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Los dos hermanos y Sara y Beatriz y también Carol
Grego aceptó la propuesta de su hermano. Sin embargo, antes de instalarse, había asuntos que resolver.
Por última vez, subió a un avión con destino Tailandia.
Sus socios escucharon con atención la oferta de venta sobre su tercio del negocio.
A modo de explicación aludió a una emergencia familiar que lo obligaba a instalarse con su hermano por tiempo indefinido. La vaguedad con que el motivo fue expresado daba a entender una naturaleza mortificante que disuadió a la pareja de socios de formular preguntas.
La oferta era generosa y ellos dieron una muestra de caballerosidad al no regatear el precio. Grego no pudo dejar de pensar que, una vez superado el primer asombro, sus socios se habían alegrado con la noticia. Después de tres años el negocio estaba consolidado y entregaba beneficios regularmente; entre los dos podrían conducirlo sin problemas, y, en caso de ser necesario, atraer el interés de un inversor con solvencia verificable. En lo referente a las tareas del día a día, Grego sería reemplazado por un empleado a sueldo, que sin duda les provocaría menos dolores de cabeza que él.
Durante los días necesarios para poner a punto los trámites Grego se dedicó a despedirse de las amistades, zanjar el alquiler del apartamento y embalar sus pertenencias. En un primer momento pensó en venderlo todo y quedarse solo con lo indispensable. Luego cambió de idea. Si conservaba sus posesiones podría mantener cierta independencia de Héctor y Sara.
Además, su partida no se hallaba motivada por el despecho o el fracaso. No dejaba atrás una etapa de la que no quisiera conservar recuerdos.
Preparó un equipaje con lo más necesario y el resto lo dispuso en un contenedor que facturó por vía marítima.
Una semana después volvía a reunirse con sus socios en la oficina del muelle. Un notario se halló presente durante la formalización de la venta. A continuación, Grego recibió un talón por el importe acordado como primera fase del pago. El resto le fue entregado en forma de dos avales bancarios embolsables a los seis y doce meses respectivamente.
Sobre una mesa descansaban la documentación de un catamarán deportivo y el presupuesto de una agencia de publicidad. Hasta entonces, la parquedad económica de Grego había representado una traba para la expansión del negocio. Ahora los socios restantes eran libres para obrar como quisieran.
Llegado el momento de la despedida, todos se desearon mutuamente lo mejor.
Héctor también tenía preparativos de los que encargarse. Y el más importante y complicado de todos era acabar de convencer a Sara de que hacían lo correcto.
Ella reconocía que el traslado de Grego era, sin duda, lo más conveniente para garantizar su seguridad y el secreto del problema. Pero aun así se resistía a la idea de alojarlo bajo su techo.
El buen estado físico que el hermano menor presentaba a las pocas horas de su última transformación, con una ausencia total de secuelas, así como la lejanía en el tiempo de la próxima, facilitaban rebajar la importancia de los hechos y aferrarse a argumentos prosaicos.
—Nunca nos devolverá el préstamo. El dinero que le ofrezcan por su negocio lo necesitará para mantenerse.
—Ya me estoy ocupando de eso —aseguraba Héctor.
—¿Y esperas que se quede aquí, en casa, indefinidamente? ¿Has pensado en la niña, en su seguridad?
—Seamos razonables. Admito que él no te guste, y menos aún el motivo de su presencia. Esto lo comparto. Pero Grego sigue siendo él —en este punto no podía evitar que la voz le vacilase—, no es ningún monstruo. Además, estoy seguro de que hará cuanto esté en su mano para que la convivencia resulte lo más cordial posible.
—Lo más cordial posible —repetía ella adoptando la voz de una muñeca parlante y meneando la cabeza a un lado y al otro.
Luego recuperaba la seriedad y dirigía a Héctor una mirada capaz de atravesar cuerpos mucho más resistentes que el suyo.
—¿Y si alguna vez le ocurre de repente? En una habitación donde esté Beatriz. Por ejemplo.
—Hasta ahora ha habido síntomas que advertían de ello a tiempo.
—Hasta ahora… —repetía ella.
Los razonamientos siempre se veían truncados cuando las especulaciones acerca de lo que podría ocurrir entraban en juego.
En la refinería, Héctor visitó la oficina de Recursos Humanos y a los encargados de personal de las empresas subcontratadas. Les presentó el currículum de su hermano, haciendo hincapié en su experiencia en la empresa de montajes mecánicos. Todos escucharon amablemente, pero Héctor no llevaba trabajando allí el tiempo suficiente ni ocupaba un cargo con la trascendencia necesaria para pedir favores de esa índole, o, en el caso de que le fueran concedidos, para no tener que pagarlos más adelante.
Una tarde, cuando ya había perdido la esperanza, sonó el teléfono de su despacho. La fría voz de un empleado de Recursos Humanos lo informó de una vacante que su hermano podría ocupar, en caso de estar interesado.
Tras exponerle sin adornos la naturaleza del mismo, guardó silencio, a la espera sin duda de un airado rechazo.
Por el contrario Héctor se lo agradeció vivamente.
—Tú respondes por él —concluyó la voz, igualmente gélida.
—¿Un trabajo de jardinero? —repitió Grego.
Héctor asintió una vez más.
—Voy a trabajar de jardinero —dijo el hermano menor, contemplando el contenido del vaso de whisky y haciendo entrechocar los cubitos de hielo—. En una refinería.
Había regresado de Tailandia esa tarde. Durante la cena puso al tanto a Héctor y Sara de los pormenores de la venta del negocio. Ahora los dos hermanos tomaban una copa en el salón mientras Sara acostaba a Beatriz.
—No tienes que aceptarlo si no quieres. Pero tal como lo veo no es una mala ocupación.
La dirección de la refinería consideraba importante que la entrada al recinto y los alrededores del bloque de oficinas —de donde no pasaba la mayoría de los visitantes— desmintieran la idea de lo que se podía encontrar más allá, en las zonas de producción. Con tal fin las oficinas estaban rodeadas por una extensa zona verde. Una barrera de árboles estratégicamente dispuesta disimulaba ante los ojos de los visitantes el bosque metálico que se alzaba a escasa distancia.
El mantenimiento de este escudo verde lo llevaba a cabo una sola persona.
Héctor no mencionó que del predecesor en el puesto se podía decir —siendo benévolos— que padecía ciertas limitaciones intelectuales. También había conseguido el trabajo gracias a la intercesión de un pariente y hasta su jubilación se le había podido ver a diario patrullando alrededor de las oficinas montado en una segadora a motor John Deere; o bien, en los días lluviosos, acodado en el mostrador de entrada de las oficinas, con la vista perdida en el cuerpo de la resignada recepcionista.
—El sueldo no es alto, pero te bastará para mantenerte mientras buscas otra cosa. Por otro lado —prosiguió Héctor—, no hay problemas para que cojas unos días de vacaciones cuando lo necesites.
La sonrisa con que respondió Grego quedó deslucida, entre otras cosas, por la fatiga del viaje.
—Ok., hermanito. Me has convencido. ¿Cuándo empiezo?
—Mañana mismo. Si quieres.
Grego alzó un pulgar para indicar su conformidad. Apuró el whisky y emitió un largo suspiro.
Su equipaje, todavía sin abrir, con las etiquetas de facturación prendidas de las asas, formaba una pequeña montaña en la habitación de invitados. El container con los muebles no llegaría hasta semanas después. Dado que la habitación no contaba con armario, Sara había liberado uno del pasillo, donde hasta entonces guardaba trastos viejos y útiles de limpieza.
Cuando Sara entró en el salón encontró a los hermanos sumidos en un silencio meditativo, ambos con los pies sobre la mesilla de centro y sendos vasos vacíos entre los muslos.
Se dirigió al mueble bar.
—¿Os relleno las copas?
Héctor dio un leve respingo. Por un instante la miró como si no la conociera, las comisuras de la boca presas de un fruncimiento de pánico.
Con un lánguido gesto, Grego tendió el vaso. Sara lo rellenó, y también el de su marido. Sirvió otro para ella.
—Ya le he contado lo del trabajo —dijo Héctor.
—Ajá…
—Y le parece bien.
Sara tomó asiento entre los dos. Creía buena idea que Grego trabajara en la refinería, donde estaría bajo la vigilancia de su hermano.
—Mientras encuentro otra cosa —acotó Grego.
—Por supuesto.
El salón volvió a sumirse en el silencio. Un coche pasó frente a la casa. El sonido de una lata de cerveza rebotando contra el asfalto. Un perro empezó a ladrar.
Héctor había pasado un brazo sobre los hombros de Sara. En otras circunstancias ella se habría recostado contra él, pero la presencia de Grego la cohibía.
No le gustaban los silencios en las reuniones. Creía que si la gente callaba era debido a su presencia o a algo que ella había dicho. Una de sus escasas debilidades de carácter.
Cuando transcurrió un rato sin que nadie pronunciara palabra, se puso en pie como empujada por un resorte.
—Ahora vuelvo.
Los dos hermanos siguieron el trayecto de sus caderas hasta la puerta. Héctor se encogió de hombros.
Regresó instantes después con un fajo de libros que depositó en la mesilla, obligando a los hermanos a retirar los pies.
—Esto puede interesarte —dijo, entregando el primero de ellos a Grego.
Se trataba de un manual ele entomología. Entre las páginas asomaban numerosos Post-it dispuestos a modo de marcadores.
—Mientras estabas fuera he ido a la biblioteca.
Los días anteriores Sara había pasado largas horas investigando después de salir del hospital. Cuando regresaba a casa encontraba a Beatriz acostada y a su marido dormitando frente al televisor.
—No creo que sea el momento apropiado —terció Héctor.
—No importa —dijo Grego—. ¿Qué tienes ahí?
Los demás libros versaban también sobre insectos. Manuales de uso interno de empresas fabricantes de insecticidas y compañías de exterminación. Tratados de epidemiología.
La investigación de Sara se había centrado en la mosca común. En particular en su ciclo reproductivo, longevidad y área de acción.
Con gesto sombrío, Grego pasó las páginas.
—Llegada la noche, a las moscas les gusta reposar sobre superficies redondeadas, sintiendo especial predilección por los cables eléctricos recalentados —leyó.
—Cuando les eches un vistazo comprobarás que los datos difieren de unas fuentes a otras —informó Sara—. Por otro lado apenas existen tratados referidos en exclusiva a la mosca común. Son muchos más los que versan acerca de la mosca del vinagre, muy popular en los estudios de genética.
—Lamento haber escogido un insecto tan vulgar.
Grego devolvió el libro al montón.
—También he estado trabajando en esto —continuó Sara—. Mi idea es que los tres —recalcó sus palabras pasando la mirada de un hermano a otro— contribuyamos con nuestras opiniones y cuanto podamos averiguar.
Entre las manos sostenía un cuaderno. Lo sujetaba con cuidado, como si se tratara de un objeto valioso o delicado. Las cubiertas eran de una piel que a simple vista se adivinaba cálida y suave al tacto. Una banda de fieltro actuaba de marcapáginas. Cuando lo abrió, las hojas abanicaron un aroma a papel de calidad. No era el tipo de artículo que es posible encontrar en una papelería convencional, sino el cuaderno que albergaría el diario de una niña rica o la obra de un escritor famoso y empecinado en continuar escribiendo a mano.
Las primeras páginas estaban ocupadas por una fina caligrafía.
—Esta primera parte es… Será —corrigió— una crónica de cuanto vaya ocurriendo. Una especie de diario. Me he tomado la libertad de transcribir lo que tú y Héctor me habéis contado sobre las primeras transformaciones. Me gustaría que lo revisaras —pidió a Grego—, prestando especial atención a las fechas. Tú serás quien más tenga que aportar: tus sensaciones, cualquier pequeño cambio que percibas… Dado que no sabemos nada, todo lo que podamos averiguar, por nimio que a priori pueda parecer, será importante.
Grego asintió, un tanto cohibido frente a semejante demostración de celo.
—He reservado una parte —prosiguió ella pasando las páginas hasta llegar a un apartado al final del cuaderno señalado por un Post-it— para las preguntas.
—¿Qué preguntas?
—Los interrogantes sobre lo que desconocemos y espero que podamos ir averiguando con el tiempo.
—¿Puedo verlo? —pidió Grego.
La caligrafía de Sara era un indicador de contención, imperturbable línea tras línea.
Las preguntas constaban escritas al modo inglés, con signos de interrogación —y también de admiración— únicamente al cierre. El número de estos signos constituía el baremo por el que se medía la importancia adjudicada a cada cuestión.
La primera de ellas, dominando todas las demás, era:
Motivos?????
Había anotadas más de una docena de preguntas. Todas y cada una de ellas conducían a especulaciones alarmantes y nuevas interrogaciones.
Si las moscas se dispersaran, qué ocurriría cuando la transformación se invirtiera???
Si las moscas se reprodujeran y su número aumentara, qué ocurriría cuando la transformación se invirtiera???!!
Grego cerró el cuaderno.
—Estoy un poco cansado para leerlo con la atención que se merece.
—Lo entiendo —aceptó ella.
Recuperó el cuaderno y lo depositó en el hueco protector de su regazo.
—Todos estamos cansados —concluyó Héctor poniéndose en pie. Se tambaleó un poco al hacerlo—. Será mejor que nos vayamos a la cama. Mañana tenemos que madrugar añadió dirigiéndose a su hermano.
—Tienes razón —coincidió Sara, levantándose también.
Grego permaneció en el sofá. Volvía a tener la mirada perdida.
—Apaga las luces cuando te retires —dijo Sara al ver que no se movía—. He dejado toallas limpias en el cuarto de baño.
—Gracias.
—¿Quieres que deje aquí los libros?
—No. Puedes llevártelos.
Ella los recogió y salió de la habitación sin despedirse.
—Es mejor que trates de dormir —dijo Héctor.
Al pasar tras el sofá donde estaba sentado Grego, le dio una palmada en el hombro.
—No les ha prestado ninguna atención —dijo Sara una vez en el dormitorio.
Sentado en el borde de la cama, Héctor tenía dificultades para desatarse los cordones de los zapatos. Se arrepentía de haber aceptado el segundo whisky.
—Es el primer beneficiario de lo que podamos averiguar —insistió ella—. ¿No se da cuenta? ¿O es que no piensa tomárselo en serio?
—Está aquí, luego me parece que sí se lo está tomando en serio. Y estoy seguro de que no ha pretendido menospreciar tus esfuerzos.
Para qué mencionar que las fotografías que le había pedido que hiciera a las moscas continuaban en la guantera del coche, en el mismo lugar donde las había dejado hacía casi dos semanas. Intocadas.
Sara se estaba desnudando. A medida que se desprendía de las prendas, las examinaba y a continuación las plegaba para devolverlas al armario o bien las echaba a un cesto de ropa para lavar. Se quitó la blusa, olisqueó las axilas y la lanzó al cesto.
—Simplemente no era el momento adecuado. Para ti esto puede resultar muy interesante…
—¿Insinúas que lo hago en mi beneficio?
—Ni lo insinúo ni lo pienso.
La voz sonó ronca a causa del alcohol, y más ruda de lo que él había pretendido.
Se dejó caer en la cama vestido solo con los calzoncillos. Gruñó al ver la hora que brillaba en el reloj-despertador. Tenía que cepillarse los dientes, pero volver a levantarse y cubrir la distancia que mediaba hasta el cuarto de baño le parecía una tarea inabordable.
—Demos tiempo al tiempo —dijo.
Tras ponerse el camisón, Sara se metió en la cama y apagó la luz.
—Si no vas a ponerte el pijama, al menos tápate.
Él obedeció con movimientos torpes. Una vez bajo la sábana se aproximó reptando a ella. Sara desprendía un calor reconfortante. Le dio un beso, que en la oscuridad fue a aterrizar sobre su sien. Ella respondió acurrucándose contra él, dando así por zanjado el amago de discusión.
Héctor se iba sumiendo en el sueño trazando espirales.
—¿Qué te parece la venta de su negocio?
—Hmmm…
—¿Podría haber conseguido más dinero?
Susurraba directamente al oído de su marido.
—Lo que le han dado está bien.
—No tenía prisa. Podría haberse quedado un tiempo y sacar algo más. ¿No crees?
Grego encajó bien entre el personal de la refinería. Durante los primeros días fueron muchos los que tras enterarse de que se trataba del hermano de Héctor se acercaron para presentarse. Algunos estaban al tanto de su anterior ocupación en Tailandia y cuando llegaban a la inevitable pregunta acerca de por qué la había abandonado, Grego se limitaba a responder que deseaba pasar un tiempo en casa, con la familia.
El trabajo no era complicado. Grego cumplía con la labor satisfactoriamente. Además su conversación era mucho más amena que la de su predecesor. Ambas cosas le granjearon la buena opinión del jefe del Departamento de Servicios Auxiliares, un cajón de sastre que abarcaba desde la gestión del comedor al mantenimiento de las líneas de teléfono.
Los hermanos llegaban juntos cada mañana. Héctor, cargado con un portafolio, se adentraba en la zona de producción mientras Grego se quedaba en el edificio de oficinas. Disponía de un cuarto que cumplía las funciones de vestuario y almacén de limpieza. Después de ponerse el mono de trabajo, revisaba la lista de tareas para ese día. No salía a la calle hasta que no hubieran pasado quince o veinte minutos de la hora de entrada y menguado el tráfico de gente.
Un hecho: en el pasado había desempeñado trabajos peores. Soltar a golpe de maza pernos gripados de la carcasa de una turbina no era comparable con arrancar malas hierbas.
Otro hecho: alquilar veleros a chicas danesas en gap-year bajo el sol del Golfo de Tailandia era mejor.
Muchísimo mejor.
Con el transcurrir de las semanas Sara empezó a tolerar, si bien con dificultades, la presencia de Grego en casa, la cual era casi constante fuera de sus horas de trabajo.
No contaba con conocidos en la ciudad y las aficiones que había cultivado en Asia —casi siempre en compañía de otros hombres, todos solteros y sin responsabilidades— no resultaban compatibles con los hábitos de una familia suburbana de clase media.
Los roces se convirtieron en cosa cotidiana, y obligaron a unos y otros a descubrir nuevos límites en sus capacidades de tolerancia.
Quien más contribuyó a aliviar las tiranteces fue Beatriz.
La niña profesaba adoración por su tío. Héctor y Sara nunca la habían visto desplegar una actitud tan abierta con nadie; ni siquiera con Carol, a quien conocía desde siempre.
La buena acogida de la niña era correspondida por Grego. Nunca presentaba objeciones a interrumpir aquello que estuviera haciendo para satisfacer las solicitudes de Beatriz.
Viéndolos jugar Héctor se sentía, más que como un padre, como un abuelo.
El enfrentamiento entre Sara y Grego se mantuvo activo, sin embargo, en lo referido a otro asunto.
El flujo de información que ella había esperado que se produjera con la llegada de Grego no tuvo lugar. Las preguntas acerca de alteraciones en la percepción de olores o sabores, de trastornos del sueño, de dolores de cabeza anómalos, de lunares o marcas en la piel, de caída del cabello, de episodios de fatiga, de mareos… eran respondidas con insatisfactorios monosílabos y apenas reflexión previa. Los intentos por indagar en el pasado en busca de algo, cualquier cosa, que pudiera ser motivo de lo que estaba sucediendo hacían que Grego mirara al vacío y menease la cabeza.
Sara no tenía constancia de que hubiera leído los libros que había recopilado para él.
La única anotación realizada por Grego en el cuaderno de piel rezaba del siguiente modo:
La tarde del 9 de junio de 1999 me sentía tan mal por lo que creía un ataque de malaria que decidí cerrar la oficina antes de la hora habitual. Cuando mis socios o yo teníamos que ausentarnos dejábamos en la puerta un cartel que informaba de la hora a la que estaríamos de vuelta y un número de teléfono donde localizarnos. También dejábamos aviso en el local contiguo, un taller de motores náuticos.
Pero ese día decidí olvidar las dos cosas. Quería que nadie me molestara. Me limité a colgar el cartel de CERRADO y me largué.
No acudí a un médico. Había pasado antes por episodios de malaria y ese parecía uno más. Creí que podía hacerle frente sin ayuda. Disponía de medicación.
Por el camino compré fruta y zumo de naranja. Cuando me serví un vaso, me supo mal, tenía regusto a producto químico. Recuerdo que comprobé la fecha de caducidad.
Me molestaba la luz. Antes de bajar las persianas miré por la ventana. El viejo chino-tailandés que regentaba la pescadería de enfrente negociaba con dos de sus proveedores habituales. Dos niños, desnudos salvo por unos calzones, le habían llevado una raya recién pescada. El pez era grande. Al viejo le costó levantarlo para colocarlo en la balanza. Los niños habían llevado su presa en un remolque acoplado a una bicicleta. Iban descalzos. No parecían importarles las escamas ni la suciedad del suelo. Esperaron en silencio mientras el viejo sacaba unos bahts de la caja registradora para pagarles. En un rincón, encima de unas hojas de periódico, descansaba una montaña de tripas de pescado. El viejo formaba a lo largo del día tres o cuatro montañas semejantes a medida que iba limpiando el género. Cuando se hacían demasiado grandes las envolvía en más periódicos y las tiraba a una alcantarilla. Me repugnaba esa costumbre.
Como la mayor parte de los comerciantes de la ciudad, el viejo había colgado un cartel celebrando el final del milenio. No importaba que faltaran seis meses para el acontecimiento.
Su mujer o alguna de sus hijas había confeccionado una cuenta atrás con números de cartulina que indicaban los días que restaban hasta el 31 de diciembre. Colgaba de un lugar bien visible de la pescadería. Las cifras menguantes estaban rodeadas por caballitos de mar, también de cartulina, peces voladores y tortugas. Dirigiendo el conjunto había un Santa Claus con rasgos locales. En lugar de ir en trineo cabalgaba a lomos de una ballena. Una concesión al turismo en un país mayoritariamente budista.
Es absurdo que haga mención de este detalle, incluso que lo recuerde.
Creo que nunca he presenciado nada que responda mejor a la idea de «fuera de contexto» que aquel Santa Claus de ojos rasgados.
Todo el mundo hablaba del milenio. El fantasma del «Efecto 2000» y los horrores que caerían sobre nosotros una vez que el contador del pescadero llegara a cero eran trámite obligado en las conversaciones. Nuestros veleros estaban reservados desde hacía meses por turistas que deseaban pasar la noche del 1 de enero en el mar, bien por esnobismo bien porque allí se sentirían más seguros de los azotes que recibiría el mundo.
Cuando días después regresé de mi periodo de ausencia (este eufemismo es tan válido como cualquier otro) y hube recuperado el uso de mis facultades, una de las machas cosas que me pasaron por la cabeza fue la de que había sufrido un adelanto de lo que
El desvanecimiento
Ahora estoy seguro de
El texto se interrumpía así, en mitad de la frase.
Cada vez que Sara interrogaba a Grego sobre su desinterés, él respondía con un arranque de carácter. Aseguraba que le importaba más de lo que ella podía llegar a imaginar.
A continuación se encerraba en su cuarto y evitaba a la familia durante las siguientes horas. No era difícil imaginar que durante ese tiempo se cuestionaba seriamente si había hecho lo correcto al abandonar su vida anterior. Si no existiría el modo de hacer frente en solitario a lo que le ocurría.
A quien más desconcertaban tales cambios de humor era a Beatriz. La niña recorría la casa buscando a su tío. El silencio dolido que mostraba Sara acrecentaba su confusión. En dos ocasiones encontraron a la niña dormida en el suelo, ante la puerta de la habitación de invitados.
Las apelaciones de Héctor al diálogo y la paciencia arrojaban breves resultados.
Después de que Sara preguntara a Grego si estaba dispuesto a ponerse en manos de un hipnotizador —se había informado al respecto y tenía el número de uno tan reconocido como discreto (así constaba en su página web)— este pasó una semana sin dirigirle la palabra. Si ella entraba en una habitación en la que él se encontrara, Grego dejaba lo que estuviera haciendo y salía sin molestarse en mirarla.
Sara llegó a sentirse violenta en su propia casa.
Tan solo la mediación de Héctor —una vez más— permitió salvar la situación.
Un episodio similar, salvo que en este caso fue ella quien le retiró la palabra a él, tuvo lugar una noche en que Grego veía la televisión mientras tomaba una de sus cenas tardías. Sara entró en el salón cargada con varios libros y el cuaderno de piel. Echó un breve vistazo a las imágenes de la pantalla y comenzó a disponer los libros en la mesa. En una hoja de papel llevaba las preguntas recopiladas durante los días anteriores. La casa se hallaba en calma. Estaban los dos solos. Héctor revisaba papeleo —había trasladado su mesa de trabajo desde el dormitorio de invitados al principal— y Beatriz hacía rato que dormía.
Grego desvió su atención del televisor a Sara y su trajín de documentación.
—Antes de que yo llegara aquí —dijo en tono adormilado—, ¿con qué cojones ocupabas tu tiempo?
Ella desorbitó los ojos como si acabara de recibir una bofetada. Volvió a recoger los libros y salió del salón. Grego se enfrascó de nuevo en la televisión.
En privado, Héctor se sorprendía más por el comportamiento de ella que por el de su hermano. A pesar de su carácter pragmático, pulido por el trabajo en los quirófanos, Sara respondía de forma desconsoladamente emocional a los desplantes.
Héctor se vio obligado a señalarle que el rechazo de Grego no iba, en ningún caso, dirigido a ella. No era nada personal.
Otro hecho más: Grego no quería hablar de lo que le sucedía.
Así de simple.
La venganza de Sara se manifestaba como preguntas añadidas al cuaderno.
Si Grego se encontrara enfermo (gravemente) en el momento de su transformación, ¿qué les ocurriría a las moscas?
Grego no guarda ningún recuerdo de su periodo «insecto». Pero ¿lo hacen las moscas de su existencia como ser humano?
Una tarde de principios de septiembre Héctor entró en la cocina después de haber estado corriendo en el bosque. Carol daba la cena a la niña. Beatriz alzó los brazos a modo de saludo. Lo normal era que a esa hora Carol ya se hubiera ido. El reloj que colgaba en la pared indicaba que eran cerca de las ocho.
—¿Sara no está en casa?
—Ha llamado para decir que se retrasará. Una urgencia en el hospital.
—Ajá.
—Me ha pedido que me quede y dé la cena a la niña. Yo le he dicho que tengo una cita. A las ocho y media. En el centro. Y ella me ha dicho que usted me llevaría.
Mientras hablaba miraba los cercos de sudor en la camiseta de Héctor.
—¿No está mi hermano en casa? Él puede llevarte.
La chica se encogió de hombros.
—No lo he visto.
Héctor se asomó al pasillo. La habitación de Grego estaba abierta. No había nadie.
—Dame diez minutos para ducharme.
—Es un poco tarde. ¿Podríamos ir ya? —dijo Carol retirando el plato de la niña y volcándolo en el cubo de la basura.
Héctor subió al dormitorio en busca de un jersey que ponerse sobre la ropa sudada. Cuando salió a la calle Carol estaba asegurando a Beatriz a la silla para bebés del asiento trasero del coche.
Estar a solas con la chica lo hacía sentirse incómodo. Habitualmente era Sara quien trataba con ella.
Héctor había llegado a una conclusión respecto a Carol. Lo que de veras le molestaba de ella no era la actitud fría que le dispensaba, ni su charla errática, sino su marcado estrabismo. Aquel ojo desviado hacía que la chica le diese lástima. Y como le daba lástima evitaba acercarse a ella.
Más o menos cada seis meses Carol cambiaba de estilo de vestuario. Radicalmente. Metía toda su ropa en bolsas y la llevaba a una tienda de segunda mano, de la que surgía una nueva Carol que siempre negaba a la anterior: deportiva, recatada, motera sin moto… Un síntoma de búsqueda de la identidad comprensible en un adolescente, pero que al filo de los treinta se tornaba inquietante.
En su última transformación había adoptado el look gótico. Desde entonces se paseaba por la casa quitando el polvo o pasando la aspiradora ataviada como un personaje de Anne Rice.
Esa tarde lucía medias agujereadas, minifalda y una blusa con una especie de gorguera en el cuello, todo de color negro. Calzaba botas militares. Llevaba los dedos cubiertos de anillos y un piercing en la nariz.
—¿Siempre has tenido eso? —preguntó Héctor.
—¿A qué se refiere?
Se señaló la nariz.
—Me lo puse hace un mes.
—No me había fijado.
Los labios de la chica se curvaron en una mueca de desprecio. Llevaba los ojos perfilados con maquillaje. El estrábico parecía un planeta saliéndose de su órbita.
—Así que una cita, ¿eh? No sabía que tuvieras novio.
Carol se revolvió en su asiento. En la parte trasera Beatriz se entretenía con los juguetes que siempre había en el coche a tal fin.
—He quedado con unos amigos.
—Unos amigos… Bueno. ¿Qué vais a hacer? Si es que me lo puedes decir.
La respuesta de la chica se retrasó lo bastante como para que Héctor pensara que no iba a producirse. No tenía claro el modo en que debía hablar con Carol, si tratándola como a una adulta o como a una adolescente. Ella estaba comprobando su maquillaje en un espejito que había sacado del bolso. Se aplicó un lápiz perfilador a los labios. A Héctor le admiró que pudiera hacerlo a pesar del movimiento del coche.
—Vamos al teatro.
—¿Cuál es la obra?
—Un montaje nuevo. De un conocido.
—Vaya… ¿Sobre qué trata?
—Su mujer también ha dicho que haga algunas compras… Que las haga usted —dijo Carol.
De algún lugar de las entrañas de su bolso sacó un Post-it con una lista de anotaciones y lo pegó en el salpicadero del coche, gesto con el que se desentendía del encargo.
Héctor miró de reojo el papelito amarillo. Solo había cuatro cosas anotadas.
—Hay un supermercado de camino. Podemos parar.
—Llego tarde. ¿No puede hacerlo a la vuelta?
—Solo será un momento. Si estás aquí puedo dejar a Beatriz contigo y el coche en doble fila. Es más rápido. ¿Me harás ese favor?
Ella resopló y Héctor lo interpretó como un asentimiento.
Un minuto después se detenía en doble fila ante las puertas del supermercado.
—Ahora vuelvo —dijo saltando del vehículo.
El establecimiento se encontraba a rebosar. Había olvidado que era principio de mes. Familias completas con carritos rebosantes obstruían los corredores.
En la línea de cajas registradoras había un tapón de gente. Cambió dos veces de fila con la esperanza de dar con una más rápida. Las cajeras aguardaban de brazos cruzados a que alguna de las líneas telefónicas, colapsadas por el uso simultaneo de demasiadas tarjetas de crédito, quedara disponible. Se puso nervioso sin poder evitarlo. Su ropa de deporte empezó a oscurecerse con una nueva remesa de sudor.
Cuando por fin pudo meter la compra en una bolsa y correr hacia la salida, su reloj marcaba más de las ocho y media.
Entró en el coche preparado para un bombardeo de quejas.
Estas sin embargo no tuvieron lugar. Beatriz seguía entretenida con sus juguetes, mientras Carol estudiaba atentamente algo que sostenía entre las manos. La guantera estaba abierta. Carol, con el ceño fruncido por la perplejidad, contemplaba las fotos realizadas hacía meses.
—¿Qué haces?
De inmediato Héctor se percató de que el tono de alarma no era el más prudente.
—Me aburría. ¿Qué es esto?
Se acercaba las fotos a la nariz y luego las alejaba, tratando de discernir lo que aparecía en ellas.
Realizadas sin más iluminación que el flash de la cámara, en las fotos no se apreciaba gran cosa. Tan solo unos cúmulos negros, carentes de forma, como manchas de escoria. La ausencia de muebles u otros objetos que pudieran servir como referencia hacía difícil valorar las dimensiones de los grupos de moscas.
En su mayor parte solo reflejaban trozos de pared salpicados de manchas negras, de las que sobresalían tenues destellos. Reflejos arrancados por el flash a las alas de los insectos.
—¿Tiene usted la cámara estropeada?
Héctor puso el coche en marcha y se incorporó al tráfico.
—El carrete era viejo. Supongo que estaba deteriorado. O que habrá habido un fallo en el revelado.
Se reprochó su dejadez. Debería haber retirado las fotografías para guardarlas en lugar seguro. O mejor aún, destruirlas.
—Es curioso —dijo Carol interesada—. Parecen moscas.
Barajó las fotos hasta dar con una que ofrecía un plano corto de un trozo de pared. Se la mostró a Héctor poniéndosela ante la cara y tapándole la visión de la carretera.
—Sí. No sé —dijo él apartándose.
—Aquí y aquí. Parecen moscas.
—Puede ser. Es difícil distinguir algo.
—¿Dónde las hizo?
—No las hice yo. Son de un carrete viejo. Quise hacer unas fotos a Beatriz y me encontré con él en la cámara. Llevan ahí meses —dijo señalando la guantera.
Carol las revisó una vez más antes de devolverlas al sobre donde habían estado guardadas.
—Debería comprar una cámara digital.
Estaban llegando al centro. El tráfico era denso. Avanzaban con lentitud.
—Siento haberme retrasado en el supermercado. ¿Tus amigos te esperarán?
Ella se encogió de hombros.
—Supongo. Y si no es así tampoco importa mucho.
Estaban detenidos en un semáforo. La cola de vehículos que tenían por delante era tan extensa que la luz se puso en verde y luego otra vez en rojo sin que ellos llegaran a pasar.
—Oiga —dijo súbitamente Carol—, su hermano, ¿de qué va?
—¿A qué te refieres?
En todo el tiempo transcurrido desde que llegó Grego, Carol no había hecho referencia a él. La explicación que se le había facilitado era la misma que habían dado a los demás. El hermano menor quería sentar cabeza. Instalarse con su familia.
Sin embargo, resultaba inevitable percatarse de la tirantez existente en la casa.
—¿Va a quedarse mucho tiempo?
—Hace años que mi hermano y yo no estamos juntos. Me gusta tenerlo aquí.
—Lo que quiero decir es que, si piensa quedarse a vivir, ¿no sería más cómodo que buscara un sitio para él?
—¿Grego te molesta de alguna manera? ¿Dificulta tu trabajo?
—No pretendo insinuar nada de eso.
La actitud levemente ofendida de Héctor surtió efecto.
—Es lógico que la presencia de una persona más en la casa trastoque ciertas cosas. Solo es un periodo transitorio. Hasta que nos habituemos a la situación.
—Claro —asintió ella.
El semáforo volvió a ponerse en verde y reemprendieron la marcha.
—No sé lo que habrás podido ver u oír, pero me gustaría que no sacaras conclusiones erróneas —añadió Héctor.
—No he visto nada —se apresuró a señalar ella—. Y a mí no me gustaría que usted pensase que meto las narices donde nadie me llama. El comentario de antes ha estado fuera de lugar.
Héctor meneó afirmativamente la cabeza. Un gesto que podía significar tanto que la chica estaba en lo cierto como que podían dar por zanjada la conversación.
—¿En qué países ha estado su hermano?
—Además de en Tailandia, donde ha vivido los últimos años, en China, en Indonesia, en Birmania… Creo que también pasó un tiempo en Vietnam. No estoy seguro. Era difícil seguirle la pista. Lo mejor es que se lo preguntes a él.
—Puede que lo haga. Seguro que tiene cosas interesantes que contar.
Héctor le dio la razón.
—¿A ti te gusta viajar?
—Sí… Algo —respondió la chica—. No he tenido muchas oportunidades. Pero supongo que llegaría a gustarme. Doble a la derecha. El sitio donde he quedado está aquí mismo. ¿Sabe una cosa? Si yo fuera él, su hermano, no hubiera venido a vivir aquí. No se lo tome a mal. ¿Puede parar?
Héctor acerco el coche a la acera. Un grupo de gente aguardaba ante las puertas de un centro social. Un cartel confeccionado a mano —el titulo de la obra y la hora de inicio de la función— representaba el único indicio de que allí iba a tener lugar una representación teatral.
—Parece que llego a tiempo —dijo Carol—. Estas cosas siempre se retrasan.
Se volvió hacia Beatriz.
—Hasta mañana, cariño.
En algún momento del trayecto, sin que Héctor se percatara, la chica se había colocado unas uñas acrílicas de notables dimensiones. Carol se tocó los labios con las yemas de los dedos y depositó el beso en la mejilla de Beatriz. Por un instante las uñas relucieron como zarpas frente al rostro de la niña.
—Gracias por traerme —se despidió abriendo la puerta del coche.
—De nada.
Héctor vio a la chica caminar hacia la entrada del improvisado teatro. Un par de jóvenes se separaron del grupo para recibirla. Llevaban abrigos negros hasta el suelo y los ojos pintados. Carol les dijo algo y señaló el coche. Dedicaron a Héctor unas miradas gélidas y afectadas.
En casa, encontró a Grego improvisando una cena a base de sobras.
—¿Dónde os habíais metido?
Héctor le explicó lo sucedido, prescindiendo de lo de las fotos.
—¿Sara no ha regresado todavía?
—No —respondió Grego, revolviendo el contenido de una cazuela.
—¿Adónde has ido esta tarde?
—A la ferretería. Dos de los faroles del jardín están fundidos.
Héctor dejó sobre la mesa el sobre con las fotos, liberado por fin de su reclusión en la guantera.
—¿Qué es eso?
Beatriz se abrazaba a las piernas de su tío. Quería que la alzase en brazos. El batiburrillo de comida de la cazuela desprendía un olor confuso y grasiento.
—Las fotos que me pediste hace meses.
—…
—Si no quieres verlas deberíamos deshacernos de ellas. Hoy las ha encontrado Carol.
Grego se envaró.
—¿Cómo?
—Le he dicho que el carrete estaba defectuoso. Me parece que se lo ha creído. Pero debemos tener más cuidado.
Fue a tirar el sobre al cubo de la basura.
Grego lo detuvo.
Tomó el sobre y se sentó a la mesa. El hermano mayor ocupó su lugar frente a la cazuela. Se concentró en revolver la cena. Podía sentir a Grego tras él, pasando las fotos una a una.
—¿Toda esta masa negra son…?
—Exacto.
—Hay cientos.
—Probablemente miles.
Hablaban sin mirarse. Uno ocupado con la cena y otro con las fotos.
—Y tú entras ahí para alimentarlas.
—Así es.
Héctor sirvió la comida. Colocó los platos en la mesa, junto con cubiertos, vasos y servilletas. La niña intentaba encaramarse a una silla. El olor de la comida había vuelto a abrirle el apetito. Su padre le dio un yogur y la dejó quedarse con ellos un rato antes de acostarla; en otro caso no les permitiría cenar en paz.
Llegado al final del fajo de fotografías, Grego las estudió de nuevo, empezando por la primera. Del mismo modo que Carol había hecho antes, se las acercaba a los ojos y las alejaba, tratando de distinguir las imágenes. Cuando terminó las dejó a un lado, boca abajo.
—Es mejor que comas. Se va a enfriar.
Cenaron en silencio. Héctor ayudaba a comer a Beatriz. Hacia los últimos bocados, la niña empezó a dar cabezadas, los ojos se le cerraban. Su padre le retiró el babero y la tomó en brazos.
—Voy a acostarla y darme una ducha.
—Yo recojo esto.
Beatriz emitió un murmullo de queja cuando salían de la cocina. Alargó un brazo hacia Grego. Héctor la acercó a él y la niña depositó un beso adormilado en la mejilla de su tío.
—Héctor —dijo este.
Dejó los platos y cubiertos sucios en el fregadero y abrió el grito del agua caliente.
—¿Qué?
—Gracias.
La ese final se prolongó silbante.