#14

 

Al día siguiente, como todos los domingos, se realizó la liturgia familiar habitual, que empezaba con el desayuno de chocolate con churros. Luego tocaba misa y visitar a Ángela.

Lucy subió de comprar los churros, tal y como hacia siempre, y Lucas sirvió dos generosas raciones de chocolate en las tazas.

Se sentaron a la mesa y esperaron unos minutos a que el chocolate se fuera enfriando, mientras charlaban.

—Escúchame un momento, papá —dijo Lucy, cautelosa—. Te voy a contar una cosa pero no quiero que te alarmes ni que me pegues el sermón sobre mi imaginación, ¿vale?

—Claro —dijo Lucas, sintiendo cómo todo su cuerpo se tensaba—. Ya sabes que me puedes contar lo que quieras, ya me he dejado esa faceta mía de médico cascarrabias y sordo.

—Y me alegro mucho por ello —le respondió su hija, con una flamante sonrisa de puro cariño, para luego pasar a expresión seria.

—Verás… Resulta que me parece que… de alguna manera… nos están vigilando.

—¿Cómo? —preguntó Drusell, alarmado.

—Es que ahora, al bajar a comprar los churros, he visto aparcado muy cerca de casa un coche blanco, un todoterreno, con un señor dentro. Parecen imaginaciones mías, pero he sentido que me estaba vigilando. Entonces he caído en la cuenta, no sé cómo, de que ya he visto ese coche aparcado cerca de nuestra casa varias veces, y con el mismo señor dentro, aunque no me había percatado hasta ahora.

Efectivamente, parecía cosa de su imaginación, pensó Lucas. No obstante, gracias al padre Alejandro había aprendido lo importante que era escuchar de verdad a los hijos. Él, que era psiquiatra, disciplinado por un cura, pensó divertido.

—¿Y cómo es?

—Verás… es un señor mayor, bastante más mayor que tú, muy delgado y con la cara como cuarteada y la nariz muy aplastada. No se le ve bien porque está dentro del coche, pero me parece que lleva una cazadora marrón.

Todas las alarmas se dispararon de repente en la cabeza de Lucas. ¡El tipo que vio cerca de los restos de la casa de Brull y el que parecía espiarle en la librería!

A pesar del torbellino de sentimientos que se agitaban en su interior, consiguió tener la suficiente sangre fría como para no dejar translucir su emoción a la chica.

—A partir de ahora iremos con más cuidado y no irás ni volverás sola al colegio, ¿de acuerdo?

—Yo no le tengo miedo, papá —le respondió.

—Da igual, es mejor ser precavidos.

Después del desayuno se arreglaron y acudieron a la iglesia. Llegaron unos minutos antes de que empezara la misa.

Esta vez, una vez empezó la celebración, Lucas intentó prestar mayor atención que en anteriores ocasiones. Se giró un segundo para mirar a su hija. Ella, como era habitual, estaba completamente embelesada y su rostro reflejaba una gran serenidad. Una vez más se preguntó qué debía de sentir su hija para que su cara pasara a ser durante esos cuarenta minutos la viva expresión de la paz.

Se sentó al ver que todos los demás lo hacían; se había perdido las primeras oraciones, así que se obligó a centrarse.

Una mujer se levantó entre los asistentes, se acercó al atril y leyó las dos lecturas del día. A continuación, en medio del cántico del aleluya, el padre Alejandro se aproximó al ambón para leer el evangelio.

Lucas se estremeció al escuchar el relato que leyó el sacerdote: «Apenas salir de la barca, vino a su encuentro desde los sepulcros un hombre poseído por un espíritu impuro. Nadie podía tenerle sujeto ni siquiera con cadenas, pues había estado atado muchas veces con grilletes y cadenas, pero él había roto las cadenas y destrozado los grilletes, y nadie podía sujetarlo. Se pasaba los días y las noches en los sepulcros y por los montes, gritando y golpeándose con piedras». La narración continuaba con la expulsión por parte de Jesús de toda una legión de demonios de aquel hombre, que quedó en su sano juicio. Ojalá fuera tan fácil, se dijo Lucas.

En ese momento un movimiento de su hija hizo que se girara hacia ella. La chica estaba envarada y en su faz se reflejaba la angustia.

—¿Te pasa algo, cariño? ¿No te encuentras bien?

—Estoy bien —respondió unos segundos después, relajando ligeramente su rostro y esbozando una tímida sonrisa.

Lucas se quedó extrañado de la reacción de Lucy pero no le dio más importancia. Un rato después la miró de reojo y vio que ya parecía otra vez relajada.

Después de la misa se acercaron a saludar al padre Alejandro y se marcharon para ver a Ángela.

 

 

 

—Estás muy callada —le dijo su padre durante el trayecto a la residencia Ardiles—. Dime, ¿te pasa algo?

El viaje de ida era duro, aunque no tanto como el de vuelta, por lo que siempre intentaban charlar de cualquier cosa para hacerlo más fácil. Sin embargo, llevaban diez minutos en el coche y Lucy solo contestaba con monosílabos a la que le iba diciendo su padre.

—Verás… te va a parecer que son ocurrencias mías…

«Pobre niña —pensó su padre—. Por mi culpa he hecho que sea una insegura y que todo lo achaque a su imaginación».

—No hace falta que me digas eso cada vez que vayas a contarme algo, dímelo sin más.

—Es que, el otro día, cuando cogí prestados tus cuadernos…

—Querrás decir «robaste» mis cuadernos, granujilla —le interrumpió su padre, para intentar quitarle hierro al asunto.

La muchacha sonrió débilmente.

—¿Recuerdas qué te dije sobre ellos?

Lucas se quedó en silencio, intentando hacer memoria. Recordaba que le había insistido en que eso no era bueno para su imaginación y otras cosas por el estilo. Un discurso fantástico, se dijo con ironía, pero no recordaba lo que le había dicho.

—Te dije que al leerlos había notado algo raro, una sensación como de peligro.

—¡Ah sí! Ya recuerdo.

—Entonces no entendí exactamente qué era ese sentimiento tan desagradable, por mucho que lo intentaba, pero al escuchar el evangelio de hoy lo he visto claro de golpe, como si alguien me hubiera quitado una venda de los ojos. Están endemoniados, papá.

Drusell dio un brinco en su asiento y poco faltó para que se salieran de la carretera. Se aproximó con cuidado el arcén y detuvo el coche. Luego se giró hacia su hija y la miró con fijeza durante unos segundos.

—¿Estás segura de eso? —preguntó en tono serio.

La niña asintió con la cabeza.

Lucas pensó que quizá hubiera leído también el libro sobre posesiones demoníacas que se había comprado o el manuscrito que había alguien le había dejado en la puerta, pero en seguida desechó tal idea. El manuscrito estaba en el estante del armario de su habitación, y el libro lo había dejado también en su cuarto, dentro de un cajón de la cómoda. Lucy entraba muy rara vez en su dormitorio, tenía casi fobia al que fuera el dormitorio de su madre, y mucho menos para rebuscar entre sus cosas. Además, no había tenido tiempo material para hacerlo.

Se incorporó de nuevo a su carril, después de asegurarse de que no viniera nadie a poca distancia.

—¿Sabes? Te parecerá una locura, pero también yo estoy barajando esa posibilidad.

Entonces le hizo un resumen del manuscrito que había encontrado. Le relató también la conversación mantenida con el padre Alejandro y la que tuvo más tarde con el exorcista.

—Vaya… —dijo la niña, asombrada—. ¿Y cómo puede ser que yo lo sepa?

—No tengo ni idea, igual eres una mutante y tienes poderes —le respondió Lucas, sonriendo.

Por fin llegaron a la residencia. El alegre y cuidado aspecto del lugar contrastaba con los dramas que se vivían dentro.

Al igual que en otras ocasiones, pasearon con Ángela un largo rato. Luego comieron con ella y cuando se retiró a su habitación, regresaron con el ánimo alicaído.

 

 

 

Una vez en casa, Lucy se fue directa a la habitación en la que estaba el ordenador a mirar un rato su Facebook. A Lucas no le apasionaba esa red social, ya que pensaba que hacía perder mucho tiempo a los jóvenes con tonterías, pero se lo dejaba usar de vez en cuando, sobre todo al regresar de ver a Ángela. Ahora justamente lo que necesitaba era distraerse.

Lucas se sentó en el sofá, dudando si llamar a la familia de Ana, la paciente del cuaderno 85. Después de pensarlo durante un par de minutos decidió que se esperaría al día siguiente para tratar de concertar la cita con ellos. No sabía exactamente cómo los convencería para que se dejasen ayudar por un exorcista y esperaba que se le ocurriera algo antes de realizar la complicada llamada.

Así que se entretuvo un rato leyendo la prensa del día. El suplemento dominical que traía el periódico dedicaba un artículo a un viejo grupo de rock. Estuvo hojeándolo, más por distraerse mirando las fotos, que por leer su contenido, ya que no le atraía lo más mínimo. Las fotografías parecían más elegidas para asustar que para otra cosa ante el aspecto de los componentes del grupo. «Cualquiera sabe, quizá se tratase de algún conjunto musical satánico…», se dijo. Negó con la cabeza. Empezaba a ver demonios por todas partes.

Desechó la revista y cogió de su habitación el libro que había comprado, que todavía no había estrenado.

Empezó a leerlo, al principio con escepticismo, pero poco a poco el texto lo capturó. El lenguaje usado por el autor, un sacerdote mayor, era claro y atrayente. Además, no se quedaba en teorías, sino que exponía experiencias conocidas por él, muchos de ellas aterradoras, si bien los narraba dejando en el anonimato a los protagonistas.

Una de las primeras personas que atendió se trataba de una señora de cuarenta años, madre de tres hijos, que acusaba dolores de cabeza y de estómago, sufría desvanecimientos pero, según los médicos, estaba sanísima. Poco a poco fue saliendo a la luz el mal, es decir, la presencia de tres demonios, cada uno de los cuales había entrado en ella como consecuencia de sucesivos hechizos, en tres ocasiones de su vida.

El peor de los hechizos se lo había hecho una muchacha que, antes del matrimonio de la mujer, aspiraba a casarse con el novio de esta. El exorcista decía que como era una persona de arraigada vida cristiana, los exorcismos se vieron facilitados; dos demonios salieron bastante pronto, mientras que el tercero fue más reacio. Necesitó casi un año de exorcismos, con un ritmo de uno por semana.

—¡Un año! My God! —exclamó

Otro caso, más asombroso aún que el anterior, era el de un joven que fue a verle acompañado por su madre y su hermana. En seguida, el sacerdote se dio cuenta de que el muchacho había ido sólo por complacer a los suyos. Tenía la costumbre de blasfemar, tomaba drogas y también las vendía. Trató el exorcista de disponerle de la mejor manera para que aceptase de buena gana el sacramental que iba a realizar. Fue muy breve: el demonio se manifestó inmediatamente de modo violento y cortó en seguida. Cuando le dijo al joven lo que tenía, éste le respondió que ya lo sabía y que estaba contento así; con el demonio dentro estaba bien.

A pesar de lo extravagante de las apariencias, el autor señalaba que le parecía justo e importante no dejarse embaucar por enfermos mentales, por chiflados y, en general, por quienes no tienen ninguna presencia demoníaca ni necesidad de exorcismos. Y, a la vez, había que hacer lo posible para no caer en el peligro opuesto: el de no saber reconocer la presencia maléfica y omitir el exorcismo cuando éste era indispensable.

Lo que explicaba este sacerdote no le dejó en absoluto tranquilo, después de lo vivido en los últimas días. Brull probablemente se habría informado de casos como los que acababa de leer y se notaba que le había afectado el asunto, quizás más de lo que debiera en un profesional serio, como era.

A eso de las siete, su hija entró en el salón y se sentó junto a él. Lucas dejó la lectura y ambos se abrazaron en silencio. El domingo era sin duda el peor día de la semana, se dijo por enésima vez.

—¿Sabes lo que vamos a hacer? —le preguntó, animado—. Como en la residencia de mamá se come tan justito, ¿qué te parece si nos preparamos una buena lasaña, de esas precocinadas? Es un poco pronto para cenar, pero no importa.

La comida de la residencia Ardiles era aceptable, pero las raciones eran poco abundantes y siempre se volvían con hambre.

Lucy se encargó de preparar la comida, aunque simplemente se trataba de meter la bandeja en el horno, quitando antes el envoltorio.

Tras un buen plato de lasaña y otro de pollo frito, Lucy sacó del congelador una barra de helado que había comprado el día anterior y que no habían sido capaces de terminársela de una tirada.

— Me parece que vamos a tener helado para varios días —comentó.

Sirvió un trozo generoso en cada plato y comenzó a saborearlo.

—Humm. Está muy bueno, ¿verdad, papá?

Lucas apenas había dicho algo durante toda la comida. Se limitó a asentir con la cabeza mientras se llevaba un gran trozo de helado a la boca.

La guarida
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