#12
Al día siguiente, Lucas apenas se pudo concentrar en el trabajo.
En el hospital, estuvo a punto de preguntar a uno de sus colegas sobre lo que opinaba de las posesiones diabólicas, pero no se atrevió. Sonaba a cosa de locos. No tenía ni idea de quién le había dejado el manuscrito en la puerta, pero ahora eso era lo de menos. La pregunta que le rondaba la cabeza era: ¿estaban los pacientes de los tres cuadernillos endemoniados? En ese caso, ¿lo sabía Hurtado? Quería imaginar que no, ya que si la respuesta era afirmativa, todo aquello se complicaba y mucho, pues no alcanzaba a entender para qué podía querer alguien tener encerrados a varios endemoniados.
La mañana, por fortuna, pasó tranquila. Lucas fue visitando a sus pacientes para después actualizar los historiales y modificar, si era el caso, la medicación de algunos de ellos. En general, todos estaban respondiendo bien a los tratamientos, algo muy satisfactorio, a pesar de que ese día estaba en muchos momentos con la cabeza en otro sitio.
A las tres se marchó a casa y mientras iba de camino le mandó un mensaje a Daniel para que cancelase la única consulta que tenía esa tarde. Se trataba de una señora ya entrada en años, viuda y muy rica, que acudía dos veces al mes, siempre aquejada de extrañas jaquecas. Por lo general, Lucas le recetaba sencillos calmantes que funcionaban a la perfección, por lo que creía que la señora simplemente quería a alguien que la escuchara, aunque tuviera que pagar para ello.
Después de comer y descansar un rato, en un arranque bastante irracional para su modo de ser y de pensar, se encaminó hacia la parroquia a la que solía asistir a misa los domingos con su hija. Se la encontró cerrada. Un cartel en la entrada del despacho parroquial informaba de las horas de visita. Tendría que esperar hasta las seis. Regresó a su casa dispuesto a volver una hora más tarde.
A las cinco y media llegó Lucy. Merendó en cinco minutos y en seguida se metió en su cuarto a estudiar. Lucas le dijo que saldría un momento sin darle más detalles.
Esta vez se encontró con el despacho parroquial abierto, aunque había dos personas esperando turno para entrar. A los veinte minutos, por fin, le tocó a él.
—Señor Drusell, ¡qué agradable sorpresa! —exclamó el padre Alejandro, sonriendo.
—Hola. No quiero entretenerle mucho, pero quería consultarle algo —dijo con tono inseguro.
—Usted dirá…
—Verá… Lo que voy a preguntarle es un poco especial. Espero que no me malinterprete.
—Por supuesto.
—¿Usted sabe algo de posesiones diabólicas?
En el rostro del cura apareció la sorpresa.
—¡Vaya! Me ha pillado fuera de juego, no me esperaba esa pregunta para nada.
—¿Cree que en realidad existen las posesiones? —preguntó, subiendo el tono involuntariamente.
El padre Alejandro tomó conciencia de la seriedad de la pregunta y contestó:
—Por supuesto. Y la Iglesia así lo afirma de una manera rotunda.
—Siempre había pensado que eso eran cosas de las películas de terror o cuentos para asustar a la gente y que así tuviera miedo de ir al infierno.
Lucas pasó a relatarle todo lo que sabía de los tres extraños cuadernos y del manuscrito del doctor Brull.
—Si no le entiendo mal, usted piensa que esos tres pacientes necesitan a un exorcista porque no responden a ningún tratamiento ni presentan lesiones cerebrales.
—No sé qué decirle, la verdad. Es todo muy complejo. La duda me ha surgido por un manuscrito que he recibido en casa, en el que un psiquiatra que trató a esos pacientes habla de posesiones diabólicas.
—Tengo que manifestarle de nuevo mi sorpresa —comentó el sacerdote—. Es la primera vez que me encuentro en una situación como ésta. Claro, que aún soy joven y llevo pocos años de cura. El caso es que son tan pocas las veces que alguien solicita que a otra persona se le practique un exorcismo que en cada diócesis sólo hay uno o dos sacerdotes que pueden hacerlo. Necesitan un permiso del obispo, ¿sabe? Eso de enfrentarse con el demonio cara a cara no debe de ser nada agradable.
—¿Conoce usted a alguno de esos exorcistas?
—Me temo que no. Tendría que llamar al obispado y que allí me dieran su nombre y su teléfono.
—Pues hágalo, por favor. No perdamos más tiempo.
Mientras el sacerdote localizaba el teléfono del obispado y se entretenía en buscar la información solicitada, Lucas no pudo evitar sentirse ridículo al estar planteando esa hipótesis completamente descabellada y que además iba en contra de su experiencia como médico.
—Hemos tenido suerte —dijo el párroco, después de colgar—. En la diócesis hay dos exorcistas. Uno de ellos está muy mayor y ya sólo ejerce como maestro del otro. Tengo el nombre y el teléfono del segundo. Es un profesor del seminario y se acordará de mí.
—¿Cómo es que hay sólo dos exorcistas en una diócesis tan grande como la de Madrid?
El sacerdote se encogió de hombros.
—Hoy día, poca gente cree que un cura pueda ayudarle con unas oraciones y a todo el mundo le parecen pamplinas y cosas de viejas; algo superado por la ciencia, dicen. Sin embargo, es curioso, pero se sorprendería de la cantidad de gente que consulta el horóscopo, que va a que le echen las cartas, y que acude antes a cualquier mago o curandero cuando el médico ya no puede hacer nada más.
Lucas se sorprendió de la afirmación del cura. Nunca lo había pensado y ahora que caía en la cuenta, lo veía con claridad. Se suponía que, al dejar la religión de lado, la sociedad se había hecho «adulta» al no depender de un Ser superior. Sin embargo, cada vez estaban más de moda las terapias alternativas como la curación a través de «energías» u otros métodos de dudosa fiabilidad y contrarios a la ciencia. Además, la gente era cada día más supersticiosa.
Como si le leyera los pensamientos, le dijo el padre Alejandro:
—Es matemático: donde decae la religión, crece la superstición. Por eso están tan difundidas, sobre todo entre la gente joven, las prácticas de espiritismo, la magia y el ocultismo. Tendría usted que conocer algún grupo de rock que yo me sé y las letras de sus canciones para comprobar que la gente no le tiene miedo al demonio ni al infierno. Es absurdo: confiesan creer en su existencia pero les da igual, o incluso muestran deseos de tener relaciones con ese mundo de maldad.
—Para mí que se trata del tema como si fuese una experiencia nueva que hay que probar; como la droga, por ejemplo. Pienso que en realidad no creen que exista el demonio o, por lo menos, no lo ven como dice la Iglesia que es —dijo Drusell.
—¿Conoce la historia de la oración a San Miguel? —preguntó el párroco, en vista de que Lucas se interesaba por la cuestión.
Lucas negó con la cabeza.
—Se trata de una oración que hasta la reforma del Concilio Vaticano II, el sacerdote debía rezar junto con los asistentes, de rodillas, al terminar la misa. El origen de esa oración es muy extraño. Sucedió una mañana en que el Papa León XIII estaba asistiendo a una misa de agradecimiento después de haber celebrado la suya, como hacía de manera habitual. De repente, se le vio levantar enérgicamente la cabeza y después, observar algo por encima del sacerdote que celebraba. Miraba con fijeza, sin parpadear, con un aire de terror y de asombro; tenía el rostro como demudado. Algo muy raro debía de estar ocurriéndole.
—¿Se trataba de una visión o algo parecido?
—Sí, eso fue. Cuando volvió en sí, se dirigió a toda prisa hacia su despacho privado. Los que estaban con él le preguntaron si no se encontraba bien o si necesitaba algo. El Papa dijo que estaba perfectamente y que le dejaran un rato solo. Al cabo de media hora, hizo llamar al secretario de la Congregación de Ritos y, dándole un folio escrito a mano, le mandó imprimirlo y enviarlo a todos los obispos del mundo. Era la oración que ahora se ha suprimido, pero que cualquiera puede rezar por devoción. Yo lo hago todos los días después de celebrar la Misa.
—¿Y qué dice esa oración?
El sacerdote recitó de memoria con voz solemne:
«San Miguel arcángel, defiéndenos en la batalla; contra las maldades y las insidias del diablo sé nuestra ayuda. Te lo rogamos suplicantes: ¡que el Señor lo ordene! Y tú, príncipe de las milicias celestiales, con el poder que te viene de Dios, vuelve a lanzar al infierno a Satanás y a los demás espíritus malignos que vagan por el mundo para perdición de las almas».
—Da casi miedo —comentó Lucas en voz baja.
—Estoy seguro de que es lo que sintió León XIII cuando la compuso. Años más tarde, un cardenal italiano explicó que el Papa había experimentado verdaderamente una visión de los espíritus infernales que se concentraban sobre Roma; con motivo de esa experiencia nació la oración que hizo rezar en toda la Iglesia. No contento con eso, él mismo escribió de su puño y letra un exorcismo especial que se incluyó en el Ritual romano y que lo rezaba con mucha frecuencia a lo largo del día. Todo esto nos lo contó en una clase precisamente el sacerdote del que le he hablado antes, que ha recibido del arzobispo el encargo de exorcista.
—Entonces —le preguntó Lucas—. ¿Cree que hoy en día hay gente que está poseída?
El joven cura le sonrió y respondió:
—¿Piensa que me hubiera ordenado sacerdote si dudase de la existencia del demonio y de que Jesucristo ha destruido su reinado para siempre? Confieso que no tengo ninguna experiencia en el trato con personas poseídas por el demonio o que han sufrido un hechizo o una maldición en la que haya intervenido el diablo. Sin embargo, tengo el suficiente sentido común, como sacerdote católico, para no poner en entredicho verdades que la Iglesia ha sostenido desde siempre.
—¿Qué tal si le llamamos ahora? —propuso Lucas, con más ganas de avanzar hacia su objetivo que de escuchar tanta explicación por parte del joven clérigo.
—¿Por qué no?
Eran cerca de las diez de la noche y Lucas se encontraba sentado en el sofá del salón contestando varios correos electrónicos con su ordenador portátil.
Durante los últimos minutos había estado escribiendo a su amigo, el empresario Gonzalo Vargas. Hacía muchos meses que no lo veía, aunque sí se intercambiaban emails cuatro o cinco veces al año y se felicitaban las fechas señaladas a través de whatsapp. Gonzalo había empezado a acudir a su consulta por un problema de estrés. Poseía un don especial para los negocios y un extraordinario don de gentes. Entonces no tenía ni treinta años y ya era multimillonario. A Lucas no le extrañaba, ya que, cuando lo conoció, la primera impresión que percibió en él era que se encontraba frente a un triunfador nato. Alto, guapo, atlético, todo su persona irradiaba una especie de magnetismo que hacía que cualquiera se sintiera muy a gusto en su presencia.
En su último correo electrónico, Vargas le contaba que llevaba cerca de seis meses recorriendo Estados Unidos y fundando nuevas sucursales de su multinacional. En breve, volvería a España para quedarse una temporada, ya que tenía cosas importantes que hacer en Madrid.
Lucas recordó los rumores de que iba a meterse en política, cosa nada sorprendente ya que estaba seguro de que llegaría muy lejos en cualquier asunto en que participara. Imaginó que el motivo de su vuelta debía de estar relacionado con esa nueva actividad. Estaba seguro de que empezaría a tirar de contactos para empujar su carrera política.
Lucas le contestó con tres párrafos, sin contarle nada de los extraños acontecimientos en los que se había visto envuelto los últimos días.
Estaba comenzando a leer un correo de un antiguo paciente cuando sonó el móvil.
Drusell miró la pantalla y leyó: «Número desconocido»
Descolgó, suspirando. Esperaba que no se tratara de algún pesado de una compañía telefónica ofreciéndole el último modelo de smarthphone para cambiarse con ellos.
—¿Diga?
—¿Doctor Drusell?
Al identificar la voz, todo su cuerpo se tensó como un resorte.
—Soy Alberto Hurtado
Lucas tardó unos segundos en contestar.
—¿Me oye?
—Sí, sí, le oigo. Buenas noches —dijo atropelladamente.
—Verá, como el otro día nuestra entrevista se vio interrumpida, todavía tenemos pendiente solucionar el tema de los cuadernos de Brull. ¿Cuándo puedo pasar a recogerlos?
Aunque la frase acabó en tono de pregunta, parecía más bien una orden.
—Verá, doctor —balbuceó Lucas, intentando centrarse—. Resulta que… los destruí.
—¿Los destruyó?
—Claro, como era información confidencial de pacientes pensé que lo mejor era deshacerme de ellos, para que ya no hubiera problema —contestó, más deprisa de lo que habría querido.
El doctor Hurtado pareció unos segundos desconcertado, hasta que por fin contestó:
—Está bien. Asunto resuelto entonces. Buenas noches.