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Homo heterogéneo
Pocos días después de que Romano Santos dijera adiós al trabajo durante una fiesta organizada por sus compañeros, dos enfermeros de expresión inalterable se llevaron de casa a su mujer. Los acompañaba un hombre vestido con traje, oculto tras gafas ahumadas, quien no dejaba de juguetear con un anticuado reloj de bolsillo.
Las personas que pasaban en ese momento ante la casa y vieron introducir a la señora Santos en la ambulancia, no dejaron de advertir las correas que la ataban a la camilla. Se retorcía y aullaba pidiendo que la alejaran lo antes posible de allí. Ordenaba a los enfermeros que se dieran prisa. Los ojos le bailaban en las cuencas.
Romano observaba desde la puerta. Todavía iba en pijama. El hombre de las gafas ahumadas permanecía junto a él con una mano apoyada en su hombro, sin dejar nunca de jugar con el reloj. Romano se mantuvo inalterable mientras su mujer gritaba a pleno pulmón, de modo que cuantos había presentes pudieran oírlo, que no se acercaran a la casa. Les advirtió sobre los ectoplasmas. Los entes brillantes que brotaban de los montones de ropa sucia.
El hecho alimentó la corriente de rumores de índole insólita que en las últimas fechas circulaba por la urbanización.
Durante los trabajos de limpieza del bosque cercano, donde habrían de alzarse nuevas casas unifamiliares y calles arboladas, había tenido lugar un accidente. Una de las excavadoras que allanaban el terreno fue tragada por la tierra. Un instante estaba allí y al siguiente había desaparecido llevándose consigo a su conductor.
Los trabajadores que se hallaban en las inmediaciones oyeron un estruendo apagado. Donde antes había estado la excavadora se abría un pozo de varios metros de diámetro por cuyos bordes asomaban las raíces de los árboles. La luz no lograba alcanzar el fondo, y cuando gritaron llamando al conductor la única respuesta que obtuvieron fue la de sus propias voces devueltas por el eco.
Trazaron un perímetro en torno a la boca del pozo. Los bordes se desmoronaban con facilidad.
Una vez que el equipo de rescate comenzó a descender, se encontró con una inmensa cavidad, de dimensiones tales que podrían albergar una catedral. La abertura por donde habían entrado iba haciéndose más y más pequeña a medida que se descolgaban. Hallaron la excavadora boca abajo. La cabina estaba aplastada. No había nada que pudieran hacer por el conductor.
El suelo era de tierra pisada y se hallaba cubierto de huesos. Cuando uno de los miembros del equipo se alejó unos pasos, la luz de su casco topó con una de las paredes de roca e iluminó pinturas de ciervos y bisontes a galope.
Horas después llegaban los paleontólogos y tenía lugar un agrio enfrentamiento entre ellos, el encargado de las obras y el jefe del equipo de rescate. Las labores para recuperar el cuerpo del conductor estaban dañando los hallazgos.
Uno de los paleontólogos no contuvo las lágrimas al ver los huesos removidos y aplastados. La excavadora había caído sobre el osario principal y reducido gran parte de los restos a añicos.
Esa noche hubo un vigilante destinado a guardar la entrada de la cueva. Fue una dura vigilia. No había dónde refugiarse. Se mantenía en calor a base de café y de no dejar de moverse, siempre a prudente distancia de los letreros que advertían del peligro de acercarse al pozo. Pisaba con fuerza para activar la circulación. Imaginó cascadas de tierra cayendo al fondo de la cueva, producidas por los golpes de sus pies contra el suelo.
Al filo del amanecer, cuando el sueño apenas le permitía mantener los ojos abiertos, oyó un ruido procedente de la cavidad. Un sonido de succión, como el que se produce al retirar el tapón de una bañera. Se le erizó el vello. Apuntó con la linterna hacia la cueva. El sonido creció, más próximo cada vez. Y entonces una corriente de algo que podía ser aire helado irrumpió fuera de la cavidad tornando el sonido de succión en un suspiro, hizo temblar los letreros de peligro y atravesó al vigilante, que dejó caer la linterna y abandonó su puesto a toda la velocidad que le permitían sus piernas, sin detenerse a mirar atrás.
La pareja que ocupaba la que antes había sido la casa de Héctor y Sara supo de esta historia —lo mismo que todos los residentes de los alrededores—, si bien le prestaron escasos oídos. Otro asunto ocupaba en esos momentos su atención.
Se puede decir que la relación con sus vecinos de la casa de al lado era más que tensa. Desde el momento mismo del traslado habían realizado sinceros esfuerzos por mantener un trato cordial con ellos; intentos que naufragaron estrepitosamente el día que los vecinos se hicieron con un perro.
El animal, un pastor alsaciano adquirido en una perrera, provocó enfrentamientos entre los dueños de ambas casas desde el primer momento. Invadía el jardín contiguo, hacía en él sus necesidades, destrozaba las flores y abría agujeros en el césped. Pero aún peores eran sus ladridos. Ladraba a todas horas, de forma incansable, de día y de noche. Costumbre que, al parecer, a sus dueños era a los únicos a quienes no molestaba.
Una noche el perro comenzó a ladrar con una insistencia más allá incluso de la que era habitual. Continuó así durante cerca de dos horas. Las llamadas de queja de los vecinos no hallaron respuesta. Un grupo de ellos acabó por congregarse ante la casa, en cuyo interior continuaban resonando los ladridos. Nadie acudió a abrir la puerta. El coche de los dueños estaba en el garaje. Llamaron a la policía. Mientras esta llegaba, alguien dio una vuelta alrededor de la casa asomándose a las ventanas. Las cortinas del salón estaban echadas, pero a través de la rendija que quedaba entre ellas distinguió un cuerpo sentado a la mesa, desplomado sobre el plato de la cena.
Los agentes forzaron la puerta. Encontraron a los ocupantes de la casa, un hombre y una mujer, ambos en torno a los sesenta años, desmayados en la mesa, uno frente al otro. A simple vista no sufrían lesiones. La televisión estaba encendida y la comida de los platos fría.
Mientras tanto, el perro no cesaba de ladrar. Permanecía con medio cuerpo introducido en la chimenea del salón y la cabeza alzada hacia el conducto, en el que reverberaban sus ladridos y por donde salían proyectados hacia el cielo nocturno. No reaccionó ante la presencia de extraños. Uno de los agentes lo tomó del collar para sacarlo de allí, pero el animal se revolvió y gruñó hasta lograr que lo soltara. Volvió a la chimenea.
Sus dueños despertaron en cuanto les aplicaron una botella de amoníaco bajo la nariz. Se hallaban aturdidos. Dijeron no saber qué había ocurrido. Estaban cenando y de repente todo se volvió negro. No recordaban nada más. El alsaciano tampoco les hizo caso a ellos, no dejó de ladrar ni sacó la cabeza de la chimenea. Los policías se miraban entre sí y se rascaban la cabeza.
En la casa no faltaba nada. No había rastro del paso de presencias extrañas.
Nadie pudo hacer que el alsaciano cesara en su empeño. Durante varios días permaneció vigilando el conducto de la chimenea. A ratos paraba de ladrar, pero no dormía ni comía. Cada vez que alguno de sus amos trataba de hacerlo salir de allí respondía mostrando los colmillos. Finalmente hubo de ser devuelto por la fuerza a la perrera.
El desmayo repentino trató de achacarse a algún tipo de emanación de la refinería, pero desde esta se negó tal acusación. No se había detectado ninguna fuga. Y en caso de que se hubiera producido, esta no habría podido afectar a una única casa de cuantas existían en las inmediaciones.
Quien se hizo cargo de redactar el comunicado enviado a la prensa fue el segundo de Héctor en el Departamento de Seguridad. Las explicaciones de descargo del problema, en opinión suya nimio y no relacionado con la refinería, le robaron una notable cantidad de tiempo.
Con intención de descansar y olvidarse de ello, el siguiente fin de semana montó en el remolque de su coche las piraguas de mar de su hijo mayor y de él, y juntos se encaminaron hacia la costa. El día era despejado, aunque frío. El mar estaba en calma. Remaron paralelos a la orilla, sin separarse uno del otro. Al cabo de una hora llegaron frente a una pequeña playa de guijarros donde había congregado un nutrido grupo de gente. El lugar se encontraba en la base de una falda rocosa que descendía hasta el agua. La única forma de acceder era a pie, e incluso desde la distancia a la que estaban, el padre y el hijo podían ver que la bajada no era sencilla; el terreno era empinado y se hallaba sembrado de grava y pedruscos. A pesar de ello había casi un centenar de personas distribuidas por la pendiente. Familias con niños. En la cresta de la ladera aguardaban sus vehículos, entre los que se podían distinguir varios coches de policía.
El motivo de semejante concentración era la ballena varada en la playa. Había arribado a la costa la noche anterior sin que nadie pudiera dilucidar el motivo. El descenso de la marea hacía imposible sacarla de allí.
—Ha muerto ya —dijo el padre.
—¿Cómo lo sabes?
—Su propio peso la ha matado. Asfixia.
El cuerpo del cetáceo ocupaba la práctica totalidad de la playa. Había varias personas a su alrededor, casi todas de uniforme. Vieron descender a un hombre que portaba una caja entre las manos. Bajaba despacio, asegurando cada pie antes de dar el siguiente paso. Lo precedía otro, con lo que parecía ser un gran rollo de cable echado al hombro.
Una vez abajo, los hombres de uniforme se congregaron en torno a estos. Luego desaparecieron tras la ballena.
—¿Qué hacen? —quiso saber el chico.
—Creo que intentar deshacerse de ella. Alejémonos un poco.
Se apartaron unos metros más de la costa. Una bandada de gaviotas chillaba y giraba sobre ellos. Cuando padre e hijo volvieron a mirar hacia la playa, los hombres que estaban junto a la ballena subían la ladera y hacían señas a los curiosos para que retrocedieran. Quien había llevado el rollo de cable subía también, desenrollándolo poco a poco a medida que avanzaba. Algunos de los espectadores se apartaron, pero la mayoría hizo caso omiso de las advertencias y permaneció donde estaba.
Padre e hijo miraban atentamente. El hombre del cable terminó de desenrollarlo y se ocultó tras un coche de policía.
Por espacio de un instante cayó un silencio apenas roto por el susurro del viento. Todos permanecían con los ojos fijos en la ballena muerta. Y a continuación desapareció. La explosión la levantó del suelo y todo fue una confusión de carne, sangre, guijarros y agua. Varias de las personas que había en la ladera cayeron hacia atrás empujadas por la onda expansiva.
Al segundo siguiente empezaron a llover trozos de ballena.
Los más gruesos, de hasta treinta kilos, cayeron cerca, sobre los espectadores y sus vehículos.
Desde las piraguas, padre e hijo contemplaron el pánico desatado por las consecuencias de la explosión, mientras a su alrededor caía un bombardeo de pedazos más pequeños de carne y grasa del cetáceo.
Afortunadamente los únicos daños personales fueron los ocasionados por caídas y tropiezos mientras la gente trataba de ponerse a salvo de lo que se les venía encima, todos ellos leves. Los destrozos en los vehículos fueron por el contrario cuantiosos. Techos hundidos y lunas hechas añicos.
Varios de aquellos coches habían sufrido daños de similar índole durante una violenta granizada caída años atrás sobre un centro comercial.
Las gaviotas, que se habían retirado espantadas por la explosión, pronto regresaron a dar cuenta del banquete.
El hombre había mentido a su hijo. La ballena no estaba muerta. Nadie se deshace de una ballena empleando dinamita. El cetáceo estaba atrapado, pero vivo. Y no podían liberarlo. Habían aliviado su agonía. Aunque se les había ido la mano.
Entre los testigos de la desintegración se contaba la niña a quien Beatriz había empujado en cierta ocasión en los vestuarios, ocasionándole un golpe en la cabeza. Para entonces esa niña era toda una adolescente que no había abandonado la práctica de la natación. Acostumbraba a entrenarse en el mar, no importaba la época del año. Protegida por un mono de neopreno nadaba varios kilómetros al día, siempre que las condiciones del tiempo lo permitieran. Del cuello para arriba su piel poseía un lustre atezado que contrastaba con el color miel del cabello. Tenía las espaldas más anchas de cuantos alumnos iban a su clase, chicos incluidos.
Había recibido varias menciones en competiciones oficiales, si bien nunca había llegado a destacar de veras. Veía la natación solo como un entretenimiento que le permitía mantenerse en forma.
Al término de una carrera de cien metros braza en la que finalizó segunda, mientras se secaba a un costado de la piscina y un nuevo grupo de chicas subía a los cajones de salida, alguien se aproximó a ella.
—Puedes hacerlo mejor.
Quien dijo esto se movía en una silla de ruedas. La parte de su cuerpo situada por encima de la cintura era robusta, los músculos de los hombros tensaban la camisa, mientras que las piernas parecían dos finos tubos de goma dentro de unos pantalones.
—Te he estado observando. A poco que te empeñaras podrías llegar adonde quisieras.
—¿De veras? —preguntó la chica, sin prestarle atención, mientras guardaba sus cosas en la bolsa de deporte.
—Yo te podría entrenar.
Sus palabras iban rodeadas por un halo de abrumadora seguridad en sí mismo.
—Sé que no corro ningún riesgo. Solo apuesto por ganadores.
No le hizo falta insistir mucho. Apenas hubo de esforzarse. Poco después la chica era su protegida. Y otro poco después algo más que eso. Los primeros triunfos importantes de la nadadora alcanzaron la sección de deportes de los periódicos al mismo tiempo que, a unas páginas de distancia, la sección de cotilleos se hacía eco de la relación sentimental entre la deportista y el entrenador, cargando las tintas no tanto en la condición de él como en la diferencia de edades —casi dos décadas— existente entre ambos.
Durante las conversaciones telefónicas que Sara mantenía con su madre, presumía de conocer —aunque fuera de forma lejana— a ambos miembros de la popular pareja.
Desde lo ocurrido tras la fiesta de cumpleaños de su nieta, Laura no había vuelto a visitar a la familia. Ni siquiera cuando se mudaron a la ciudad. Cada vez que Sara deseaba ver a su madre, debía ser ella quien se desplazaba. Laura no quería hablar de nada relacionado con aquella noche, pero insistía, por otro lado, en asegurar que ese no era el motivo por el que evitaba verlos. Aludía a su edad, al cansancio que el viaje le ocasionaba y, sobre todo, a motivos de salud. La flebitis se le había reproducido, trastorno que la obligaba a permanecer en casa con una pierna en alto y sin moverse.
A pesar de tales justificaciones, Sara estaba convencida de que la principal explicación para la actitud de su madre tenía que ver con Grego.
La presencia de este había levitado sobre todas y cada una de las conversaciones y encuentros que madre e hija habían mantenido desde aquella noche.
Sara creía que, a ojos de Laura, la familia se encontraba manchada por el secreto que había salvaguardado durante tanto tiempo, que no eran dignos de confianza.
Este pensamiento se demostró equivocado el día en que Sara recibió una llamada del hospital donde Laura había sido ingresada de urgencia. Un coágulo en una vena de la pierna se había desprendido y producido una embolia. Sara tomó el primer avión. Héctor se quedó en casa con Beatriz.
Halló a su madre inconsciente. Los aparatos a los que estaba conectada producían un rumor sedante. Sentado junto a la cama, acariciándole la mano, había un hombre. Sara lo conocía, aunque en un primer momento le costó identificar el rostro. Los años lo habían cambiado mucho. Había sido compañero de trabajo de su padre.
Antes de que ella pudiera decir nada, él se llevó un dedo a los labios y la invitó a que salieran al pasillo.
—Tiene que descansar —dijo con un susurro ronco.
Una vez fuera de la habitación aquel hombre la abrazó y la estudió detenidamente. Le temblaba la sonrisa.
—Cuánto has crecido. La última vez no eras más que una niña.
La informó sobre el estado de su madre, para lo que adoptó un tono grave.
—No está bien. El médico ha dicho que no sufre, pero…
La voz se le quebró y hubo de desviar la mirada.
Sara se sentía como si hubiera perdido el contacto con el suelo. Contempló a aquel hombre sacar un pañuelo y secarse los ojos. Vestía una chaqueta azul cruzada, con botones dorados. Se apoyaba en un bastón con empuñadura de plata.
Un médico confirmó el pronóstico grave. El coágulo se había desplazado por el torrente sanguíneo hasta llegar a los pulmones, donde había tenido lugar la embolia. Se estaban aplicando terapias trombolítica y anticoagulante. Aparte de eso lo único que podían hacer era esperar.
Esa noche el hombre de la chaqueta azul susurró que no les vendría mal tomarse un descanso e invitó a Sara a cenar en un restaurante cercano. Estarían fuera poco rato. Luego, añadió, volverían de inmediato al hospital.
Sentados frente a frente, explicó cómo Laura y él se habían encontrado durante una cena, en casa de un conocido común. Hacía años que no tenían noticias uno del otro. A ambos les alegró volver a verse. Tomaron unas copas mientras recordaban los viejos tiempos, desentendidos del resto de los asistentes. Él también era viudo.
Visiblemente incómodo, pero sin que le sorprendiera el asombro de Sara, confesó que desde entonces se habían vuelto a ver a menudo. Casi a diario.
—Ella no sabía cómo decírtelo. Lamento que hayas tenido que saberlo de este modo.
En los días siguientes se turnaron para ocupar la silla junto a la cama de Laura. Y Sara fue averiguando más detalles sobre la relación entre su madre y aquel antiguo compañero de su padre, a quien no podía dejar de observar a hurtadillas. El asombro confundía su dolor.
Al contrario de lo que había pensado, Laura no sentía reticencia hacia ella ni hacia su familia. En el último trecho de su vida había tenido la fortuna de encontrar a alguien que la había hecho sentir como creía que ya no podría volver a sentirse. Y deseaba disfrutar de ese gozo hasta el último instante.
Varias veces había tratado de contárselo a su hija, pero en el último instante siempre se acobardaba. Así Sara pudo por fin comprender la tensión soterrada de sus conversaciones.
—Creo que Laura veía algo impropio en lo que hacíamos —explicó él, mirándose los zapatos.
Tosió para aclararse la garganta. Se atildaba con esmero para acudir al hospital; unas discretas gotas de colonia, traje y corbata, esta siempre de colores alegres. «Como a ella le gusta», explicaba.
—Le asustaba el modo en que podrías interpretarlo. Siempre estuviste muy unida a tu padre.
Sara le tomó la mano —la mano de un anciano, temblorosa y sembrada de manchas—, y le aseguró que se alegraba de que su madre hubiera podido disfrutar de su compañía.
Laura recuperó la consciencia tan solo unos instantes en todo el tiempo que pasaron allí. El tubo del aparato de respiración asistida le impedía hablar pero sonrió al verlos juntos.
Cuando expiró, los dos se encontraban junto a ella, uno a cada lado de la cama, sosteniéndole ambas manos.
Durante el entierro, él depositó una rosa sobre el ataúd, como un miembro más de la familia. En el momento de ser presentado a Beatriz, se le llenaron los ojos de lágrimas. Declaró a la joven los muchos deseos que tenía de conocerla, lo hermosa que era y la gran medida en que se parecía a su abuela cuando esta era joven.
Sara nunca supo si su madre contó a alguien lo de Grego.
Decidió suponer que no lo hizo.
Al oficio fúnebre asistió también el administrativo del almacén de vinos, quien dadas sus nuevas y superiores responsabilidades había dejado de recibir tal tratamiento para pasar a ser el gerente del negocio. Héctor agradeció sentidamente su presencia.
Salvo por unos escasos contactos telefónicos con Grego después de que este se retirara al refugio, el trato del gerente con los hermanos se había ceñido exclusivamente a Héctor. Durante años, la relación entre ellos, siempre dentro del marco de una estricta corrección, se había desarrollado de forma más bien fría.
Toda la responsabilidad del almacén recaía sobre él. Héctor no pedía explicaciones sobre su modo de obrar, aunque estudiaba con una minuciosidad que lindaba con lo insultante cuantas propuestas de inversión le sugería. El gerente tomaba su parte de los beneficios e ingresaba el resto —una cantidad nada despreciable— en una cuenta que no dejaba de crecer, y sobre cuya utilidad a menudo se preguntaba.
En dos ocasiones había tanteado al hermano mayor acerca de comprarle el almacén, y en ambas este se había negado. Para él las cosas estaban bien como estaban.
Pero el gerente no opinaba del mismo modo. Toda la responsabilidad era suya y la parte de los beneficios que se llevaba, limitada.
Tuvo oportunidad de replantearse esta situación durante un fin de semana de descanso en el campo.
Se alojó en un balneario en compañía de su pareja, con la que permanecía desde hacía dos décadas y compartía el gusto por las corbatas de lazo.
Una vez más, el gerente se desahogó compartiendo con él la antipatía que sus jefes le producían. De uno reseñaba su afectación rayana en la soberbia, la impaciencia apenas disimulada que mostraba cada vez que habían de reunirse para tratar los asuntos del almacén y las miradas ladeadas que le dirigía cuando se expresaba con el estilo florido que empleaba con los clientes; y del otro…, todo lo que se dijera era poco. ¿Dónde estaba? ¿A qué se dedicaba? ¿Por qué no se ponía en contacto con él salvo en contadas ocasiones y siempre de forma apresurada, como si hacerlo le representara una insufrible molestia? Más de una vez había tenido la impresión de que su antiguo jefe no hablaba libremente, que había alguien junto a él dictándole las palabras.
Había llegado a pensar, en definitiva, que tras aquellos silencios y actitudes anómalas se ocultaba algún tipo de práctica ilegal, de la que sin embargo carecía de pruebas.
Volvía a especular sobre esta posibilidad con su pareja cuando, la mañana del domingo, tomaron el ascensor para ir a desayunar. A continuación tenían una cita con sendas bañeras de barro medicinal.
El lugar era tan fastuoso como sosegada resultaba la estancia en él. En el aparcamiento abundaban los coches de lujo. Por los pasillos uno se cruzaba con inquilinos enfundados en los mullidos albornoces del balneario. Se intercambiaban saludos que a menudo recibían contestación en idiomas extranjeros.
A mitad del trayecto hacia la planta baja, el ascensor sufrió un colapso y se detuvo entre dos pisos.
—¿Qué pasa?
—No lo sé.
Eran los únicos pasajeros. Las puertas estaban cerradas y continuaron así.
Pulsaron varios botones pero el ascensor no se movió.
—¿Esperamos un poco?
—Esperar ¿a qué?
—Puede ser un fallo de corriente.
Poco después apretaban el botón de alarma. Sonó un timbre en algún lugar lejano.
—¡Espera!
Retiraron la mano del botón.
—He oído algo.
—¿Qué?
A modo de respuesta llegó hasta ellos lo que pareció el sonido de un petardo. Procedía de abajo. Luego un grito femenino y otro petardo.
—¿Qué…?
—No sé.
En ese instante el ascensor reanudó por sí solo el descenso. Llegó a la planta baja y las puertas se abrieron con un gemido para mostrar el escenario en que se había convertido la recepción.
Un hombre de rasgos árabes, ataviado con traje oscuro, yacía en el suelo sobre un charco de sangre que no cesaba de crecer. A poca distancia reposaba el cuerpo de otro hombre, este muy fornido: el guardaespaldas del anterior. Todavía sostenía en la mano una pistola que no había llegado a utilizar. También estaba muerto.
Al otro lado del mostrador de recepción la chica que antes lo había atendido no era más que un cuerpo desmadejado con el orificio de un disparo en la frente. Una explosión de sangre cubría los casilleros con las llaves de las habitaciones.
Llegaron a tiempo de oír un coche que se alejaba quemando los neumáticos.
La parada del ascensor había sido fortuita. De no haberse producido, lo más probable habría sido que se hubieran encontrado en la recepción, de paso hacia el comedor, en el momento del tiroteo. Y que al igual que la recepcionista hubieran sido eliminados para evitar testigos.
Durante días el gerente permaneció sumido en una especie de aturdimiento. Podía decir que había vuelto a nacer. Una nueva oportunidad le había sido concedida. Cuanto le había preocupado antes, pasó a verlo desde una perspectiva diferente, más benévola.
No volvió a quejarse de sus superiores ni de su situación laboral, que bien mirada era mucho mejor que la de la mayoría de personas que conocía. Continuó ingresando los beneficios del almacén en aquella cuenta acerca de la cual desconocía quién podría resultar su beneficiario último.
¿Y Héctor?
Al final de la jornada regresaba a su piso en la ciudad, cenaba acompañado de su familia y luego se acostaba junto a Sara, cuyo vientre ya había comenzado a hincharse.
El pavimento plástico del refugio había perdido el color a fuerza de frotarlo. Se levantaba por los bordes y había que volver a pegarlo continuamente. La imagen del televisor, entorpecida además de por el plástico que lo cubría por la deficiente recepción de las señales, aparecía teñida de verde, un tono pálido que otorgaba a las personas que aparecían en pantalla un aspecto mortecino, como de ahogados vivientes.
Las moscas se fueron una vez más y Grego apareció tendido en el suelo, revolviéndose como una larva gigante dejada tras de sí por los insectos. Su hijo común.
No le importaba la desnudez. Estaba demasiado débil para experimentar pudor. Había tomado la costumbre de, al sentir aproximarse la transformación, en los escasos segundos de los que disponía mientras se desbordaba por dentro, apresurarse a desprenderse de la ropa, arrojarla al vestuario y cerrar rápidamente la puerta. Se resistía a ponerse la ropa si las moscas habían paseado sobre ella, aunque hubiera sido lavada con lejía.
Cada vez que tenía que hacer sus necesidades o deseaba darse una ducha debía pasar ante el depósito con la mezcla letal de insecticidas. El botón de la bomba que los introduciría en la otra habitación aguardaba a ser pulsado en caso de emergencia.
Él sabría identificar la última transformación. Simplemente, lo sabría.
Durante los frecuentes ejercicios de imaginación con los que ocupaba el tiempo, había pensado en lo que ocurriría si el resultado final de las transformaciones fuera algo capaz de abrir puertas. Si ese ser (o seres) no tenía más que accionar el tirador, traspasar la puerta del vestuario y a continuación aguardar tranquilamente a que alguien liberara el candado de la entrada principal.
Había estado practicando qué hacer si la transformación definitiva tenía lugar estando solo. Salir al vestuario, pulsar el botón de la bomba, volver a la otra habitación y cerrar la puerta. Todo en el breve intervalo antes de que las moscas llegaran por última vez.
Después de cronometrarse un par de veces seguidas acababa jadeando y debía tenderse y descansar. Su agilidad y rapidez eran una sombra de lo que fueron. Pero creía que podía conseguirlo.
Aun así, solo se trataba de una estrategia para caso de emergencia.
Se impacientaba cada vez que su hermano se retrasaba, y lo atravesaban punzadas de inquietud cuando este anunciaba que tenía que irse. Grego solicitaba más tiempo. Lo animaba a que siguieran hablando o jugaran una partida más a las cartas, todo con tal de que no se fuera.
Necesitaba cerca a alguien capaz de empuñar la escopeta.
Héctor no pudo evitar una mueca de desagrado al entrar en el refugio. Los olores se superponían y combinaban. El lugar cerrado, el desinfectante, los residuos de las moscas, la humedad.
—Ahora te ayudo —dijo mientras abría la ventana, cuyo candado había soltado desde fuera.
Al instante irrumpió una corriente fría que olía a hierba y madera mojada. Grego se encogió y tembló.
Héctor iba protegido por guantes de látex y el habitual traje de apicultor, este sin el casco.
—¿Cómo ha ido?
Tomó a su hermano por las axilas y lo izó a la cama, donde lo dejó mientras iba por una manta para cubrirlo. Se movía con prisa. Esa noche Sara y él cenaban con unos amigos. Quería acabar pronto con la limpieza y volver a casa a tiempo de afeitarse y ducharse.
—Tengo sed.
—En la casa. Espera.
—¿Qué pasa? ¿Tienes algo que hacer?
Cada vez que abría la boca, Grego proyectaba el aliento fétido que se había convertido en uno de sus rasgos habituales.
Héctor le echó la manta sobre los huesudos hombros.
—Yo siempre tengo algo que hacer, hermano.
El otro soltó una carcajada libre de humor.
—Qué envidia. Vamos, sácame de aquí.
No era extraño que regresara de mal humor.
—Ninguna de las tres últimas veces que he visitado estas lujosas estancias tal como ahora me ves he ido a cagar. Se podría decir que llevo más de un mes sin hacerlo.
—Estupendo.
—¿No te parece un curiosidad digna de mención? Mi mierda repartida entre los diminutos intestinos de un millar de moscas —dijo en tono jactancioso—. Por favor, que lo que me ocurre no te haga perder la capacidad de asombro.
—No tienes gracia.
—Eres demasiado serio, hermano. Te están saliendo arrugas de tan serio.
—Tú me las produces.
—Eso supera mi capacidad de sentir culpa.
Los labios de Héctor se apretaron hasta formar una línea recta. Se inclinó sobre su hermano y tomándolo por debajo de los brazos y las piernas lo alzó de la cama. Pesaba como un niño.
El cielo estaba cubierto de nubes bajas y oscuras, prestas a soltar su cargamento de agua. Grego se estremeció cuando salieron a la calle. Hacía frío pero ya era posible apreciar en el aire una calidad diferente a la del invierno, retazos que hacían pensar en la primavera venidera. Al mirar hacia la ciudad el paisaje se volvía brumoso. Las nubes habían empezado a descargar en aquella dirección y la pared de agua se aproximaba sigilosa y mansamente, como si no quisiera llamar la atención de nadie.
Tal como tenía por costumbre, Héctor se entretuvo para que su hermano purificara los pulmones con aire fresco.
—¿Qué tal todos en casa?
La respuesta del mayor fue un murmullo inconexo. Estaba enfrascado en la contemplación de la lluvia que se acercaba. A derecha e izquierda se podían distinguir los límites de la tormenta, las líneas borrosas que separaban el agua del terreno seco.
Durante las últimas cinco transformaciones Grego había permanecido bajo su forma humana exactamente el mismo periodo de tiempo. La curva que reflejaba las variaciones se había transformado en su último tramo en una recta que se deslizaba paralela al valor cero.
Nada hacía pensar que esa vez fuera a haber una variación.
Héctor sabía el tiempo del que disponía para observar el paisaje junto a su hermano.
La posibilidad de que la conclusión que habían estado esperando correspondiera en realidad al estado que reflejaba aquel último tramo de la gráfica: que este siguiera prolongándose y prolongándose indefinidamente, permitiendo a Grego apenas unas horas de existencia racional cada diez días, representaba un final peor a cuanto hubieran imaginado. El cual, además, obligaría a los hermanos a replantear el acuerdo tomado de cara al momento final. Idea que en nada satisfacía a Héctor.
Reemprendieron el camino hacia la casa.
—He preparado la bañera. Pensé que te gustaría estar un rato a remojo.
—Sí… Espera…
El hermano mayor pensó que deseaba seguir un poco más al aire libre.
—No tenemos tiempo.
—No…
Grego se envaró de repente, como azotado por una descarga eléctrica.
—¿Qué pasa…?
—Llévame adentro. Ahora.
Héctor lo trasladó de vuelta al refugio, mientras Grego se palpaba nervioso el pecho. Lo dejó en la cama y corrió a cerrar la ventana.
—Dime, ¿qué sientes?
—No lo sé… Ha sido extraño…
—¿Qué ha pasado?
—…
—¡Dime!
—¡No lo sé, joder!
Seguía palpándose el pecho y respiraba agitadamente.
Héctor le posó una mano en el hombro. Notó a través del guante de látex que estaba ardiendo. Se sentó a su lado.
Permanecieron unos instantes en silencio. Grego con los ojos cerrados, vueltos hacia su interior.
No se dijeron nada que luego pudiera ser rememorado con afecto. No existió despedida tal como esta es usualmente entendida. Durante los años transcurridos desde que Grego entró al refugio para no volver a salir, cada encuentro había ido acompañado de una despedida implícita.
Todo lo que debían decirse había sido dicho ya, de acuerdo a los papeles asignados. El final quedaba reservado para los hechos. Para observar y actuar en consecuencia.
—Dime algo —pidió Héctor.
El otro abrió y cerró la boca. Le crujió la mandíbula. Pero no dijo nada.
—¿Estas mejor?
—Ve por la escopeta.
En un primer momento Héctor no reaccionó.
—¿Qué…? —empezó a decir.
—La escopeta.
Como si quisiera subrayar sus palabras, Grego se llevó las manos al vientre y se dobló sobre sí mismo al tiempo que los ojos se le desorbitaban mitad por el pánico, mitad por el dolor.
—Ya voy —dijo el hermano mayor con voz temblorosa.
Se alzó de la cama. Miró una vez más a Grego y salió del refugio. Corrió a la casa. La sangre le batía en los oídos. Irrumpió en la cocina tropezando con la mesa. La libreta con las anotaciones de las fechas cayó al suelo, agotada ya su utilidad. La última anotación nunca llegaría a realizarse.
Extrajo la escopeta de la funda. Abrió la caja de cartuchos e introdujo dos en el arma. Le temblaban los dedos. Notaba palpitar el corazón.
No era esa la forma correcta de actuar frente a una emergencia. Debía mantener la calma. Las decisiones correctas se adoptan con la mente fría. Tomó aire. Se concedió unos segundos para respirar hondo.
Puso a funcionar todo aquello que había aprendido.
A través de la pared oyó a su hermano llamarlo con la voz rota. Aullaba reclamando auxilio.
Respiró hondo de nuevo y expulsó el aire despacio. Miró la escopeta que sostenía en las manos, percibiendo su peso, y supo lo que había de hacer a continuación.
Su hermano golpeó la pared, cosa que oyó como algo lejano.
A menos de dos metros se desataba una crisis nunca antes presenciada.
Los pasos a cumplir habían sido determinados de antemano. Instrucciones breves y sencillas a las que no tenía más que atenerse si deseaba que todo finalizara correctamente.
Volvió al refugio. Por el camino vio que la lluvia seguía acercándose. Varios pájaros sobrevolaron la casa huyendo de ella.
Se vio a sí mismo entrando en el vestuario a cámara lenta. La escopeta pendiendo de una mano. Dio unos pasos hacia la otra puerta y se asomó a la mirilla.
En efecto aquella sería la última transformación.
Su hermano yacía en el suelo y se contorsionaba, ajeno al control de sus músculos. Aún conservaba una forma humana a la que poder disparar. Unos rasgos familiares, a pesar del rostro contraído y el brillo cárdeno.
Sus llamadas se habían interrumpido, ya fuera porque el dolor que padecía mientras se le recolocaban las entrañas se lo impedía o porque su lengua había abandonado tal utilidad.
Aquel hombre que se debatía contra sí mismo en el suelo era, por espacio todavía de unos segundos, su hermano.
Héctor apoyó la escopeta en la pared.
Tomó el banco del vestuario, donde tantas veces se había sentado para ponerse y quitarse las botas y los trajes de apicultor, y lo dispuso contra la puerta, encajado bajo la manilla.
Actuó con parsimonia, midiendo cada movimiento, se demoró asegurándose de que la puerta no pudiera abrirse.
Luego volvió a la mirilla.
Su hermano había dejado de serlo. Estaba sucediendo. Se encontraba en camino de convertirse en otra cosa. El avatar llegaba.
Héctor se inclinó sobre la bomba y pulsó el botón de encendido. Esta tembló y comenzó a ronronear. La mezcla de agua e insecticida fluyó del depósito a la bomba y salió impulsada de esta hacia las boquillas difusoras acopladas al tabique. El sonido de los chorros llenó la estancia contigua.
No perdió detalle de cuanto ocurrió a continuación. Pegó la nariz a la mirilla. Su aliento acelerado produjo un círculo de vaho en el cristal.
Contempló deslumbrado la legión que manaba del interior de quien había sido su hermano, y luego también del exterior, y cómo esta era recibida por la ducha de insecticida y agonizaba cuando aún no había terminado de nacer.
Y vio cómo el recinto —que él había ideado— era capaz de contener las fuerzas liberadas entre sus paredes. Y cómo el sistema de rociado cumplía satisfactoriamente su función.
Permaneció allí varios minutos, mientras descendía el nivel del depósito. El recinto iba inundándose; había varios centímetros de agua e insecticida en el suelo. El sumidero del rincón estaba cerrado. Parte del líquido escapaba por debajo de la puerta y le mojaba los pies.
La bomba se detuvo por sí sola al agotarse la batería que la alimentaba.
Durante todo el proceso el único sonido había sido el procedente de la bomba y los difusores, todo lo demás se había desarrollado en absoluto silencio.
Un horror oscuro y espeso, a medio formar, flotaba sobre el líquido acumulado en el refugio.
En un rincón del vestuario aguardaba la pala destinada a enterrar a su hermano en algún rincón de los alrededores, entre los árboles. Todavía sería útil.
Pero no ese día.
Ya había hecho suficiente.
Dejó que pasaran unos minutos, hasta asegurarse de que nada revivía al otro lado. A continuación se desprendió de los guantes y del mono, que formaron un montón desordenado en el suelo.
Volvió a cerrar la entrada del refugio y como era su costumbre echó el candado a las contraventanas exteriores.
Comenzó a llover mientras caminaba hacia el coche, aturdido por el asombroso hecho que había tenido ocasión de presenciar.
Una vez tras el volante, giró el espejo retrovisor para contemplarse en él. Sus ojos enrojecidos y brillantes le devolvieron la mirada, y se dijo a sí mismo que todavía era un hombre joven.