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Estocástico

Héctor hojea las revistas técnicas acumuladas durante meses en un rincón de la mesa. Presta escasa atención a su contenido. Cada poco deja vagar la vista hacia la ventana del despacho, por donde entra un sol oblicuo y anaranjado, y la mantiene allí unos instantes sin pensar en nada en concreto. En el pasillo el zumbido de los ordenadores se ha ido mitigando a medida que la gente se retiraba a sus casas.

Su segundo llamó a la puerta. Se iba también.

—¿Necesitas algo?

Héctor meneó la cabeza.

—Hasta mañana.

—Lo mismo digo. No te quedes hasta tarde.

Su segundo formaba parte del Departamento de Seguridad desde hacía diez años y merecía la consideración de compañeros y superiores. Cuando el anterior jefe se retiró, todas las apuestas apuntaban a él como su sucesor. Sin embargo apareció Héctor, proveniente de otro departamento y sin experiencia en el campo.

Los primeros meses resultaron difíciles, hubo que salvar reticencias. Pero los dos supieron ganarse el mutuo respeto. Héctor podía confiar en su subalterno, bien a la hora de delegar, bien cuando este debía aceptar una orden poco grata.

Era un hombre de escasa estatura, con brazos y piernas fuertes, y unos ojos como canicas negras, hundidos en el rostro. Sabía de él que practicaba el piragüismo y tenía dos hijos, uno de ellos adoptado. Antes de ir a parar a la refinería había sido bombero en un petrolero. Nunca bebía alcohol y respondía mediante una sonrisa silenciosa a las bromas de sus compañeros al respecto. Eso era todo.

Antes de despedirse definitivamente, el segundo se detuvo y contempló las revistas esparcidas sobre la mesa. Héctor estaba en mangas de camisa, con la nuca recostada en el respaldo de su sillón.

—¿Estás bien?

—Claro.

—…

—Vamos, vete. Te estarán esperando en casa.

—Pensaba acercarme al puerto. Hay una lancha de pesca en venta.

Héctor alzó las cejas.

—Quiero echarle un vistazo —prosiguió el otro—. Quizá te apetezca venir. Respirar aire limpio.

Héctor volvió a contemplar la ventana, considerando el ofrecimiento.

—Gracias. Pero me voy en unos minutos. Mi mujer quiere que la acompañe a no sé dónde. —Hizo un gesto vago con la mano—. Ya sabes.

—Sí. Ya sé —respondió él—. Entonces, hasta mañana.

El despacho volvió a sumirse en la calma. Frente a la mesa, una fila de monitores de televisión arrojaba imágenes en circuito cerrado de la refinería. Una emisora transmitía las comunicaciones entre los operadores de la planta; el volumen había sido rebajado al mínimo, hasta convertirlo en un murmullo adormecedor. Héctor abandonó la revista que tenía en las manos y cerró los ojos.

Había sido un día caluroso. La primavera avanzaba a paso firme hacia el verano.

En ese momento, su mujer, su hija y Grego deambulaban entre atracciones y puestos de comida rápida, griterío y olor a palomitas de maíz, en las fiestas de un pueblo vecino. Héctor había rehusado acompañarlos. Alegó tener trabajo.

Sara había insistido para que fuera con ellos. Resultaría divertido. La idea había sido de Grego, quien en un principio planeaba ir solo con Beatriz. Pero Sara se sumó rápidamente.

—Esa tarde libro en el hospital. Lo pasaremos bien. Vamos, anímate —había pinchado a su marido.

Sin embargo él se mantuvo firme en su negativa y Sara suspiró y renunció. Con la llegada del buen tiempo ella había empezado a unirse a las salidas de Grego y la niña. Sesiones de cine IMAX y visitas al acuario, donde Beatriz introdujo en una urna su propuesta para el nombre de un bebé de foca. Salidas de las que solo ocasionalmente Héctor formaba parte.

—¿Hay algo que no me hayas contado? —lo interrogó Sara.

—¿Sobre qué?

—Algo del trabajo.

—No. No ocurre nada. Lo de siempre.

Grego no había insistido para que su hermano los acompañara a la feria.

Paseó por el despacho. La moqueta acallaba los pasos. Apoyó las yemas de los dedos en el cristal de la ventana. Continuaba haciendo calor. Los cañones de agua contraincendios estaban abiertos, como medida excepcional, para refrigerar las instalaciones. Surtidores de diez metros regaban los entramados de tuberías y generaban pequeños arco iris bajo ellos.

Todos pronosticaban un verano tórrido.

El edificio permanecía silencioso.

Revisó algunos papeles. Desganadamente. Comenzó un par de tareas que no exigían concentración.

No sentía remordimientos por disfrutar de un momento para él. Era algo que le correspondía.

En la pantalla del ordenador parpadeaban los esquemas que monitorizaban las variables de la planta.

Se quedó en el despacho hasta que anocheció.

De camino a su coche pasó frente al edificio que albergaba las oficinas. La luz de Romano Santos estaba encendida. Y aún continuaría así varias horas más. Su mujer había sido ingresada en una clínica, aquejada por una crisis nerviosa, la segunda en lo que iba de año. No quería a su marido cerca. Lo había declarado a gritos mientras la introducían en la ambulancia. El grupo de curiosos reunido ante la casa no perdió detalle. En esos momentos, una enfermera contratada permanecía a su lado.

La familia estaba cenando cuando Héctor llegó. Tenían el rostro encendido después de haber pasado toda la tarde al sol. Fatigados y al mismo tiempo repletos de energía. Beatriz todavía llevaba un gorrito cónico, verde y dorado. Los de Grego y Sara, igual de llamativos, descansaban en la mesa. Héctor nunca se habría puesto algo semejante.

La niña narró atropelladamente los acontecimientos del día. Había montado en todas las atracciones, acompañada unas veces por Grego, otras por su madre, incluido el túnel del terror, que no le había dado miedo, aseguró, aunque dentro olía a pis. La noria era lo que más le había gustado, cuando estaba arriba podía ver su casa y cada vez que la barquilla pasaba cerca del suelo hacía un ruido raro, como metálico, ¡clak!, que a Sara no le gustaba nada.

Su padre preguntaba ¿Sí? y ¿De veras? y miraba a los demás como si buscara confirmación a sus palabras.

—¿Y tú, qué tal? —le preguntó Sara más tarde.

Estaba sumergida en la bañera, una espesa capa de espuma le llegaba hasta más arriba de la barbilla. Sopló para abrir un hueco bajo la nariz.

Sentado en el bordillo, Héctor le acariciaba una pantorrilla por debajo del agua.

—Lo normal. Me alegro de que os hayáis divertido.

—A Beatriz le ha gustado mucho. Y a tu hermano. Parece que se encuentra bien.

—Lo he notado.

Ella contó que se habían cruzado con varios vecinos. Sus expresiones al verla en compañía de Grego fueron impagables. Héctor sonrió con desgana.

—Tienes que salir más a menudo. Fomentas los rumores.

Hablaba medio en serio medio en broma.

—Lo sé.

—¿Y?

Él obvió la pregunta.

—¿Te ha contado algo?

—¿Quién?

—Mi hermano. ¿Cómo está?

—Te lo he dicho.

—No. Cómo está. En serio.

—No hemos hablado de eso. Beatriz estaba allí. Puedes preguntárselo tú.

—Quizá prefiera hablar contigo.

Hizo una pausa. El rostro era la única parte de su mujer que asomaba sobre la espuma, como una careta arrojada en la nieve.

—Prefiere hacerlo —rectificó.

—Qué dices.

—Vamos… Le gusta hablar contigo. Estar contigo.

—Y contigo. Y con Beatriz. Somos su única compañía.

—Lo sé.

Asintió despacio, arriba y abajo, como si quisiera dejar claro que era consciente de la situación.

Sacó la mano del agua. Contempló la espuma adherida entre los dedos, parecían membranas.

—Hay motivos para que prefiera en especial tu compañía.

—¿Cuáles?

—Seguro que has pensado en ello. Tú también. Resulta evidente.

—No lo es.

—…

—No te calles ahora.

—Eres la única mujer con la que puede estar.

—…

—La única.

Sara se rio resoplando por la nariz, lo que hizo que varias hebras de espuma se elevaran en el aire y luego volvieran a caer lentamente. Héctor estiró la mano para recogerlas. Se deshicieron en su palma.

—Puede estar con otras mujeres. Si toma precauciones. Puede ir a sitios. Seguro que lo ha hecho otras veces.

—No lo sé.

—Lo sabes, no te hagas el tonto. En Asia. Y también aquí, al principio.

—No lo sé —repitió él—. Pero no me refiero a eso —aclaró.

—¿A qué, entonces?

—Pues a estar… A disfrutar de otra persona. Con su compañía. A lo que quería hacer con Diana.

Pequeñas ondulaciones rizaron la superficie de la bañera. La mención del nombre continuaba produciendo incomodidad.

—No me parece un deseo objetivo.

—A mí sí —opinó Héctor.

—¿…?

—Contigo no se ve obligado a pasar por el trámite de explicar lo que le sucede. No es necesario. Estás al corriente.

Luego añadió:

—No te vas a horrorizar. Podrías hacerte cargo. Lo has visto.

—Sí. Lo he visto.

—Y ya lo has aceptado.

Sara escrutaba a su marido. Se irguió lentamente. La espuma crepitó y se deslizó por sus hombros.

—Lo malinterpretas. Su deseo de compañía.

—Me temo que no. Su necesidad de compañía —corrigió.

—Yo no soy del tipo de Grego.

—Conozco a mi hermano.

—Y siendo así, ¿me permites que vaya con él? ¿Que salgamos juntos?

—Habéis ido con la niña.

—Sabes a lo que me refiero.

Él asintió.

—Conozco a mi hermano —volvió a decir—. No hará nada.

—Pero…

—No pasará de ahí.

Las palabras quedaron entre ellos, suspendidas, como una presencia más en el cuarto de baño. Guardaron silencio. Sara sintió que el agua comenzaba a enfriarse.

Luego Héctor dejó un albornoz al alcance de su mano y salió.

A medida que se aproximaba la fecha en que tradicionalmente tenía lugar la transformación de Grego, crecían los interrogantes en torno a esta.

Y el primero era: ¿tendría lugar?

Le seguían: ¿ofrecería algún cambio? Y ¿la del pasado mes de diciembre la habría sustituido?

La experiencia invitaba a ser pesimistas. Todos se preparaban para una nueva venida de las moscas.

Si realmente ocurría así, la primera conclusión a deducir sería la de un aumento de la frecuencia, que de una vez al año pasaría a ser de seis meses.

¿Y a continuación? ¿Seguiría creciendo? ¿Cada vez menos tiempo?

Era posible.

Menos tiempo… Hasta llegar ¿adónde?

¿A la completa desaparición de Grego y su sustitución por las moscas?

También era posible.

Precisamente este constituía el principal problema, fuente de preguntas y noches en vela. Cualquier cosa era posible.

Cualquier intento de análisis acababa conduciendo, ineludiblemente, al campo de las especulaciones.

Grego pidió a Sara que desenterrase su cuaderno de notas y le permitiera revisarlo. Invirtieron largas horas en comentar su contenido y explorar nueva documentación. Al final de cada sesión, sin haber logrado nada en claro, Sara se abandonaba a la formulación de conjeturas.

Llegados al punto final del proceso, ¿las moscas serían capaces de reproducirse?

En el caso de que no lo hicieran, su vida sería breve. Grego concluiría su existencia transformado en un enjambre de insectos. No existiría ningún tipo de continuidad, en una forma u otra.

¿O se alcanzaría un estado intermedio Grego/moscas —o moscas/Grego— en el que él/ello fuese —o fuesen— algo así como un monstruo de película de serie B fruto de un experimento científico fallido? Un actor de segunda disfrazado con una máscara de látex. Horripilante en contra de su voluntad, al mismo tiempo que necesitado, como el que más, de auxilio y calor humano.

Y, por supuesto, condenado a la extinción puesto que un ser tal no dispone de cabida en este mundo.

La idea, a pesar de todo, no dejaba de poseer aspectos reconfortantes.

Si lo que estaban viviendo se tratara en efecto de una película, ellos podrían saber, cuando menos a grandes rasgos, a qué atenerse. Existirían un inicio, un desarrollo y un desenlace, regidos por las confortables leyes de la causalidad.

Acontecimiento.

Consecuencia.

Acontecimiento.

Las sorpresas, los giros repentinos de la trama, por desconcertantes que pudieran resultar en un primer instante, no estarían exentos de su correspondiente explicación. Todo se sucedería de este modo, hasta desembocar en una conclusión que rubricara satisfactoriamente el conjunto.

Por el contrario, el origen de las transformaciones se situaba en la primera de ellas. Antes no había nada. Las repetidas rememoraciones de Grego, guiadas meticulosamente por Sara, así lo corroboraban.

Tampoco nada había anticipado la transformación del anterior mes de diciembre.

La búsqueda de explicaciones llevaba a Sara y a los hermanos a silencios de los que volvían con nuevas cargas de desasosiego que sumar al que ya los acompañaba.

Habían tomado la costumbre de tratar el tema al abrigo de la casa, bien la de Grego, bien la del matrimonio, siempre alejados de otras personas. Obraban así sin haberlo acordado de antemano. Las paredes constituían el único límite que podían poner al problema. Abordarlo al aire libre, a la vista de otros seres vivos, con el cielo sobre ellos y un amplio horizonte al frente, lo habría convertido en algo aún más inabarcable de lo que ya era.

—No hemos considerado la posibilidad de que todo esto conduzca a algo positivo —planteó Sara una tarde.

Estaban en el almacén, en el despacho de Grego. Ella se había detenido allí de regreso del hospital. Contuvo el aliento antes de hablar. Parecía ansiosa. Llevaba todo el día dando vueltas a la idea.

Grego guardó silencio un instante. Luego preguntó:

—¿Por ejemplo?

En el cuaderno de Sara figuraban algunas notas que ella procedió a citar. Notas acerca de las ventajas que desde el punto de vista evolutivo poseían los insectos frente a otras especies. Se trataba de los primeros seres vivos que desarrollaron la capacidad de volar, lo que representó no solo la posibilidad de desplazarse a grandes distancias, sino también un método inmejorable para huir de los depredadores, más aun cuando todavía ninguno de ellos podía perseguirlos en ese medio.

Por otro lado, su pequeño tamaño hizo posible que poblaciones considerables compartieran espacios reducidos, al ser también reducida la cantidad de alimento que requerían para la supervivencia.

Pero en especial, lo que ha permitido a los insectos alcanzar el extraordinario nivel de proliferación del que disfrutan (el número de especies es superior a la suma de las del resto de seres vivos), ha sido la rapidez de su ciclo reproductivo. En otras palabras, la mayor frecuencia en el intercambio de información genética.

—Pensé que no nos haría daño adoptar un punto de vista más positivo —informó Sara.

Él agradeció su intención, si bien no veía ninguna ayuda en cuanto acababa de escuchar. Aquel discurso sobre la evolución de los insectos y la posibilidad de que lo que a él le ocurría fuera un paso más dentro de esta —¡¿era eso lo que quería decir?!— solo venía a significar la pérdida de perspectiva de Sara sobre el problema y la adopción —al tratar de encontrar aspectos favorables donde no los había— de un criterio más emocional en su posicionamiento.

Las anotaciones que había citado llevaban años en el cuaderno.

Se limitó a observarla mientras ella peroraba sobre especies que habían desarrollado alas, luego las habían perdido y más tarde habían vuelto a generarlas… Agitaba las manos mientras hablaba. Cruzaba y descruzaba las piernas. La falda le llegaba por encima de las rodillas; con cada movimiento se subía un poco. Sara tiraba de ella y continuaba hablando.

Algunas noches Grego se quedaba en casa del matrimonio para hacer de niñera. Veía a su hermano y Sara darse los últimos retoques en el espejo del recibidor, desearle buenas noches y salir camino del cine o el restaurante. Cuando se volvía encontraba a Beatriz contemplándolo fijamente.

Con la cercanía de la fecha de la transformación el interés de Sara aumentó todavía más si cabe. Acaparaba la conversación cada vez que se encontraba con alguno o ambos de los hermanos. La sorprendían las peticiones de estos para que cambiara de tema y les concediera un descanso.

A finales del mes de mayo recibieron dos noticias. Ninguna de ellas fue precedida de aviso. Ambas llegaron el mismo día.

Tras asistir en el hospital a su última intervención de la jornada, Sara encontró un mensaje de su madre en el buzón de voz del móvil. Le comunicaba que iría a hacerles una visita. El día siguiente. Hacía mucho que no veía a su nieta. Facilitaba la hora de llegada de su avión para que alguien fuera a recogerla, pero no decía durante cuánto tiempo planeaba quedarse.

Simultáneamente, Romano Santos convocaba a Héctor a su despacho. Este debía asistir a un nuevo curso; en esta ocasión, sobre gestión de emergencias. En Houston. En el Instituto del Fuego. Durante la primera quincena de junio.

No se encontraría presente para la transformación de Grego.

Santos notó su contrariedad.

—¿Algún inconveniente?

Héctor negó con la cabeza.

—Supongo que no.

Laura llegó cargada con dos maletas, un neceser de mano y, a pesar de las fechas que corrían, un abrigo y una gabardina dentro de sus correspondientes fundas impermeables. En cuanto cruzó la puerta de la zona de llegadas del aeropuerto preguntó por su nieta, asombrada de que no hubiera ido a recibirla.

—Está en casa, mamá.

—¿Vienes sola?

Sara explicó que Héctor no había salido aún del trabajo.

—Entonces, ¿con quién está la niña?

—Con su tío.

—¿Todavía anda por aquí?

Sin esperar respuesta echó a caminar hacia la salida, cediendo a Sara el privilegio de empujar el carrito con el equipaje.

El trayecto hasta la casa bastó para que el perfume de Laura impregnara la tapicería de los asientos. Durante días olieron a vainilla. Ella miraba por las ventanillas y encadenaba comentarios sobre las cosas que habían cambiado desde su última visita.

—No hace tanto de eso, mamá.

Laura desvió su atención hacia su hija. Sara iba sin maquillar, llevaba el pelo recogido con una goma. Conducía con la espalda encorvada.

—Por lo visto sí.

Durante el resto del camino se examinó ella misma en un espejo que extrajo del bolso.

—¿Dónde está mi nieta?

Beatriz salió corriendo a saludarla.

Besos, abrazos y exclamaciones de cómo había crecido. Laura abrió su equipaje allí mismo, en el suelo del recibidor, para entregar a la niña los regalos que había llevado para ella.

—Ya vale, mamá. La vas a malcriar.

—Para eso he venido.

Cuando se asomó Grego, Laura se irguió y le tendió la mano para que se la estrechase.

—¿Qué tal va esa bodega tuya?

Colocó el acento en la última palabra.

Grego no perdió la sonrisa.

—No es exactamente una bodega, Laura, aunque eso ya lo sabes. Va bastante bien.

—Me alegro —respondió ella mientras consultaba su reloj. Eran casi las nueve.

—Sara, cariño, ¿tu marido no va a acompañarnos esta noche?

El viaje a Houston también haría que Héctor se perdiese el cumpleaños de Beatriz, así que antes de que se fuera celebraron una cena-de-adelanto-de-cumpleaños a la que únicamente acudió la familia. Hubo guirnaldas, regalos y una tarta en miniatura, tan solo una ración para cada uno.

—Tranquila, luego tendrás la de verdad —la tranquilizó su abuela.

Cantaron algo titulado Casi-cumpleaños feliz, que hizo a la niña encogerse en su silla. La pequeña variación en la letra bastó para que se atascaran y confundieran varias veces.

Después de cenar, Beatriz se fue a su cuarto y los demás se reunieron en el salón. Héctor partía al día siguiente. La fiesta servía también como despedida. Mientras tomaban unas copas, Laura no dejó de observar a Grego. Si este le devolvía la mirada y sonreía, ella daba un trago a su copa o retiraba una mota invisible de la blusa, ignorándolo.

Cuando Sara fue a la cocina por cubitos de hielo, su madre la siguió.

—¿La niña no tiene amigos?

—Por supuesto que los tiene. ¿Por qué?

—No ha venido ninguno.

—Mamá… Solo era una cena, no su cumpleaños de verdad.

—A ese sí vendrán.

Sara vaciló.

—Pues sí, supongo. No he hablado con ella. No sé si quiere invitar a alguien.

—¿Cómo no va a querer?

Laura sonó alarmada. Escandalizada, incluso.

—Es una niña. Tiene que tener amigos. E invitarlos a su cumpleaños.

Respiró hondo, como si fuera a añadir una declaración de peso.

—Para eso es su cumpleaños.

Sara también respiró. Retuvo el aire y lo soltó lentamente. Había sacado del frigorífico una bandeja de cubitos. Empezó a golpearla contra la encimera de la cocina para liberar su contenido. Los cubitos saltaron en todas direcciones.

Su madre se llevó una mano a la sien y cerró los ojos.

—¿Tienes que hacer eso?

Sara se detuvo.

—Gracias. Parece que la niña se lleva bien con el hermano de Héctor.

—Ajá.

Después de abrir dos armarios Sara dio con las copas de coñac. Cogió una, la olió y procedió a enjuagarla en el fregadero.

—Nos ayuda bastante.

—¿Pasa mucho tiempo aquí?

Sara miró a su madre por encima del hombro, sin dejar de frotar la copa.

—¿Qué quieres decir?

—Supongo que tendrá su casa.

—Por descontado.

—Me ha parecido entender que viene a menudo.

—Cuida de la niña cuando no estamos.

—Eso está bien. Pero tendrá a alguien más. Una chica. Un hombre de su edad ya debería…

—Había una chica. Te lo dije.

Laura miró al techo. Simuló hacer memoria.

—Sí… Aquella. Del trabajo.

—De su antiguo trabajo.

—¿Y bien?

Sara se encogió de hombros.

—Cosas que pasan.

—Ya no hay chica.

—No la hay.

—¿Por qué? Si se puede saber.

—Desconozco los detalles. Pero si tanto te interesan se los puedes preguntar a él.

—No creo que me los dijese.

—Puede que sí. Le gustas más de lo que él te gusta a ti.

—Te pones a la defensiva.

—Mamá, no es el momento.

—Pensé que tú sabrías algo al respecto.

—Ya te lo conté por teléfono.

—Me refiero a algo más. De primera mano.

—¿Por qué iba a saber algo más?

Laura se estiró la chaqueta y retiró una mota invisible de la solapa.

—Por el modo en que te mira cuando cree que no te das cuenta.

—Pero qué…

—No actúes como si no lo supieras. Una cosa es que el inocente de tu marido no vea esas cosas y otra muy diferente que no lo hagas tú.

—Creo que lo has malinterpretado.

—Me parece que no. De todos modos —Laura rebajó el volumen de su voz hasta convertirla en un murmullo—, eso no me preocuparía tanto si tú no hicieras lo mismo.

—¡¿…?!

—Mirarlo. De un modo que no te corresponde.

Hubo una pausa.

Luego Sara meneó la cabeza y sonrió como si acabara de salir de una alucinación. Cogió la jarra en la que había metido los cubitos de hielo.

—Volvamos. Nos esperan.

Diciendo esto pasó frente a su madre y salió de la cocina.

Al día siguiente Sara cambió su turno en el hospital para llevar a Héctor al aeropuerto.

—¿Podrás hacerte cargo de todo?

—Ya lo hemos hablado.

—Si a Grego le pasa lo que le debe pasar…

—No te preocupes. Me ocuparé de ello.

Y añadió:

—Sin complicaciones. Una rutina.

Héctor valoró la respuesta. La dio por aceptable.

Estaban frente a la entrada de la zona de embarque. Un grupo de pasajeros hacía cola para cruzar el detector de metales.

No deseaba ir a los Estados Unidos, interponer un océano entre su familia y él precisamente en ese momento. Pero ¿qué argumentos iba a exponer para quedarse? ¿Que no quería dejar sola a su mujer? También poseía otras responsabilidades a las que hacer frente.

—Y hasta entonces…

—Si es que ocurre.

—Así es, si es que ocurre. Hasta entonces ten cuidado también.

Se besaron. Ella le rodeó el cuello con los brazos. Él hizo lo mismo por la cintura. El sistema de megafonía estaba anunciando el embarque de su vuelo.

Sara se quedó allí mientras él vaciaba el contenido de sus bolsillos en una bandeja de plástico y pasaba por el detector.

Volvieron a despedirse, esta vez agitando la mano. Luego Héctor se perdió entre la corriente de viajeros.

En los días siguientes, hasta el cumpleaños de Beatriz, Sara y Grego apenas tuvieron oportunidades de verse. Ella no quería ir a casa de él —luego tendría que dar explicaciones a su madre— y en la suya carecían de la intimidad necesaria para hablar. Todo ello la hacía sentirse como una colegiala. Grego, por su parte, pasaba el día en el almacén o visitando a clientes y proveedores.

Dos días antes del cumpleaños, cuando deberían comenzar a manifestarse los síntomas habituales de la transformación, Sara no se resistió más y llamó al almacén. Contestó Grego.

—¿Cómo estás?

—Bien.

—Dame detalles.

—Estoy bien. No siento nada.

—¿Nada diferente? ¿O nada de verdad?

—Lo habitual es que para estas horas ya esté rascándome como un mono, sin embargo… Nada.

—Entiendo.

—Quizá no pase.

—Es pronto para decirlo.

—Dame un respiro.

La ausencia de síntomas no lo ponía menos nervioso.

—Quizás esta noche podamos vernos. Puedo escaparme.

—No te molestes. Pero gracias. Te avisaré si hay algún cambio.

Colgaron al mismo tiempo.

Por la noche, cuando Sara habló con Héctor y le comunicó lo que había dicho su hermano, él recibió la noticia con escepticismo. No sabía si debían interpretarlo como algo bueno o lo contrario.

Hablar de consecuencias posibles escapaba a sus capacidades.

En caso de que Grego experimentara los síntomas, al menos estaría ocurriendo algo que ya conocían. Si no pasaba así, volverían a encontrarse en el campo de las incógnitas. Terreno minado.

Héctor se hallaba en un descanso de su curso, tenía que regresar a la sala de reuniones donde se celebraba.

Dijo a Sara que la echaba de menos.

—Y yo a ti.

Luego se puso al teléfono Beatriz. Preguntó si cerca de donde él estaba había pozos de petróleo. ¿Y vacas? Y también si había oído disparos por la noche. Insistía en que visitara el Centro Espacial. Quería que le llevara comida de astronauta.

Mientras tanto, Laura había comenzado a desplegar todas sus energías y capacidad de convicción para organizar la fiesta de cumpleaños de su nieta. La mejor que había tenido nunca, informó, lo que casi sonó como una amenaza. Contrató un servicio de catering y visitó una pastelería donde, en un catálogo de páginas plastificadas, procedió a escoger la tarta. En los días que siguieron llamó media docena de veces a fin de apuntar mejoras en el diseño y asegurarse de que sería entregada en la fecha y hora correctas. La única forma que Laura conocía de hacer las cosas era a lo grande. Realizaba caso omiso a las peticiones de su hija para que se moderase.

«Deja disfrutar a la niña», era su respuesta habitual.

Beatriz la miraba hacer, no del todo a gusto ante tal expectativa.

La parte más espinosa de los preparativos llegó con la elección de los invitados. La niña apenas dio tres nombres.

—Tienen que ser más. ¿Sabes cuánta comida he encargado?

Laura aguardaba frente a ella, agenda y estilográfica en mano.

Descartaron la idea de invitar al conjunto de la clase de Beatriz. Aun así la lista de invitados fue creciendo hasta alcanzar la veintena de nombres. Procedieron según un criterio de exclusión. Cuando acabaron, Beatriz se encerró en su cuarto.

—Se le pasará —aseguró su abuela—. Solo son nervios.

El cumpleaños caía en sábado. La fiesta consistiría en una merienda. Laura confeccionó un plano de la urbanización con las indicaciones necesarias para llegar a la casa. Lo dibujó a mano, empleando colores llamativos y una ornamentada caligrafía. En las esquinas añadió dragones, grifos y otros animales fantásticos, al estilo de los mapas antiguos. Beatriz repartió fotocopias del mismo entre los invitados. No contenta con esto, Laura llamó a sus padres para confirmar la asistencia y preguntar si a la conclusión de la fiesta irían a recogerlos o bien si sería necesario llevarlos a sus casas.

Grego continuaba libre de síntomas. De todos modos el refugio estaba preparado. Sara, y a través de ella también Héctor, solicitaban puntualmente informes acerca de cualquier cambio.

También Grego confirmó su asistencia a la fiesta.

—No me la perdería por nada del mundo —aseguró—. Ni siquiera por tu madre.

Sara rio por teléfono.

—Hablaremos entonces. Cuando se vayan los niños.

—Bien.

Luego calló un instante, tras el que únicamente añadió:

—Hasta entonces.

Después de colgar, Sara permaneció largo rato con la mano sobre el teléfono. Si los síntomas no habían aparecido podía significar no solo que las moscas no fueran a presentarse esta vez, sino que nunca más lo harían.

Era posible, dado que todo lo era.

Si el proceso había comenzado sin responder a ningún motivo, bien podía concluir del mismo modo.

Grego volvería a ser Grego y su sufrimiento habría finalizado.

Le pareció legítimo alegrarse ante tal posibilidad. Aunque no lo hizo.

La fiesta transcurrió sin contratiempos. Los niños, algo incómodos al principio, no tardaron en animarse. Hubo juegos en el jardín, supervisados por Laura, Sara y Grego. En el salón, una camarera del catering atendía la mesa de la comida.

Sara guiñó un ojo a su hija. Beatriz estaba en un rincón del jardín en compañía de otras dos niñas, las dos primeras de la lista, a quienes ella de veras había invitado. Los otros niños se habían limitado a saludarla y hacerle entrega de su regalo, luego se habían apartado y formado sus propios grupos. Laura iba de aquí para allá dando palmadas y tratando de reunirlos a todos para un nuevo juego. Pretendía que se sentaran en la hierba formando un círculo. Ellos simulaban no oírla, entraban y salían del salón en busca de comida.

Grego se dedicaba a recoger platos y vasos de cartón abandonados por los rincones. Sara se unió a él.

—¿Crees que se está divirtiendo?

—¿Beatriz o tu madre?

—Bea. Mi madre ya lo sé.

—Creo que sí, cuando la dejan en paz. Ya detesto a la mayoría de estos críos.

Vieron a un grupo vaciar sus refrescos en un tiesto para formar una especie de puré de tierra.

—En cuanto a mí —añadió Grego—, sigo bien.

Diciendo esto fue a detener a uno de los niños, que había formado una bola de tierra mojada y buscaba un blanco adonde lanzarla.

Con la caída de la tarde comenzó un goteo de padres en busca de sus hijos, hasta que solo quedó un puñado de niños jugando en el jardín y dando cuenta de los últimos trozos de tarta. Entre ellos se encontraban las dos amigas de Beatriz.

—¿Quieres que los lleve yo? —ofreció Grego a Sara. Su Land Rover ya había sido reparado de los daños producidos por la granizada y parecía el transporte más adecuado.

Sara rechazó la propuesta. Muchos de los padres habían torcido el gesto sin disimulo cuando lo vieron ocupándose de los niños. Todos habían preguntado dónde estaba Héctor y añadido que era una lástima que se perdiera el cumpleaños de su hija.

—Es mejor que vaya yo.

Él asintió. Mientras tanto se encargaría de recoger todo aquello.

—Hablaremos cuando vuelvas.

A Sara se le escapó una risa tonta.

—¿Qué pasa?

—Nada.

—¿Nerviosa?

Ella meneó la cabeza dando a entender lo absurdo de la idea.

—No debes estarlo. Parece que todo va bien.

Laura los observaba desde la puerta de la casa.

—Sara. Te están esperando —llamó.

Ella asintió. Luego, de forma que solo Grego pudiera verlo, puso los ojos en blanco.

Los niños se apretujaron en el coche y uno tras otro cantaron sus respectivas direcciones. Beatriz se empeñó en acompañarlos y despedirse de sus amigas.

—Vas a verlas el lunes en clase.

La niña apeló a los privilegios que le concedía la fecha y subió también al vehículo.

Grego los despidió agitando la mano. Los gritos de los niños podían oírse mientras se alejaban. Se alegró de no tener que ser él quien los llevara.

Cerca de una hora después solo faltaba por devolver a su casa una de las amigas de Beatriz. En el asiento trasero, las dos intercambiaban opiniones sobre la fiesta.

Sara conducía sin prestarles atención. Cada poco consultaba el reloj del salpicadero.

A esa hora y en esa fecha, lo habitual sería que su marido y Grego se encontraran de camino hacia el refugio, donde Héctor, como era su costumbre, lo inspeccionaría todo antes de la llegada de las moscas.

Sin embargo, en lugar de eso, Grego se encontraba en casa ayudando a recoger la mesa mientras Laura pagaba a la camarera del catering y se despedía de ella.

Una sensación helada recorría a Sara cada vez que pensaba que su madre podía mencionar a Grego algo sobre la conversación de la otra noche. Quizá no se atreviera a actuar tan directamente. Pero Sara estaba segura de que, aprovechando que estaban solos, trataría de efectuar averiguaciones.

Cuando dejaron a la última niña aún había un resquicio de luz en el cielo.

Beatriz, asaltada finalmente por el cansancio, miraba pasar el paisaje con los ojos entrecerrados.

Mientras tanto, en la casa, la camarera del catering terminaba de recoger las bandejas vacías y las guardaba en su furgoneta. Estaba satisfecha, a pesar de la fatiga que siempre le producían las reuniones de niños. Laura le había hecho entrega de una sustanciosa propina.

Regresaba a su casa. La furgoneta pertenecía a la compañía, pero no debía devolverla hasta el día siguiente.

Para salir de la urbanización tenía que hacerlo por un lugar diferente de por donde había entrado. A fin de facilitarle el camino, Laura le había hecho entrega de uno de sus mapas con dibujos de seres fantásticos.

Conducía con el cristal de la ventanilla bajado y el codo apoyado en el marco. La ventanilla del lado contrario también se hallaba bajada. La corriente de aire aliviaba el olor a comida que impregnaba el vehículo.

Nunca antes había visitado el vecindario. Iba despacio, contemplando los jardines y las fachadas de las casas. Algunos propietarios comenzaban a llenar las piscinas. Había pinos a los lados de la calle. Olía a resina.

Trazó la rotonda de la plaza y tomó la dirección indicada en el mapa. Se entretuvo un instante en estudiar los dibujos que lo adornaban. Sin necesidad de ellos, ya había llegado a la conclusión de que la mujer de la fiesta, la vieja, estaba chiflada.

Se acercaba a un cruce señalizado con un stop. Volvió a consultar el mapa. Para ir a la ciudad debía girar a la izquierda. ¿Era a la izquierda? De repente no estaba segura. Los trazos que representaban las calles se hallaban muy apretados en esa parte del dibujo con el fin de dejar espacio a lo que parecía ser una ballena recubierta de escamas. Alzó un instante la vista para comprobar la distancia que aún restaba hasta el cruce. Levantó el pie del acelerador. La furgoneta avanzó llevada por la inercia. Miró otra vez el mapa.

En ese momento un pájaro atravesó el vehículo. Entró por la ventanilla del conductor, salió por la opuesta y se perdió de nuevo en el paisaje. Un segundo. Quizá menos. La chica nunca llegó a saber de qué clase de pájaro se trataba.

Un herrerillo. Perseguía a una presa invisible. Un insecto.

Bien por la sorpresa de verse de pronto en el interior del vehículo, bien por la angustia de la persecución, el ave emitió a su paso un chillido agudo que en el breve instante que tuvo lugar ofreció la perfecta apariencia del lamento de un niño.

La chica dio un salto en el asiento. El mapa escapó de su mano. No sabía lo que había ocurrido. Había sentido una corriente de aire. Y algo suave le había acariciado durante una fracción de segundo la punta de la nariz.

Aferró el volante. Faltaban apenas unos metros para el cruce y la señal de stop. Pisó el freno.

Salvo que, presa de los nervios, el pedal que su pie calzado con un zueco ortopédico hundió hasta el fondo fue el del acelerador.

La furgoneta salió impulsada hacia delante justo en el momento en que un coche ocupado por un hombre, una mujer y su hija pequeña, entraba en el cruce.

El morro de la furgoneta impactó contra el costado delantero del otro vehículo a la altura del motor, lo que lo hizo girar como una peonza.

La furgoneta continuó su camino sin apenas desviarse de la trayectoria.

Unos metros más allá, la chica acertó con el pedal correcto. Cuando asomó la cabeza por la ventanilla y miró atrás, el coche aún giraba. Una llanta desnuda arañaba el asfalto. Lo vio detenerse en el centro del cruce. Y al igual que ella las personas que paseaban por los alrededores y ya se acercaban, alertadas por el estrépito.

Los ocupantes del coche salieron por su propio pie. Primero el hombre; el más aturdido de todos. Luego la mujer, que corrió a liberar a su hija —apenas un bebé— de la silla donde estaba sujeta en la parte trasera.

Un lado del morro del coche estaba arrugado como un acordeón. Bajo él crecía un charco de aceite. La rueda estaba doblada. Los airbags desinflados, teñidos por la luz del atardecer. Resultaba asombroso que los ocupantes no mostraran daños visibles.

La chica corrió junto al hombre preguntándole si estaba bien. Lo mismo hicieron los curiosos que habían llegado junto al coche. Varios tenían sus teléfonos móviles en la mano. Los servicios de emergencia se hallaban en camino. Él no respondió, incapaz de articular palabra. Miraba con ojos desorbitados a su mujer, que palpaba frenética a su hija en busca de lesiones.

Ninguno de los dos contestaba a las preguntas, como si el golpe los hubiera dejado sordos o mudos. La chica iba de uno a otro tratando de averiguar si estaban bien. Al contrario que ellos, lloraba. Se tocaba la cabeza y el pecho, sin saber qué hacer con sus manos.

Por fin la mujer balbuceó algo. Dijo que la niña estaba bien.

—Está bien —repitió varias veces, en rápida sucesión.

Comenzó a oler mucho a gasolina. Alguien dijo que era mejor alejarse.

El hombre y la mujer —ella con su hija en brazos— salieron del cruce. La gente se apartó para dejarles paso. Tenían una expresión extraña en el rostro. Abstraída. Los dos. La niña lloraba quedamente. Llegaron a una zona de césped donde se detuvieron y el hombre se hincó de rodillas. Juntó las manos frente al pecho y se puso a rezar ante la mirada atónita de los curiosos.

Sara encontró el cruce cortado. Había varios coches detenidos delante del suyo, esperando. Los ocupantes se habían apeado para ver qué ocurría. Una grúa había retirado la furgoneta accidentada. El otro vehículo estaba ocasionando más dificultades. Había coches de policía y una ambulancia, todos con las luces del techo encendidas.

—¿Qué pasa? —preguntó Beatriz.

—Parece un accidente.

Un nutrido grupo de gente contemplaba el espectáculo desde ambos lados de la calle. Sara vio a varios de sus vecinos. Media urbanización parecía encontrarse allí. Vestían ropa de deporte, como si el accidente los hubiera sorprendido en mitad de una sesión de ejercicio. Algunos llevaban a sus perros de las correas.

Sara bajó la ventanilla y preguntó a un policía cuánto más iban a tardar. Este cargaba con media docena de conos de señalización, unos dentro de otros. Se encogió de hombros.

—Un poco todavía. Hay que limpiar.

Le dio las gracias y volvió a consultar el reloj. Ya había anochecido, apenas restaba un borrón violáceo en el cielo, por donde el sol había desaparecido.

Aunque Grego continuara sintiéndose bien pasaría la noche en su casa, junto al refugio, donde podría cobijarse en caso de que algo ocurriera. Una medida precautoria comunicada por Héctor desde Houston. Su tono al hacerlo había sido de firme imposición.

Si se retrasaba más no encontraría a Grego en casa. Era posible que ya se hubiera ido.

Beatriz estiraba el cuello tratando de ver algo. Aguardaron unos minutos más. Luego Sara comenzó a dar media vuelta.

—¿Nos vamos? —quiso saber la niña.

—Daremos un rodeo.

La maniobra provocó las quejas de otros conductores, que hubieron de mover sus vehículos a fin de abrirles paso.

Quince minutos después Sara enfilaba la entrada del garaje. En ese momento salían a la calle los vecinos de la casa de al lado.

—Nos han dicho que ha habido un accidente.

Ella se lo corroboró. Se dirían ansiosos por salir corriendo hacia allí.

—Parece que vuestra fiesta no ha terminado todavía.

—¿…?

—Antes hemos oído barullo.

—O eso nos ha parecido.

—¿Barullo?

—Gritos… Pudo haber sido la televisión. ¿Quizá?

La casa parecía en absoluta calma. Las luces estaban encendidas. Y el Land Rover de Grego continuaba aparcado enfrente.

Sara se sintió palidecer; la sangre se le mudó de la periferia del cuerpo para formar una pelota pegajosa en algún punto de la base del estómago.

Trató de mostrarse tranquila. Contuvo el deseo de correr hacia la puerta.

—Aún quedan invitados. Niños. A mi madre se le habrán ido de las manos.

Ellos la miraban fijamente, a la espera de que añadiera más a su explicación. Cosa que no ocurrió.

—Claro…

—Será mejor que nos vayamos —dijeron.

—A no ser que quieras que nos quedemos. Por si acaso.

—No hay necesidad. Gracias.

Ellos asintieron, no del todo convencidos. Dirigieron un último vistazo a la casa antes de echar a caminar a paso ligero hacia el lugar del accidente.

—Quizá lleguemos a tiempo de ver algo —dijeron por encima del hombro.

—Mamá —intervino Beatriz una vez estuvieron lejos— ya no quedan más niños.

—Espérame en el coche.

—¿Por qué?

—Obedece.

Y en tono más controlado añadió:

—Por favor.

Sara entró por la puerta principal. Revoloteando alrededor de la lámpara del recibidor había varias moscas.

Llamó a su madre y no halló respuesta.

A medida que avanzaba hacia el salón el número de insectos aumentaba.

Encontró la mesa de la merienda bullente de moscas. Se cebaban en los restos. Alguien se había visto interrumpido en mitad de la labor de introducir la comida sobrante en tupperwares.

El número de moscas parecía menor que en las anteriores ocasiones, si bien era porque se habían dispersado por la totalidad de la casa.

En un sillón se hallaban las ropas de Grego, vacías, como si se hubiera desintegrado mientras estaba sentado. Los zapatos, en el suelo, uno al lado del otro, con los calcetines asomando del interior. La camisa estaba abotonada. Sobre una mesilla auxiliar descansaba una copa de vino con su contenido íntegro. Varias moscas hacían equilibrios en el borde.

No había rastro de Laura. Fue de una habitación a otra llamándola y asegurándose de que todas las ventanas estuvieran cerradas y las cortinas echadas. Corrió al piso de arriba subiendo los escalones de dos en dos. Las moscas se paseaban libremente sobre las camas, los frascos del tocador, las muñecas de Beatriz y, en el cuarto de baño, sobre las toallas y los cepillos de dientes. La entrada de Sara en cada habitación provocaba un revuelo. Tampoco la encontró allí.

Regresó a la planta baja.

—¡¿Mamá?!

Manoteaba el aire frente al rostro para que las moscas no se le acercaran. La sensación le traía recuerdos desagradables.

En el pasillo escuchó unos gemidos. Provenían del interior de un armario. Encontró a Laura dentro, acurrucada en el suelo, hecha un ovillo tembloroso. El pelo le colgaba sobre la cara y un babero de vómito le cubría el pecho. Tenía la blusa desgarrada; ella misma la había roto al arrancarse los insectos de encima.

—¡Cierra la puerta! ¡Que no entren!

El armario disponía de una bombilla. Sara se apretujó junto a su madre y cerró la puerta. Allí no había moscas. Aunque sí algunas muertas en el suelo, aplastadas por Laura.

Aferró a su hija por la pechera.

—¡Ha sido él! ¡Las moscas!

Temblaba violentamente. No dejaba de frotarse la cara.

—¿Ha entrado alguna?

—No. Creo que no.

—¡…!

—Ninguna. Seguro.

Sara la abrazó, aunque ella trató de rechazarla.

—¡¿Qué es?! ¡¿Qué es?!

Laura había presenciado aquello que hasta el momento nadie había tenido oportunidad de ver: el paso de Grego de un estado al otro.

—Empezó a hervir —balbuceó—. Estaba allí sentado, como si nada. ¡Y se puso a hervir!

La imagen se repetía una y otra vez en su mente. Le quedaría grabada hasta el final de sus días.

Lo mismo que la expresión de profundo éxtasis de Grego en el instante de la transformación.

***

El retraso provocado por el accidente había impedido a Sara y la niña estar en la casa cuando aparecieron las moscas. También hizo que muchos de los vecinos se acercaran al cruce a curiosear y por lo tanto que la actividad de Sara en los momentos siguientes a su llegada no contara con testigos.

En primer lugar sacó a su madre de la casa. Pero no sin antes hacerle jurar que no diría a Beatriz ni una palabra de lo ocurrido.

—Nada, mamá. ¿Lo has entendido bien?

Fue tajante, a pesar del estado de intensa alteración por el que pasaba la mujer.

La guio al coche.

Beatriz quiso saber qué pasaba.

—La abuela no se encuentra bien.

—¿Y el tío?

—Escúchame, cariño. Ha habido un accidente en casa y no podemos entrar. Esta noche vamos a dormir en casa del tío Grego. Él ha tenido que irse, pero nos deja usarla.

La niña no despegaba los ojos de su abuela, que, temblorosa todavía, se acomodó en el asiento trasero. Se cubría con una chaqueta de Sara.

—¿Qué accidente? ¿Qué le pasa a la abuela? Huele mal.

—No la molestes. Está muy cansada. Ahora tienes que portarte bien. Es un problema del gas. No podemos dormir aquí.

—¿Llamamos a papá?

—Luego. Ahora quiero que te quedes con la abuela mientras yo entro por algunas cosas. ¿Harás lo que te digo?

—Has dicho que no podemos entrar.

—Solo será un momento. No te muevas del coche.

Volvió a la casa. Llenó una maleta con ropa y todo lo necesario para las tres. Tuvo cuidado de que las moscas no se colaran en los armarios.

Los insectos salpicaban las paredes. Campaban a sus anchas por cada una de las habitaciones. En la cocina se concentraban sobre los fogones, donde chupaban la grasa adherida.

Volvió a comprobar las ventanas y apagó las luces. Por el momento era todo cuanto podía hacer. Antes de irse hurgó en la ropa vacía de Grego y se hizo con las llaves de su casa. Las axilas de la camisa mostraban todavía manchas de sudor. Una de las mangas estaba estirada en dirección a la copa de vino, como si la transformación hubiera tenido lugar a mitad del acto de ir a cogerla para tomar un trago. A su extremo descansaba el reloj, abrochado, en el que las manecillas indicaban que eran las diez de la noche.

Cuando regresó a la calle, un puñado de insectos se escabulló antes de que pudiera cerrar la puerta. Revolotearon un instante alrededor del farol de la entrada y luego se perdieron en la oscuridad.

—Mierda.

Se instalaron en casa de Grego. Sara explicó a la niña que deberían quedarse varios días. Mantuvo la historia de la fuga de gas y justificó la ausencia de Grego diciendo que había tenido que salir urgentemente de viaje por motivos de trabajo. Beatriz aceptó ambas explicaciones sin objeciones. Le gustaba aquella casa.

Más difícil resultó convencer a Laura para que continuara guardando silencio. A Sara no le quedó otra opción que contárselo todo. Desde el principio.

Su madre se había lavado y puesto un camisón y una bata. Estaban las dos sentadas a la mesa de la cocina después de haber acostado a la niña, que se quedó dormida de inmediato, agotada tras el largo día. Laura estaba pálida. La sangre se le había mudado del rostro y parecía haberse llevado con ella toda muestra de emoción. Tomaba sorbos de una taza de té y escuchaba con expresión vacía.

—Todos estos años… —dijo cuando Sara terminó de hablar— ¿y no habéis hecho nada?

—¿Nada? —insistió asombrada.

Prometió no contárselo a nadie, pero con el único motivo —hizo saber— de proteger a su sobrina. No quería que algo semejante la manchara.

—Todos queremos lo mismo.

Laura asintió.

—Claro…

Cada vez que cerraba los ojos veía moscas. Sus hombros se encogieron mientras contenía un estremecimiento. No le agradaba lo más mínimo estar allí, en la casa de aquel ser. La guarida de un animal. Lo miraba todo con repulsión, reacia a tocar nada. Hubiera preferido refugiarse en un hotel. Cuando entró a asearse al baño encontró toallas arrugadas y húmedas en el toallero y un afianzado cerco de mugre en la bañera. El agua del grifo olía a herrumbre.

—Por favor, mamá. Tienes que ayudarme con la niña.

Laura se levantó de la mesa llevando la taza de té consigo.

—Está bien.

Se acercó a la ventana. Fuera todo era negrura. Contempló las arrugas de su rostro reflejadas en el cristal.

—Esas cosas no ocurren —dijo para sí.

Hablaba con la incredulidad de quien acaba de ser víctima de un profundo desengaño en sus más firmes y antiguas creencias.

Ambas guardaron silencio. La casa crujía a su alrededor. Sara vio una cucaracha asomar por una rendija del armario de debajo del fregadero. Los fluorescentes del techo hicieron brillar su coraza. Agitó las antenas y volvió a ocultarse, como si supiera que no era bien recibida.

—Sobre nuestra conversación de la otra noche —murmuró Laura—. Tú y él.

—No hay nada.

—Lo imagino, después de lo que he visto.

—Cuidamos de Grego. Solo eso. Cuidamos de él.

Laura apretó los labios. Cerró las manos alrededor de la taza para calentarlas, a pesar de que en la cocina hacía calor.

En cuanto Héctor se enteró dijo que tomaría el primer vuelo disponible.

Mientras tanto Sara regresó a la casa. Una vez dentro, lejos de la vista de quienes pasaban por la calle o pudieran estar mirando desde las casas vecinas, se puso el traje de apicultor que había cogido del refugio. Llenó otra maleta con ropa y artículos personales y se embarcó en la tarea de concentrar a las moscas en una única habitación. Escogió el cuarto de baño de la planta baja, pensando en su facilidad de limpieza. Taponó los desagües y cerró las rejillas de ventilación.

Llevó allí los restos de la merienda de cumpleaños. Los depositó en el suelo. Buscó otras cosas que pudieran atraer a las moscas —bandejas de fruta, platos y cubiertos sucios, calzado de deporte usado…—, espantó a los insectos que se cebaban en ellas y las metió en bolsas de basura para tirarlas o bien las colocó fuera de su alcance. Luego bajó las persianas y apagó todas las luces de la casa salvo las del cuarto de baño.

Las superficies claras comenzaban a mostrar desagradables tiznaduras. Lloraba mientras trabajaba. Cuando retiró la ropa de Grego del sillón varias moscas salieron de dentro. Habían estado atrapadas entre los pliegues desde la transformación.

Dio un puntapié a los zapatos, que salieron despedidos al otro extremo del salón. Farfullaba entre dientes.

Perseguir y aplastar algunos insectos que pululaban por el suelo tampoco bastó para calmar su rabia.

Los azulejos del cuarto de baño eran de color marfil, pero al cabo de diez días presentaban un tono grisáceo.

Grego se contorsionaba en el suelo mientras se aferraba el vientre.

No todas las moscas habían llegado al baño, algunas habían permanecido escondidas o atrapadas en diferentes rincones de la casa, entre los cojines de los sillones o los pliegues de las cortinas. Estas habían perecido de diversas formas o bien escapado cuando Héctor tomó la decisión de abrir las ventanas a fin de ventilar. No se aguardó al regreso del hermano menor para proceder con la limpieza. Todas las habitaciones —con la salvedad del cuarto de baño donde estaba recluido el grueso de las moscas— fueron rociadas con insecticida, y las moscas muertas, barridas sin miramientos.

—Beatriz… ¿está bien?

Fueron las primeras palabras de Grego.

Ante él se encontraba su hermano, cubierto con un traje de apicultor pero sin el casco. Lo observaba con los brazos cruzados y la espalda recta.

—Eres un imbécil.

—La niña…

—Se encuentra bien.

Grego hacía chasquear la lengua. Escupió varias veces tratando de deshacerse del horrendo sabor de boca.

—¿Imaginas lo que habría pasado si te hubieras transformado antes, cuando los niños estaban en casa?

El hermano menor no contestó. Trató de incorporarse, pero sus extremidades no se lo permitían todavía. Cayó al suelo atravesado por un nuevo aguijonazo de dolor. Se quedó sin respiración. Mucho después el aire volvió a penetrar en sus pulmones con un silbido.

Héctor no movió un músculo por ayudarlo. Sendas venas le palpitaban en las sienes. El enfado y el calor acumulado en la estancia hacían que le resbalaran gotas de sudor por la frente.

—Deberías haber estado en el refugio.

—Yo estaba bien —balbuceó Grego.

—¡No lo estabas! ¡Nunca lo has estado!

Hizo una pausa para tomar aliento.

—Pero no volverá a pasar. A partir de ahora yo me ocuparé de todo. Sin excepciones.