#11
De vuelta a casa, Lucas tuvo tiempo para reflexionar sobre lo que Elena le había contado. Había preferido acudir en metro a la cita y así ahorrarse los atascos y el estrés de conducir de noche en una ciudad como Madrid.
A pesar de que había esclarecido algunas cosas, todavía quedaban muchas dudas por resolver, ya que la pregunta clave seguía en el aire: ¿por qué el doctor le había mandado los cuadernos? ¿Qué se esperaba que hiciera él con ellos? Podía acudir a la policía si animaba a Elena a testificar, pero eso iba a ser complicado, no tenían pruebas y, de momento, la honorabilidad de Alberto Hurtado estaba completamente intacta. No iba a ser nada fácil convencer al mundo de que se trataba de un sinvergüenza.
Lucas había estado atando cabos a raíz de la conversación con Elena. Por un lado, sabía que apenas les daban medicación a los enfermos. Además, estaban esas extrañas sesiones a las que se llevaban a uno de los tres enfermos mencionados en los cuadernos. Dado el estado en que volvían y teniendo en cuenta la hora tan anormal en que tenían lugar, era posible que Hurtado estuviera experimentando con ellos algún nuevo tipo de tratamiento, seguramente bastante agresivo y no demasiado ético. Si al final, aquello daba resultado, sin duda lo patentaría y presentaría un montón de informes falsos sobre supuestos experimentos con animales. Así le concederían el oportuno permiso para ensayarlo con voluntarios, cuando la realidad sería que ya lo había probado. Tenía muchas ventajas experimentar directamente con personas, por supuesto, pero el tratamiento, todavía incompleto, podía dañar —o matar— más que ayudar a las pobres cobayas humanas.
Era una posibilidad, sin duda. Pero no explicaba en ningún modo la presencia de esos automóviles a altas horas de la noche. Nadie que hace cosas en secreto convoca público. Además, ¿por qué esperar a la noche, teniendo a su disposición esos enfermos en cualquier momento?
Se había hecho tarde y el metro andaba casi vacío. A pesar de que apenas había gente, el aire olía a rancio y a cerrado. En el extremo del vagón, dos jóvenes se dejaban caer sobre los asientos. Tenían los ojos cerrados y por las orejas de cada uno asomaban sendos auriculares que los aislaban del resto del mundo. Uno de ellos pareció despertar del letargo y avisó a su compañero con unos toques en el brazo. Su parada se aproximaba. Se levantaron los dos, desperezándose. Iban ambos a la moda: los pantalones vaqueros estaban rotos por varios lugares y las camisas llevaban motivos roqueros. Al pasar frente a Drusell, dejaron una estela de olor a marihuana.
En la parada siguiente, se apeó.
Eran cerca de las once cuando llegó a su casa. Abrió la entrada al portal y subió en el ascensor. Se sorprendió al encontrar en el rellano de su piso un sobre bastante voluminoso en el suelo, frente a su puerta.
Lo cogió. No llevaba sellos ni remitente, pero sí un nombre: Lucas Drusell. Alguien lo había dejado allí directamente.
Miró con aprensión a su alrededor, sin ver nada fuera de lo normal, y entró en su casa. Lucy ya estaba acostada, así que se dirigió a su despacho y abrió el enigmático sobre.
Dentro, había un manuscrito encuadernado con anillas. La primera página indicaba el título:
«Enfermedades mentales y posesiones diabólicas, por José Antonio Brull Villegas»
Lucas dio un respingo involuntario. ¿Posesiones diabólicas? ¿Hasta dónde íbamos a llegar?
Leyó, intrigado, la introducción:
En la actualidad, el importante desarrollo experimentado por la psiquiatría, y su cada vez más poderosa eficacia en la solución de determinados trastornos de conducta y manifestaciones sintomáticas, condicionan en gran manera el que hagamos atribuciones de índole exclusivamente psiquiátrica a la hora de explicar determinados comportamientos. Si a ello añadimos que las convicciones y creencias religiosas están hoy a la baja en algunos contextos culturales, es lógico que trate de explicarse cualquier acontecer psicopatológico apelando a la psiquiatría y olvidándose por completo de la religión.
No obstante, en mi dilatada carrera como psiquiatra, me he encontrado con un cierto número de casos que escapan por completo a la psiquiatría. A pesar de que la ciencia ha empezado a asomarse al interior del cerebro humano y tenemos respuestas para muchos de los males que aquejan a la humanidad, en ocasiones la enfermedad de determinados pacientes escapa a toda lógica.
Llegado a este punto, Drusell interrumpió la lectura, al recordar el caso de su mujer. El doctor Brull estaba en lo cierto: había veces en las que la psiquiatría no valía para nada o poco podía hacer por un paciente. Por desgracia, él mismo podía dar fe. Su mujer había sido visitada por eminentes médicos, había seguido un número considerable de tratamientos, pero todo había sido en vano. Era muy frustrante el tener tantos conocimientos y medios al alcance y no poder hacer nada por un ser querido.
Continuó leyendo:
Todo lo anterior me ha llevado a plantearme si hemos hecho mal en desterrar por completo la religión, y nos hemos obcecado en buscar una explicación racional y empírica a todo, cuando hay veces que, sencillamente, no la tiene.
Por tanto, lo que no parece que sea conveniente es interrumpir el diálogo entre psiquiatras y pastores. Pues si en la Edad Media se incurrió en un exceso al magnificar las atribuciones de tipo religioso para la explicación de estos comportamientos, es muy posible que hoy se esté incurriendo también en otro exceso: el de apelar únicamente a la psiquiatría, al mismo tiempo que se vuelve la espalda a cualquier fenómeno de naturaleza religiosa.
Lucas hizo una nueva pausa.
No podía creer lo que estaba leyendo. ¿Lo habría escrito en realidad Brull o se trataba de una broma? Desconocía si su antiguo profesor era creyente, pero ¿qué tenía que ver la religión con la ciencia?
Lo que estaba planteando era como sugerir que quizá hubiera que recurrir de nuevo al rezo de novenas para sanar enfermedades, en lugar de tomar medicación. No tenía ni pies ni cabeza.
Ninguna ciencia puede configurarse o entenderse como omnipotente, particularmente cuando hay que dilucidar la compleja naturaleza de ciertos comportamientos que ocupan un ámbito fronterizo entre la psicopatología y la religión.
A las anteriores causas relativas a la incomunicación existente hay que añadir otras, no menos importantes. Me refiero, claro está, a la escasa sensibilidad que existe entre muchos creyentes respecto de ciertos elementos relacionados con lo demoníaco.
¡El demonio! ¿El insigne profesor José Antonio Brull creía en el poder del demonio? Nunca lo hubiese dado crédito ni aunque se lo hubieran jurado.
A pesar de la hora, Lucas no tenía sueño y decidió continuar la lectura del manuscrito. En lo que seguía, Brull no llegaba en ningún momento a expresar su opinión acerca de posibles intervenciones diabólicas en las vidas de los hombres, y afirmaba que correspondía al lector la decisión final de creer o no en ellas. Sin embargo, añadía, algunos pacientes que había atendido durante los cerca de cuarenta años del ejercicio de la psiquiatría presentaban males absolutamente inmunes a cualquier medicina o tratamiento.
Comentaba que varios de ellos, después del fracaso de la medicina tradicional en la curación de sus males, habían acudido a magos porque estaban convencidos de que algún poder superior se estaba cebando en su cuerpo y en su mente, y pensaban que estos brujos serían capaces de resolver su problema. La historia de estos enfermos solía terminar mal: además de pagar en cada visita cantidades respetables al nigromante de turno, su enfermedad no se arreglaba sino que no hacía más que empeorar. Alguno de ellos, como último remedio, se decidía a acudir al párroco de la iglesia más cercana, ya perdida toda esperanza, pensando en la remota posibilidad de que se arreglase su mal mediante algún remedio espiritual. Brull recordaba un par de personas que se habían curado por completo después de someterse a varios exorcismos.
A partir de ese punto, a lo largo de los diversos capítulos del libro, Brull se dedicaba a comentar diversos casos, todos con los nombres y algunas circunstancias modificadas para salvaguardar la identidad de las personas, en los que la medicina se había topado con un muro infranqueable. Señalaba que, aparte de tres enfermos que habían sido pacientes suyos, las demás historias que se contaban las había ido recogiendo de publicaciones de muy diversos países. Abundaban relatos de Brasil y de varias naciones africanas.
Según iba leyendo, el manuscrito desgranaba la extraña relación entre psiquiatría y religión. Lucas reconoció en su fuero interno que el libro estaba muy bien escrito y los argumentos eran convincentes. Empezó a notar una sensación extraña, como si se estuviera aproximando a algo desconocido y poderosamente inquietante.
Le resultaba sorprendente que Brull hubiera redactado algo como lo que tenía en sus manos. Había procurado hacer esfuerzos por recordar si en alguna de las sesiones del curso de doctorado había salido algo relacionado con el demonio, pero no conseguía acordarse de nada. La única referencia al tema que recordaba era un breve comentario sobre un niño que sufría la enfermedad conocida como síndrome de Tourette. Se trataba de un trastorno descrito por un médico francés que, a finales del siglo XIX, publicó un estudio sobre la enfermedad. Brull les explicó que los efectos de dicho síndrome consistían en movimientos y sonidos vocales involuntarios y repetitivos, calificados como tics. En algunos casos, tales tics incluían palabras y frases inapropiadas. La voz gutural y todos los improperios soltados por la niña protagonista de «El exorcista» no habrían sido para algún psiquiatra que la hubiese tratado más que un reflejo de este síndrome.
No obstante, a raíz del contenido del manuscrito, no hacía falta ser muy astuto para entender qué pensaba el doctor de los tres casos que le había dejado como testamento: los tres estaban poseídos o se encontraban bajo cierto poder del demonio.
Le sacó de sus cavilaciones un débil ruido al otro lado de la puerta que hizo que se sobresaltara.
—Hola, papá.
Lucy se acercó y le dio un beso a su padre.
—¡Hola, Lucy! —le respondió Lucas—. ¿Te he despertado?
—No, ¡qué va! No me quería dormir. Tengo miedo de tener otra vez esa pesadilla —dijo con voz angustiada.
Lucas la sentó en su regazo, como si fuera una niña pequeña.
—Cuéntame. ¿De qué trata la pesadilla? —preguntó con voz dulce.
Gracias a su conversación con el sacerdote, ahora veía claro el error que estaba cometiendo con su hija. Hasta entonces, había intentado hacer de su hija lo que él deseaba que fuera, negándose a ver sus peculiaridades. A partir de la charla con el padre Alejandro, había decidido intentar ver a Lucy tal cual era y aceptar sus limitaciones y sus fallos, aunque no siempre lo consiguiera. Se había acabado el pasar por encima de lo que no entendía o no aceptaba de su hija.
La niña lo miró extrañada un momento, para luego relajar sus facciones. Sin duda, tener que ocultarle una parte de ella que la hacía sufrir mucho tenía que haber sido muy duro, pensó Lucas, reprochándose haber sido tan insensible.
—Verás, no es un sueño de monstruos ni nada parecido. Pero aún así, me da miedo.
—Te escucho —la animó.
—Llevo dos noches soñando lo mismo. Veo una casa, una casa grande y vieja, de color blanco pero con la pintura muy desgastada. Parece como una granja de esas que salen en las películas americanas, con un establo a un lado, un prado al otro y una gran zona vallada, como si fuera para el ganado. También hay una pinada cerca.
—No suena mal —apuntó su padre.
—En principio no, quitando que está abandonada, además de vieja. Sin embargo, hay algo en ella que me da mucho miedo y no sé qué es.
—¿Y qué más aparece en el sueño?
—Veo también el camino que lleva hasta la casa. ¿Recuerdas el parque Warner?
Lucas rememoró en un instante los buenos ratos que pasó con su hija en aquel gigantesco parque de atracciones cercano a Madrid.
—¿Está allí la casa?
—No —repuso Lucy—. Me veo circulando en el interior de un coche por la autovía. En un momento dado, dejamos el parque Warner a la izquierda y, poco después, cogemos la salida de la autopista, cerca de un restaurante que parece que tenga el techo de paja. Continuamos por esa carretera y salimos de ella justo al llegar a un camino muy estrecho y en mal estado que también está a la izquierda. Ahí mismo se ven los restos de un coche quemado. Según vamos avanzando por el camino, me siento cada vez más inquieta, hasta que, de repente, aparece la casa.
Lucas se quedó sorprendido por la cantidad de detalles que le había dado su hija, sin saber qué pensar.
—Bien, es hora de volver a la cama, jovencita, que mañana no te podrás levantar.
Lucas hizo también lo mismo y se dirigió a su dormitorio, el que compartiera con su mujer. Iba a leer un rato más pero al final decidió irse a dormir. Abrió el armario para dejar allí el manuscrito, lejos de la curiosa mirada de Lucy. A pesar de que el armario era doble, no tenía demasiado sitio para él, ya que no había retirado nada de su mujer. Allí estaba todo: sus trajes de fiesta y casi todos sus vestidos y complementos, puesto que al centro en el que estaba ingresada apenas se había llevado cinco mudas. Ver el armario le producía siempre una gran tristeza, y no era el único al que su visión le generaba malestar. Su hija se ponía fatal solo con acercarse a él, por lo que siempre intentaba evitar entrar en la habitación de su padre.
Dejó el libro en el estante superior, en un hueco, junto a una caja con correspondencia que guardaba allí su mujer y que él jamás se había atrevido a tocar.