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Mutatis Mutandis

Los muros de la casa habían perdido el brillo. Una gruesa capa de polvo cubría las ventanas de modo que apenas era posible vislumbrar el interior a su través, los muebles cubiertos por sábanas grises, entre los que correteaba algún que otro ratón. Sobre el también polvoriento suelo de la cocina, rastros superpuestos de huellas eran el único indicador de una presencia humana reciente. Manchas de humedad, grandes como mapamundis, asomaban en las paredes, y en el piso superior había ollas y cazuelas para recoger el agua de las goteras. Todo un costado del alero se había desmoronado tiempo atrás y los restos formaban un desagradable conglomerado de astillas y tejas rotas.

Caía una lluvia fría. Lo hacía a ritmo constante, tras varios días sin prestar tregua, en los que había reducido el sol a una idea remota con la que era difícil asociar la luz mortecina que alumbraba los campos.

El armazón del columpio construido para Beatriz estaba oxidado y la madera del asiento esponjada por la lluvia y en ella crecían líquenes con forma de coronas blancuzcas.

Héctor giró la llave del candado y abrió la puerta del refugio apenas una rendija. El vestuario estaba en calma y la siguiente puerta, la que conducía a la estancia principal, se encontraba cerrada. Pasó al interior. Llevaba consigo dos bolsas térmicas con sendas bandejas de comida. Las depositó sobre un banco y se asomó a la mirilla. Ahogó una exclamación mitad de sorpresa, mitad de disgusto.

Las moscas revoloteaban al otro lado.

Se puso con desgana el traje de apicultor.

Los insectos disponían de más lugares que antes donde posarse. El antiguo catre había sido reemplazado por una cama de verdad, con el colchón recubierto por una funda plástica. La estancia disponía de una mesa y un par de sillas, un banco de abdominales y un armario con puerta corredera que albergaba libros, álbumes de fotos y un pequeño equipo de música. La ropa se guardaba en el vestuario, al otro lado de la puerta, donde las moscas no pudieran alcanzarla, lo mismo que una nevera y un armario con comida.

Los nuevos alimentadores, de mayor capacidad que los antiguos, se hallaban en servicio. Negras pelotas de insectos pendían de los extremos inferiores de los depósitos.

El brillo y el parpadeo de un televisor atraían a las moscas. Se encontraba protegido por una funda de plástico transparente, al igual que el reproductor de DVD situado a su lado. Héctor lo apagó. Luego retiró las sábanas y mantas de la cama. Formó con ellas un montón donde se aseguró de que no quedaran moscas atrapadas. Encima de la mesa descansaban una hoja de papel manuscrita y un lápiz. La examinó brevemente. Se trataba de una carta. Estaba sin finalizar. El texto se interrumpía en mitad de una frase. Un jersey con una camisa dentro y unos pantalones con un cinturón abrochado formaban un revoltillo sobre la silla. Las perneras colgaban hasta el suelo, donde, a sus extremos, reposaba un par de zapatillas de deporte.

Dobló la carta y se la guardó en el bolsillo.

Retiró un plato con restos de comida, un vaso y una garrafa de plástico llena en sus tres cuartas partes de vino. Tanto el plato como el vaso y los cubiertos eran también de plástico, medida adoptaba después de que unos cubiertos de metal hubieran sido empleados durante un intento de fuga para abrir un hueco en las contraventanas de madera. Poco después estas habían sido reemplazadas por otras metálicas y la ventana reforzada con barrotes.

De regreso en el vestuario reguló la calefacción para fijar la temperatura en veintiún grados. Volvió a coger las bolsas térmicas con la comida y salió sin olvidarse de echar la llave.

Caminó hasta la casa encogido bajo la lluvia. Entró en la cocina, donde hacía tanto frío como en el exterior. Abrió la libreta que aguardaba sobre la mesa. Pasó las páginas, repletas de anotaciones. Casi todas consistían en fechas. A continuación de la última, añadió la correspondiente a aquel día.

En el camino de regreso conectó la calefacción de los asientos del Mercedes. Tomó la autopista en dirección a la ciudad, donde ahora residía la familia. En un edificio de mármol blanco. En la planta undécima. En los días despejados, desde la terraza divisaban el mar y las siluetas alargadas de los buques mercantes deslizándose por el horizonte. Por ninguna de las ventanas podía verse la refinería.

La casa de la urbanización había sido vendida. La adquirió una pareja sin hijos. Dirigían un negocio de venta de réplicas de arte a través de Internet. Los dos vestían de negro. Durante su primera visita recorrieron las habitaciones sin desprenderse de las gafas de sol.

Fueron muchos los vecinos sorprendidos por su decisión de mudarse a la ciudad. Algunos lo interpretaron como menosprecio. Les sugirieron que, si de veras deseaban trasladarse, lo hicieran allí mismo, en la urbanización, a una casa mayor. O quizás a la nueva zona residencial que se iba a construir no lejos de allí, sobre el bosque donde Héctor acostumbraba a correr. Las máquinas ya habían comenzado a desarraigar los árboles.

—¿Papá?

Héctor dejó las llaves en una bandeja sobre la mesa del recibidor.

—Sí.

—Llegas a tiempo. La cena está lista.

—Ajá. Huele bien.

Desde la mesa del comedor veían el cielo por las puerta-ventanas de la terraza. Sobre la barandilla paseaban palomas. Durante todos los años que pasaron en la urbanización nunca habían visto palomas, ni una sola, curiosidad que no dejaban de comentar. Les parecía agradable despertarse cada mañana acompañados por su zureo. Al principio Beatriz les dejaba migas en la terraza. Tuvo que dejar de hacerlo cuando los vecinos se quejaron.

El hospital donde trabajaba Sara se hallaba próximo; podía ir a pie. Otro cambio de agradecer.

Había salido bien librada de un recorte de personal. Enfermeras con las que llevaba trabajando desde siempre fueron retiradas anticipadamente o trasladadas a destinos de inferior categoría. Todo el mundo le aseguraba lo afortunada que había sido al conservar su puesto. Ella les daba la razón, pero se callaba que, a pesar de todo, consideraba la posibilidad de solicitar la excedencia. Héctor y ella volvían a hablar de tener más hijos. El reloj corría en su contra. Se les estaba pasando el tiempo en que podían hacerlo con garantías de seguridad.

—La probabilidad de tener a un niño con síndrome de Down es de uno entre mil cuando la madre tiene treinta años, de uno entre cuatrocientos a los treinta y cinco, de uno entre cien a los cuarenta… —recitaba Sara.

Y Héctor asentía.

Durante la cena de aquella noche ella solo vestía un albornoz. Acababa de salir de la ducha, todavía tenía el pelo mojado. A través del pliegue que formaba la prenda cuando se inclinaba sobre el plato, Héctor atisbaba la blancura de uno de sus pechos. De no haber estado su hija delante, y de no haberse sentido él tan disperso como se sentía, habría estirado el brazo y acariciado aquella blancura con la punta del índice, como quien prueba un pastel de nata, y Sara se habría reído y retirado un poco y dicho que esperase a que terminaran de cenar. Su sonrisa era radiante, las arrugas que habían hecho aparición alrededor de la boca no lograban estropearla. Tres veces por semana se cepillaba los dientes con fresas machacadas.

—¿Ocurre algo? —preguntó ella.

—No. ¿Por qué?

—Parece como si no estuvieras con nosotras. ¿Hay algún problema?

Él meneó la cabeza.

—No. Todo marcha bien.

Se llevó un trozo de estofado a la boca.

—Está muy bueno. —Apuntó a su hija con el tenedor—. ¿Lo has hecho tú?

Esta se rio y respondió con un largo no.

—Solo la guarnición.

El cambio de residencia también había llevado consigo un nuevo colegio para Beatriz. Al principio el traslado le había asustado, pero —para gran alivio de sus padres— logró adaptarse rápidamente y sin dificultades. Le gustaron sus nuevos profesores y compañeros. Pronto formó un círculo de amistades. Cualquier problema que hubiera tenido antes quedó olvidado.

Ahora todo aquello resultaba muy lejano.

Héctor la observó mientras ella pinchaba diminutos trozos de carne con el tenedor. Se estaba convirtiendo a pasos agigantados en una joven muy atractiva. No pasaría mucho tiempo antes de que los chicos comenzaran a reclamar su atención. Le resultaba inevitable sentirse asombrado ante su hija, un pájaro exótico cuyo plumaje no cesaba de embellecerse.

De cuando en cuando Beatriz recibía un e-mail de su tío donde este le contaba cosas de su vida en Asia, decía que se acordaba de ella y preguntaba qué estaba haciendo. Beatriz contestaba del mismo modo y añadía recuerdos de parte de todos. Luego, por un rato, permanecía cabizbaja y preguntaba a su padre sobre cosas que ella ya comenzaba a olvidar. Pero pronto recuperaba el humor. Estaba creciendo. Descubría nuevos intereses cada día.

La falta de concreción de los mensajes y las continuas evasivas de su tío respecto a la posibilidad de hacerles una visita, la hacían pensar que también él estaba olvidándose de ellos.

Era Héctor quien escribía los e-mails. Lo hacía desde su despacho de la refinería. Transcribía las cartas que su hermano le entregaba o bien lo que le comunicaba directamente de palabra. Imprimía las respuestas de Beatriz y las llevaba al refugio.

Más allá de lo relacionado con ese frágil hilo de comunicación, Héctor no hacía referencias a su hermano. Las llamadas telefónicas habían sido vetadas. Las voces de uno y otros podían remover las cosas. Las voces eran peligrosas.

Llevaba a lavar la ropa de su hermano a una tintorería; lo mismo hacía con los trajes de apicultor. La comida la adquiría en un establecimiento de alimentos preparados. Los asuntos del refugio no cruzaban la puerta de su casa. Durante la semana visitaba el lugar al menos una vez al día, habitualmente dos, antes de acudir a la refinería, y por la tarde a su regreso. Los fines de semana, dependía de los planes que tuviera con su familia. A menudo los alrededores del refugio permanecían desiertos entre la tarde del viernes y la mañana del lunes.

Tras haberlo acordado con su hermano, Héctor se entrevistó con el administrativo del almacén de vinos. Le ofreció llevar las riendas del negocio a cambio de un aumento de sueldo y una participación en los beneficios. Una llamada realizada por el hermano menor acabó con las dudas que el hombre pudiera albergar. Aceptó. Héctor ingresaba el dinero generado por el almacén en una cuenta bancaria donde permanecía intocado.

Trataba de convertir la situación de su hermano en algo lo más tolerable posible. Le llevaba todo aquello que le pedía, siempre que no pudiera representar un peligro para él o para su permanencia en el refugio. Fotos de la familia, prensa, música, fajos de revistas entre las que, como si se hubiera colado allí sin que él lo hubiera notado, siempre figuraba algo de pornografía. Se sentaba con su hermano a jugar a las cartas y hablar. Veían la televisión. Le contaba cómo iban las cosas por casa. El otro siguió los pormenores del cambio de residencia como si se tratara de un serial.

En los días soleados se arriesgaban a salir al exterior y dar unos pasos bajo el sol, siempre sin alejarse del refugio. Durante tales paseos Héctor no perdía de vista a su hermano; dispuesto a arrojarse contra sus piernas en caso de que echara a correr hacia la espesura. Tal cosa nunca llegó a ocurrir, si bien en cierta ocasión, de nuevo al amparo de las cuatro paredes, el hermano menor confesó que había pensado no pocas veces en hacerlo. Varias de ellas había estado a punto de lanzarse a correr. Si no lo había hecho era solo por la imposibilidad de encontrar otro sitio adonde ir.

La esperanza de que todo cesara algún día se volvía cada vez más difícil de sostener. En la libreta que permanecía en la cocina de la casa, donde figuraban las fechas de comienzo y final de cada una de las transformaciones, las anotaciones no dejaban de sucederse.

Cuando las moscas hacían acto de presencia, Héctor debía cuidarlas también. Protegerlas, alimentarlas, limpiar lo que ensuciaban. Tareas que le despertaban un desagrado creciente.

La labor nunca se interrumpía.

Representaba enormes cantidades de tiempo y esfuerzo emocional. El hermano mayor cargaba con todo el peso sobre sus hombros. En contrapartida, su familia quedaba al margen. Desde su punto de vista, el balance resultante era positivo. No había consiervos.

Pero a pesar de todos los esfuerzos realizados por evitarlo, el fantasma de su hermano lograba colarse en casa. Se manifestaba en forma de los silencios en los que Sara caía de cuando en cuando, durante los que el rostro se le descolgaba presa de un recuerdo que la asaltaba sin previo aviso. Le podía ocurrir en cualquier lugar. Salía con Héctor a cenar y se quedaba aturdida contemplando la comida que tenía delante, como si no supiera qué hacer con ella. O podía manifestarse como una pregunta formulada en mitad de la noche, con las luces apagadas:

—¿Cómo va todo? —lo interrogaba Sara.

Cuando ya habían hablado sobradamente de los hechos del día: del trabajo, de la casa, de su hija… De todos los aspectos confesables de su quehacer cotidiano.

—Sigue igual.

Era la respuesta. O bien algo igualmente escueto.

—Hagámonos a la idea de que está internado en un centro de salud. Por su propia voluntad. Y que eso es lo único que puede salvarlo —había solicitado Héctor tiempo atrás—. Así será más fácil. Para todos.

El viejo cuaderno de cubiertas de piel donde Sara había hecho anotaciones durante años desapareció en el transcurso de la mudanza. Estaba guardado en una caja junto a algunas prendas de ropa y dos muñecos de peluche de Beatriz, todo ello desaparecido. En la agencia de mudanzas aseguraron no saber nada. Cuando la interrogaron sobre el contenido de la caja, Sara vaciló, no mencionó el cuaderno para no despertar la curiosidad. Nunca volvió a saber de él.

El hermano mayor seguía siendo el Jefe de Seguridad de la refinería. Si bien porque así lo había escogido. La propuesta de proseguir su carrera ascendente le había sido formulada. Romano Santos se retiraba y había elegido a Héctor para que lo sucediera en su cargo.

El día en que este acudió a comunicarle la decisión tomada, encontró a Santos encogido en su sillón, con el rostro crispado en una mueca de dolor. La piel se le había vuelto amarillenta. En una mesilla había una jarra de agua cuyo contenido una secretaria reponía sin cesar.

—Piedras en el riñón —dijo Santos—. Las elimino y se reproducen. Mi particular versión del castigo de Sísifo.

Engulló un vaso de agua y se secó las comisuras con sendos toques de un pañuelo de hilo. Luego pidió a la secretaria que nadie los molestara durante unos minutos.

El estado de Santos había decaído más allá de lo que era posible atribuir a su enfermedad renal. Su mujer se encontraba en esos momentos en casa, donde alternaba las estancias con visitas a una clínica de internamiento. Las escasas personas que habían llegado a verla decían que se había vuelto un ser enfrascado en su mundo particular, lúcida solo a ratos, y tan pálida y consumida que parecía translúcida. Como en un pez abisal, se podía apreciar la circulación de la sangre por sus venas.

—¿Y bien? ¿Lo has decidido?

Sin esperar la respuesta añadió:

—He comenzado la campaña. Hemos dado los primeros pasos. Pequeños pero importantes. Llamémoslo tu declaración de intenciones.

—No deberías haberte adelantado.

—Tonterías. No hay tiempo que perder. La dirección baraja otros candidatos. Gente de fuera.

—No estoy seguro de que el puesto me interese.

Santos clavó en él la mirada.

—Vaya… ¿Puedo saber por qué?

—En este momento mis prioridades son otras.

—¿…?

—Personales.

Su superior se retrepó en el sillón.

—¡Y una mierda! ¡Cuándo crees que vas a tener una oportunidad mejor! ¡Una oportunidad siquiera semejante!

—Lo asumo.

Ni siquiera el enfado logró dotar de un poco de color a sus mejillas. Santos se contrajo presa de un nuevo asalto de dolor en los riñones. Un velo de sudor le cubrió la frente.

—He invertido tiempo y esfuerzo en ti. No creerás que todo terminó cuando conseguiste el puesto que ocupas. Estás en la curva ascendente. No puedes detenerte ahora.

—Estoy satisfecho.

—No te creo.

Héctor desvió la mirada. Vio árboles y cielo al otro lado de la ventana, una vista muy diferente a la que su despacho le ofrecía.

—He sido sincero. ¿Qué otras explicaciones debo darte?

—Moralmente, muchas.

—Te agradezco lo que has hecho por mí estos años. Pero es suficiente.

Santos se puso en pie con visible esfuerzo y cojeó por el despacho.

—Es tu última palabra.

—Lo es.

Santos replicó hablando de agotamiento motivacional, de una deformación de las prioridades, de flagrante traición. La decepción y el dolor distorsionaban la elocuencia que, en buena parte, lo había llevado a la posición que ostentaba. Las palabras salían de su boca acompañadas de gotas de saliva.

—No soy el único que cuenta contigo. Puedo decirte nombres de otros que tienen puestos sus ojos en ti. Algunos te sorprenderían.

Héctor resistió la tentación de preguntar cuáles. Soportó estoicamente el discurso.

—Puede que poseas argumentos para rechazar la oportunidad que se te brinda, pero te pido que en esta ocasión pienses en ti mismo —lo instó Santos—. Reivindica la porción de egoísmo que te corresponde.

Continuó sin que Héctor tuviera oportunidad de replicar. Moderó el tono.

—En última instancia solo pensamos en nosotros. Nos creemos lo más importante que existe. Y es cierto. Grábatelo. Una verdad revelada. Te la regalo. Somos lo más importante. Todo lo demás no existiría si nosotros no estuviéramos aquí.

Antes de continuar volvió por otro vaso de agua.

—Cuando montamos en un ascensor todos sentimos que es el edificio lo que sube o baja mientras nosotros permanecemos inmóviles.

La mano le tembló al levantar la jarra, y luego mientras bebía.

—Una vez te dije que todavía estabas en mitad del camino, que no habías alcanzado lo que de veras te espera. Y sigo pensándolo. Dispones de tu ocasión. Demuestra que tienes lo que hay que tener.

—No me provoques.

—Quizás es lo que necesitas. ¿Lo has consultado con Sara?

Héctor sonrió sin humor y desvió la cabeza.

—No te ofrezco el puesto porque seas de mi agrado —prosiguió Santos moderando de nuevo el tono—. Y tú ya no puedes ayudarme a mí en nada. Solo creo que lo harías bien. Y que serían muchos los que se beneficiarían de ello. En el buen sentido.

Hizo una pausa en la que miró fijamente a Héctor.

—¿Tienes miedo?

—No.

Santos quedó inmóvil, todo lo erguido que su padecimiento le permitía. Luego, muy despacio, pegó la barbilla al pecho, como si esa fuera una respuesta que no esperaba y debiera meditar.

—No tienes miedo —dijo lentamente, deteniéndose en cada palabra.

—No.

—Por lo visto tu decisión es firme.

—Creí que había quedado claro.

—Ahora lo está. Si me hubieras dicho que tenías miedo, todavía habría habido alguna posibilidad. Pero ahora…

Héctor se puso en pie. El dolor obligaba a Santos a caminar encorvado. En pie apenas llegaba a Héctor a la altura de los hombros. No hacía mucho era un hombre fornido que cada mañana corría cinco kilómetros en la cinta de footing del gimnasio de su casa.

A regañadientes estrechó la mano de Héctor. La sostuvo en la suya un instante antes de soltarla.

—No te imaginas las veces que he velado por ti sin que lo supieras, que te he cubierto las espaldas…

Héctor lo miró inexpresivo.

—… y que he ocultado tus errores.

Le soltó la mano y, sin decir más, dio media vuelta.

Quizá si hubieran sido otras las circunstancias Héctor habría aceptado la sucesión. Nunca llegaría a saberlo.

Pero como había dicho —con perfecta sinceridad—, en ese momento sus prioridades se hallaban en otro lugar.

Las anotaciones que realizaba cada vez que su hermano sufría una transformación no solo se sucedían sin cesar sino que también correspondían a fechas cada vez más próximas entre sí. El espacio de tiempo entre una y otra se volvía más breve.

La duración de la visita de las moscas, por el contrario, permanecía inalterable.

Por las fechas en que Héctor rehusó el ascenso, su hermano apenas disponía de tiempo para reponerse entre dos transformaciones consecutivas. No podía recuperar el peso que la llegada —y/o la partida— de las moscas consumía. Estaba adelgazando inexorablemente.

La víspera del día lluvioso en que Héctor visitó el refugio llevando dos bandejas de comida y se topó —para su sorpresa— con las moscas revoloteando dentro, su hermano había regresado a la forma humana después de otra transformación.

No habían pasado ni veinticuatro horas y los insectos volvían a estar allí.

Las transformaciones se aproximaban hacia un final de algún tipo.

Era momento de adoptar nuevas medidas.

Héctor visitó un almacén de equipamiento agroganadero. El empleado que lo atendió lo informó de las diferentes clases de insecticida apropiado para moscas de las que disponían. Recomendó una combinación de dos productos, uno destinado a las larvas y otro a los insectos adultos. Se aplicaban diluidos en agua, mediante un aspersor. Las dosis iban indicadas en los envases. Héctor cogió una garrafa de cinco litros de cada uno. Cambió de idea y tomó otras dos de cada.

Actuó libre de remordimientos. Hacía mucho que había disociado la entidad que representaban las moscas de la de su hermano. Seres diferentes con naturalezas diferentes. Cuidaba de las primeras por la única razón de que había de hacerlo para que el otro regresara. Eso era todo. El sostenimiento de su salud mental así se lo demandaba.

Se había regido por tal separación casi desde el primer momento. Podía incluso concretar el instante en que el resorte cerebral se accionó. En la tercera transformación de su hermano (número suficiente para el establecimiento de una pauta), la primera vez que lo llevó a la casa de los abuelos y lo encerró en una de las habitaciones de la planta superior. Aquel le dijo que quería estar solo y él salió y cerró la puerta y dispuso unas ropas enrolladas para tapar la rendija que quedaba entre el borde de la puerta y el suelo. A continuación se despidió en silencio de quien permanecía al otro lado de la puerta y a quien no volvería a ver hasta diez días más tarde. No antes.

Las moscas eran un peligro. Su hermano solo había comenzado a serlo la tarde de la fiesta de cumpleaños, pero este problema se hallaba resuelto con su estancia en el refugio. Quedaba por solucionar el de las moscas.

Llevó el insecticida al refugio mientras su hermano se hallaba transformado, a fin de trabajar sin interrupciones. En el vestuario dispuso un bidón de aceite vacío, que actuaría como depósito, una bomba autoaspirante y las mangueras necesarias para realizar las conexiones. Vertió los insecticidas. Estos habían sido diseñados para su uso en establos y las dosis recomendadas eran las que garantizaban, además de la eliminación de los insectos, la seguridad del ganado. Héctor carecía de esa limitación. Vació en el depósito las seis garrafas. Rellenó el resto del depósito con agua.

Fuera lo que fuese lo que iba a ocurrir cuando el espacio entre transformaciones se redujera a cero, él se encontraría preparado.

Una vez que estuvo todo listo, habló con Sara como si todavía no hubiera adoptado ninguna decisión.

Siguiendo la costumbre que habían tomado cada vez que tocaban el tema de su hermano, lo hicieron por la noche, cuando habían apagado las luces y no podían verse las caras, ni debían volver a hacerlo hasta la mañana siguiente.

Sara permaneció largo rato en silencio después de que él hubiera terminado de hablar. Aunque hasta entonces ella se había mantenido al margen de la situación, sabía que el final se acercaba.

—Es la forma más piadosa de hacerlo —dijo.

—Eso creo.

Luego Sara se desplazó en la cama hasta quedar pegada a él. Se abrazaron. La luz nocturna que penetraba por la ventana tenía una naturaleza diferente a la que había en la urbanización, más compleja y poblada. Las primeras noches en la nueva casa les había costado conciliar el sueño. Pero no tardaron en acostumbrarse. Los sonidos de la calle y el propio edificio los hacían sentirse acompañados.

Abrazados en la oscuridad volvieron a hablar de tener otro hijo. Héctor no solo se había hecho a la idea sino que lo deseaba. Le gustaría que fuera un varón. Alguien con quien compartir su tiempo libre, al que enseñar cosas.

—Puedes hacer todo eso con Beatriz —le recordó Sara—. Lo has hecho.

El asentimiento de él quedó oculto por la noche.

Sara deseaba que naciera a principios de verano. Hicieron cálculos. Prolongaría el permiso de maternidad con la excedencia.

—¿Qué haremos con la casa?

Héctor no supo a qué se refería.

—La de los abuelos. La de tu hermano.

No contestó de inmediato. Seguía enfrascado en la imagen de Sara de nuevo con el vientre hinchado. Volvería a haber una cuna en la casa, un bebé al que pasear en brazos susurrándole cosas hasta que conciliase el sueño. Los mismos momentos, correspondientes a Beatriz, le parecían terriblemente lejanos y difusos.

—La venderemos —dijo finalmente.

—¿Estás seguro?

¿Qué representaba deshacerse de una casa, en la que al fin y al cabo nunca habían vivido, después de cuanto acababan de acordar?

—Derribaremos el refugio y la venderemos.

—¿Qué diremos a la niña? ¿Cómo explicaremos la pérdida de contacto?

En eso Héctor también había pensado.

—La gente desaparece todos los días.

Y añadió:

—Siempre he creído que sería el final adecuado para mi hermano. Desvanecerse. Lo que él escogería. Si pudiera hacerlo.

Mientras decía esto sintió el cuerpo de Sara ponerse rígido. Ella se zafó para regresar a su lado de la cama, donde permaneció yerta con los ojos fijos en el techo negro.

—Que Dios nos perdone.

A lo largo de los días siguientes, cada vez que Héctor entraba en el refugio para reponer el contenido de los alimentadores, recordaba las palabras de su mujer cuando le expuso el plan de fumigación.

«Es la forma más piadosa de hacerlo», había dicho.

Se aferró a esa opinión, que reforzaba sus motivos.

Sin embargo, cuando los insectos volvieron a irse, se topó con una oposición prevista pero de una intensidad no imaginada.

Una vez que su hermano hubo regresado, y como cada vez que esto ocurría, Héctor lo llevó a la casa, donde aquel habría de descansar sobre uno de los sillones cubiertos con sábanas, mientras él se dedicaba a limpiar el refugio. Lo transportó en brazos, abrigado con una manta. Había adelgazado tanto que apenas le costó esfuerzo.

Pasaron junto al bidón de insecticida, la bomba y las mangueras que los conectarían a la estancia principal del refugio para transformarla en una cámara de gas.

Aun en su estado de aturdimiento, al hermano menor le bastó un vistazo para prever la finalidad del depósito.

—Así no —dijo cuando Héctor lo depositó en el sillón.

—¿Por qué no?

—No quiero acabar como unas jodidas moscas.

Las palabras se le atragantaban. Héctor le llevó un vaso de agua.

—¿Qué propones?

El hermano menor jadeaba como si le costara trabajo llevar el aire a los pulmones. Se le marcaban las cotillas y los pómulos. En el momento en que llegaron las moscas se encontraba sin afeitar y así continuaba.

—Acabar antes.

Héctor lo contempló como si no entendiera lo que quería decir.

—Antes…

—Cuando todavía podamos despedirnos.

El hermano mayor se puso en pie y fue a la cocina, de donde regresó mucho rato después con un tazón de caldo. Tomó asiento al lado de su hermano.

—Cuidado, está caliente.

—¿Qué respondes?

—¿A qué?

Héctor sopló una cucharada de caldo para enfriarla y se la acercó a su hermano a la boca. La mitad se escurrió por la barbilla.

—No puedo hacerlo.

Unas carcajadas asmáticas salieron de la garganta del menor.

—Mírame bien. No voy a ir a ninguna parte.

Tenía los ojos hundidos en las cuencas y bordeados por sombras violetas. Perdía pelo. Era incapaz de diferenciar los sabores. El aumento de tono vital que antes traían consigo los diez días de ausencia había dejado de producirse. Su persona estaba mermando. La cantidad de energía consumida por las moscas era superior a la que era capaz de recuperar en los breves intervalos de tregua que se le concedían. Poco a poco cedía terreno a los insectos. Cada vez era menos él y más las moscas.

Y no deseaba ser el primer testigo de la conclusión de tal proceso.

Héctor terminó de administrarle el caldo. Después de cada cucharada le secaba la barbilla con una servilleta. Los ojos de su hermano permanecían fijos en él a la espera de una respuesta.

Miró el reloj.

—¿Podrás quedarte solo un rato?

—Tengo práctica.

—Volveré lo antes posible.

Sacó a la calle el televisor y los muebles del refugio. Los enchufes del interior eran estancos. Abrió la ventana y, provisto de un rociador a presión lleno de agua y detergente, atacó las paredes. Trabajaba con ímpetu, protegido por unas gafas de seguridad y una mascarilla. El sudor le bañaba la cara.

Las moscas y su hermano. De nuevo la disociación. Una cosa era poner a funcionar una bomba y que el cóctel de insecticidas acabara con unos bichos indeseables y otra muy diferente…

Aunque era capaz de entenderlo. Si fuera él quien se encontrara en esa situación querría lo mismo y habría formulado una petición semejante. Habría deseado tener enfrente a alguien a quien poder estrechar la mano y dar las gracias.

Frotó el interior del refugio con un cepillo. Las limpiezas no eran tan pormenorizadas como acostumbraban a ser antes, pero no podía permitirse el lujo de entretenerse y que su hermano pasara más tiempo fuera. El tiempo entre transformaciones era variable, unas veces menos, otras un poco más, pero de la gráfica que representaba su evolución se podía deducir una incuestionable curva decreciente.

Decidiese lo que decidiese hacer respecto a su hermano, él no podía permanecer en el refugio las veinticuatro horas. Las transformaciones eran imprevisibles, sobrevenían en cualquier momento, y era posible que no se encontrara allí cuando hubiera de satisfacer la solicitud de Grego.

Mientras la estancia se secaba tomó un taladro y agujereó la pared. Dos orificios, uno a cada lado de la puerta, justo por debajo de la altura del techo. Conectó una manguera entre el depósito y la bomba, y otra de esta a una bifurcación en T. Desde la bifurcación partían otras dos mangueras rematadas por sendas boquillas difusoras que introdujo por los agujeros. Reforzó los empalmes con cinta aislante. En la estancia principal protegió las salidas de las mangueras con sendas rejillas metálicas de malla fina que procedió a atornillar a la pared. De ese modo su hermano no podría obstruirlas. Tal como estaban dispuestas las boquillas, los chorros abarcarían toda la habitación. Una batería de coche alimentaba la bomba.

Era una lástima no poder realizar una prueba.

El refugio aún no se había secado del todo y los vapores del limpiador hacían escocer los ojos y la garganta, pero ya se había retrasado demasiado. Devolvió los muebles a su lugar. Colocó una funda plástica nueva al colchón e hizo la cama.

Encontró a su hermano reposando con los ojos cerrados y las manos entrelazadas sobre el pecho. Respiraba dificultosamente. Se sobresaltó cuando le tocó el hombro.

—¿Estás bien? ¿Notas algo?

—Sí y no.

Chasqueó la lengua.

—¿Me traes un poco de agua?

—Ahora mismo.

Las transformaciones no eran por completo instantáneas. Existía cierto aviso que con el tiempo el hermano menor había llegado a identificar, una sensación de desbordamiento interior que había sustituido a los antiguos síntomas y que le advertía de la llegada de las moscas con apenas unos segundos de antelación. De ahí que Héctor le preguntara si notaba algo.

La puerta de la calle había quedado abierta y entre trago y trago de agua el hermano menor miraba hacia fuera. El día era húmedo y oscuro, aunque no llovía. Podía ver la hierba crecida, el camino de acceso a la casa y más allá, entre retazos de bruma, una línea de árboles. Dos gorriones entraban y salían de la hierba buscando alimento. Sabía que si mantenían la puerta abierta no tardarían en acercarse e incluso en aventurarse a ver si podían encontrar algo en la casa.

—¿Tenemos que volver ya?

—Supongo que podemos esperar un poco más. No mucho.

—Me gusta estar aquí.

Héctor le explicó lo que había hecho en el refugio, que el depósito ya estaba conectado. Expuso el motivo por el que lo había hecho.

—No puedo cuidar de ti a todas horas.

—¿Y las restantes? ¿Cuando estés aquí?

—¿…?

—¿Lo vas a hacer?

Realizó una pausa y añadió:

—Allí tienes lo necesario.

Señaló un armario cerrado con llave en el extremo del salón. Héctor sabía que dentro estaba la escopeta de caza. La misma que había empleado hacía años para ahuyentar la nube de estorninos.

—Me encargaría yo mismo si pudiese, pero parece que también esta vez te va a tocar a ti.

Una carcajada que pareció un lamento puntuó la frase.

—Tampoco es tan importante. Y menos ahora —prosiguió el hermano menor. Sonreía mostrando los dientes—. La muerte. Quiero decir. Carece de significancia en el esquema global. Pasa. Y ya está. El resto del conjunto no se altera. No suena una música de liras. No hay nadie a tu lado para tomar nota de tus últimas palabras.

—Es suficiente.

—¿Te he convencido?

Héctor se levantó y cerró de golpe la puerta de la calle. Los gorriones volaron hasta un árbol. Prosiguieron su búsqueda de alimento en otro lugar. El hermano menor reía.

—Hazlo y te dejaré en paz.

—No tiene gracia.

—Piénsalo bien. Es la única forma que tienes de estar seguro de que todo acaba. Al cien por cien. Como a ti te gusta, hermano. Si no lo haces, ¿quién sabe lo que puede pasar?

El momento del desenlace se demoraba. A medida que la curva que representaba la variación del intervalo entre las transformaciones con el tiempo se aproximaba al eje de abscisas de la gráfica, su velocidad de decrecimiento disminuía.

El hermano menor continuaba perdiendo peso. Tan solo ingería alimentos líquidos. Cualquier cosa más consistente que un puré, la rechazaba.

Héctor pasaba a su lado todo el tiempo que le era posible. Aceptó poner punto final al proceso —eufemismo espontáneo adoptado entre ambos— pero solo cuando no existiera otro remedio, en el momento en el que ya no pudiera verlo como un crimen. Mientras tanto tratarían de disfrutar de su mutua compañía. La disociación existente entre las moscas y su hermano permanecía en vigor.

Al hermano menor le preocupaba el recuerdo que de él pudiera albergar su sobrina, en ese momento y en el futuro.

Entre los dos redactaron varias cartas. Las últimas representaban una despedida velada y progresiva. Héctor las enviaría por e-mail desde su despacho.

—Espero no haberle causado problemas. Es lo último que quisiera.

—¿A qué te refieres?

—A que por haberme tenido cerca las cosas no le hayan ido tan bien como se merece.

—Olvida eso.

—¿Le enviarás los mensajes?

—Por supuesto. Ahora descansa un poco.

—No quiero descansar. Es lo único que hago. Descansar para nada. Cuéntame algo.

—¿Por ejemplo?

—Cualquier cosa.

Héctor tomaba aire y comenzaba a hablar. De cualquier cosa.

En las cartas para Beatriz se mencionaban los deseos de su tío de llevar a cabo un viaje. No se concretaba el destino pero sí se daban a entender su lejanía y un aura de misterio que lo rodeaba. Mientras las redactaba, el hermano menor no tenía en mente ninguna metáfora de la muerte, pretendía solo crear el decorado apropiado para la posterior interrupción de la correspondencia. Narraba la recopilación de información para el viaje, la alambicada búsqueda de mapas. Deseaba que su sobrina lo recordase como un aventurero desaparecido en el transcurso de una expedición. Para ella, su muerte nunca se concretaría. No habría trámites burocráticos ni ceremonias religiosas. En su lugar figuraría un paisaje vasto aunque borroso, entre el que sobresaldría la lejana serenidad de unas cumbres nevadas.

Los beneficios generados por el almacén de vinos fueron traspasados a una nueva cuenta bancaria, a nombre de Beatriz.

—Cada vez está peor —dijo Héctor mediante un susurro, y aun así sus palabras parecieron sonar muy alto, colmando la oscuridad del dormitorio.

Sentada a su lado en el borde de la cama, Sara le sostenía una mano entre las suyas.

—Debería ir a verlo —dijo ella.

Tras un instante él respondió:

—Así lo creo.

Sara estaba al tanto del sistema de fumigación pero no sabía nada del acuerdo establecido entre los hermanos. Eso quedaría entre ellos. Héctor no estaba dispuesto a cargar a su mujer con un recuerdo semejante.

A pesar de todo, por debajo de la sincera preocupación de Sara, Héctor no podía dejar de entrever un rescoldo de esperanza; sentimiento al que él había renunciado tiempo atrás. Ella, por el contrario —Héctor estaba seguro de ello—, persistía en confiar en que todo aquel encadenamiento de transformaciones, ida y venida de moscas y progresivo declive de su hermano, terminaría por culminar en algo positivo. Que del mismo modo que los insectos pasan por una metamorfosis a fin de alcanzar un estado superior, Grego experimentaría un cambio final que traería consigo el descanso para él, y también para todos los demás. Y este todos había que entenderlo no como algo que abarcaría simplemente a la familia, que había permanecido a su lado durante aquellos largos años, sino también a las moscas.

Lo primero que impresionó a Sara fue el estado de abandono de la casa. A un lado de la misma, el viejo Land Rover se corrompía sobre sus ruedas deshinchadas, rodeado de hierba alta.

Una vez en el refugio, a pesar de todas las advertencias que Héctor le había hecho acerca de lo que allí iba a encontrar, el corazón se le heló y el mentón comenzó a temblarle sin control. La sonrisa que dibujó resultó una mueca torcida.

—Hola, Grego.

—Hola, Sara. ¿Cómo estás?

Con ayuda de su hermano, Grego se había arreglado para la ocasión. Llevaba unos tejanos limpios y un jersey que disimulaba un poco su delgadez. Tenía el rostro recién afeitado y el cabello peinado hacia atrás y todavía húmedo. Había insistido en que Sara no lo encontrara en la cama. Aguardaba en una silla, de la que apenas se levantó para recibir un beso en la mejilla.

Sara tomó asiento a su lado. Permaneció con las rodillas juntas y el bolso en el regazo. El refugio olía al after shave de Grego y al limpiador desinfectante empleado hacía solo unas horas para adecentar el lugar. Sobre la mesa esperaban dos copas y una botella de vino previamente descorchada.

El pecho de Grego subía y bajaba por la emoción.

—Bueno…

—Bueno…

Se les escaparon sendas carcajadas nerviosas. La de Sara terminó antes.

Desde la puerta, Héctor los contemplaba.

—Os dejo para que habléis. Tengo que hacer algunas cosas en la casa.

Sara se volvió hacia él. La asustaba quedarse a solas con el hermano menor.

—Estaré aquí al lado, puedo oíros a través de la pared. Llamadme si necesitáis algo.

La mirada de Sara bailaba de Grego a todos los rincones del refugio, sin saber dónde posarse.

Ambos habían sido aleccionados acerca de cómo debía transcurrir el encuentro. Sara sabía que tenía que mantener la puerta cerrada en todo momento. Y Grego, que si comenzaba a sentir algo, por débil que fuera, aunque no pudiera determinar si se trataba o no del comienzo de otra transformación, aunque no fuese más que un repentino ataque de estornudos, debía pedirle a ella que saliera inmediatamente de allí. Y Sara tenía que obedecer al instante.

Héctor salió. Como había dicho, a través de la pared de la cocina podía oír las voces del otro lado cuando estas se alzaban, aunque no alcanzaba a distinguir lo que decían. Tras la rigidez inicial, las palabras brotaron entre Sara y Grego. Rieron. Héctor se interrogó por el motivo de las risas.

Extendió un mantel limpio sobre la mesa de la cocina. Cogió varias servilletas y las hizo tiras.

En el suelo, dentro de dos barreños con petróleo, se remojaban las piezas metálicas de la escopeta.

Las fue sacando una a una. Las dejaba escurrir y las depositaba sobre el mantel, donde ya había dispuesto los jirones de servilleta, una brocha, bastoncillos de algodón, escobillones, una baqueta y aceite para armas.

Acompañado por los murmullos de la conversación del refugio, procedió a frotar las piezas con la brocha. Empleó los bastoncillos para los resortes y elementos mecánicos. Una vez limpia, devolvía cada pieza a su lugar en la mesa teniendo cuidado de no golpearla. Pasó los escobillones por el ánima de los cañones hasta que salieron sin rastro de suciedad.

A continuación secó a conciencia cada uno de los elementos del arma y les aplicó una capa de aceite.

Trabajaba sin prestar atención al reloj. La luz de la tarde declinó y hubo de forzar la vista para volver a montar la escopeta. La charla al otro lado de la pared no se interrumpió en ningún momento.

Sostuvo el arma entre las manos. La mesa estaba cubierta de trozos de servilleta sucios y arrugados y el olor del aceite, entre picante y dulzón, se imponía al del polvo y la madera vieja. Echó hacia atrás los percutores. No apuntó a nada en concreto. La luz que entraba por la ventana era gris y apenas se distinguían las formas de los muebles. Accionó los gatillos. Sonaron dos efectivos chasquidos. Las voces en el refugio se callaron de golpe. Permanecieron así un instante, mientras trataban de dilucidar la naturaleza del sonido. La casa era vieja y estaba plagada de ruidos. Un crujido de la viguería, sin duda. Prosiguieron con su conversación.

Héctor introdujo la escopeta en su funda y la apoyó en un rincón. Dejó una caja de cartuchos sobre la encimera de la cocina, al alcance de la mano.

En ningún momento mientras duró el proceso de limpieza del arma —y tampoco antes ni después— dedicó un pensamiento a Dios ni a las consecuencias que lo que pensaba hacer pudiera implicar. En su opinión, la justicia divina no iba más allá que la de una primavera que sucede a un invierno largo y severo.