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Mosca común (Musca domestica)

Tenía que impedir que las moscas salieran de la habitación cuando abriera o cerrara la puerta. Con tal fin se hizo con una pieza de metro y medio por dos metros y medio de tela mosquitera que fijó con clavos a la parte alta del marco exterior, de modo que colgase frente a la puerta como si de un telón se tratara.

La primera incursión tuvo como objeto recuperar el petate de Grego.

Se situó debajo de la tela mosquitera. Sentía la sangre zumbar en los oídos. Sudaba a mares por los efectos sumados de los nervios y el calor que producía el traje de apicultor. Con toda la rapidez que le permitía el atuendo, se coló en el interior y volvió a cerrar la puerta.

Un olor rancio flotaba en el aire. Oyó los zumbidos aislados de varios insectos y el golpe de uno de ellos al chocar contra la careta del casco, lo que produjo un sonido como el de una pompa de jabón al reventar. Permaneció inmerso en la poblada negrura durante unos segundos antes de accionar el interruptor de la luz.

El número de moscas superaba con creces el alojado en su recuerdo. La visión lo hizo retroceder hasta quedar con la espalda contra la puerta. Resistió el impulso de salir huyendo. Protegido por el traje no tenía nada que temer.

Al igual que había ocurrido la mañana del sábado, las moscas se revolvieron cuando la lámpara iluminó la habitación. Pero entonces no había sido tanto la luz como la apresurada entrada de Héctor y Sara lo que las había turbado; en esta ocasión, aunque bastantes de ellas alzaron el vuelo, los movimientos pausados de Héctor lograron que la mayoría continuara inmóvil.

Las paredes, pintadas de rosa pálido, se hallaban cubiertas por una nebulosa negra, con zonas más densas, donde los insectos se hacinaban unos sobre otros sin que existiera explicación discernible para tal comportamiento. De los cúmulos se desprendían masas compactas arrastradas por la gravedad, que antes de tocar el suelo se desintegraban en sus componentes, los cuales, tras un breve vuelo, volvían a sumarse a la hirviente comunidad.

Héctor caminaba poniendo gran cuidado, tratando de no espantar a las moscas ni de aplastar a las que se paseaban por el suelo.

De un perchero colgaba una vieja gabardina de Sara. De los bolsillos entraban y salían moscas.

Cuando no había visitas en la casa Héctor empleaba la habitación como lugar de trabajo. Disponía de un escritorio trente a la ventana. Lo ocupaban un ordenador, libros y pilas de documentación técnica clasificada por temas.

Tomó un libro que descansaba abierto. A simple vista estaba en perfecto estado, pero cuando pasó los dedos por la página expuesta pareció como si las letras se disolvieran. Diminutas estelas negras —excrementos de mosca— emborronaron el papel.

Una rápida comprobación en las cortinas arrojó un resultado similar. Sara tenía razón, tendrían que desinfectar la habitación. Y con gran probabilidad tirar parte de su contenido, si no todo.

En el escaso tiempo transcurrido desde que entró, había tenido lugar un cambio. Al principio no se percató de ello, pero en cuestión de unos instantes pasó de lo apenas perceptible a lo sin duda evidente. La luz había disminuido. Alzó la vista hacia la lámpara. Atraídas por su brillo y el calor que desprendía, las moscas se iban aglomerando sobre ella, tamizando la luz en el proceso.

Siempre sin abandonar la parsimonia de movimientos, tanteó la ropa abandonada en el suelo, entre la que rescató el pasaporte y la cartera de Grego. A continuación tomó el petate y desanduvo el camino basta la puerta.

Una vez fuera se desprendió del casco y respiró hondo, llenándose los pulmones de aire limpio.

Procedió a quitarse el resto del traje en el cuarto de baño. Depositó cada pieza, incluidas las botas de goma, en la bañera.

Se lavó a conciencia.

Luego, protegido por unos guantes de látex, pasó a examinar el petate. Esparció el contenido en el suelo del baño.

Prendas de ropa hechas un amasijo, como si hubieran sido guardadas de forma apresurada; un par de zapatos; útiles de aseo dentro de una bolsa de supermercado; una caja de tabletas de quinina y otra de doxiciclina, ambos, medicamentos para la prevención de la malaria; una agenda, que Héctor hojeó atentamente —ninguno de los nombres le dijo algo—; un cartón de tabaco.

Eso era todo.

Pasó a revisar la cartera.

Los carnés de identidad y conducir de Grego; dos tarjetas de crédito: American Express y MasterCard, la segunda, caducada; un fajo de dinero, parte moneda local, parte tailandesa, y unos pocos dólares; unos cuantos trozos de papel plagados de notas, la mayoría indescifrables, entre los que encontró uno con las señas de su casa —el mismo que su hermano había leído al taxista que lo llevó allí desde el aeropuerto—; una foto de Grego en los muelles de Pattaya junto a dos hombres —era de suponer que sus socios—, delante de un velero; otra foto, más vieja que la anterior, descolorida y con los bordes manoseados, de Grego y Héctor, con veinte y veintitrés años respectivamente, en la que el primero pasaba el brazo sobre los hombros de su hermano mayor mientras los dos sonreían a la cámara.

Nada significativo, aparte del hecho de que todos aquellos objetos permanecieran en la habitación. Las ropas del suelo eran las que Grego llevaba puestas el día de su llegada. Y el petate estaba cerrado.

El siguiente paso consistió en alimentar a las moscas. En la nevera encontró los restos de una tarta de frambuesas llevada por alguno de los visitantes del fin de semana. Procedió a desmigarlos en una fuente.

Protegido de nuevo por el traje, volvió a la habitación. El revuelo en esta ocasión fue inmediato. Apenas tuvo tiempo de encender la luz antes de que un enjambre de moscas se hubiera posado en la bandeja, ennegreciéndola, lanzándose con inusitada ferocidad sobre el dulce. La posó en el suelo. El aire de la habitación se había llenado de insectos que trazaban círculos sobre la bandeja, una corriente espesa con la apariencia de un tornado en miniatura. Aquellas moscas que disfrutaban de los restos del pastel se resistían a abandonar sus posiciones a pesar de los envites de las demás. Pronto quedó claro que el pastel no sería suficiente.

Volvió a la cocina. Revisó los armarios y la nevera. No quería emplear nada que enturbiara más la atmósfera de la habitación.

Se decidió por la leche. Entró una vez más en la habitación de invitados. Su presencia pasó desapercibida. Los insectos se hallaban concentrados en el pastel.

Dispuso unos platos en el suelo y vertió en cada uno un poco de leche, lo justo para cubrir el fondo.

Al principio no pareció que el nuevo alimento captase el interés de las moscas. Pero poco a poco se fueron posando en los bordes de los platos. Formaron perfectos círculos negros —los cuerpecillos muy juntos, las alas tocándose— en marcado contraste con la blancura de la leche. Bebieron como gatitos.

Dio así inicio a una rutina en la que dos veces al día —mañana y noche— reemplazaba los platos y fregaba con esmero los que acababa de retirar, dejándolos luego separados de los demás, destinados a partir de entonces a ese único uso.

De puertas afuera se esforzaba por comportarse como si no ocurriese nada alejado de lo normal. Retomó la costumbre de ir al trabajo con los compañeros de la urbanización. En la refinería desempeñó sus tareas con dedicación y eficiencia.

A lo largo de la semana hubo más llamadas de gente que preguntó por Sara y la niña. Todos aceptaron que hubieran ido a pasar unos días con la madre de aquella.

Una tarde, su vecino —el hombre de la manguera— interrogó a Héctor sobre su hermano, a quien no había vuelto a ver desde su primer y único encuentro. Respondió que la visita había sido breve, apenas unas horas, tras las que Grego se había visto obligado a tomar apresuradamente otro avión por motivos de trabajo.

Hablaba con Sara cada noche. Con la distancia, la preocupación de ella se había trasladado de la desaparición de Grego y la incógnita de las moscas a la actitud de su marido. A fin de tranquilizarla le dijo que entre los objetos de Grego no había encontrado su cartera ni el pasaporte, así como nada de dinero, luego parecía posible, tal como ella opinaba, que su hermano se hubiera ido sin dar explicaciones.

Respecto a las moscas, aún estaba pensando qué hacer con ellas.

Al otro extremo del hilo, Sara callaba.

Héctor era consciente de que la paciencia de su mujer disminuía día a día y pronto llegaría el momento en que no le quedara más remedio que confesarle la idea que le rondaba la cabeza, corriendo el riesgo de que la opinión de Sara empeorase aún más.

Para desviar la atención hacia un tema más agradable, Héctor preguntaba por la niña. Quería saber todo cuanto había hecho a lo largo del día.

Cuando colgaba el teléfono se sentía terriblemente solo.

Debería estar con ellas. En ese momento. Ahora. Cuidando de su hija recién nacida.

Se dedicó a limpiar la casa y efectuar pequeños arreglos, para matar el tiempo y como mecanismo de compensación frente a la capa de excreciones que, poco a poco, rebozaba la habitación de invitados. Alquiló un aparato de limpieza con vapor y atacó las alfombras y tapicerías de la vivienda. Repuso los dispositivos antipolillas de los armarios. Desmontó un grifo que goteaba. Dio una innecesaria mano de pintura a la puerta del garaje.

Estaba orgulloso de su casa: la materialización de sus deseos acunados. El lugar idóneo para formar una familia.

En la planta baja se encontraban la cocina, el salón, un cuarto de baño y la habitación de invitados; y en la superior, la habitación de la pareja, otra más, destinada a Beatriz, y un segundo cuarto de baño. Desde la ventana del dormitorio principal se divisaba la chimenea de la refinería alzándose por encima de árboles y casas, a escasos kilómetros de distancia. Por las noches, las luces de la instalación y los penachos de fuego de las antorchas, donde se quemaban los residuos de los procesos, teñían las nubes de un naranja sucio. Para Héctor el permanente recordatorio de su lugar de trabajo representaba una molestia tolerable.

Cuando el viento soplaba desde aquella dirección, arrastraba un olor dulzón a hidrocarburos y compuestos sulfurados que se colaba por cada rendija de la casa y llevaba a las moscas a un estado de frenesí bullicioso. La habitación de invitados se hallaba bajo la del matrimonio, y tumbado en su cama Héctor sentía a los insectos zumbar como un potente motor a ralentí.

Durante una de las visitas a la habitación llevó consigo una botella de plástico en la que había introducido unos trozos de plátano. Una vez retirado el tapón bastaron unos segundos para que media docena de moscas se colara dentro atraída por la fruta. Cerró la botella.

En la mesa de la cocina, provisto de una lupa y un manual de entomología tomado de la biblioteca, estudió a los insectos.

Hasta donde fue capaz de apreciar, no se diferenciaban de la descripción que el libro recogía de una simple mosca común: cuerpo de color gris, de seis a nueve milímetros; dos alas; tres pares de patas; abdomen amarillo; y en la cabeza, un par de pequeñas antenas, dos prominentes ojos compuestos, entre los que se arracimaban otros tres simples, y una probóscide carnosa y esponjosa para chupar el alimento.

Leyendo sobre su ciclo de desarrollo averiguó que pasa por cuatro estadios: huevo, larva (con tres diferentes fases), crisálida y adulto.

Las hembras depositan sus huevos en lechos orgánicos donde las larvas puedan encontrar alimento, además de las condiciones de temperatura y humedad adecuadas para su desarrollo. La duración de cada uno de los estadios intermedios varía dependiendo de las condiciones ambientales, siendo, como regla general, más corta cuanto mayor sea la temperatura. En total, el tiempo desde que una mosca adulta desova, hasta que el huevo se desarrolla a otra mosca adulta, oscila entre los diez y los veinte días.

Una vez emergida de la vaina puparia, la mosca descansa mientras el cuerpo y las alas finalizan el proceso de endurecimiento. Después de una hora, es totalmente móvil y, si es un macho, ya puede aparearse.

Las hembras se aparean una sola vez a lo largo de su vida, tras lo que almacenan el esperma del macho para realizar, de forma espaciada, de cuatro a seis puestas de entre cien y ciento cincuenta huevos cada una.

Realizó cálculos tomando como fecha de inicio el sábado, día en que habían aparecido las moscas. Después de varias visitas a la habitación todavía le era imposible estimar el número de insectos allí alojados; este le parecía en todo momento abrumador, mayor cada vez que cruzaba la puerta. Una plaga bíblica a la espera de lanzar su azote sobre campos y personas.

Basándose en lo recogido en el libro y asumiendo un reparto al cincuenta por ciento entre moscas macho y moscas hembra, las expectativas eran estremecedoras.

Consideró la posibilidad de someter a los insectos a la opinión de un experto, pero el temor a atraer la atención —tanto si las moscas no tenían nada de anormal como en el caso contrario—, así como de lo que podría ocurrir si las moscas permanecían separadas durante demasiado tiempo, lo llevó a conformarse con lo averiguado por sí mismo.

La leche demostró ser un buen alimento, las moscas lo aceptaban sin excesivo revuelo, era limpio y fácil de reponer. Solo existía una salvedad.

Durante los primeros días encontró en varias ocasiones moscas que en el transcurso de su lucha por llegar hasta el alimento habían caído en él y fallecido ahogadas. Las hallaba flotando en la leche, mientras sus compañeras, ajenas a la pequeña tragedia, sorbían ávidamente en el borde del plato. Esto lo llevó a introducir un cambio en el método de alimentación. Continuó empleando los platos, pero en lugar de verter la leche empapaba en ella unas bolas de algodón de las que las moscas podían chupar sin riesgo alguno.

Aquellas muertes por ahogamiento —aproximadamente dos docenas— despertaron su preocupación ante las consecuencias que pudieran conllevar. Víctima de sentimientos encontrados —entre ellos una aflicción vergonzosa— tiró los cuerpecillos bañados en leche por el inodoro.

En las siguientes visitas a la habitación se detuvo a buscar otras moscas que también hubieran fallecido.

Debido a la alteración que producía entre los insectos, ya no encendía la lámpara del techo. Empleaba en su lugar una linterna. Ataviado con el traje de apicultor, y con los insectos cruzando el estrecho haz de luz, se sentía como un astronauta que explorara un planeta desconocido, cubierto por una atmósfera hostil. Cada poco agitaba la linterna para espantar a las moscas que se posaban en la lente. Las cortinas y la ropa de la cama habían adquirido un aspecto ceniciento y pesado. Los signos y letras del teclado del ordenador resultaban ininteligibles. Las moscas se apelotonaban sobre los algodones empapados en leche formando grotescos bombones. En la almohada aún persistía la impresión dejada por la cabeza de Grego.

Pasó minuciosamente el haz de la linterna por el suelo y los muebles. No halló más cuerpos muertos.

Iba a la refinería. Alimentaba a las moscas. Hablaba con su mujer. Cada noche pasaba quince minutos en la ducha frotándose todo el cuerpo. Llegó el fin de semana sin que se hubiera producido ningún cambio.

A menudo se descubría contemplando una de las fotos de la cartera de Grego, en la que aparecían los dos juntos. Se la había apropiado y ahora la llevaba consigo. En ella él tenía más pelo y Grego lucía la rechonchez que lo había acompañado desde la infancia y hasta, aproximadamente, el momento en que fue realizada la foto; los viajes posteriores endurecieron su figura.

Había sido hecha el último verano que pasaron juntos. Pocas semanas después Grego anunció que no continuaría en la universidad. Desoyendo toda protesta abandonó los estudios de medicina. Hasta entonces sus calificaciones habían sido buenas —no excelentes pero sí por encima de la media—, aunque nunca había mostrado un interés especial por la carrera. Sus explicaciones fueron las habituales de quien deja de estudiar.

El padre de un conocido, subdirector de una empresa de montajes mecánicos, le ofreció trabajo. La empresa operaba en el sudeste asiático y el norte de África. Estaba especializada en centrales eléctricas. En ocasiones construían centrales nuevas. En la mayoría, se dedicaban a parchear instalaciones obsoletas; trabajos que por su escaso rendimiento económico o lo recóndito de su ubicación las empresas importantes acostumbraban a rechazar. En septiembre, despreciando todo dictado de determinismo social, Grego subió a un avión con destino Hong-Kong.

Héctor le advirtió de que estaba echando al traste su vida.

Héctor siempre había tenido las ideas claras.

Algunas tardes salía a correr. Era el único deporte que practicaba. La Navidad anterior Sara le había regalado unas zapatillas nuevas y un atuendo completo de tejido Clima-Fit, con colores llamativos y bandas reflectantes en brazos y piernas. Le gustaban las zapatillas, pero siempre que Sara no se encontraba en casa él se ponía sus viejos pantalones de deporte y la sudadera de la universidad en lugar de la ropa nueva.

Había numerosos lugares para hacer ejercicio en los alrededores. La urbanización disponía de un amplio parque, calles tranquilas por donde apenas pasaban coches y áreas semidesiertas donde solo había solares cubiertos de maleza. Ninguno de estos sitios terminaba de satisfacerlo.

Salía de la urbanización, corría diez minutos por el arcén de la carretera que tomaba cada mañana para ir a la refinería, saltaba el quitamiedos y se adentraba en un paraje boscoso que se extendía entre la carretera y la costa a lo largo de una franja de varios kilómetros.

Rara vez se encontraba con otras personas; algún que otro corredor esporádico y, en primavera y verano, parejas en busca de un rincón discreto.

Llegaba hasta las zonas más recónditas del bosque, más allá del ruido de la carretera y los preservativos arrojados entre las raíces de los árboles.

Su lugar de trabajo se ubicaba en una de las salas de control de la refinería, junto a las unidades de producción, en un edificio bunkerizado, sin ventanas, donde subsistía un rumor permanente de equipamientos electrónicos. Una vez dentro, el único indicio acerca de si en el exterior llovía o lucía el sol, si era de día o de noche, llegaba a través de las temblorosas imágenes de los monitores de vídeo. El paso del tiempo se atenía a una mecánica particular, más lenta y espesa que de puertas afuera. Después de una jornada allí dentro, Héctor solo sentía deseos de zambullirse en el bosque, llenar los pulmones con el aroma que la capa de hojas desprendía al ser pisada y, por espacio de una hora, no ver ni hablar con persona alguna. Reconocía su falta de instinto gregario.

Pero las veces que salió a correr a lo largo de esa semana el ejercicio no bastó para que dejara atrás sus pensamientos.

A medida que pasaban los días sin que hubiera cambios y se intensificaban las peticiones de Sara para que le explicara su modo de obrar, Héctor se cuestionaba a sí mismo con intensidad creciente. Aumentaba el peso de lo absurdo. Llevaba a cabo ejercicios de imaginación en los que dejaba a un lado las pruebas que indicaban lo contrario y trataba de convencerse de que su hermano, simplemente, se había marchado sin dar explicaciones, como era su estilo. Antes de que pasara mucho tiempo recibiría una llamada suya —o en el peor de los casos de la policía o un centro sanitario— que lo resolvería todo dentro del marco de la más completa racionalidad.

Se fijó un plazo máximo. El martes se cumpliría una semana desde que sacó a Sara y la niña de la casa. Si para entonces todo seguía igual limpiaría la habitación. Traería a su mujer y su hija de vuelta. Acudiría a la policía y denunciaría la desaparición de Grego.

El sábado por la mañana revisó las especificaciones del insecticida que había en el garaje. Luego condujo hasta un supermercado donde compró tres botes más, con fórmula específica contra dípteros, y se aprovisionó de útiles de limpieza.

Llamó a Sara y la informó de que iría a recogerlas a mediados de semana. Justificó no ir antes inventándose una reunión de trabajo para la mañana del martes; debía pasar el sábado y el domingo preparándola. Le dolió mentir a su mujer pero se disculpó a sí mismo diciéndose que era en beneficio de ambos.

Para terminar de tranquilizarla no vio inconveniente en adelantarse a los hechos y asegurarle que el problema de las moscas ya estaba resuelto. El suspiro de alivio de Sara llegó claramente a través del teléfono. Héctor se disculpó por la actitud mostrada durante los días anteriores. La achacó a los nervios y la impresión producida por la irrupción de Grego y su aún más súbita desaparición. Sara le quitó importancia, ya había pasado todo. Le aseguró que pronto sabrían algo de su hermano. Era una mujer a la que le gustaba mirar hacia delante. Héctor deseó por encima de todas las cosas poder estar junto a ella y estrecharla entre sus brazos.

La decisión tomada y la conversación con Sara —que le impedía cambiar de idea y echarse atrás— lograron que se relajara. Metió en un armario el petate de Grego y no volvió a mirarlo. Los días anteriores había revisado repetidamente su contenido buscando no sabía qué en los bolsillos de la ropa y comprobando con la punta de la lengua que las tabletas de quinina realmente lo fueran.

Pensó en la niña, en Beatriz, una entidad aún no del todo definida dentro de su marco de responsabilidades. Se censuró cuando no fue capaz de reproducir una imagen mental de ella, de su rostro durmiente y sus muecas exploratorias.

La noche del lunes empapó unos cuantos algodones en leche. Sería la última comida de las moscas. Al día siguiente, una vez que regresara del trabajo, esperaría a la oscuridad del atardecer para que su actividad llamara menos la atención, entonces levantaría la persiana, abriría la ventana y a todas las moscas que se resistieran a salir las rociaría generosamente con insecticida.

Los insectos se revolvieron cuando dejó los algodones. Actuaban del mismo modo cada vez que cruzaba la puerta. No se habituaban a su presencia.

Eran moscas. Resultaba absurdo esperar que se comportaran de otra forma.

Esa noche el viento sopló desde la refinería. Hasta el amanecer, momento en que se callaron repentinamente, las moscas zumbaron de forma que hicieron vibrar las paredes.

Héctor prolongó la estancia en la cama veinte minutos más allá de su hora habitual, como hacía siempre que no le tocaba llevar el coche y sus compañeros acudían a recogerlo. Cubierto con un albornoz, tomando sorbos de una taza de café, recorrió la casa en busca de algún insecto que hubiera escapado de su encierro. Llevaba a cabo la misma inspección cada mañana. No pasó por alto ningún rincón ni se paró a pensar que era la última vez que tendría que hacerlo.

Se detuvo frente a la puerta de la habitación de invitados. Después de la frenética noche no se oía nada en el interior. Hizo a un lado la mosquitera y apoyó la mano en la puerta. Nada. Golpeó con los nudillos. Silencio. Más fuerte. Eso debería haber bastado para que dentro se despertase cierta actividad, pero continuó sin ocurrir nada.

Sus compañeros pasarían a recogerlo en unos minutos. Tenía el tiempo justo para terminar el café y vestirse.

Ya se alejaba por el pasillo cuando creyó oír algo.

¿Un gemido?

En la habitación.

Pegó una oreja a la puerta. Dentro todo continuaba en silencio. Llamó de nuevo y aguardó, presa de una ansiedad en aumento.

Sí. Un gemido.

Y otro más.

Sin detenerse a coger el traje de protección, abrió la puerta.

Después de diez días la fetidez se había convertido en algo palpable. Encendió la luz.

El aspecto de la habitación había cambiado radicalmente. Las moscas habían desaparecido, quedando de ellas nada más que la suciedad.

En el suelo, entre los platos con los algodones, se hallaba Grego. Estaba desnudo y, como a un recién nacido, le costaba coordinar sus movimientos. Intentaba ponerse en pie. Deslumbrado por la repentina luz, parpadeó tratando de enfocar la mirada sobre el hermano mayor.

Las palabras salieron con dificultad de su boca.

—¿Qué día es hoy?