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Refugio

—Tiene posibilidades.

—Habrá que trabajar bastante. Buena parte de la madera está apolillada.

—Lo primero es el tejado. Aislar y poner tejas nuevas.

Héctor trató de abrir la puerta del desván. La humedad la había hinchado hasta fusionarla con el marco.

—Imposible. Media casa está igual.

—El corral será un buen sitio para la caldera. Se puede colocar el depósito en la parte trasera —dijo Grego.

Estaban en la casa de los abuelos, adonde habían ido tras salir de la refinería. Grego tomaba nota en una libreta de las reparaciones necesarias.

Llegaron a la habitación donde había permanecido encerrado meses atrás. No había sido limpiada con el esmero dedicado al dormitorio de invitados de la otra casa. En el techo quedaban zonas oscuras, como si alguien hubiera encendido una hoguera en la habitación. En un rincón descansaba una garrafa de aceite fenólico vacía a medias. Flotaba un olor más lúgubre que en el resto de estancias, semejante al del alquitrán. Grego abrió las ventanas. Entró una bocanada de aire frío y solo un poco de luz. Una franja anaranjada recortaba la silueta de los árboles. Grego asomó medio cuerpo para estudiar el alero del tejado.

—Está lleno de nidos de golondrina podridos.

—Vamos afuera. Echemos un vistazo mientras quede luz.

Bajaron las escaleras alumbrando los escalones con una linterna.

La techumbre de la cuadra se había venido abajo hacía años. El interior estaba plagado de maleza. En los huecos de los muros se revolvían insectos que se escabullían al ser iluminados. Héctor hundió el filo de una navaja multiuso en el marco de la puerta. Entró sin ninguna dificultad.

—También podrido.

Grego contempló el panorama con las manos apoyadas en las caderas.

—Aquí hay poca cosa aprovechable… Quizá los muros.

Serán difíciles de aislar. Mejor echarlo todo abajo y levantar algo nuevo.

Después de meditarlo un instante Grego coincidió con él.

Hacía un frío intenso, cargado de humedad, que calaba hasta los huesos. El otoño había sido corto.

Contemplaron la declinante línea de luz en el cielo. La casa era una presencia oscura a sus espaldas. Había un puñado de frutales. Eran viejos. Los troncos encalados brillaban en medio de la negrura. Flotaban en el aire. Fantasmas de troncos.

De los restos de la cuadra salieron arrastrándose pequeños cuerpos que se internaron en la noche para cazar.

—¿De veras quieres vivir aquí? —preguntó Héctor.

Grego asintió.

—Es solitario.

—No me importa.

—Muy solitario. ¿Estás seguro?

—Lo estoy.

—Necesitarás un medio de transporte.

—Tarde o temprano tendré que hacerme con uno. En cualquier caso.

—Espero que no te sientas presionado a hacerlo. A venir aquí.

Grego restregó las botas contra la hierba, como si quisiera limpiarse algo adherido a las suelas.

—La única presión es la que yo me impongo. Es lo mejor para todos.

Había comunicado la noticia días atrás, mientras cenaban.

La casa de los abuelos se hallaba a una distancia aceptable de la refinería.

Existía otra ventaja. Las reformas pondrían en marcha los planes largamente pospuestos de Héctor para hacer habitable la propiedad. Planificarían la obra entre ambos.

Las pertenencias de Grego aguardaban en un guardamuebles desde que el contenedor llegó de Tailandia. Las trasladaría a la casa.

Se quedaron un rato más, hasta que se hizo por completo de noche. Sin decir palabra, reconfortados por la mutua compañía.

Luego la silueta que era Grego se agitó presa de un escalofrío.

—¿Nos vamos? Me estoy quedando helado.

Subieron al coche. La luz de los faros atrajo la atención de muchos ojos ocultos.

—¿Paramos a tomar algo? —propuso Grego—. Entraremos en calor.

—Ok.

Ese día Héctor había salido pronto del trabajo con la excusa de ver la casa. Esto, unido a la oportunidad de un momento de relajo con su hermano, era causa de celebración más que suficiente.

Desde que en la refinería había sido anunciado el plan de jubilaciones anticipadas, se disputaba una competida carrera entre los aspirantes a ascensos, entre los que figuraba Héctor. Todos se esforzaban por engrosar su lista de méritos. No había espacio para la benevolencia, aunque nadie cometía la temeridad de declarar abiertamente sus intenciones. Se trataba de un enfrentamiento brumoso y solitario, sin enemigos francos. Relaciones profesionales que habían sido cordiales y productivas durante años estaban deshaciéndose.

Héctor luchaba por no quedarse atrás. Si hacía caso a la rumorología, contaba con posibilidades de hacerse con uno de los puestos que quedarían vacantes. Su jefe ya había anunciado su intención de aceptar la oferta y retirarse. El cargo era apetecible. A menudo Héctor se había dicho que podría desempeñarlo con solvencia. Por supuesto, había otros pretendientes, todos ellos con una experiencia más prolongada. El Departamento de Producción era una presa cotizada.

Pero los meses iban quedando atrás y ningún ascenso se había concretado todavía.

La zona comercial de la urbanización se reducía a una tienda de ultramarinos, una farmacia y un bar. Este, que durante los meses de primavera y verano contaba con una amplia terraza y constituía el centro de la vida social del lugar, el resto del año permanecía desierto. Cuando los hermanos entraron, el dueño abandonó el periódico que estaba hojeando y los saludó con una sonrisa. Tomaron acomodo en un extremo de la barra. Pidieron cerveza. El dueño llevaba corbata, parecía un cliente habitual que hubiera pasado detrás de la barra a prepararse él mismo una copa. Tras servirles las bebidas volvió a su periódico.

Grego sacó la libreta. Repasaron las anotaciones. Por el momento solo afrontarían las reparaciones imprescindibles. Habilitarían la cocina, el baño y un par de habitaciones. El resto debería esperar su turno.

También derribarían la cuadra. En su lugar levantarían una estancia completamente nueva, anexa a la casa.

Aunque Héctor participaría en lo económico, sería el hermano menor quien correría con la parte gruesa de los gastos. Había insistido en hacerlo así.

El cuaderno regresó al bolsillo de Grego.

—¿Otra cerveza?

Héctor echó un vistazo al reloj.

—Claro.

Hicieron una seña al dueño.

—Ayer vuestra niñera estuvo haciéndome preguntas. Más de una hora. Otra vez.

Héctor sonrió para sus adentros.

—Dice que irá a Tailandia las próximas vacaciones. Salta a la vista que no lo hará.

—¿Qué le contaste?

Grego se encogió de hombros.

—Tonterías. Lo que les gusta oír a los turistas. Es una chica desconcertante. Y esa costumbre que tiene de cambiar continuamente de tema.

Su hermano no pudo menos que mostrarse de acuerdo.

—Aunque tiene un buen par —añadió Grego.

—Hmm…

—¿Te has fijado?

—Por supuesto.

Dieron unos tragos pensativos a sus cervezas.

Grego se atragantó por un ataque de risa.

—Me insinuó que podíamos quedar para tomar una copa… y seguir hablando.

Miró a su hermano y desorbitó los ojos.

Héctor rio también, aunque sin entusiasmo.

—¿Vais a quedar?

Grego resopló.

—No sé. Ya veremos… No creo.

Durante su estancia en Asia Grego había mantenido numerosas relaciones. Ninguna prolongada. Héctor tenía constancia de ello por las menciones realizadas en sus esporádicas llamadas telefónicas. Una guía turística local, una turista brasileña…

Su hermano le había confesado que uno de los atractivos del alquiler de veleros era las oportunidades que ofrecía para conocer mujeres. A las clientas les gustaba encontrar tras el mostrador a un occidental capaz de sugerirles lugares recónditos que visitar. La promesa de que tales sitios eran prácticamente desconocidos, salvo por los habitantes locales, actuaba como un potente imán. Y, por supuesto, para llegar a ellos era imprescindible la ayuda de un guía.

También en esto la rutina de Grego había cambiado.

Desde que se alojaba con su hermano su vida social se había reducido.

Las moscas representaban una traba a la hora de establecer relaciones. Traba que a ojos de Héctor parecía insalvable.

En tales circunstancias parecía lógico que Grego optase por contactos breves, carentes de continuidad. Aun así a Héctor no le hacia feliz la idea de que se viera con alguien tan próximo como Carol.

Continuaron bebiendo y conversando un rato más. Las maderas oscuras imperaban en la decoración del local. Sonaba una música suave de piano.

Era momento de retirarse, pero todavía se entretuvieron charlando con el dueño. A Héctor le caía bien. Lo mismo le ocurría a Grego. Este se sentía locuaz. El plan de reformar la casa le había insuflado ánimos. Ahora contaba con un objetivo.

El dueño del bar hablaba con marcado acento estadounidense. Procedía de Chicago, donde había dirigido otro local, en el centro financiero de la ciudad. Aquello fue en los ochenta. Su negocio fue una víctima derivada del crack bursátil de mil novecientos ochenta y siete. Después de eso pensó que era un buen momento para cambiar de aires y probar qué tal se le daban las cosas en Europa.

En una ocasión había mostrado a los hermanos la cicatriz en forma de estrella que portaba poco más arriba del corazón, fruto de un tiroteo en su antiguo negocio.

Él y Grego conversaban animadamente. Héctor los observaba en silencio. Miembros de una élite superior. Portadores de fértiles experiencias.

Grego era la clase de persona a la que, en el competitivo escenario de una fiesta, sin más ayuda que su aplomo y las pocas frases que pudiera intercambiar imponiéndose a la música, le bastan unos instantes para impresionar a su interlocutor. Héctor no se podía contar en el mismo grupo, él necesitaba más tiempo, especialmente si el interlocutor era femenino. Él podía necesitar años. Requería de ese tiempo para dar pruebas de su fidelidad, abnegación, puntualidad a la hora de llevar un sueldo a casa…

Si se organizase un concurso de televisión que versara sobre su persona, sobre Héctor, y los participantes —es de suponer que familiares y amigos próximos— tuvieran que enumerar adjetivos que describieran su personalidad, estos serían: práctico, resolutivo, fiable…

No eran imaginaciones suyas. En diferentes ocasiones había escuchado tales términos referidos a él; a menudo sin que quien los pronunciaba supiera que estaba escuchando.

… técnico, responsable, elemental…

Algunas veces pensaba que eso era suficiente, que bastaba para conseguir todo lo que pudiera desear en la vida.

Otras muchas pensaba que no.

… más aplicado que brillante…

El sábado siguiente fueron a ver a Romano Santos. Tenía un vehículo que deseaba vender y podía servir a Grego. Hicieron el camino a pie. En la entrada de la propiedad, cercada por un muro de dos metros y una puerta de hierro, Héctor pulsó un llamador y dijo su nombre mirando a una cámara de vigilancia semioculta entre enredaderas.

Romano los recibió en ropa de deporte. Dio una palmada en la espalda a Héctor y pasó amigablemente el brazo sobre los hombros de Grego mientras lo guiaba al garaje.

El vehículo en venta era un Land Rover, bien conservado pero antiguo, color arena, con remolque.

Había algo genuinamente masculino en él, más allá de su robustez y la sobriedad del diseño. Se trataba del fin para el cual había sido concebido: trabajo manual sin concesiones, con ciertas connotaciones militares.

Los hermanos lo inspeccionaron. El vehículo no tendría dificultades para recorrer los caminos hasta la vieja casa de los abuelos, la cual, con toda naturalidad, como si lo hubiera estado esperando, ya había pasado a ser considerada por todos la casa de Grego.

Romano explicó que solía emplearlo para ir a la montaña. Hasta el día en que su mujer se negó a acompañarlo si no lo cambiaba por un vehículo más cómodo.

La mujer de Romano aparecía en público en contadas ocasiones. Cada vez menos en los últimos años. Héctor la había visto una sola vez, durante una cena de Navidad de la compañía. Era cortes, comedida y poseía la mirada dispersa característica de los consumidores de inhibidores de serotonina.

—¿Cuánto? —preguntó Grego.

Romano extrajo un papel del bolsillo y se lo tendió. Era una de sus tarjetas, en la parte trasera figuraba anotada una cantidad.

Después de mirarla, Grego se la enseñó a su hermano. No era baja.

—¿Incluye el remolque?

Romano miró el complemento como si la idea no se le hubiera ocurrido. Estaba desenganchado del Land Rover y descansaba en un rincón del garaje, cubierto por una lona plastificada.

—De acuerdo.

Entregó a Grego las llaves para que fueran a probarlo.

Arrancó a la primera.

Cuando se detuvieron frente a la puerta de salida, esta se abrió sin que ellos hicieran nada, accionada por Romano desde la casa.

Conducía Grego.

—¿Qué te parece? —preguntó Héctor mientras curioseaba por el salpicadero.

—Me gusta. Siempre he querido tener un cacharro de estos.

Lo llevaron a un taller recomendado por Romano para someterlo a una revisión profesional. El establecimiento cerraba los sábados pero el dueño había abierto ex profeso para ellos. Concluyó que se encontraba en buen estado.

A continuación lo llevaron a otro taller, este escogido por Héctor, para una segunda revisión. El dictamen fue similar.

Una vez ultimado el papeleo, Romano insistió en que se quedaran a tomar un aperitivo. Se acomodaron en unos profundos sillones en el salón, adonde una doncella les llevó bebidas y canapés.

Era la primera vez que Romano trataba a Grego fuera de la refinería. Se embarcaron en una animada charla acerca de las bebidas del sudeste de Asia, durante la que Grego rememoró su época de comerciante de kaoliang.

Héctor callaba y escuchaba. No podía evitar sentir un especial aprecio por Romano. Veía ejemplarizante su actitud hacia el trabajo. Sin pasar por alto sus responsabilidades ni conformarse con que las cosas se llevaran a cabo tan solo correctamente, el talante siempre relajado de Romano contagiaba de aplomo a quienes aceptaba bajo el cobijo de su ala.

Sobre un aparador descansaban varias fotografías enmarcadas de su hijo. El conjunto ofrecía la apariencia de un altar doméstico. La fotografía central mostraba a un Romano Santos varios años más joven sosteniendo al muchacho, que aparentaba trece o catorce, en sus brazos. Se hallaban al borde una piscina en la que ristras de boyas demarcaban calles de natación. Al fondo, unas gradas y gente borrosa. El muchacho iba en bañador y estaba empapando la ropa de su padre. A ninguno parecía importarle. Los dos lucían sonrisas que se les salían de los rostros. Ante ellos sostenían, para que la cámara pudiera verla bien, una medalla con reflejos dorados.

Hasta ahí no había nada de extraño. Una imagen de triunfo infantil, orgullosa paternidad y felicidad compartida. La escena cobraba un tinte diferente cuando la atención se fijaba en las piernas del muchacho, en el tramo que quedaba por debajo de las rodillas. A partir de ese punto las extremidades eran de una delgadez anormal y colgaban fláccidas, con una apariencia gomosa. Los pies eran también más reducidos de lo que cabría esperar.

En otras fotografías aparecía en más piscinas; satisfecho tras la conclusión de una carrera; nadando al estilo mariposa, los brazos proyectándose hacia delante y alzando columnas de agua… Y en una silla de ruedas, a los dieciocho años, recibiendo un diploma durante una ceremonia de graduación. Los trofeos distribuidos entre las fotografías semejaban presentes votivos al dios del altar.

En ese momento el chico estudiaba en una universidad estadounidense.

Era imposible no apreciar tras sus logros el espíritu de su padre.

Grego se había levantado a estudiar el altar. Romano se acercó.

—No podía permitir que se pasara la vida autocompadeciéndose —dijo tomando una de las fotografías— ni que se convirtiera en un mero receptor de ayudas para discapacitados. ¿Qué futuro le esperaba en ese caso? ¿Clasificar correo en una oficina postal? Por fortuna he podido darle todo cuanto ha necesitado.

Realizó una pausa antes de proseguir, durante la que sonrió como si un recuerdo agradable le hubiera acudido a la memoria.

—Sin embargo eso no es suficiente. No basta si a lo que aspira una persona es a ganarse el reconocimiento. El suyo propio —recalcó— y el de los demás. Eso debe salir de dentro. Cualquier otro objetivo resulta mediocre en comparación.

»Existen dos clases de personas: las que reciben dinero por desempeñar un trabajo que dominan mejor que la mayoría; y las que el dinero lo reciben por hacer el trabajo que otros no desean. ¿Cuál de las dos creéis que se siente mejor cuando abre los ojos por la mañana?

Grego lo miraba con expresión pétrea. Héctor posó el vaso que tenía en la mano y se puso en pie.

—Ya es hora de que nos vayamos.

Romano continuó hablando como si no lo hubiera oído.

—Tu hermano va a ser alguien importante —aseguró a Grego—. Dispone de lo que hay que tener para asumir responsabilidades y dormir con ellas, y te aseguro que eso es algo por lo que muchos de los jefes con plazas de aparcamiento propias que desfilan ante ti cada mañana claman en sus súplicas más secretas, por lo que estarían dispuestos a cambiar el recuerdo de sus primeras eyaculaciones compartidas.

Héctor escuchaba boquiabierto. No imaginaba que Romano albergara esa opinión de él. Se sentía halagado. Pero no pudo evitar ponerse a la defensiva.

—No tiene miedo a perder amigos con tal de que las cosas se hagan como se han de hacer —prosiguió Romano—. Las escalas de prioridades… —Hizo una pausa pensativa en la que se miró los pies, como si algo se le hubiera caído. Permaneció así tanto tiempo que los hermanos acabaron mirando el mismo punto de la alfombra, intrigados. Las escalas de prioridades son importantes. Son los verdaderos apellidos de una persona.

»Voy a hacer todo lo que esté en mi mano para que conquiste la posición que de veras se merece. Lo aseguro contigo delante, como el mejor testigo posible en virtud del vínculo que os une. —Se volvió hacia Héctor—. Te lo prometo, chico. Estoy seguro de que no me defraudaras.

Héctor se revolvió incómodo.

—Gracias por tu confianza.

Romano agitó la mano en un gesto de quitarle importancia.

—No me las des.

Desde la puerta del salón, la doncella aprovechó ese momento para hablar. Llevaba un rato allí, aguardando.

—Señor, la señora me manda preguntarle si va a comer con ella en la habitación o lo hará en el comedor.

—Gracias, Claudia. Dile que subiré en unos minutos.

La doncella desapareció sigilosamente.

—Lo siento, amigos, al parecer es más tarde de lo que pensaba.

Grego comprobó que llevaba toda la documentación del Land Rover. Romano los acompañó al garaje.

—Me alegro de que hayáis venido. Si tienes cualquier problema con tu adquisición —dijo a Grego—, ya sabes dónde encontrarme.

Héctor permanecía callado. Estrechó la mano de Romano.

El hermano menor se alegraba de salir de allí. Cuando se detuvieron frente a la puerta de hierro de la entrada y esta se abrió en silencio, activada desde la casa, los labios se le fruncieron de desagrado ante la idea de que Santos todavía los estuviera observando.

Las obras dieron inicio de inmediato. Cada día, tras salir de la refinería, Grego acudía a comprobar los progresos. Se encargó de varias de las tareas en persona. Lo prefirió así a pesar de la demora que ello provocaba.

Cuando volvía a casa lo normal era que todos estuvieran acostados. Cenaba a solas en el salón en penumbra, frente al televisor con el volumen anulado. Las imágenes desprovistas de sonido cobraban profundidad, los labios silenciosos rebosaban potencialidad de significado.

Disfrutaba de la cena silenciosa. Era consciente de las tres presencias dormidas en el piso superior. Y de que a su vez ellas eran conscientes de él y no les alteraba que se encontrara allí. Era el guardián de su sueño. Distinguía a través del techo las siluetas térmicas de los tres; dos de ellas tendidas juntas, casi tocándose; otra, a escasos metros, más pequeña, hecha un ovillo. Irradiando calor.

Encontraba notas en la cocina que le deseaban un feliz descanso. Algunas llevaban la firma simbólica de su sobrina.

A veces se encontraba con Héctor o Sara, que bajaban por un vaso de leche o no podían dormir y deseaban charlar un rato. Hablaban en susurros. El paréntesis de silencio se veía apenas alterado. La única fuente de luz: las imágenes mudas de la pantalla.

Una noche, la atención de Sara quedó atrapada por el televisor. Emitía una película, un melodrama de los cincuenta. Habían estado hablando de naderías, sin que ella atendiera a las imágenes. En la pantalla una pareja sostenía una conversación desesperada; ella —¿viuda?, ¿casada?— estaba nerviosa, los ojos le bailaban en las cuencas, como si se sintiera avergonzada o no deseara estar allí; él llevaba sombrero, el cuello del abrigo alzado y dos profundas arrugas le bajaban desde los lados de la nariz a las comisuras de la boca. La vista de Sara se volvió un instante hacia la película, buscando nada en particular, y fue de pronto succionada. Enmudeció también. Fascinada. Permaneció así, abstraída en los labios de los actores.

—Es como si hablaran de nosotros —dijo—, como si nos estuvieran analizando o criticando. No a ti y a mí —aclaró tras una pausa—, sino a nosotros en general.

Grego asintió. El pensamiento podría haber sido suyo.

Las veces en que se encontraba con Sara por la noche ella solo llevaba la ropa que empleaba para dormir. Camisones. Camisetas largas. No se mostraba incómoda por estar vestida así en su presencia. Tan solo, cuando se sentaba, estiraba las prendas para cubrirse los muslos. La convivencia había mejorado desde que Grego anunciara su intención de trasladarse.

Los temas de sus charlas eran inofensivos, prescindibles. Podrían haber estado callados sin que la situación variara apenas. Él llevaba todavía la ropa de trabajo. Zapatos manchados de yeso, tejanos gastados. Olía a sudor. Tenía los nudillos en carne viva por acarrear ladrillos sin protección de guantes. El trabajo manual le estaba tonificando los músculos.

Grego trataba de mostrarse natural. Ella bebía un vaso de leche, le deseaba buenas noches, ascendía las escaleras. Él llevaba el plato de la cena a la cocina, apagaba el televisor, se encerraba en su habitación.

Recostaba la cabeza en la almohada abrumado por olores equivocados. Crema hidratante. Champú tropical. Una noche más se había fijado demasiado en las formas que llenaban el camisón, en la porción adicional de carne que ella mostraba a medida que ascendía los escalones camino del dormitorio.

Las imágenes térmicas en la planta superior ganaban definición, poseían zonas de emisión destacadas.

Después de haber visto la televisión a oscuras, cuando cerraba los ojos, una nube de puntos blancos y negros danzaba en su retina.

—Ellos pasan poco tiempo en casa y la niña es un cielo. Sí, me gusta el trabajo.

—Pero supongo que tendrás otras cosas en mente, planes de futuro.

—Por supuesto. No voy a continuar haciendo de niñera indefinidamente.

—¿Y bien?

—Y bien, ¿qué?

—¿Cuáles son tus planes?

—Teatro.

—¿Teatro?

—Me gusta. Tengo contactos. Gente que ha hecho cosas. Conocidos.

—Quieres decir que te pueden ayudar.

—Eso es.

—A interpretar, dirigir…

—Probablemente dirigir. Y también escribir. Controlar el conjunto. Disponer de una visión global. Hacer varias cosas ayuda a conservar la perspectiva.

—Suena bien. Se ve que lo tienes pensado. Que lo controlas desde la primera etapa. La etapa abstracta.

—Yo lo llamo el caldo de cultivo.

—Caldo de cultivo…

—Ya tengo dos libretos. Quienes los han leído han asegurado que son reveladores.

—Quieres decir revolucionarios.

—No. Quiero decir reveladores.

—¿De qué?

—Pues supongo que de mí, de lo que tengo que decir. De las cosas que me interesan.

—Claro.

—No te los voy a dejar leer. No te molestes. Me gusta escoger a mis lectores.

—No me molesto.

—Busco personas que sepan sintonizar, con background, referencias, ya sabes, capaces de arquitecturar una opinión.

—No te lo iba a pedir.

—Ya…

—Me gusta tu modo de vestir.

—Gracias.

—Un indicador de consciencia.

—Desarróllalo.

—El resultado de una reflexión. Una aceptación no autodestructiva de la oscuridad. Quiero decir la oscuridad con O mayúscula. No me parece algo fúnebre. En absoluto. Nada que ver con los oficinistas ojerosos, maletín en mano, que puedes encontrar a diario en el metro, enfundados en trajes escogidos por sus mujeres, adornados con corbatas compradas sin esmero por sus dos coma tres hijos la pasada Navidad. Ellos sí son fúnebres.

—Me has leído el pensamiento. ¿Tan evidente es mi personalidad?

—No pienso responder a eso.

—¿No te parezco interesante?

—Nunca hagas esa pregunta si quieres que tu interlocutor te guarde respeto.

—Ya…

—No te enfades.

—No me enfado. Seguro que tú sí tienes cosas interesantes que contar.

—¿Por qué?

—Por tus viajes y todo eso. Supongo.

—Por mis viajes. Claro. Montones de cosas interesantes. Estoy repleto de ellas. Soy como una máquina de discos, pero en lugar de tocar canciones cuento cosas interesantes. Introduces una moneda, tiras de la palanca y ahí está.

—¿Te estás burlando de mí?

Él mudó su expresión, se puso serio de repente. Apretó los labios.

—Si crees de veras que lo estoy haciendo, dímelo, y me iré ahora mismo.

A comienzos de la primavera Héctor cometió un error en el trabajo.

La refinería estaba fuera de servicio por mantenimiento. Permanecería así un mes. Durante ese tiempo las labores de revisión, reparación y remodelación ocupaban las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Que los trabajos se realizaran de forma coordinada obligaba a una minuciosa planificación.

Aunque la parte mayor y más dura de la labor era desempeñada por el Departamento de Mantenimiento, los jefes de área de Producción cargaban con la responsabilidad de dar luz verde a cada uno de los trabajos y el visto bueno una vez que estuvieran concluidos. Durante esos días el número de trabajadores se multiplicaba por tres. Largas filas de empleados temporales desfilaban cada mañana por delante de Grego y su segadora.

Sobre la mesa de Héctor se apilaban gruesos fajos de impresos: autorizaciones de trabajo a la espera de ser firmadas. Cualquier tarea que se llevara a cabo requería su correspondiente autorización. De cuando en cuando alguna no contaba con todos los requisitos previos necesarios y era rechazada.

Un viernes por la tarde, tras doce horas en la atmósfera mal ventilada de la sala de control y con un punzante dolor de cabeza castigándole las sienes, Héctor se topó con una autorización no rellenada del todo. Una de las medidas de seguridad necesarias para la intervención del equipo a reparar no había sido cumplimentada. Se trataba de algo rutinario y de escasa importancia; era posible empezar a trabajar sin que existiera verdadero peligro, ni para la maquinaria ni para los trabajadores. Pero la casilla correspondiente no había sido tildada y Héctor era un hombre minucioso. Sin pensarlo dos veces coloco la autorización en la bandeja de las rechazadas. Luego se fue a casa. Tomó una cena ligera y un analgésico para el dolor de cabeza, pidió a Sara que desconectara el teléfono y se fue a la cama. Lo del teléfono era una medida de precaución para filtrar las llamadas poco importantes. Antes de caer dormido dejó sobre la mesilla su busca, mediante el que podrían localizarle en caso de que ocurriera algo grave.

El sábado durmió hasta tarde. Comió con la familia y luego acompañó a Grego a su casa, donde lijaron contraventanas varias horas. Por la noche fue con Sara al cine. En ningún momento se separó del busca.

El día siguiente transcurrió de modo igualmente plácido.

Llegado el momento de ir a la cama, Sara se ofreció a darle un masaje. Él se libero de la ropa y se tumbó boca abajo en la cama. Ella había entrado al cuarto de baño, de donde tardó unos minutos en salir. Héctor se estaba quedando dormido cuando sintió a su mujer acomodarse a horcajadas sobre él, su entrepierna desnuda y luego sus manos acariciándole la espalda y el aroma dulzón del aceite de cerezas.

Cuando llegó a su despacho el lunes no tuvo tiempo de quitarse la chaqueta antes de que sonara el teléfono. Era su jefe. Quería verlo de inmediato. El tono no era amable.

La autorización de trabajo que había rechazado el viernes había provocado un efecto de bola de nieve. La tarea era clave dentro del programa. No había podido ser llevada a cabo y —en un sistema donde todas las reparaciones estaban ligadas— tampoco las que dependían de su conclusión. Le habían llamado repetidas veces al busca a lo largo del fin de semana pero él nunca había contestado. Héctor aseguró no haber recibido ninguna llamada. Una rápida comprobación demostró que el listado de números de la centralita tenía varios nombres intercambiados.

Pero eso no representaba una excusa. Su exceso de celo había provocado un retraso en los trabajos, con unas consecuencias que en ese momento todavía se estaban evaluando.

Había pasado por alto que la tarea rechazada, aunque sencilla, era clave para el programa.

El departamento era el foco de atención de todos. Su jefe no dejaba de chuparse las encías y resoplar. No era el tipo de incidente que necesitaba en ese momento, cuando ya acariciaba el retiro. A él sí lo habían localizado el fin de semana, después de no poder contactar con Héctor. Por su cargo, contaba con autoridad para dar el visto bueno a la autorización. Rehusó hacerlo. Alegó desconocer los detalles por los que no había sido firmada. Quizá su subordinado poseyera motivos.

En la reunión matinal Héctor soportó una reprimenda pública del director de la refinería. Este hacía crujir los nudillos. Una y otra vez. Como si poseyera más dedos que el resto de los hombres. Los demás presentes permanecieron con las miradas clavadas en la mesa. Varios eran firmes competidores en la carrera por la promoción.

Esa tarde Héctor recibió en su oficina la visita de Romano Santos. Los dos operadores que en ese momento estaban recibiendo instrucciones musitaron una despedida y se escabulleron. Romano cerró la puerta. Lucía una expresión relajada. Se mantuvieron la mirada.

—No te preocupes —dijo Romano.

Se paseó por la oficina curioseando las estanterías. Acarició los lomos de una fila de manuales técnicos. Sonrió ante una fotografía enmarcada de Beatriz.

¿Eso era todo?

Lo que necesitaba era una afirmación categórica. Una frase de comprensión en la que se reconociese que había obrado como era debido. Instrucciones para iniciar una estrategia reactiva. O, en su defecto, otra reprimenda; una arenga acerca de la limitación que representan unos principios demasiado firmes.

¿Qué debía ver en el modo lánguido con que Romano pasaba las páginas de un prontuario? La desilusión no era un sentimiento que cupiera en él. Si alguien lo decepcionaba, continuaba adelante sin detenerse, sin auxiliar a los heridos.

Dejó el libro.

—¿Quieres que hable con ellos?

—¿Con quiénes?

—Ya sabes —se encogió de hombros—. Con los que escuchan.

Héctor hizo girar su silla un cuarto de circunferencia a la derecha, otro cuarto a la izquierda y de nuevo a la derecha.

—No.

El silencio fue la forma que Romano empleo para interrogarlo de nuevo.

—Puedo arreglármelas solo.

—Lo sé.

Se encaminó hacia la puerta. Posó la mano en el picaporte, pero sin accionarlo. Hizo un gesto con el mentón para señalar las estanterías.

—Eres quien más libros tiene en su oficina de toda la refinería. Llévate unos cuantos a casa. No te forjes fama de teórico.

Mientras preparaban la cena Sara le escuchó contar lo sucedido. Se abstuvo de formular valoraciones sobre las consecuencias, los puestos que había perdido en la carrera por la promoción. Rechazaba los comentarios condescendientes. Se limitó a murmurar un: «Ya veremos» y colocar los platos en la mesa.

Él lo agradeció.

No tuvo tiempo de hablar con Grego antes de que se enterara por boca de otros.

Al Final de la jornada el coste económico de su error circulaba libremente. Cada nueva persona que se enteraba de la cifra respondía con un largo silbido acompañado de una mirada al vacío.

Esa noche Sara le habló de la Guarida.

Estaban en la cama, hacía rato que la casa se encontraba en silencio. Héctor era incapaz de conciliar el sueño.

La Guarida era el lugar al que ella se retiraba para aislarse de cuanto la rodeaba.

Un retiro psicológico. Fruto de su imaginación.

Un hueco en una pared de roca, de apenas medio metro de alto y las dimensiones justas para albergar a una persona en posición ovillada. El suelo era de tierra pisada y la entrada estaba resguardada por tupidos arbustos. Dentro no hacía frío ni calor; reinaba la temperatura a la que el cuerpo parece unirse de forma borrosa al aire que lo rodea, sin el estorbo de una superficie intermedia. Sara se tumbaba allí. Se imaginaba desnuda y satisfecha. Sus olores corporales: regalos que se hacía a sí misma. Tomaba acomodo mirando al fondo de la cavidad. Del techo colgaban frágiles estalactitas, antiquísimas pero todavía en sus primeras fases de formación, el suave vello de la montaña. Sara convivía pacíficamente con ellas. Ninguno de sus movimientos llegaba a dañarlas. Nadie sabía dónde estaba la cavidad. En el exterior reinaba una oscuridad ancestral.

Nunca se lo había contado a nadie.

Héctor escuchaba con la vista fija en el techo. Ella se aproximó. Le desabrochó un botón del pijama, introdujo la mano y le acarició las costillas.

—Ven a dormir conmigo —dijo.

La sentía respirar junto a su oído.

Sus inspiraciones y expiraciones se sincronizaron.

Él cerró los ojos. Sara lo olfateó y, como el felino que protege a sus crías, lo aferró con los dientes en torno al cuello y lo trasladó hasta lugar seguro. Su tamaño se había triplicado de repente. Caminaba a cuatro patas, desnuda, con los pechos oscilando bajo ella.

—¿Por qué tenemos que venir a un hotel?

—¿No te gusta el sitio?

Grego estaba tendido en la cama, con un plato sobre el estómago desnudo. Tenía migas entre el vello del pecho. El establecimiento era modesto y no disponía de servicio de habitaciones, pero él se había camelado al chico de recepción para que les llevara una botella de vino y algo de comer de un restaurante cercano.

—Es tan burgués. Venir aquí.

—Me gusta más que tu casa. Las cosas claras —dijo él.

La habitación daba al patio del edificio, donde había tiestos con flores y sábanas tendidas. Una anciana regaba cada mañana.

—También podemos ir a la tuya.

—No es mi casa. Es la de mi hermano. Y no quiero que allí pase nada.

—Quiero decir a la otra.

—Aún no.

Ella se dio la vuelta y quedó acostada dándole la espalda. El somier crujió. Movió las caderas buscando postura.

—Lo digo por el dinero.

Grego pensó que había cosas más caras. Pero en su lugar dijo:

—No te preocupes por eso.

Era domingo y acababa de anochecer. El hotel estaba silencioso. Terminó de comer y dejó el plato en el suelo. Su ropa estaba esparcida por todas partes. La de Carol, plegada sobre una silla, toda ella de color negro.

—El color de fondo del universo.

Ella no respondió. Pensó que se había quedado dormida. Pero al cabo de unos instantes Carol preguntó:

—¿Vamos a salir o nos quedamos?

Grego reptó sobre las sábanas. Nuevos crujidos del somier. Se pegó a ella. Inspeccionó de cerca la espalda pecosa. Un calor creciente subiendo desde la cadera.

Un rato después salían a la calle en busca de algún lugar donde beber algo. Con la caída de la noche había descendido la temperatura. Ambos caminaban con los hombros encogidos. La chaqueta de Carol no era suficiente. Pronto empezó a sentir escalofríos.

—Deberías haber cogido tu abrigo.

—Creí que no iríamos lejos.

Las calles estaban desiertas. Ninguno de los locales que vieron les pareció apetecible.

—¿Volvemos? —propuso ella.

Grego gruñó.

—¿Me dejas tu anorak? Me estoy helando.

Él se quitó la prenda y se la tendió.

—¿Por qué cambias de idea con tanta frecuencia?

Héctor aprovechaba los fines de semana para pasar todo el tiempo posible con Beatriz. La niña crecía con una rapidez que lo llenaba de dolor.

Sara proseguía su investigación particular. Acarreaba libros. Revisaba páginas web de vergonzoso contenido esotérico. Realizaba anotaciones en el cuaderno de cubiertas de piel.

Para entonces Grego pasaba fuera varias noches por semana. El hermano mayor no preguntaba.

La primera fase de las obras en la casa de los abuelos estaba a punto de concluir. Grego los invitó un sábado a comer allí. Verían el nuevo aspecto del lugar.

A mediodía la temperatura era casi veraniega. Sacaron una mesa a la calle. La ensalada brillaba a la luz del sol. Esparcidos por los rincones había sacos de cemento sobrantes y rimeros de ladrillos. Utilizaron varios de estos para improvisar una barbacoa. Beatriz se maravilló con la incandescencia del carbón vegetal, como si hubiera permanecido albergada en su interior a la espera de ese momento para revelarse.

El césped delante de la casa estaba castigado por las rodaduras de los vehículos, pero pronto se recuperaría. Sendas capas de polvo cubrían el Land Rover de Grego por fuera y por dentro. Héctor observó un faro roto y una honda abolladura donde antes no había nada.

Después de comer, los hermanos recorrieron la casa. Grego fue mostrando una a una las reformas llevadas a cabo. Las habitaciones arregladas parecían haber aumentado de tamaño. En la cocina solo faltaba colocar los electrodomésticos. Héctor preguntaba qué era lo que había hecho su hermano y qué los obreros. Ante algunas respuestas inclinaba la cabeza y volvía a observar el trabajo con mayor detenimiento. Respiraba el aroma de la madera lijada.

Se entretuvieron en la dependencia levantada donde había estado la cuadra. Héctor estudió los remates exteriores e interiores. Todas las decisiones referidas a aquella parte de la casa habían surgido de él. Grego se había limitado a seguir sus instrucciones. El hermano mayor mostraba su conformidad mediante mudos asentimientos. Comprobó la puerta. Era firme y disponía de una robusta cerradura.

Cuando los hermanos salieron, Sara empujaba a Beatriz en un columpio. Esta aullaba de gozo al tiempo que pedía ser empujada con más fuerza.

Había sido levantado por Grego ex profeso para su sobrina. Él mismo había soldado los tubos del armazón, protegido las cadenas con recubrimiento de goma y puesto una barandilla alrededor del asiento para que la niña no pudiera caerse. Héctor observó la escena, complacido. Sara se había abierto un par de botones de la blusa para broncearse el cuello y su hija no dejaba de reír y saludar cada vez que alcanzaba el punto más alto de su trayectoria.

Pensó en el columpio. En lo sencillo y ajustado de su diseño. En los diferentes materiales que lo conformaban. En el trabajo necesario para construirlo. Todo ello para cumplir un servicio tan banal como era el suyo. Y se asombró y congratuló de que alguien, tiempo atrás, hubiera decidido hacer algo semejante por primera vez.

Llegó el mes de junio y con él el cumpleaños de Beatriz.

Era domingo. La celebración tuvo lugar por la tarde. Durante los preparativos, Héctor no dejaba de dirigir vistazos disimulados a su hermano. Hasta que no pudo más y en un momento en que se encontraron a solas preguntó:

—¿Cómo va eso?

A Grego le brillaba la frente.

—Va.

El salón estaba adornado con serpentinas. Beatriz tomó asiento en la cabecera de la mesa. Carol también estaba presente y no dejaba de hacer fotos. Echaron las persianas para crear penumbra. Los hermanos empezaron a cantar el Cumpleaños feliz y Sara salió de la cocina llevando entre las manos, en actitud solemne, una tarta adornada con dos velas. La depositó frente a la niña, que la miró sonriente pero sin saber qué hacer.

—¡Sopla las velas, cariño!

Pudo con una. La otra se le resistió y Héctor acudió en su ayuda.

Aplausos. Besos. Beatriz un poco asustada. Ni siquiera se dio cuenta de que su tío se acercó a ella apenas lo justo para depositarle un beso en la frente, permaneciendo el resto del tiempo a una prudente distancia.

Había pedido los siguientes diez días libres en la refinería. Para todos los que no eran de la familia, debía volar a Tailandia por un asunto de negocios. Flecos de su vida anterior. Debido a la compañía de Carol, mantenían la pantomima. En un rincón aguardaba una maleta. Héctor lo llevaría al aeropuerto.

Mientras los demás ayudaban a la niña a abrir regalos, Grego y Carol se vieron en la cocina.

—¿Nervioso por el viaje?

—No. ¿Por qué?

—Estás muy callado.

Él consultó su reloj. Llevaba haciéndolo todo el día.

—Hace una semana que apenas pronuncias palabra.

—No sé.

Evitaba su mirada.

—Bueno —dijo ella y resopló.

No estaban tan unidos como para que le hubiera pedido ir con él. No se le había pasado por la cabeza.

—¿Me traerás algo?

—¿Qué?

La miró con cara de no comprender.

—Un recuerdo.

—Ah. Bien.

—Olvídalo. No hace falta.

Él miró otra vez el reloj. Carol cogió unos platos sucios de la encimera y los dejó en el fregadero.

—¿Vas a volver?

Del salón llegaba el crujido de los papeles de regalo y en la calle brillaba el sol. El emparrado de la parte trasera empezaba a echar hojas.

—Claro. En diez días estaré de vuelta.

Lo dijo como si ella hubiera preguntado una tontería.

Le dio un beso en la mejilla. Luego miro hacia la puerta y volvió a besarla, ahora en los labios, pero sin entretenerse.

—Creo que ya es hora. Avisaré a mi hermano.

Volvieron al salón.

Héctor alzó la mirada. Tenía a la niña sobre las rodillas.

—¿Vamos?

Sara salió a la calle para despedirse de él. Carol se quedó dentro con la niña.

—No sé qué decir.

Grego sonrió.

—¿Lo habitual en estos casos?

—Cuídate.

Él rio.

—No sé cómo.

Se abrazaron.

Creo que no he dedicado mucha atención a Beatriz.

—Ahora no importa.

Los hermanos subieron al coche y Sara los observó desde el camino de entrada mientras se alejaban.

Grego se calmo visiblemente una vez se quedaron solos.

—¿Te duele la cabeza?

—Solo un poco. Sí.

Héctor conducía con cuidado, miraba continuamente por el retrovisor y accionaba los intermitentes con amplia anticipación antes de cambiar de carril.

Llegaron a la casa con tiempo de sobra. Aún quedaban varias horas de luz. La maleta de Grego estaba prácticamente vacía. Solo llevaba en ella una muda de ropa.

—Dejémoslo todo preparado —propuso Héctor.

Se encaminaron a las dependencias levantadas donde había estado la cuadra.

Por la puerta principal se accedía a una primera habitación. Esta desempeñaba una doble función: vestuario y cámara intermedia para que las moscas no pudieran escapar. Grego posó la maleta. De dos ganchos en la pared colgaban sendos trajes de apicultor, y en el suelo, bajo un banco de madera, descansaban dos pares de botas de goma. A la derecha, una puerta conducía a un cuarto de baño con ducha, inodoro y un amplio lavamanos. En una estantería había rollos de papel toalla, cajas de guantes de goma y garrafas de gel desinfectante, todo ello en abundancia, además de un botiquín de primeros auxilios.

Descorrieron una cortina de tela mosquitera. La puerta que protegía la estancia principal contaba a modo de mirilla con un ventanuco de cristal reforzado. Allí, como en el resto de las habitaciones, el suelo estaba cubierto de pavimento plástico. Las paredes y el techo también habían sido tratados para que su limpieza resultara sencilla. El piso tenía una leve pendiente hacia un sumidero que de momento permanecía tapado. La lámpara estaba encastrada en el techo y protegida por una campana plástica; el interruptor que la controlaba se hallaba en el vestuario. Había una ventana, necesaria para la posterior ventilación, con doble cristal y postigos exteriores asegurados por un candado. La habitación disponía asimismo de una claraboya en el techo, la cual garantizaba el fotoperiodo necesario para el buen mantenimiento de las moscas.

Un catre situado en un rincón representaba todo el mobiliario. Mayor importancia tenían los alimentadores.

Estos consistían en una batería de seis cilindros de vidrio, de treinta centímetros de alto y diez de diámetro, montados en vertical sobre un bastidor de madera. Estaban llenos de una mezcla de zumos de frutas y leche condensada y contaban con un tapón en la parte superior para su llenado. La inferior había sido taladrada y atravesada por un tubo que finalizaba en un cartucho de algodón del que los insectos podían chupar el alimento.

El resto del equipamiento lo formaban un radiador, un lavaojos de emergencia y, colgados en la pared, un termómetro y un higrómetro.

Toda la construcción e instalación había corrido por cuenta de Grego. Su hermano lo había ayudado puntualmente. Era mejor no involucrar a extraños cuya curiosidad pudiera verse despertada por las peculiaridades del lugar.

Héctor comprobó que la ventana estuviera bien cerrada. Palpó los algodones de los alimentadores para ver si estaban húmedos. Probó el lavaojos; los rociadores tenían la presión adecuada.

—Por mí está correcto. ¿Qué dices tú?

Grego todavía miraba el conjunto con asombro, como si no lo hubiera levantado él mismo con sus propias manos.

—Por mí también. Es pronto todavía. Vamos afuera.

Héctor lo siguió a la calle.

Tomaron acomodo en la hierba, mirando hacia el punto por donde habría de ponerse el sol. Corría una leve brisa. El hermano mayor echó la cabeza atrás. En el cielo trazaba círculos la silueta de un ave. No reconoció cuál. Parecía muy liviana, casi ingrávida, apenas un trazo de carboncillo en el azul menguante.

—No está mal este sitio —dijo recibiendo la brisa en el rostro—. El viento lo barre.

Grego mordisqueaba un tallo de hierba. Asintió. Se palpaba un hombro.

—Un sobreesfuerzo —dijo—. Cargando escombros. Me alegro de dejar el trabajo un tiempo.

Estaba bronceado gracias a la actividad a la intemperie. No había perdido ni ganado peso, pero sus rasgos se habían afilado, ganando definición. A Héctor no se le pasó por alto. Al igual que su postura, que podría calificarse de relajada. Las rodillas alzadas, los brazos apoyados en estas.

—No es necesario que te quedes —dijo Grego—. Puedo arreglármelas solo. No tengo más que cerrar la puerta.

—Ni hablar.

—¿No te fías?

—Me fío. Pero me quedo.

La calma de la que Grego hacía gala resultaba notable, especialmente al recordar el modo en que habían transcurrido esos mismos momentos un año atrás.

Observaban el descenso del sol. El hermano menor se frotaba allí donde el picor era más acusado —en el pecho y la parte alta de la espalda, sin que pudiera saberse el motivo—. Héctor le había explicado el procedimiento que seguiría durante los próximos diez días. Visitaría la casa cada uno de ellos. Quizá no entrase siempre en la habitación; si no resultaba necesario se limitaría a comprobar a través de la mirilla del vestuario que todo iba bien. Se aseguraría de que los alimentadores estuvieran llenos. Había envases de zumo y leche condensaba de repuesto en cantidad más que suficiente.

A medida que amainaba la luz, la hierba iba tomando un color azulado. Murciélagos tempraneros hacían quiebros sobre el campo. Ninguno de los hermanos dejó de percatarse. Presas invisibles en la claridad menguante.

Una pareja de gatos asilvestrados emergió de un bosquecillo. Estaban escuálidos. Avanzaban con varios metros entre sí y la cabeza gacha, sosteniendo cada pata en el aire unos instantes antes de posarla. Cuando los vieron se quedaron inmóviles. Hombres y felinos se mantuvieron la mirada. Luego los gatos tomaron también asiento en la hierba, se lamieron las patas y miraron a su alrededor, como buscando el motivo de la presencia allí de los dos hermanos. Finalmente cruzaron ante ellos y se perdieron bajo unos arbustos de donde surgió un crujir de ramas y el frenesí de un aleteo.

Héctor se levantó de un salto cuando su hermano se puso en pie. El sol estaba cortado por el horizonte. No había nubes en el cielo y su mitad era de color rosa.

—Iré adentro —dijo Grego.

—¿Notas algo?

—No. Pero prefiero retirarme. Estoy cansado.

Arqueó la espalda. Crujió una vértebra.

Antes de entrar en la habitación se detuvo para echar un vistazo a la casa, iluminada por la luz del ocaso. Las semanas anteriores había acelerado el trabajo a fin de tenerlo todo dispuesto para ese instante. Largas jornadas, en la refinería y luego allí, ultimando remates.

Héctor sintió deseos de preguntarle para quién o para qué reservaba los pensamientos de esos últimos momentos. Pero guardó silencio. Tal cosa sería trascendente solo si su hermano no fuera a volver.

—Mejor nos despedimos aquí —propuso Grego.

La brisa olía a pasto y madera.

Se quedaron parados. Sin saber qué hacer o decir. Luego sonrieron y se estrecharon la mano. Hubo también un abrazo.

Cuando se estaban separando, Héctor besó a su hermano en la mejilla.

—Cuídate.

Este sonrió, incómodo.

—Claro.

Grego entró en el recinto inundado todavía de olor a nuevo. Héctor lo siguió a unos pasos de distancia y se detuvo en el umbral de la habitación principal.

—Hasta pronto.

El hermano menor estaba en el centro de la estancia; el catre sin mantas ni almohada a un lado, los alimentadores con su empalagoso contenido al otro.

—Para mí es como si volviéramos a vernos mañana por la mañana.

Héctor estaba haciendo una última inspección visual del lugar.

—Claro —dijo—. Mañana. ¿Te dejo la luz encendida?

—No es necesario. Puedes cerrar.

Héctor obedeció. Cerró la primera puerta, provista de una simple manilla, sin cerrojo alguno. Observó por la mirilla mientras su hermano arrastraba el catre y lo situaba bajo la claraboya del techo, por donde aún se colaba un hálito de luz y quizá llegara a ver las estrellas. Grego lo miró y asintió. Todo estaba dispuesto.

Apagó la luz.

Su hermano pequeño desapareció. Comenzaban para él diez días de perfecto vacío.

Echó la llave a la puerta exterior. Luego cerró también la casa. Caminó hacia su coche arrastrando los pies. Azotado por la envidia.