#25
Al entrar, se encontraron con el doctor Hurtado en la puerta, junto la enfermera jefa. Cada vez que Lucas veía a aquella pelirroja no podía evitar un recuerdo de la misa negra. En ese momento parecía una mujer normal, pero Lucas la había visto desnuda, haciendo y diciendo cosas que definirlas de «desagradables» era ser demasiado suave.
Los ojos de Hurtado refulgieron de puro odio al verle allí, pero en unos segundos recobraron su aspecto indiferente y a la vez severo.
—Venimos a visitar a Antonio Poveda —dijo Lucas con actitud desafiante—. Porque hoy es el día de las visitas, ¿verdad?
—¿Qué hace esta niña aquí? —fue lo único que preguntó Hurtado, fijándose en Lucy.
—Es mi hija —respondió Lucas, poniéndose instintivamente delante de ella en ademán protector—. Seguro que se acordará de ella.
Hurtado enarcó las cejas y dijo:
—¡Cómo no me voy a acordar! Fue la que tuvo la amabilidad de echarme de su casa cuando fui a visitarle, ¿no es cierto?
El exorcista intervino:
—La necesito a mi lado —explicó sin más.
Ante tal argumento, Hurtado se vio obligado a admitir la presencia allí de la chiquilla.
—Señora —dijo, dirigiéndose a Balma—. No sé cómo se ha dejado embaucar por este par de perturbados mentales. Lo que quieren hacer con su marido va en contra de la medicina, la ciencia y la lógica, y lo único que puede provocar es que se ponga nervioso o que empeore.
La mujer pareció dudar, aunque fue solamente un segundo. El padre Francisco le había prevenido de lo que le diría el director de la clínica.
—Quiero seguir adelante.
—Usted misma —respondió el doctor, encogiéndose de hombros.
El grupo avanzó por uno de los pasillos. Como en ocasiones anteriores, Lucas sintió la mirada hostil del personal de la clínica a su paso. Miró su reloj, inquieto.
Drusell se giró hacia su hija, que caminaba junto a él. Estaba muy pálida. Le puso la mano en el hombro.
—Es su última oportunidad de recuperar la cordura, señora —dijo Hurtado frente a la puerta del enfermo.
La mujer no dijo nada.
—¿Podemos entrar ya? —intervino el sacerdote—. No olviden apagar sus teléfonos móviles, por favor. ¡Ah! Señor Hurtado, hoy seguiremos su costumbre de usar los correajes. Nos faltan dos brazos, por lo menos, para sujetar las piernas de Antonio, si es que resulta necesario. A menos que desee hacerlo usted…
Hurtado le miró con odio y no respondió.
—Lo más conveniente sería que permaneciera fuera del cuarto —sugirió el padre Francisco a Balma—. No obstante, si quiere asistir al exorcismo, le ruego que tan solo mire, pero no diga absolutamente nada.
La mujer asintió y entró con ellos.
El sacerdote se las vio y se las deseó para lograr que se manifestara el demonio que dominaba el cuerpo de Antonio.
De entrada, al hombre le disgustó profundamente ver a un cura en su habitación.
Su mujer consiguió convencerlo y el padre, poniéndose de rodillas, dio comienzo el ritual.
Como hizo con Javier, empezó con las oraciones, pero parecían no producirle ningún efecto. El padre Francisco no detectó ni la más leve agitación.
Ni el agua bendita parecía afectarle.
—Estoy casi segura de que hay uno —le susurró Lucy al cura, al ver que este dudaba.
—Gracias, querida. Por lo que se ve, es astuto y sabe disimilar bien. Por suerte no es el primero que nos encontramos. Habrá que insistir.
—A este hombre le han hecho sufrir mucho, delante de mucha gente —añadió la niña, que en ese momento parecía en trance.
A Lucas se le puso la carne de gallina al recordar la misa negra y lo que le había dicho su hija antes de que fuera allí esa noche. Por su parte, también Hurtado se puso rígido, aunque este hecho paso desapercibido para el resto.
—Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos, Señor… —empezó a recitar Lucy, dando comienzo al rezo del rosario. Lucas se añadió poco después, ante la atónita mirada de Balma.
Un ligero temblor agitó el cuerpo de Antonio, que le recorrió de pies a cabeza, y no pasó desapercibido al exorcista.
—Dios te salve, María… —continuó la niña.
El enfermo comenzó a mover los brazos y las piernas de manera espasmódica, sin control. Golpeó la cabecera con sus puños y pataleó sobre la cama lo que le permitían las correas. Lucas apenas podía sujetarle los brazos para que no se hiriera.
—¿Ve? —intervino Hurtado, con aire triunfal—. Esto no le está haciendo ningún bien.
El cura se giró y lo fulminó con la mirada, para luego proseguir con las oraciones mientras Lucy insistía en su rezo. Entonces el demonio se manifestó, girándose hacia la muchacha:
—¡Cállate, niña estúpida! Esta noche iré a tu cama y no te dejaré dormir. Ya verás.
Lucy dio un paso hacia atrás y Balma palideció al ver el cambio en el rostro y la voz de su marido. Ahora su mirada era feroz.
El padre volvió a rociarlo con agua bendita, y esta vez sí aulló de dolor.
—¡Maldita niña! —exclamó de nuevo—. Casi había engañado al cura, ¡maldita seas! Tú y yo nos veremos muy pronto.
—No le hagas caso —dijo en seguida el sacerdote—. Es un fanfarrón. Ya no puede más y está intentando asustarte. ¡Sal de una vez, en nombre de tu Señor Jesucristo!
—¡De aquí nadie me echa!
—¡Él te lo manda! ¡Deja ese cuerpo que no te pertenece!
La cabeza de Antonio se movía de un lado a otro y sus ojos estaban inyectados en sangre. La lucha continuó durante unos minutos hasta que el demonio dejó de agitar aquel desdichado cuerpo. Era solo una tregua.
—Ella conoce cosas de mí, pero yo también sé algo de ella —dijo el demonio poco después, con una sonrisa siniestra. Y dirigiéndose a la niña, continuó—. ¿Sabes por qué no te he podido engañar? Llevas sangre irlandesa en tus venas y posees el don de conocer cosas ocultas, como yo, ¿lo ves?
Lucy se quedó helada.
—Desciendes de uno de los más grandes druidas de los viejos tiempos, de esos que ofrecían sacrificios humanos. Comedores de corazones de niños. Eres tan mala como tus antepasados. Tu madre está como un cencerro por tu culpa y no se curará nunca.
Dijo esto y soltó una gran carcajada. Lucas apretó con más fuerza aún los brazos de aquel hombre contra la cama y procuró mantenerse sereno ante lo que estaba oyendo. ¿Cómo podía saber ese cabrón algo sobre su mujer?
El doctor Hurtado miró a Lucy con curiosidad, pero no dijo nada. Por su parte, Balma se clavaba las uñas en el dorso de la mano y temblaba de espanto sin poder evitarlo. Se cortaba la tensión en el cargado ambiente de la sala. Nadie sabía qué ocurriría a continuación.
Tras el agua bendita, fue el gran crucifijo quien ejerció su poder. El padre Francisco lo colocó sobre el pecho de Antonio.
—¡Quitádmelo, quitádmelo! ¡Asesinos, crueles!
El cuerpo se arqueó y el crucifijo cayó al suelo. En esta ocasión, Lucy lo volvió a colocar encima del pecho.
—¡Dime tu nombre! —le ordenó el sacerdote.
—¡Ahggg! ¡No puedo más! ¡Esto es peor que el infierno!
—Es mentira, todavía puede resistir —añadió Lucy, a su espalda.
El exorcista, agotado como se hallaba, esbozó una sonrisa. Era muy listo.
—¡Venga! —exclamó dirigiéndose a los que le acompañaban— ¡Únanse todos a mis invocaciones todos! ¡Santa María!
—Ruega por él —contestaron Lucy y Lucas.
Balma parecía petrificada, contemplando con sus ojos como platos lo que estaba sucediendo.
—¡Santa Madre de Dios! —continuó el sacerdote con la palma de la mano sobre la cabeza de Antonio.
—Ruega por él —se unió Balma.
—¡San Miguel Arcángel!
—Ruega por él —respondieron a coro los tres.
—¡San José!
—Ruega por él —contestaron todos a una, excepto Hurtado.
Las invocaciones continuaron durante quince minutos. El demonio hacía gritar a Antonio cada vez con menos fuerzas. Parecía que estaba en las últimas.
De pronto, un prolongado grito de angustia y desesperación inundó el cuarto en el que se encontraban. A continuación, el cuerpo de Antonio dejó de agitarse y se relajó. Parecía dormido.
—Todavía está —dijo Lucy al exhausto cura.
—Bien, tendremos que continuar otro día.
En la puerta, Lucas intentó hablar con la mujer de Antonio para comentarle que sería conveniente sacar de allí a su marido, pero esta parecía como ida.
Al caminar por el pasillo para abandonar el centro, Lucy se detuvo bruscamente y, con su rosario en la mano, señaló a una puerta.
—¡Aquí hay otro! —exclamó—. Otro demonio.
Avanzó unos metros más por el pasillo, ante la atenta mirada de todos los presentes, y señaló otra puerta.
—Y allí hay otro.
Entonces se acercó hasta el doctor Hurtado y le espetó:
—¡Usted es amigo del demonio!¡Es una mala persona!
Hurtado miró a Lucy con desprecio y le contestó:
—Niña, yo soy un reputado psiquiatra, con un historial intachable. No sé qué clase de educación te da tu padre para que hables así a los mayores.
—Vamos, Lucy. Déjalo. —dijo Drusell, traspasando con la mirada al médico.
Una vez estuvieron fuera, todos suspiraron aliviados. Hasta entonces no se habían dado cuenta de la opresión que el lugar ejercía sobre ellos.
En la zona del aparcamiento, habían llegado un par de coches. Sin duda, esos enfermos recibían muy pocas visitas.
—Balma, ¿se encuentra bien? —preguntó Lucas.
La mujer parecía ausente. Después de unos segundos, por fin reaccionó.
—Sí. Es que… no sé qué pensar de todo esto. Se supone que el dios cristiano es una farsa, una invención hecha para controlar a la gente con miedo al castigo eterno y coartarles la libertad… —dijo más para sí que para los demás.
—No se preocupe, mujer. Si le parece bien, el lunes nos volvemos a ver aquí e intentamos sacar a ese demonio de su marido. Sería conveniente que después de la sesión se lo llevara a casa. Allí estaría mejor —le dijo el cura.
—¿En casa? —repitió la mujer, palideciendo—. ¡No lo puedo tener en casa!
—Ya verá como mejora —le respondió—. Tengo que confesar que el exorcismo de hoy no ha ido tan bien como hubiera deseado. Entiendo que ustedes, a pesar de haber sido bautizados, en un momento de su vida renunciaron a la fe católica y eso lo respeto. No obstante, ahora que empieza a vislumbrar un poco la realidad, tiene que ayudarnos a que Antonio esté en gracia de Dios para que el demonio sea expulsado. Cuando me ha visto se ha puesto hecho una furia, y no precisamente por intervención satánica. No le gustan los curas ahora ni creo que le gustaran antes de entrar en acción el demonio. Tiene que confesarse para que todo sea más fácil. Rece para que cambie de opinión y para que la próxima vez que lo intentemos, tengamos éxito.
La cara de angustia de la mujer lo decía todo. A pesar de su falta de fe, había sido testigo de la presencia del diablo en su marido y sabía que ya no tenía ningún motivo para dudar.
—Está bien. Mañana vendré a verlo y hablaré con él, y… también rezaré por él.