#30

 

Tras un fin de semana sosegado, el lunes transcurrió con normalidad en el hospital Gregorio Marañón, si bien el término «normal» era bastante laxo, puesto que nunca un día era igual que el anterior.

Lucas hizo su rutinaria ronda de visitas, para luego verse con los familiares de algunos de los pacientes. La primera de las reuniones fue con los padres del chico al que su colega Luis llamaba «el pirado del perro muerto». La mujer debía de rondar los sesenta y cinco años, calculó el doctor, mientras que el marido ya tenía que tener los setenta.

Drusell empezó explicándoles cómo había ido el tratamiento de su hijo y en qué punto estaba ahora el joven.

—Pero, ¿mi hijo se curará del todo? —preguntó la madre, angustiada.

—Mire. Su hijo no va a estar nunca «bien», pero sí podemos lograr su estabilización. De hecho ahora, gracias a la medicación, ha mejorado mucho.

—Pero… ¡si está fatal! —exclamó su padre, balbuceando—. Si va a estar siempre así, ¿qué hará cuando nosotros ya no estemos? No puede valerse por sí mismo, y nosotros somos ya mayores.

Entonces la mujer rompió a llorar.

—Miren… —intervino Lucas, unos minutos después—. Podemos intentar que su hijo consiga un piso tutelado. De esa manera podría vivir con cierta independencia, y a la vez estar controlado. El problema es que los dan a cuenta gotas, pero por intentarlo no va a quedar por nuestra parte, se lo aseguro.

Estuvieron hablando durante unos minutos hasta que por fin salieron, todavía con el ánimo por los suelos.

Aprovechando un momento de descanso, llamó a Elena de nuevo. Había tratado de hablar con ella los días anteriores en varias ocasiones, sin conseguirlo. En cierto modo, deseaba recibir de su parte cierta conformidad con el audaz plan que le había confiado. No iba a resultar nada fácil entrar en la residencia de Collado Villalba sin ser visto y sacar de allí algunos documentos comprometedores. Una palabra de ánimo y de aprobación sería como un espaldarazo para continuar adelante.

Sin embargo, no pudo hacerse con ella. Le mandó un nuevo mensaje, pero vio que los anteriores todavía no los había leído. Ese día le tocaba trabajar en turno de mañana, así que seguramente estaría liada, se dijo.

Desde la muerte de Antonio Poveda, la vida de Lucas casi había vuelto a la normalidad. Aparte del intento fallido de la inspección, no había vuelto a saber nada más del centro de Hurtado, si bien él se negaba a desentenderse del tema. Su conciencia le exigía justicia, no solo contra las maldades de Hurtado y sus secuaces, sino, sobre todo, por los pobres desgraciados que allí estaban encerrados.

Además, de alguna manera se lo debía a su antiguo profesor, José Antonio Brull. No por primera vez se preguntó si el incendio de su casa había sido fortuito o en realidad se trataba de un asesinato. Por desgracia nunca se sabría, ya que todo apuntaba a que había sido un lamentable accidente, nada más, aunque Lucas cada vez tenía más dudas al respecto.

A mediodía, después de comer, volvió a llamar a Elena, sin obtener respuesta.

Hizo un nuevo intento a los diez minutos y por fin hubo contestación al otro lado, aunque, en lugar de oír la voz de su amiga, le habló un hombre.

Al principio Lucas pensó que se había equivocado al marcar el número, pero eso no era posible, ya que no había marcado él los dígitos, sino que había buscado el contacto en la agenda del móvil.

—¿Quién es usted? —preguntó—. Quería hablar con Elena.

Durante unos instantes, su misterioso interlocutor no respondió, hasta que por fin lo hizo.

—¿Con quién hablo, por favor?

—Eso mismo he preguntado yo —dijo Drusell, molesto—. Soy un amigo de Elena. No sé cómo ha acabado su teléfono en su poder, pero…

—Escuche —le interrumpió el hombre, con voz grave—. Soy el agente Martínez, de la policía local de Madrid.

Todas las alarmas se dispararon en la cabeza de Lucas y este notó cómo el pulso se le aceleraba.

—¿Qué le ha pasado a Elena? —preguntó con un débil hilo de voz.

—Verá… Su amiga ha fallecido.

Lucas se quedó de piedra, sin saber qué decir, y un torbellino de emociones le embargaron.

—Lo siento mucho.

—Pero… Pero… ¿cómo ha sido?

El policía dudó en contestar.

—Todavía hay que hacer la autopsia…

—Oiga, escuche, soy médico, y psiquiatra.

Aquello convenció al agente.

—Se ha suicidado —explicó sin más preámbulos—. Se ha cortado las venas.

Lucas no fue consciente de colgar el móvil. Se sentó y se cogió las manos con la cabeza. Era imposible que se hubiera quitado la vida. Tenía muchas ganas de vivir, proyectos e ilusiones.

Un nombre le vino a la mente.

—Hurtado.

 

 

 

Lucas bajó del coche y caminó hacia Los Pinos mirando en todas direcciones. A esa hora todo estaba tranquilo en Collado Villalba.

Todavía no había hecho nada ilegal y ya se sentía como si en cualquier momento le fuera a caer la policía encima.

No era la primera ocasión que se colaba en el centro, pero la vez anterior era diferente, había sido como entrar en el cine para ver una película sin pagar. Esta noche no iba por la función, quería reventar la caja fuerte; una pequeña diferencia.

Miró el reloj, la una menos veinte de la madrugada. Se detuvo en una esquina, a escasos metros de una puerta de servicio que, según su difunta amiga Elena, se abriría en unos minutos.

Lucas se frotó las manos mientras esperaba. A octubre le quedaban ya muy pocos días y el frío, especialmente de noche, se dejaba notar y mucho.

A la media hora, la puerta se abrió. Aunque lo esperaba, no pudo evitar sobresaltarse.

Salió uno de los enfermeros llevando un voluminoso cubo de basura con ruedas. Avanzó unos metros hasta el contenedor y empezó a vaciarlo, provocando bastante ruido.

Drusell inspiró profundamente y giró la esquina, recorrió los pocos metros que le separaban de su destino y entró sin mirar al enfermero.

Al hacerlo, casi se tropezó con otros tres grandes cubos de basura, colocados en fila.

Entró por la puerta que vio abierta y se agachó.

Elena le había informado de que por la noche el servicio era mucho menos que mínimo, por lo que en esa zona del edificio, donde también estaban la lavandería y la cocina, habitualmente no había ni un alma.

Recorrió a oscuras el largo pasillo, utilizando su móvil para iluminar el suelo y llevándolo lo más bajo posible.

El corredor terminaba en un pequeño vestíbulo. Al llegar al fondo, Lucas se detuvo y respiró profundamente, aliviado. No se había dado cuenta que durante todo el trecho recorrido había estado respirando poco a poco de forma involuntaria, en un intento de hacer menos ruido.

De momento todo estaba desierto. Había algunos centros como aquel que disponía de un servicio contratado de seguridad por la noche, pero no era lo normal.

Abrió una de las puertas, que sabía que daba a otro pasillo, al final del cual estaban los despachos del director y de la supervisora. También en esa zona, se encontró con todas las luces apagadas.

Avanzó casi a cuatro patas hasta llegar frente a la puerta de Hurtado. Estiró la mano y manipuló el pomo. Tal y como suponía, estaba cerrado con llave, algo lógico. También el de Laura tenía la llave echada.

Sacó la barra de metal que había traído y se dispuso a hacer palanca. En ese momento pensó que si él fuera el personaje de una película, sin duda sabría abrir la puerta con una ganzúa, una lima de uñas o algún objeto similar. O quizá la abriera de una patada; en las películas era algo muy simple, un buen puntapié y puerta abierta. Pero por desgracia eso era la vida real y él solo era un médico que poco sabía de abrir puertas.

La puerta en sí era bastante normal, no era blindada ni nada similar, así que metió la punta en el pequeño hueco existente entre la hoja y el marco e hizo fuerza.

Se oyó un chasquido y el cerrojo saltó hecho pedazos, junto con un buen trozo del marco.

Lucas se tiró al suelo instintivamente, con el corazón latiendo a mil por hora. El ruido se le había antojado tan intenso como el bocinazo de un camión. Esperó durante unos minutos agazapado en un rincón del pasillo, pero no hubo cambios, ninguna luz se encendió.

Cerró la puerta tras de sí como pudo y se incorporó, mirando a su alrededor.

El despacho era amplio y tenía una inmensa mesa, en la que descansaban un ordenador y varias gavetas con papeles. Había otra mesa circular con cuatro sillas rodeándola, un mueble bar y, junto a este, una cafetera de cápsulas, además de dos grandes archivadores.

Encendió el ordenador y mientras el sistema operativo se cargaba, forcejeó con los archivadores. Como era de suponer, también estaban cerrados, así que, palanca en mano, los descerrajó. Un nuevo chasquido que podía alertar a cualquiera. «¡Pero qué estoy haciendo!». Estaba completamente loco, reconoció. Sí, pero había que tentar a la suerte; de momento, esta le había sonreído. Esperó fuera del despacho, escondido. Después de cinco minutos sin que apareciera nadie, se internó de nuevo en la sala y comenzó a examinar el contenido del archivador.

Se trataba de los expedientes de los enfermos, ordenados alfabéticamente. Lucas fue pasando las letras, sin saber qué buscaba, hasta que encontró un nombre que le resultó familiar: Ana Peinado.

Pasaba las páginas con una mano, mientras con la otra alumbraba utilizando el móvil. Reconoció lo que Brull había escrito en el cuaderno sobre esta paciente hasta que llegó al final. Leyó las últimas líneas y se quedó de piedra.

¡Hurtado había mentido! Ana no había muerto a causa de una infección, sino que se había suicidado.

Leyó los escasos dos párrafos que narraban lo sucedido. Como describía el doctor Brull en su cuaderno, uno de los hábitos de la joven era el de autolesionarse. No era raro que pasara con algunos pacientes, por lo que en los centros de enfermos mentales siempre se tenía a buen recaudo cualquier tipo de objeto cortante o punzante. Sin embargo, la falta de profesionalidad de los supuestos enfermeros provocó que uno de ellos se olvidara de guardar unas tijeras. Ana se las metió en el bolsillo en cuanto las vio y, una vez dentro de su cuarto, se destrozó las venas de las muñecas. Al cabo de unos minutos, había muerto desangrada.

Hurtado había ocultado este hecho y tenía una buena razón: algo así podía ser nefasto para su centro. No solo porque la familia lo denunciara, sino también porque la publicidad no iba a ser precisamente positiva.

Por fin tenía algo, se dijo, guardando las hojas en el bolsillo interior de su cazadora.

Continuó hurgando en los ficheros, sin encontrar nada más de interés, ya que sobre la muerte de Antonio, de momento, no se había escrito nada.

Decidió probar suerte con el ordenador, pero se encontró con que el sistema pedía una contraseña para acceder a la sesión. Eso no iba a poder solucionarlo con una palanca, así que decidió probar suerte.

«Druidas de Satán»

«Clave incorrecta», le respondió el ordenador.

Probó con distintas variantes y combinaciones de las palabras «druida» y «Satán», sin éxito. Volvió a intentarlo con una treintena de palabras más, sabiendo que sería un milagro obtener la clave. El ordenador no se dejaba abrir.

Revisó el interior del cajón de la mesa pensando en la posibilidad de encontrar la clave. Había facturas sin ordenar, diversos tiques de compra, un par de encendedores, tarjetas de restaurantes y hoteles caros… Nada que pudiera aportarle alguna pista sobre el modo de acceder al ordenador.

«Hotel Ritz», «Club Allard», «Hotel ME Madrid Reina Victoria», «Hotel Villa Magna», «SantCeloni», «Zalacaín»… ¡Vaya con Hurtado! Todos ellos hoteles y restaurantes de lujo. No podía decirse que viviera como un pobre, se dijo. Lucas recordaba haber estado solo en uno de aquellos sitios, el Reina Victoria, en compañía de Gonzalo Vargas. Aún se acordaba del dineral que les habían cobrado por unas cervezas y algo para picar, aunque, por supuesto, pagó su amigo. Devolvió las tarjetas y facturas al cajón procurando dejarlas como las había encontrado, pero una de ellas se cayó al suelo en la operación. En el dorso descubrió unas símbolos escritos a mano: «DW345#5$$67&&&09».

—¡La clave!

Sin perder un instante, tecleó aquella extraña combinación de signos.

«Clave incorrecta», volvió a contestarle el ordenador.

Los escribió de nuevo, esta vez muy despacio, para no equivocarse. El resultado fue el mismo. Lo intentó una tercera vez, sin éxito. Entonces dio un puñetazo sobre la mesa de pura desesperación. ¡Aquellos símbolos no significaban nada en absoluto!

Tras unos instantes respirando hondo, recapacitó y guardó la tarjeta en el bolsillo del pantalón. Después de todo, si Hurtado la había conservado, sería por algún motivo.

En ese momento, sintió un movimiento a su lado pero cuando se dio cuenta ya era tarde. Notó cómo alguien se le abalanzaba. En esas décimas de segundo que transcurrieron hasta que el recién llegado cayó sobre él, se reprochó el haber sido tan estúpido. Había estado tan concentrado en aquello que había olvidado por completo la vigilancia.

Intentó zafarse de su atacante arrojándolo al suelo, pero este era mucho más corpulento que él. Sintió un potente puñetazo en la mandíbula que hizo que rodara por el suelo. Para cuando se quiso dar cuenta de lo que pasaba, su agresor ya le había soltado dos potentes patadas al estómago.

Lucas intentó incorporarse y una nueva patada le alcanzó, haciéndole caer de nuevo.

Al poco tiempo se encendieron las luces del pasillo y aparecieron dos individuos más.

Uno de ellos y el que ya estaba allí lo inmovilizaron, mientras el tercero sacaba una jeringa.

Drusell forcejeó para liberarse, pero recibió a cambio un fuerte puñetazo en la boca del estómago. Mientras boqueaba, le inyectaron algo en el brazo.

Lo arrastraron por el pasillo, casi en volandas, mientras él intentaba liberarse, en vano.

Llegaron al patio trasero, por dónde él había entrado. El tipo de la jeringa se alejó y volvió unos instantes después con uno de los grandes cubos de basura con ruedas, que ahora estaba vacío. Iban a meterlo dentro.

Drusell intentó gritar pero de su boca no salió nada. Lo que fuera que le habían inyectado estaba surtiendo efecto. Sus agresores, al verle en ese estado, lo soltaron. Incapaz de mantenerse en pie, Lucas cayó al suelo. Todo le daba vueltas.

De improviso, se oyó un estrépito cuando un coche embistió la puerta de acceso de los vehículos, reventándola.

Los hombres, sorprendidos, se apartaron de la trayectoria del vehículo, que paró a un par de metros del doctor. Lucas, de espaldas al coche e incapaz de moverse, fue sumiéndose en la inconsciencia, mientras escuchaba gritos de sus agresores y luego disparos. Entonces perdió el conocimiento.

La guarida
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