—, y me temo que usted tampoco tiene salvación ahora.

 

 

 

En cuanto se escuchó la orden del padre Francisco a pleno pulmón, los mercenarios de Hurtado se giraron en busca del origen de la voz y avanzaron hacia allí.

Entonces, Lucas y Vega abandonaron su posición.

—No sé si será suficiente distracción —dijo Vega—. Usted escóndase.

Viendo que Lucas se dirigía hacia la gente, exclamó:

—¿Pero dónde va?

—Voy a conseguirle esa distracción que necesita —respondió Drusell, alejándose de él.

Lucas corrió hacia el tanque de combustible, apenas iluminado, ya que en esa zona no se habían instalado focos. Lo rodeó por detrás para no ser visto, hasta llegar a la carretilla elevadora. Las llaves estaban puestas.

Se subió a la máquina y la puso en marcha. Esta se encendió con un débil rugido, apagado completamente por los cánticos y el fuerte ronroneo del generador.

El doctor miró los controles. Jamás en su vida había manejado un aparato como ese, pero no podía ser complicado. No tenía marchas, solamente un pedal para acelerar y otro de freno, además de las palancas que controlaban las palas.

Pisó el acelerador a fondo, rumbo al depósito de combustible.

 

 

 

—No debería haber venido aquí, curita —espetó Hurtado al padre Francisco.

—No tengo miedo a la muerte, sé dónde voy a ir después —respondió el sacerdote serenamente —. Sin embargo, ¿sabe usted dónde va a acabar, doctor?

Uno de los presentes avanzó de nuevo por detrás del exorcista con una gruesa rama en las manos y le golpeó en la cabeza.

—¡Esto por meterte donde no te llaman, imbécil! —le insultó.

El sacerdote cayó al suelo aparatosamente, pero antes de que se pudiera levantar varios más se acercaron a él, hombres y mujeres, y empezaron a darle patadas, a la vez que reían, mientras los demás seguían danzando y cantando.

Vargas, con la máscara puesta, se acercó a Hurtado.

—¡Esta noche estoy disfrutando como nunca! —le dijo—. Quiero ser el que le dé el golpe de gracia al cura, nunca he matado a uno.

—Por supuesto, Maestro —dijo Hurtado, poniéndose de nuevo la máscara de macho cabrío y ofreciéndole el cuchillo.

De repente, se oyó un fuerte golpe. La carretilla elevadora había embestido el depósito, volcándolo y perforándolo. Los cientos de litros de gasolina se derramaron por el suelo y empezaron a correr por la suave pendiente, en dirección al círculo humano.

La máquina hizo ademán de continuar avanzando pero el depósito se había volcado junto a un desnivel del terreno, por lo que se quedó ahí parado.

Rápidamente el grupo de esbirros encargados de la seguridad se desplegaron formando un semicírculo alrededor del vehículo, con las armas automáticas dispuestas a disparar.

—¡Es Drusell! —exclamó Hurtado, al mirar en dirección al lugar donde debería estar atado.

—Ya está bien de tonterías —dijo Gonzalo Vargas—. Acabad con él de una vez.

De repente, se apagaron todas las luces.

 

 

 

Vicente Vega permanecía escondido tras una de las esquinas de la casa, a tan solo diez metros de donde se celebraba la misa negra.

Vio cómo Lucas realizaba la maniobra con la carretilla elevadora y aplaudió en su interior tal ocurrencia. Eso era una distracción y lo demás gilipolleces, se dijo.

En cuanto vio que todo el personal de seguridad se colocaba en posición, avanzó hacia ellos. Todas las miradas estaban clavadas en el depósito volcado, por lo que los matones le daban la espalda. El hombro derecho le ardía por la herida de bala y sentía una aguda punzada de dolor en el costado, además de en la nariz. Seguro que le habían roto varias costillas durante la paliza que le habían pegado, pero a pesar de ello notó que podía moverse con cierta soltura.

Se encontraba a apenas un par de metros de uno de los guardias cuando las luces se apagaron.

Sin perder un segundo, Vega se abalanzó sobre él y lo degolló con su cuchillo, para luego tantear en busca del arma. La encontró. Se trataba de un Tipo 58, un fusil de asalto muy similar a su desaparecida AK-47.

En ese momento los mercenarios abrieron fuego contra la máquina y los disparos iluminaron la noche. En la distancia y a la débil luz de la hoguera, Vega vislumbró una figura que corría y se escondía tras una pequeña elevación del terreno. Se alegró al descubrir que Lucas había abandonado la carretilla unos segundos antes de que empezaran a disparar.

Olvidado por todos, el pequeño río de combustible seguía corriendo y había llegado hasta los asistentes que más próximos estaban al depósito. El derrame continuó su avance pasando a unos metros del altar y siguió descendiendo hasta encontrarse de frente con la enorme hoguera. El líquido entró en contacto con ella y comenzó a arder. En un instante, una lengua de fuego recorrió toda la superficie de la gasolina hasta su origen. Tres de los asistentes estaban sobre el charco y sus ropas comenzaron a incendiarse.

—¡Joder! —exclamó Vega unos segundos después, al verlos correr envueltos en llamas.

El resto de participantes en la ceremonia se apartaron del líquido, que continuaba su camino, formando un mar de llamas, y se quedaron mirando a los tres que ardían. Ninguno hizo el menor gesto para auxiliarles. Una de las antorchas humanas se dirigió corriendo hacia varios de sus compañeros, pero estos se apartaron a su paso; incluso uno de ellos le golpeó con un tronco al ver que se le iba a echar encima.

Gracias a la iluminación que ahora proporcionaba el fuego, Vega no perdió tiempo y disparó contra los hombres armados. De una pasada, abatió a tres de ellos antes de que el resto reaccionara.

Sin congratularse en lo conseguido, retrocedió a toda prisa para ponerse a cubierto, a la vez que acababa con otro más.

Aquello desató el caos. Los asistentes a la ceremonia descubrieron que alguien abría fuego sobre los hombres que se suponía que los tenían que defender, y no sabiendo bien qué pasaba, empezaron a correr, presa del pánico.

El río de fuego, de más de un metro de ancho, había dividido el círculo ceremonial en dos mitades. Los que quedaban a un lado del charco empezaron a correr hacia abajo para rodearlo, mientras los otros comenzaron a huir hacia el aparcamiento.

Los mercenarios que quedaban en pie disparaban con toda su potencia de fuego contra Vicente Vega, que se había parapetado tras la vieja casa y permanecía agachado, incapaz de devolver el fuego. Varios de los que huían del fuego, al cruzar corriendo la zona de tiro rumbo a sus coches, cayeron acribillados por los disparos de las AK-47.

Mientras, los que estaban al otro lado del arrollo ardiente continuaron atravesando la finca hasta llegar al final, donde el río de fuego se había estancado y empezaba a acumularse. Se trataba de un fragmento de una vieja pero robusta tapia de piedra, pegada a la verja metálica que delimitaba la finca e impedía, de momento, el paso del combustible

El espectáculo era dantesco. Una decena hombres y mujeres espléndidamente vestidos y, muchos de ellos, todavía con las máscaras puestas, apresurándose a subir a un grueso muro de piedra, dispuestos a pasar por encima de cualquier obstáculo.

Según fueron llegando, empezaron a ascender por el muro, de algo más de dos metros de altura, aprovechando que había grandes fragmentos caídos, que hacían de escalera. El estrecho paso hizo que se creara un cuello de botella, ya que solo podían subir de uno en uno. Para mayor dificultad, algunas de las piedras no presentaban demasiada estabilidad y se movían.

Los tres primeros ya estaban escalando cuando los dos que iban a continuación empezaron a empujarse para ser los siguientes en subir. Los empujones derivaron en una pela en toda regla, un hombre con cabeza de serpiente contra otro con cabeza de lobo. Después de unos momentos de forcejeo, el «lobo» sacó una pistola y acabó con su contrincante con un tiro en la frente.

Al escuchar el disparo, la mujer que subía en tercer lugar, espantada, aceleró el paso y chocó con el que tenía delante, agarrándolo del brazo de forma involuntaria. Este, sintiéndose agredido, intentó soltarse con violencia e hizo que la mujer perdiera el equilibrio y cayera sobre el charco en llamas, mientras que también procuraba apresurarse, sin conseguirlo, debido a la lentitud del primero. Los gritos de la mujer llegaron un instante después pero nadie hizo el menor caso.

El que abría la marcha y acababa de encaramarse al muro era un tipo muy grueso con careta de toro. El hombre miró el estrecho paso, asustado, y empezó a moverse muy despacio, a la vez que sentía ascender un calor abrasador.

Detrás de él, el que lo seguía rebufaba, pero al primero le daba igual; debía ir con cuidado para no caer.

—Venga, puto gordo, ¡más rápido! —exclamó.

Al escuchar el insulto, el otro se revolvió y sintió crecer la ira en su interior. ¿Quién se ha creído que es ese imbécil?, pensó. Sin embargo, no dijo nada y continuó avanzando lentamente.

—¡Vamos, que aquí hace mucho calor, joder! ¡Maldito gordo!

Ese nuevo comentario acabó con su poca paciencia. Sacó una navaja del bolsillo y, girándose, se la clavó varias veces en el pecho a su molesto acompañante. Se lo merecía, se dijo, mientras veía la confusión en su rostro y luego, pocos segundos después, escuchaba sus gritos desgarradores al caer al fuego.

Ahora que ya estaba más seguro, puesto que los siguientes estaban a una distancia prudencial de él, siguió progresando a pasos cortos. Había avanzado unos metros sobre el muro y solo le quedaban tres más para dejar atrás el fuego.

El denso calor continuaba subiendo desde abajo y golpeándolo; parecía que estuviera dentro de un horno.

Se deshizo de la máscara y sacó un pañuelo para secarse el sudor de la cara, que hacía que le picaran los ojos.

Junto con el pañuelo, salió también su reloj de oro, un modelo único. De forma instintiva, estiró la mano para agarrarlo, perdiendo el equilibrio y precipitándose sobre el lago de fuego, que, gustoso, lo acogió entre sus llamas.

 

 

 

Lucas, aprovechando el desconcierto que se había creado, salió de su escondite y corrió hacia su hija. Para su suerte, los pocos mercenarios que quedaban vivos estaban demasiado ocupados tratando de acabar con Vega, mientras los invitados corrían por su vida.

Llegó hasta el altar del sacrificio, en el que Lucy se esforzaba en vano por liberarse, y empezó a forcejear también él con las ataduras. A un metro de donde se emplazaba el altar, el río ardiente continuaba fluyendo poco a poco.

Consiguió liberarla y, tomándola en brazos, se alejó con ella pendiente arriba, rumbo a la seguridad del montículo en el que antes se había escondido.

Sin embargo, no se apercibió de que alguien se había fijado en él y le seguía.

 

 

 

—Dejad de disparar y larguémonos, ¡joder! —gritó Gonzalo Vargas a sus hombres.

La situación se le había ido de las manos y era el momento de desaparecer. Algunos de sus invitados ya habían llegado a sus coches y abandonaban la finca a toda velocidad. Tanta prisa tenían en alejarse de allí, que en su huida embistieron a cuantas personas se les cruzaron corriendo hacia sus vehículos.

Vargas subió a su Lamborghini, y pisó el acelerador rumbo a la salida, seguido por sus matones en un todoterreno

Al encarar la puerta de la granja, vio muy cerca de la entrada a una mujer tendida en el suelo, en medio de un charco de sangre, tratando de incorporarse.

El coche de del Maestro le pasó por encima.

—Mala suerte, cariño —dijo, sin rastro de emoción.

 

 

 

Aprovechando que los mercenarios habían dejado de dispararle, Vega abandonó su parapeto y corrió hacia el padre Francisco, que estaba caído en el suelo.

No muy lejos de su posición, pero ajenos a él, dos de los que habían estado haciendo de camareros durante la fiesta, empleados de Hurtado en su clínica, revisaban los bolsillos, las muñecas y los cuellos de los fallecidos a causa del tiroteo, en busca de joyas y otros objetos de valor. En un momento dado ambos empezaron a pelear por un collar especialmente valioso.

Vega observó cómo sacaban sus navajas para solucionar el problema y los ignoró, llegando hasta donde se encontraba tendido el cura. Lo colocó boca arriba y lo examinó. Tenía el labio partido, una herida bastante profunda en la cabeza, que sangraba profusamente, y un ojo en muy mal estado. Además, de seguro que habría algunas costillas rotas, como él mismo, pero, gracias a Dios, estaba vivo.

Lo sacudió y el padre volvió en sí.

Vega le pasó el brazo por debajo de la axila y le ayudó a incorporarse. Al apoyar el cura parte de su peso en Vicente, este emitió un gruñido al sentir el dolor de su herida y de su costado, pero se mantuvo firme y alejó al exorcista de allí.

 

 

 

Una vez a salvo, Lucas dejó a Lucy en el suelo. Esta retiró con rabia las tiras de esparadrapo que tapaban su boca. De sus ojos, apenas visibles, caía un río de lágrimas.

—Tranquila, cariño, aquí estamos a salvo.

La luz de las llamas apenas llegaba hasta allí, por lo que solo se apreciaba a su lado la carretilla elevadora medio volcada.

De pronto, Lucas vio que en la mirada de su hija aparecía miedo y se giró.

Frente a ellos, a tan solo unos metros, estaba observándolos un hombre con ropas ceremoniales y máscara de macho cabrío.

—Hurtado —musitó Lucas, incorporándose y poniéndose frente a su hija en actitud defensiva.

Este avanzó unos pasos hacia ellos.

—No tienes nada que hacer aquí. ¡Vete, estás acabado!

En lugar de responder, se adelantó unos pasos más y emitió un terrible balido que hizo que se le pusiera la carne de gallina.

—¡Has perdido la razón! —exclamó Drusell, asiendo un fragmento de madera que había en el suelo, a modo de arma.

Entonces, antes de que el doctor reaccionara, el hombre con cabeza de macho cabrío se lanzó sobre él y le dio un fuerte empujón. Lucas salió disparado hacia atrás varios metros, sorprendido de la tremenda fuerza de su enemigo.

Drusell se incorporó a toda prisa pero ya lo tenía encima de nuevo. Esta vez Hurtado lo agarró por el cuello y lo alzó, hasta que Lucas dejó de tocar el suelo con los pies.

—¡Lo has estropeado todo! —dijo una voz inhumana tras la máscara.

Lucas, mientras, movía los pies en el aire, haciendo fuerza con sus manos para liberarse de su férrea presa.

—¡Déjalo! —gritó una voz chillona de niña

—¡Lucy, no te acerques! —balbuceó Lucas, apenas capaz de hablar.

La muchacha se aproximó y Hurtado soltó a Drusell, para encararse a la niña, emitiendo un nuevo balido.

Lucas boqueó, sin poder creer lo que estaba pasando. ¿Quién era aquel ser con semejante fuerza? ¿Qué podía hacer contra él? De repente, cayó en la cuenta de lo que estaba sucediendo y se quedó helado de terror. Su pelea no era contra Hurtado, sino contra el mismísimo Diablo, que de alguna manera había tomado el cuerpo del doctor.

Mientras Drusell se recuperaba, Lucy avanzó hacia su enemigo con mirada desafiante. Por su parte, lo que fuera que estaba frente a ella no dejaba de exhalar gruñidos y sonidos guturales, sin moverse. Cuando la joven estuvo a escasos dos metros de él, aquel monstruo empezó a retroceder.

—¡En nombre de Dios, te ordeno que te marches! —exclamó Lucy con voz imperante.

Entonces, empezó a recitar en voz alta las oraciones que usaba el padre Francisco durante sus exorcismos, aprendidas en las sesiones a las que había asistido.

Hurtado empezó a emitir más sonidos desagradables, como si cada frase de la niña fuera un dardo que le clavaba en el cuerpo.

—¡Sal de él, Satánas! —escuchó Lucas por detrás de Hurtado.

Era el exorcista, que avanzaba hacia ellos apoyándose en Vicente Vega y mostrando en la mano su pequeña cruz de oro. Con paso vacilante y aspecto débil, su voz sonaba firme.

El hombre-carnero se giró hacia él y soltó otro mugido, esta vez desafiante.

—¡Ríndete o acabarás mal! —dijo Vega, sacando una pistola y apuntándole.

Loco de rabia, el sacerdote de Satán se abalanzó hacia ellos.

Vega disparó varias veces, impactando primero en las piernas de su enemigo para inmovilizarlo, pero este seguía corriendo esparciendo su sangre, como si fuera inmune a las balas.

—¡No me jodas! —exclamó Vicente, asombrado, mientras seguía disparando contra él, esta vez en dirección al pecho.

La primera bala le alcanzó en el abdomen, pero no hubo una segunda, porque Hurtado los embistió a ambos con fuerza, lanzándolos varios metros atrás igual que había hecho con Lucas, para luego agarrar a Vega y empezar a estrangularlo.

—¡Déjalo! —exclamó Lucy, cogiéndolo del brazo.

La criatura emitió un gemido de dolor y se apartó de golpe, soltando a Vega, como si el contacto con la niña le quemara.

En ese momento el hombre de la máscara fue consciente de la herida de su abdomen, que sangraba con abundancia.

—Se ha acabado, Hurtado —dijo Lucas, poniéndose al lado de su hija—. Deja que te socorra, todavía te puedes salvar.

—Reconcíliate con Cristo —añadió el cura.

—¡Jamás! —dijo una cavernosa voz detrás de la máscara.

Dicho esto salió corriendo, rodeando el montículo.

Todo el grupo se asomó para en qué acababa todo, y se quedaron mudos de espanto.

El hombre-macho cabrío se había arrojado al río de fuego y permanecía en medio de él, arrodillado y quieto, mientras la llamas lo devoraban.

Lucy, sobrecogida, se volvió para no ver la escena, y los otros la imitaron.

Entonces la muchacha reparó por primera vez en Vega.

—¡Es él! —exclamó, identificándolo como el hombre que les había estado vigilando.

—No tengas miedo. Es amigo —dijo Lucas.

—Lo sé —dijo la niña, mirándolo con fijeza unos instantes.

—¿Está bien, padre? —preguntó Drusell.

El sacerdote asintió, sin decir nada, y se dejó caer al suelo.

—Aquí estamos a salvo —dijo Vega—. Los mercenarios que quedaban se han marchado escoltando a algunos de los invitados más importantes. Los coches están abandonando el lugar a toda prisa.

—¿Nadie va a ayudar a los heridos? —preguntó Lucy, horrorizada.

—Esta clase de gente solo se preocupa por sí misma —le respondió el antiguo policía.

—Deberíamos hacer algo —insistió la muchacha.

—Han estado a punto de matarte, ¿y quieres ayudarles? —preguntó Vega, asombrado.

—Opino igual —dijo el exorcista, hablando con dificultad.

Vicente Vega se encogió de hombros y todos abandonaron su escondite.

A poca distancia de donde se encontraban, una mujer chillaba de dolor, sin poder moverse. Lucas se acercó hasta ella y en ese momento reconoció a Laura.

Aunque deseó sentir odio hacia ella o un sentimiento de triunfo, lo cierto es que solamente notó pena. La mujer, que gritaba desesperadamente, tenía quemaduras en una parte considerable de su cuerpo, incluida la cara y, en caso de sobrevivir, las terribles marcas del fuego ya nunca le abandonarían.

El padre Francisco llegó junto a los dos y se agachó. Apoyó la mano en el hombro de la mujer, a la vez que le hablaba en voz baja.

Poco a poco Laura logró tranquilizarse, a pesar de que seguía llorando de dolor.

—Quizá tenga todavía posibilidad de salvación —le dijo el sacerdote.

Drusell entendió a la perfección que no hablaba de salvar su vida.

La guarida
titlepage.xhtml
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_000.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_001.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_002.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_003.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_004.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_005.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_006.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_007.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_008.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_009.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_010.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_011.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_012.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_013.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_014.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_015.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_016.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_017.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_018.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_019.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_020.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_021.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_022.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_023.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_024.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_025.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_026.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_027.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_028.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_029.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_030.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_031.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_032.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_033.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_034.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_035.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_036.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_037.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_038.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_039.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_040.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_041.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_042.html
CR!2F31RF94M16A55NVBS9Y72PB8DJP_split_043.html