#16
Lucas respiró profundamente antes de marcar el número de teléfono. Se encontraba de nuevo en su consulta y todavía le quedaba una hora y media de visitas. El paciente de las cinco había anulado la cita, así que iba a aprovechar ese hueco para llamar, sin retrasarlo más.
—¿Diga? —preguntó una voz femenina.
—Buenas tardes, al habla el doctor Lucas Drusell. Quería hablar con Alicia, la madre de Javier Costa.
—Soy yo.
Lucas pasó a explicarle que llamaba de parte del fallecido doctor Brull. Al igual que en los casos anteriores, tampoco ella se había enterado de su muerte.
—Verá. Resulta que en mis últimas conversaciones con el difunto doctor, me dijo que estaba pensando en aplicar otro tipo de tratamiento a su hijo. Es algo completamente diferente, que quizá pudiera hacer que mejorase.
—Probaron todo tipo de medicación con él sin ningún resultado.
—No se trata de una medicación… Se trata de ver cómo reacciona ante ciertos estímulos y para ello había pensando que la presencia de un sacerdote sería interesante para ver cómo afecta a una parte concreta de su cerebro...
—¿Me está sugiriendo que mi hijo está endemoniado? —preguntó la mujer con brusquedad.
Lucas se quedó cortado ante la respuesta.
—Verá… no es exactamente eso…
—Que yo sepa los curas solo ven a enfermos para darles la extremaunción o en caso de posesiones.
Lucas chasqueó la lengua de forma involuntaria. La cosa no podía ir peor.
—En definitiva —dijo la mujer— ¿qué pretende de mi hijo, si se puede saber?
Lucas decidió mostrar todas sus cartas, considerando que no podía hacer otra cosa:
—El doctor Brull envió a Javier al psiquiátrico del doctor Hurtado…
—A la residencia de enfermos mentales del doctor Hurtado —le corrigió la mujer.
—Perdone por usar esa palabra, a veces se me escapa —se disculpó Lucas—. Bien, lo mandó a la residencia porque no encontraba solución para su enfermedad y porque la convivencia con él se hacía prácticamente imposible. Pero al final de sus días, antes del accidente en el que perdió la vida, pensó que debía haber probado si el mal que sufría su hijo no era debido sino a una intervención del demonio.
Se hizo silencio al otro lado de la línea y Lucas temió que la mujer le colgara de un momento a otro.
—Yo creía que los demonios estaban en el infierno.
Drusell interpretó como buena señal el hecho de que todavía siguieran conversando. Así, trató de explicarle, recordando lo que le había contado el padre Francisco, cómo algunos demonios vagaban por la tierra tentando a los hombres y tratando de apoderarse de sus cuerpos mientras que otros ya estaban en el infierno para siempre. Casi le estaba dando una clase de teología a la buena mujer. Por eso no se extrañó cuando ella le preguntó:
—¿Usted cree que eso es posible?
—Pienso que sí.
—Es usted creyente, entonces —le dijo la madre de Javier.
—Más o menos. Voy a misa los domingos y sé rezar algunas oraciones.
—Yo, desde hace un tiempo, también. La verdad, con todo lo que ocurre a tu alrededor, y luego, con el problema de Javier… Pocas cosas me quedan a las que aferrarme para no hundirme por completo.
Dicho esto, empezó a sollozar. Lucas aguardó en el teléfono, sin decir nada. Al cabo de unos instantes, la señora se calmó.
—Está bien. Confío en usted, aunque no me hago muchas ilusiones. Llevo rezando por mi hijo durante mucho tiempo para que se cure pero ya ve los resultados. Tengo un tío sacerdote, ya bastante mayor, y siempre me insiste en que confíe en Dios.
—No le prometo nada.
Lucas quería mantener las espaldas bien cubiertas por si no salía bien el experimento.
—Sin embargo, pienso que vale la pena tener al menos una entrevista entre su hijo y el exorcista.
Estuvieron charlando un rato más y Alicia quedó convencida sobre la conveniencia de sacar unos días de la residencia a su hijo. Le pidió a Lucas el teléfono del padre Francisco para hablar pausadamente con él y le dijo que el día siguiente lo llamaría.
Cuando Lucas colgó, la sensación de frustración que desde hacía días le acompañaba con respecto a todo lo relacionado con el doctor Brull despareció en gran medida. El médico sonrió. Por fin parecía que aquel asunto avanzaba.
Sabía que el siguiente paso era especialmente delicado. Alicia debía solicitar al centro de Hurtado llevarse a su hijo durante unos días. Una vez en casa, el padre Francisco y él mismo acudirían allí para que el sacerdote pudiera examinar al chico y emitir un primer dictamen sobre su estado. De seguro que aquello no sería del agrado del doctor Hurtado.
La cena consistió en una tortilla francesa para cada uno y algo de queso fresco. Lucy se tomó además una manzana y una natilla mientras veía el programa concurso que estaban poniendo en la televisión. Lucas se conformó con la frugal cena y comenzó a releer el cuaderno número 92, que contaba la historia de Javier Costa.
Terminó el concurso y Lucy apagó el televisor.
—¿Sigues con esos cuadernos, papá? —le preguntó al verle concentrado sobre las hojas.
—Sí, ya lo ves.
—¿Habéis decidido ya el padre Francisco y tú qué vais a hacer con esas personas?
Se veía que la chica no tenía sueño y sí muchas ganas de hablar. Lucas la había tenido al margen de todo aquello, pero pensó que no importaba si le contaba algunas cosas.
—Nuestra intención era someter a cada uno de esos tres enfermos a un examen por parte del padre Francisco y proceder a exorcizar a quien hiciera falta, pero…
— …la primera, Ana Peinado, esta muerta, ¿verdad?
Lucas se quedó con la boca abierta.
—¿Cómo lo sabes? ¿Has notado algo?
Lucy sonrió a su padre.
—No, papá, no es nada sobrenatural. Sólo es que ayer no pude dejar de oírte hablar con alguien a quien se lo contabas. ¡Qué pena!
Lucy pareció muy afectada.
—¡Pobre mujer! —se lamentó la chica—. ¿Qué hay de los demás?
—La mujer de Antonio Poveda no quiere ni oír hablar de que un cura intervenga en este asunto. Así que no nos va a dar ni la más mínima oportunidad.
—¿Y el otro chico?
—Su madre está dispuesta a colaborar. En cuanto le sea posible, le sacará unos días del psiquiátrico y ha dicho que avisará para que el padre Francisco vaya a verle. Ha sido una suerte.
Acababa de decir esto cuando se oyó un grito ensordecedor que inundó la habitación. Los dos dieron un respingo y un miedo irracional se les metió en el cuerpo.
Ambos se fijaron en las imágenes de una película de terror que emitía uno de los canales nacionales.
—Pero, ¿no habías apagado la televisión?
—Sí —aseguró Lucy.
—Se habrá encendido solo…
Lucas cogió el mando a distancia pero éste no funcionaba.
—¡Qué raro!
Mientras, las escenas de la película se sucedían. No se podía decir que fuesen precisamente agradables. Por fin, Lucy se levantó, se acercó hasta el aparato y pulsó el botón de apagado. La pantalla se sumió en la oscuridad.
Casi en el mismo instante, una fuerte ráfaga de viento abrió de par en par una de las ventanas del salón, que estaba entreabierta. La cortina, arrastrada por la fuerza de la ventana, lanzó al suelo la lámpara de luz indirecta que iluminaba la habitación. La bombilla se rompió y la sala quedó a oscuras.
Lucas se quedó quieto unos instantes, como esperando ver entrar algo detrás del fuerte viento, con el corazón en un puño. Unos segundos después, se acercó a la pared y pulsó el interruptor de los halógenos del techo. La luz volvió a la estancia.
Se acercó hasta la ventana y la cerró, asegurándose bien de que las dos hojas no se volvieran a abrir. Levantó del suelo la lámpara y la colocó en su lugar.
—¿Qué ha sido eso, papá? —preguntó Lucy, abrazándole asustada.
—Ya lo ves: un ventarrón caprichoso que se ha colado por nuestra ventana —intentando restarle importancia, a pesar de que también él estaba atemorizado.
Lucy miró por la otra ventana del salón.
—Pero si no se mueve ni una hoja de los árboles…
—A veces ocurren cosas así, hija.
—Sí, claro —dijo ella—. Como lo del televisor, ¿no?