#23

 

Lucas llegó al trabajo antes de la hora. Se notaba más descansado que otros lunes. El día anterior, después de visitar a su mujer en la residencia, pasó la tarde organizando papeles y leyendo una novela que llevaba mucho tiempo sin coger, todo ello con el fin de olvidarse de cualquier preocupación durante aquella jornada. Lucy se encargó de la cena y ambos dieron cuenta de ella mientras veían la televisión.

Saludó al bedel y se dirigió a la segunda planta, donde trabajaba.

Mientras subía los escalones de dos en dos no pudo evitar tararear una canción por lo bajo. Se sentía contento. Después de tantos días viviendo en una especie de sin sentido, parecía que el encargo que el doctor Brull había puesto en sus manos iba a poder cumplirlo. Javier pronto quedaría libre de esos malditos demonios y eso le iba a dejar muy satisfecho. Sin embargo, no se sentiría completamente feliz mientras no lograra meter a Hurtado entre rejas y cerrar su clínica de los horrores.

Atendió a los pacientes y revisó sus historiales. Por suerte, el joven del brote psicótico generado por la muerte de su animal de compañía, al que su compañero Luis había etiquetado cruelmente como «el pirado del perro muerto», estaba reaccionando mejor de lo esperado al tratamiento y le habían podido reducir en parte la medicación.

Acababa de entrar en su despacho cuando sonó el teléfono.

—¿Lucas? Soy Víctor Maestre.

—Hola, amigo mío, ¿cómo estás?

Se trataba de un médico de cabecera que trabajaba en un ambulatorio próximo a la vivienda de Lucas y al que conocía de encontrarlo en conferencias y jornadas formativas. Era un tipo aproximadamente de su edad y muy afable. Desde el principio habían congeniado y quedaban para jugar al pádel de forma esporádica, junto con otros dos médicos.

—Bien, aunque el día ha empezado calentito y por eso te llamo.

—¿Me mandas algún «regalito»?

—Así es. Un hombre de cincuenta y cuatro años, el pobre está fatal. Ya sabes que no es normal que os avisemos, pero como sabía que estabas tú, quería decírtelo en persona. De paso, así aprovecho para saludarte y para preguntarte cuándo tendremos partida de pádel.

—Mmm. Muy interesante. Importante la paliza que les pegamos a Ramírez y Lorca la última vez.

—Así es —contestó Maestre, soltando una risita maliciosa—. Pero de eso hace ya un mes.

—Pues concierta la cita con ellos y me mandas un mensaje por whatsapp.

—Perfecto. Por cierto, tratad con cuidado al paciente, que está muy agresivo. Que en ningún momento se piense que lo vais a encerrar o la puede liar.

—¿Cómo? ¿No lo sabe? Si habrán ido a su casa los del SAMU con la policía.

Maestre empezó a reír.

—La policía… ja, ja, ja. Ya lo verás, ya.

—No te entiendo.

—Tranquilo, deben de estar al caer. En seguida lo verás con tus propios ojos

El médico de cabecera colgó entre risas, dejando a Lucas confuso.

Al cuarto de hora, el auxiliar le avisó de que llegaba un nuevo paciente.

Lucas abandonó su despacho y se encontró con un hombre muy robusto, lleno de tatuajes y piercings, acompañado por cuatro sanitarios.

—¿Doctor? —preguntó uno de ellos, acercándose a Drusell. Este lo miró extrañado ya que no le sonaba de nada.

—Aquí le dejamos a este individuo.

El otro sanitario se acercó también a ellos.

—Perdonen, pero no les conozco a ninguno. ¿Son nuevos?

—Verá… Somos policías.

—¡Policías! —exclamó Lucas, entendiendo entonces la guasa de su colega unos minutos antes.

—Pssst. No grite, que este tío no sabe que va a estar encerrado. Para él, somos todos sanitarios, que simplemente le hemos acompañado hasta aquí para que se haga unas pruebas. No le hemos dicho que tenemos una orden judicial para su internamiento.

Lucas los miró con atención. Llevaban el polo blanco típico de los enfermeros, si bien los pantalones y las botas desentonaban.

—¿Es un nuevo sistema de la policía?

Ambos se miraron y se encogieron de hombros.

—Se nos ha ocurrido sobre la marcha. Sabíamos que si veía a la policía la cosa se complicaría y mucho.

—Además lo han acompañado hasta aquí arriba; han hecho bien. Deberían patentar el sistema, así nosotros nos ahorraríamos muchas sedaciones y ustedes unos cuantos moretones.

En ese momento se acercó el doctor Gimeno y los policías se despidieron.

—¿Quiénes eran esos?

—Luego te lo contaré, Luis, ¡es la leche! —dijo Drusell, sonriendo—. Ahora será mejor que le demos algo porque me da a mí que va a empezar a ponerse nervioso dentro de poco.

—Marchando una ensalada de haloperidol —dijo Luis, que se marchó para hablar con una de las enfermeras.

Unos minutos después volvió.

—Por cierto, hoy te veo más animado de lo normal. Has pasado unas semanas que traías una cara que echaba para atrás.

—Vaya. Lo siento.

—No pasa nada, todos tenemos nuestras historias, y desde luego a ti, más que nadie, te sobran motivos para estar de bajón.

—Oye, por cierto, ahora que te veo, tengo una pregunta para ti: cuando hay una denuncia a un centro, ¿cuánto tarda en tramitarse?

—Vaya. Veo que tu cerebro está maquinando algo. ¿Tiene algo que ver con ese tal doctor Hurtado del que me preguntaste hace unos días?

—Tienes muy buena memoria.

—La mejor.

—Puede que sí, pero tú no digas nada.

—De acuerdo. Pues bien, como respuesta a tu pregunta te diré que de entrada depende de a qué organismo le compete. ¿Se trata de un enfermo mental agudo o uno crónico?

—Es un enfermo crónico.

—Bien. En ese caso, como sabes, no es Sanidad, sino la Junta de Madrid la que envía a uno de sus técnicos para hacer el trabajo. Me suena de algún caso que me ha llegado que la cosa se pone en marcha en veinticuatro horas.

—Ya veo… —respondió Lucas, pensativo— ¿Y hay posibilidad de que yo acompañara al técnico?

—Supongo que eso que pides es algo fuera de lo común. En teoría no hay nada que lo prohíba. Casualmente mi cuñado trabaja allí y además, me debe algunos favores, así que podría solucionarlo. ¿Para cuándo?

—No lo sé. De momento todavía no, es por tener la idea contemplada.

 

 

 

Vicente Vega miraba a través del parabrisas de su Renault Laguna, que estaba aparcado a escasos veinte metros del edificio en el que vivían el doctor Drusell y su hija. Había pasado toda la noche en el vehículo y tenía los músculos agarrotados, pero no le molestaba. Llevaba muchos años haciendo lo mismo y estaba bastante acostumbrado, si bien, por mucho que no lo quisiera admitir, la edad empezaba a hacer mella en él.

Ya tenía sesenta y cinco años y, aunque estaba en forma y todavía podía acertar en el ojo a cualquiera que estuviera a menos de veinte metros con su pistola semiautomática Heckler & Koch USP, ya no era lo mismo que cuando tenía treinta.

El problema también estaba en que había tenido que cambiar su todoterreno por un coche más pequeño, no tan cómodo como su querido Toyota. Se había sentido descubierto por la hija de Drusell, un domingo por la mañana. Al tratarse de una niña, se había confiado y se situó demasiado cerca de la casa del doctor, pensando que la mocosa no se daría cuenta de nada. Sin embargo, tenía claro que la niña no era normal. No solo le había visto, igual que docenas de personas que pasaban por allí, sino que, de alguna manera, se había percatado de que estaba espiándolos. Según había oído por las conversaciones de Drusell, al parecer la criatura era una especie de bruja. Los micrófonos colocados en la casa del doctor funcionaban realmente bien.

«¡Qué bien me habría venido alguien así a mi lado en otros tiempos!», se dijo, sonriendo y dando golpecitos al paquete de Ducados para que cayera un cigarro.

Hizo una bola con los restos de papel sobrantes del bocadillo que había cenado la noche anterior y consultó su libreta. Lucas Drusell había regresado a su domicilio a la hora habitual y había estado pasando consulta.

Después de unos días escuchando conversaciones y vigilando la casa, el trabajo se había vuelto más sencillo, ya que el doctor seguía una rutina muy simple y bastante regular. Cuando Lucas estaba en el hospital, podía dedicar su preciado tiempo a seguir a otras personas. Con Elena, la enfermera, no tenía demasiados problemas. Prácticamente, no hacía otra cosa que ir del trabajo a casa y de casa al trabajo. No obstante, su otra presa era escurridiza como una anguila e infinitamente más peligrosa. Tenía que ir con pies de plomo o estaba seguro de que lo iba a lamentar.

A pesar de que Drusell era un hombre metódico y de costumbres, el buen doctor le había sorprendido en más de una ocasión, como cuando se coló de noche en el centro de Hurtado. Esa vez, había estado a punto de intervenir cuando vio que Lucas intentaba entrar en la residencia junto a un grupo de personas desconocidas, pero al final decidió no hacerlo. Gracias a la conversación telefónica que más tarde mantuvo con el cura, sabía todo lo que había visto Drusell allí dentro y esa confidencia estaba bien guardada, por si hacía falta utilizarla en alguna ocasión. El micrófono oculto en el teléfono había cumplido muy bien su función.

En esas últimas semanas había recabado mucha información útil y sabía que pronto tendría que actuar. Se palpó la americana, debajo de la cual llevaba su USP Compact. Decididamente, pronto actuaría.

La guarida
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