#22

 

Padre e hija se reunieron con el padre Francisco en la puerta de la casa de la familia Costa. Se trataba de un edificio relativamente nuevo, de once plantas, que disponía de un patio en el que había una pequeña piscina y una pista de pádel.

En cuanto el cura los vio, cogió las manos de Lucy entre las suyas y le dijo:

—Muchas gracias por acompañarme, pequeña. Ya verás qué bien va a salir todo.

—Eso espero —respondió la niña, con un poco de temblor en la voz—, porque estoy muy nerviosa.

—No te preocupes, no va a pasar nada.

Llamaron al timbre y accedieron al patio. Media docena de niños jugaban en un pequeño parque que no habían visto desde fuera. Los pequeños chillaban mientras se tiraban por el tobogán.

—No te lo pregunté ayer, Lucy, ¿tú sabes rezar el rosario?

—¡Pues claro!

—¡Gracias a Dios! —exclamó el cura, elevando los ojos al cielo y juntando las manos con teatralidad—. Alguien con un poco de sentido común y piedad. A ver si enseñas a tu padre; nos vendría bien una ayuda extra.

—¿Pero por qué insiste tanto con el rosario, querido amigo? —preguntó Lucas, intrigado.

—Hijo mío, el rosario es el látigo del demonio. No lo soporta. Ni se imagina la multitud de gracias que trae rezarlo.

—Se trata de rezar un Padre Nuestro y luego unas cuantas Ave Marías o algo así, ¿no?

—¡Es más que eso, hombre de Dios! Pero si por lo menos sabe esas oraciones, algo podremos hacer. En cada misterio se reza un Padre Nuestro y diez Avemarías. Usted vaya rezando lo que pueda que de algo servirá.

Salieron del ascensor y, una vez caminados unos pocos metros por el pasillo, llegaron a la puerta.

—Bienvenidos —dijo Félix con una sonrisa, para luego mirar a Lucy con mirada interrogadora.

—Es la hija del doctor Drusell y va a ser mi ayudante durante la sesión, si a usted no le importa, claro.

—No, no. Lo que usted diga —dijo, algo confuso.

—Está bien, vayamos a la batalla —añadió el cura con resolución, entrando seguido de sus dos acompañantes.

Apenas llevaban unos pasos recorridos cuando Lucas se giró al ver que su hija no iba a su lado.

La niña estaba todavía en el pasillo, frente a la puerta.

—Vamos, Lucy —le dijo su padre, pero ella siguió quieta. Entonces se dio cuenta de que en su rostro se reflejaba un miedo intenso.

Su padre y el sacerdote volvieron a la entrada de la casa.

—¿Qué pasa, Lucy? —le preguntó el padre Francisco, poniéndole una mano en el hombro.

—No sé. Iba a entrar y de repente… no sé…

—Lo sientes, ¿verdad? Sientes su cercanía —dijo el exorcista, mirándola con intensidad.

Lucy se quedó durante unos segundos mirándolo, hasta que el miedo desapareció y contestó, más calmada:

—Sí. Está aquí.

—No te asustes de tus dones. Hasta ahora los has reprimido, pero este es el momento en que debes dejar que se manifiesten; son una bendición de Dios y te ayudarán, ya verás.

La niña entró, andando con paso decidido, y los cuatro se presentaron en la habitación de Javier. El chico estaba en ese momento viendo un programa de la televisión, medio acostado en la cama.

—Gracias por hacer las gestiones para que mi hijo pueda acudir al centro de día y pasar allí las mañanas —dijo Alicia, nada más ver a Drusell—. Ahora con él en casa todo está mejor. La verdad es que no deberíamos habernos dejado convencer por Hurtado de que tenía que estar internado permanentemente. Apenas íbamos a verlo porque cada vez que nos veía se ponía como loco. Por ese motivo el doctor nos aconsejó que no fuéramos a visitarlo.

—No se preocupe, lo pasado, pasado está —le dijo Lucas, restándole importancia, al ver la cara de angustia de la mujer. A continuación, se dirigió a Javier—. Me han informado en el centro que esta mañana te han hecho una revisión y que estás muy bien de salud. Pero también me han dicho que tienes una curiosa cicatriz en la parte baja de la espalda ¿Sabes de qué es?

—No recuerdo. Me hicieron una operación hace un par de años, creo. El doctor Hurtado me dijo que estaba muy enfermo y era necesario.

—¿Ustedes sabían algo? —preguntó Lucas, girándose hacia sus padres.

Ellos negaron con la cabeza.

—Bueno —interrumpió el padre Francisco—. Manos a la obra.

El joven se percató de la presencia de la chica en el cuarto.

—¿Y tú cómo te llamas? —le preguntó a Lucy, que permanecía detrás del sacerdote.

—Lucy —respondió ella.

—¿Y qué eres? ¿Una especie de monaguillo?

Lucy sonrió por primera vez desde que pisó la casa.

—Sí, algo parecido. Ayudo al padre Francisco.

—¿Es conveniente que una niña tan pequeña tenga que presenciar esto? —preguntó Alicia, horrorizada.

—Ha venido porque yo se lo he pedido. Dios le ha otorgado unos dones que pueden ayudarme en el trabajo que tengo que realizar.

Alicia y Félix la miraron como si se tratara de un ser sobrenatural y Lucy se ruborizó. Después se acercó hasta su padre y le cogió del brazo. Estaba realmente asustada.

—¿Ayuda? ¿Para qué? —preguntó Javier, confuso.

—Venimos a continuar con lo que empezamos ayer.

—Entonces ¿insiste en que estoy endemoniado?

—Sí, por eso tienes esta enfermedad que nadie sabe tratar. Tú quieres que el demonio salga de ti, ¿verdad?

—Por supuesto. Si me dice lo que tengo que hacer…

—Nada. Quédate como estás y si tiene que ocurrir algo, ocurrirá.

Javier se tumbó boca arriba, estiró los brazos y las piernas y cerró los ojos.

Alicia abandonó la habitación, pero no así Félix.

El padre Francisco, como el día anterior, se arrodilló en un lateral de la cama, con su maletín abierto, colocado sobre una silla. También en esta ocasión, empezó invocando a la Santísima Trinidad.

—En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo —dijo, mientras se santiguaban él y los presentes.

No ocurrió nada.

El sacerdote añadió:

—Y de Santa María, Madre de Dios.

De inmediato, todos notaron cómo el cuerpo de Javier se agitaba ligeramente, pero fue tan sólo un momento. El sacerdote repitió la invocación.

Lucas, al igual que en la sesión anterior, tuvo la sensación de que la habitación se oscurecía, a la vez que descendía la temperatura.

—En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo y de Santa María, Madre de Dios… y Madre tuya.

Esta vez, Javier giró la cabeza hacia el padre Francisco y, abriendo los ojos, que estaban en blanco, respondió:

—Yo no tengo madre.

Su voz había cambiado. De nuevo, el demonio comenzaba a manifestarse.

—Ahora es cuando me vendría bien que empezaran todos a rezar el rosario —dijo el cura, sin girarse hacia sus interlocutores, para luego pedirle a Lucy que se pusiera detrás de él y le fuera contando lo que notase. La chica obedeció al instante.

Lucy apretó el rosario que llevaba en la mano y se puso a rezar en voz alta.

—Santa María, Madre de Dios…

—¡Cállate! —le ordenó el demonio.

—…ruega por nosotros pecadores…

—¿Vas a decirme hoy cómo te llamas? ¿Cuál es tu nombre?

De pronto, el muchacho se volvió hacia el exorcista y le miró con una sonrisa siniestra.

—¿Y a ti qué te importa?

Su voz había cambiado completamente. Ya no era él quien hablaba.

Mientras, el rezo del rosario continuaba sin descanso. Lucy era la que llevaba la voz cantante.

El demonio volvió a agitar el cuerpo de Javier, sin dejar de repetir:

—¡Calla! ¡Calla! ¡No soporto oír hablar de Ella!

—Dios te salve, María…

—¡María, María! —exclamó el demonio—. ¡Para mí no hay María!

La voz gutural sonó triste. Tras unos instantes de silencio, el demonio continuó:

—¡No pronuncies esa palabra que me hace estremecer! ¡Si hubiera una María para mí, como la hay para vosotros, yo no sería lo que soy! Pero para mí no hay María.

Todos, menos el sacerdote, estaban sobrecogidos por la escena. El demonio insistió.

—¡Si yo tuviera un instante de los muchos que vosotros perdéis! ¡Un solo instante y una María, y yo no sería lo que soy!

Esa última frase la dijo mirando a Lucy fijamente. La muchacha dio un paso hacia atrás sin darse cuenta.

El padre Francisco aprovechó lo que parecía un momento de debilidad del demonio para seguir interrogándole.

Dice me nomen tuum!

Durante un minuto, el demonio no contestó, sino que siguió mirando a la niña. Cuando lo hizo, a pesar de hacerlo con voz serena, hizo que a todos se les pusiera la carne de gallina.

Multi sumus.

Quoti?

El demonio no contestó, pero entonces habló Lucy, sorprendiendo a todos, incluido a ella misma:

—¡Cinco!

Dice me nomen ducis vestri!

El diablo se negaba a contestar.

—¡Te lo repito: dime el nombre de vuestro jefe!

El diablo volvió a agitar con fuerza el cuerpo del muchacho, pero no soltó palabra. El grupo continuó rezando en voz baja y el exorcista siguió con sus oraciones, de rodillas junto a la cama.

—¿No ves que pierdes el tiempo con éste? —dijo entonces el demonio, mostrando una sonrisa siniestra.

El padre Francisco le miró y manteniendo sus ojos fijos en el joven, le preguntó:

—¿Por qué dices eso?

—Hace años que no reza. Aunque se confesara ayer, es como si Él no existiese. ¿Acaso estás seguro de que no te ha mentido en la confesión? Además, tiene tratos conmigo, ¿sabes?

—Es mentira —intervino Lucy, casi sin darse cuenta de lo que decía.

El exorcista mostró entonces al demonio un crucifijo:

—¡Di conmigo: Jesús es Rey!

—¡No! —gritó el demonio.

—¡Te ordeno que beses el crucifijo!

La cara del joven se volvió hacia el sacerdote y vomitó sobre él.

Lucas agarró una toalla que había cerca y se la dio al exorcista.

—¿Sólo sabes hacer esto? —le preguntó con sorna mientras se limpiaba—. Lo que tú necesitas es un poco de agua.

—¡No! ¡No, por favor!

—¡Sujétenle fuerte!

El padre Francisco puso el crucifijo sobre el pecho de Javier y comenzó a rociar la cama con agua bendita. El cuerpo comenzó a patalear y a gritar.

—¡Para ya! ¡No podemos más!

Con el movimiento del cuerpo, el crucifijo se cayó al suelo. Lucas lo recogió y volvió a ponerlo sobre su pecho, mientras Lucy no dejaba de rezar. Nuevas invocaciones a San Miguel y nuevas oraciones del ritual provocaron convulsiones que hicieron arquearse todo el cuerpo, en medio de gritos desgarradores. Cada vez que el crucifijo se caía, Lucas volvía a ponerlo en su lugar.

—¡Asesinos! —aulló el demonio.

—¡Salid, os lo ordeno en nombre de Cristo! Os espera la condenación eterna. No hay salvación para vosotros.

—¡Esta es nuestra casa y aquí nos quedamos!

El sacerdote repitió la orden:

—¡Salid de esta criatura, en nombre de Dios!

El joven se desató en temblores. Los gritos se elevaron entonces hasta el espanto. Y con voz ronca repitió:

—¡Asesinos! Tened piedad.

—Cuanto más tardes en salir, más gente creerá en Dios. Eres un predicador de Dios.

—¡Déjanos en paz! ¡Ah! El médico cabrón nos prometió que aquí tendríamos una buena morada y nos ha engañado. ¡Ya no aguantamos más! Sois unos asesinos, unos verdugos; todos los curas son asesinos, asesinos y amantes de niños, sí, os gusta su carne tierna y delicada.

—¡Deja de blasfemar, en nombre de Cristo! —gritó el cura.

Entonces extrajo una funda blanca que llevaba colgada del cuello. Dentro había guardado una teca con una sagrada forma en su interior. Cogió la hostia consagrada y se la mostró al demonio.

—¡Adora a tu Dios!

El demonio se puso a temblar de pies a cabeza, mientras trataba de alejarse lo más posible de la oblea, pero Félix y Lucas lo sujetaban con fuerza.

El sacerdote le ordenó que se arrodillase recitando:

—«Ante el nombre de Cristo, toda rodilla se doble».

Los dos hombres soltaron entonces al muchacho. El cuerpo de Javier, tras una cierta resistencia, se arrodilló sobre la cama.

—Mira a tu Rey y Señor —le mandó el exorcista con la hostia en la mano.

El lamento del demonio se hizo más estruendoso:

—¡Aggg! ¡Nooo!

El padre Francisco, tras varios intentos, consiguió que Javier abriese la boca. La hostia permaneció en su lengua durante varios minutos. Se negaba a tragarla. Por fin, comulgó.

Después de unos instantes de silencio, el cura continuó insistiendo, cada vez más cerca de la victoria.

—Tenéis que dejar esta criatura. ¡Por la Sangre de Cristo, dejadla ya! Sus ángeles están con él. Vienen también los tres arcángeles. La Virgen os va a aplastar la cabeza...

Con un alarido desgarrador, que penetró en el alma de todos los presentes poniéndoles la carne de gallina, el demonio pareció darse por vencido. El cuerpo de Javier reposó sereno sobre la cama, como dormido, al igual que en la sesión anterior. La habitación quedó muda.

El padre Francisco sudaba a pesar de que hacía más bien frío. Estaba agotado.

—¿Se ha ido ya? —preguntó Lucas.

—No lo sé —dijo el sacerdote, jadeando ligeramente—. Si le soy sincero, debo confesar que es posible que quede alguno de los cinco demonios. Siempre hay un jefe, que es el más fuerte y éste es posible que todavía no se haya marchado. ¿Tú que opinas, Lucy?

Todos se quedaron mirando a la niña, que contemplaba a Javier con mirada seria.

—Todavía queda uno.

 

 

 

Los invitados aceptaron una taza de café de los Costa, salvo Lucy, que prefirió una Coca-Cola.

—Ha sido terrible —dijo Alicia, todavía pálida—. A pesar de que he permanecido todo el rato en mi dormitorio, no podía evitar oír algunos de los gritos de… esa cosa que está en mi hijo.

—Les estamos muy agradecidos por lo que están haciendo —añadió Félix, con lágrimas en los ojos—. Si pudiéramos pagárselo de alguna manera.

—¡En absoluto, hombre! —dijo el padre Francisco—. Basta con que se acuerden de este pobre cura en sus oraciones.

—¿Entonces queda todavía un demonio?

—Así es. Es el más fuerte, el jefe. Pero no se preocupe, acabará saliendo. Intentará ocultar su presencia en el muchacho de mil maneras. De hecho, estoy seguro de que una parte del numerito que ha montado iba encaminado a que pensáramos que se había marchado, pero gracias a Lucy sabemos que todavía queda uno.

—Bueno, no sé si eso es verdad —dijo la muchacha, avergonzada.

—Pero lo has dicho —dijo el cura.

—Sí, aunque no sé por qué.

—No te preocupes, ha sido tu don el que te ha hecho hablar. Estoy seguro de que estás en lo cierto. Lo has hecho muy bien, querida.

—He hecho lo que he podido pero… ¡menudo susto!

—Sí. Apuesto a que no ha sido como te esperabas, ¿verdad? Como has podido ver, no levitan objetos ni se le gira la cabeza. Eso son todo exageraciones de la televisión.

—«Si yo tuviera una María para mí, no sería lo que soy» —dijo Lucy, recordando las palabras del demonio—. ¡Qué fuerte!

—Estos eran muy charlatanes. Muchos al principio no quieren hablar, pero luego no hay manera de que se callen. No obstante, que no te den pena. Ellos eligieron ser lo que son, sabiendo todas las consecuencias.

—¿Cuánto tardará en expulsar al que falta? —preguntó Félix

—Es difícil de saber. Puede que en tres o cuatro sesiones. Depende. Lo peor ha pasado, si bien es cierto que cuando ven que están a punto de perder a su víctima se aferran más a ella, pero la guerra la venceremos nosotros —respondió el cura, bebiendo un sorbo del café.

—Si pudiéramos convencer también a la mujer de Antonio Poveda, el otro caso que tiene Hurtado en su clínica…

—Balma —intervino Alicia—. Así se llama la mujer de Antonio Poveda; la conocemos de las visitas a la residencia. Al principio solía visitar bastante a su marido, como nosotros a Javier. Pero creo que a ella Hurtado también la recomendó que dejara de ir.

—¿También ese señor está endemoniado? —preguntó Félix, sorprendido.

—Creemos que sí.

—Dos endemoniados en una sola residencia… —musitó el padre de Javier, para luego añadir—. El demonio dijo algo como que Hurtado les había prometido una casa. Entonces, es que él está involucrado…

—Puede estar seguro —intervino Lucas.

Félix empezó a lanzar improperios contra el doctor Hurtado y juró que lo denunciaría.

—Ojalá fuera tan fácil, pero no tenemos ninguna prueba —dijo Lucas—. Estoy resuelto a cerrar ese centro inmundo, aunque todavía no sé cómo.

—Bueno, díganos —dijo el padre de Javier, dirigiéndose al sacerdote—. ¿Qué hay que hacer ahora?

—De entrada dar gracias a Dios por los demonios que se han marchado. Conviene ser agradecido, ¿no le parece?

Félix no supo qué contestar.

—Miren, les confieso que hemos tenido mucha suerte. No es normal que en dos sesiones relativamente cortas hayan desaparecido tantos demonios. Tengo claro que la intervención de Lucy ha ayudado, creo que de alguna manera ha facilitado que salieran. No obstante, ya saben que su hijo no está liberado del todo.

—Pero vendrá otro día, ¿verdad? —preguntó la mujer, angustiada.

—Por supuesto. De momento no tienen que hacer nada. No obstante, está muy recomendado que, después de la expulsión de todos los demonios, la persona de la que han salido procure llevar una vida cristiana seria; me explico: oración y sacramentos. Deben ayudarle a rezar, a asistir a misa y a confesarse con regularidad. Sólo de esa manera podremos cerrarle las puertas al diablo para que no entre otra vez .¿Estamos?

—Por supuesto— respondió Alicia.

—¡Ah! Y no dejen de insistirle en que las sesiones de espiritismo no pueden llevarle a nada bueno. Es muy posible que el demonio se apoderase de su cuerpo durante una de esas reuniones.

—Una vez haya salido el que queda, procuraremos hacer todo lo que nos ha dicho —dijo Félix—, pero dependerá en gran parte de la voluntad de Javier.

Javier entró en ese momento en el salón y se sentó en el sofá, al lado de Lucy. La chica se revolvió nerviosa y se alejó instintivamente de él. Miró a los presentes con curiosidad.

—Javi —le dijo su madre. Se acercó hasta él y le abrazó—. Parece que el padre Francisco ha conseguido que se fueran casi todos los demonios. ¿Cómo te encuentras?

—Como si me hubieran dado una paliza. No recuerdo nada desde que el padre me dijo que me quedara tumbado en la cama y esperase.

—Pues deberías haberte visto hace diez minutos —le dijo su padre—. No había quién reconociera tu voz y estabas dando unos botes en la cama como si te quemasen las sábanas.

—¿Sabes que hablaste en latín conmigo? —intervino el padre Francisco.

—¿Yo? Pero si no tengo ni idea.

—Tú no, pero los que estaban dentro de ti sí que sabían. Es necesario continuar. Habíamos pensado volver el lunes, si no te parece mal.

Javier miró a su madre. Ésta le sonrió y le animó con un movimiento afirmativo de su cabeza.

—Si a mi madre le parece bien, a mí también. ¿A qué hora vendrán?

—A la misma que hoy. Mientras tanto, si quieres verte libre completamente deberías aprovechar el tiempo rezando un poco. Te irá muy bien a ti y le sentará fatal al demonio.

Alicia le puso en su mano el rosario, mientras su hijo le miraba con una mueca en la cara.

—No me acuerdo cómo se utiliza esto, pero haré lo que pueda.

 

 

 

Era noche cerrada cuando Javier se despertó. De repente, comenzó a agitarse, como si una fuerza invisible lo hubiera inmovilizado y él estuviera forcejeando para intentar liberarse. Después de unos minutos así, soltó un aullido de dolor y se relajó bruscamente. Entonces en su cara apareció una sonrisa siniestra y habló con voz ronca:

—Esta es mi casa y ningún puerco sacerdote me echará de aquí.

La guarida
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