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Te negaré tres veces

Grego fue trasladado de inmediato. Su hermano apenas se detuvo el tiempo justo para asearlo un poco. Lo llevó en volandas hasta el coche y del mismo modo lo depositó en el refugio. En cuanto se acostó en el catre, Grego se plegó hasta hacerse un ovillo. Mantenía los ojos cerrados. Cada pocos segundos sus músculos se envaraban, contraídos por otra embestida del dolor.

Pasarían varios días antes de que pudiera ponerse en pie y desenvolverse por sí mismo. Cuando su hermano lo levantó del contaminado suelo del cuarto de baño había murmurado unas tenues quejas. Luego, durante el trayecto, había permanecido callado, tendido en el asiento trasero del coche y apenas consciente. La luz le hacía encogerse atemorizado.

—Aquí estarás seguro —dijo Héctor. Estaba junto al catre, contemplándolo desde arriba.

Hacía calor. El sudor de Grego desprendía un olor agrio, mefítico, como si estuviera liberando algún tipo de impureza acumulada.

—Vuelvo enseguida —dijo el hermano mayor.

Grego se quedó solo. Una mano como una zarpa aferraba el borde del catre.

Sara no había hecho acto de presencia en ningún momento del traslado.

A su regreso, Héctor ya no llevaba el traje de apicultor, sino una camisa y unos tejanos viejos. También él sudaba. La temperatura en el refugio superaba los treinta grados. Fuera, un día radiante. Dejó junto al catre una mesilla plegable y dos botellas de agua.

En un segundo viaje llevó un termo con caldo y un viejo orinal de porcelana, rescatado del desván de la casa. Extendió una manta sobre Grego, pero este se liberó de ella al instante.

Héctor volvió a desaparecer varias veces más. A través de la pared, Grego lo sentía trajinar en la casa.

La puerta que llevaba al vestuario estaba cerrada pero la exterior permanecía abierta. A través de la mirilla vio los árboles agitándose, mecidos por una brisa que no aliviaba el calor del día. Se adivinaban los olores de la corteza y el pasto calientes, aunque no alcanzaba a percibirlos; sus sentidos se hallaban embotados. Fuera también, entre la hierba alta, chirriaban los insectos.

Bebió de una de las botellas. Se derramó por encima la mayor parte del agua.

Su último recuerdo era el de una descarga de calor que le brotaba de dentro, al mismo tiempo que el aire se adensaba a su alrededor. Por debajo de todo ello pervivía el deseo de tomar un sorbo de vino.

Y mientras eso ocurría, frente a él se hallaba la madre de Sara, cuyo rostro se desencajaba a cámara lenta en una mueca de horror.

Volvió a entrar Héctor. Le echó un vistazo y fue al cuarto de baño contiguo a reponer el agua de la botella.

—¿Has tomado algo de caldo?

Aguardó unos segundos por una respuesta.

—Tienes que reponer fuerzas —añadió.

Su tono era seco. Acercó una silla y tomó asiento.

Lejos de refrescar con el final del día, la temperatura dentro del refugio continuó aumentando, como si Grego hubiera tomado el relevo del sol a la hora de generar el calor, que se elevaba en volutas invisibles de su cuerpo. El colchón del catre estaba empapado. A pesar de todo Héctor mantuvo la puerta cerrada.

Grego permanecía sumido en un duermevela agitado. En los intervalos en que el dolor le concedía un respiro se deslizaba a un sueño plagado de pesadillas.

Cada vez que abría los ojos encontraba a su hermano frente a él, sentado con gesto pensativo. Héctor le secaba el sudor de la frente con un paño y le acercaba un vaso de agua a los labios.

Llegó la noche y con ella la agonía provocada por las moscas muertas creció. Grego se retorcía como una víctima de descargas eléctricas. Parecía que los insectos se vengaran por la falta de atención recibida. Los pensamientos de Grego aparecían teñidos de rojo, saltaban de una imagen a otra y las entremezclaban, todo ello al mismo tiempo.

Nunca había sido militante de ninguna religión, pero, entre pesadilla y pesadilla, lo asaltó la certeza de que para las moscas no podía existir vida después de la muerte, un paraíso o un infierno donde saldar las cuentas de su existencia terrenal; y él y las moscas eran un mismo ser.

Lo acosaba el rostro aterrado de la madre de Sara. Ella alzaba las manos para protegerse. Una vez tras otra.

En una de las ocasiones en que Héctor le alzó la cabeza para darle de beber, él lo confundió con Diana. La llamó varias veces, sin más fuerza que la de un hilo de voz.

Las lágrimas se mezclaron con el sudor.

Luego volvió a caer dormido.

La siguiente vez que abrió los ojos el resplandor grisáceo del amanecer se colaba por el tragaluz del techo. Era jueves.

Trató de incorporarse. Tenía la sensación de que sus articulaciones no eran las suyas; ponían reparos a obedecerlo.

Héctor se levantó de la silla. Había permanecido toda la noche en vela. Estaba pálido por el sueño.

—No hagas esfuerzos —dijo.

A continuación salió mientras Grego hacía uso del orinal. Se llevó consigo el termo de caldo, que luego trajo lleno de nuevo. Comprobó que su hermano dispusiera de todo lo necesario. La ventana estaba cerrada y las contraventanas contaban con un candado nuevo, más robusto que el antiguo, colocado por el lado exterior.

—Voy un rato a casa. Y tengo que pasar por el trabajo. Volveré lo antes posible.

Su tono no había experimentado ablandamiento alguno desde el día anterior.

Grego meneó la cabeza. Conservaba los ojos cerrados. No pudo ver cómo Héctor se detenía en la puerta, contemplándolo, y daba forma a algo que no llegó a pronunciar. Sí oyó, con toda claridad, el sonido de la llave al girar en la cerradura.

Dos días después, una vez que Grego se hubo recuperado lo suficiente para hablar de forma inteligible, sin que un nuevo asalto de dolor lo interrumpiera cada pocas palabras, Héctor llevó un teléfono al refugio. Debía llamar al almacén de vinos. Aún no podía regresar al trabajo, pero al menos daría señales de vida.

Héctor había estado allí y hablado con el administrativo para comunicarle que Grego se encontraba indispuesto y pedirle que se encargara del negocio mientras durase su ausencia. El hombre, sin dejar a un lado sus atildados modales, no se había abstenido de manifestar lo irregular de todo aquello. ¿Por qué no era Grego en persona quien se lo decía? ¿Qué le ocurría para que no pudiera hablar por teléfono? Durante los años que había trabajado con el anterior dueño del almacén nunca se había visto en una situación similar.

Héctor le garantizó su comprensión y solicitó paciencia; su hermano se pondría en contacto con él lo antes posible. El administrativo se acomodó las gafas y, en un gesto nervioso, se pasó una mano por el cabello peinado con fijador.

Declaró que se haría cargo del almacén el tiempo que fuera necesario, pero también que aquello le hacía sentirse sumamente incómodo.

—Cuando estés recuperado —dijo Héctor a su hermano— tendremos que arriesgarnos a ir a la ciudad y acudir a un notario.

—¿Para qué?

No se le había pasado por alto el «arriesgarnos».

—Me concederás poder para llevar tu negocio cuando sea necesario. Ese hombre no aceptará sin más mis palabras durante mucho tiempo. Y a mí no me gusta hacer de falso correveidile.

Grego lo meditó un instante y asintió.

—Ya me encuentro mejor —dijo después, aunque no era eso lo que indicaba su aspecto. Continuaba tendido en el catre. Se le marcaban los pómulos y tenía unas profundas ojeras.

—Me alegro. Pero de momento continuarás aquí. Por tu bien.

Grego carecía de fuerzas para oponerse.

Cada vez que Héctor salía, cerraba la puerta con llave tras él.

Sara no presentó objeciones a las decisiones de su marido, las aceptó sin oponer palabra. Un asentimiento. Simplemente.

Héctor tomó nota de ello.

Habían vuelto a instalarse en su casa. Lo hicieron del modo más sigiloso posible para no atraer la atención de los vecinos. Durante la noche, como ladrones.

Todas las señales del paso de las moscas habían sido borradas.

Sara se sentía tan furiosa como avergonzada. Su madre se había ido ya. La impresión de la que había sido víctima perduraría largo tiempo. La despedida en el aeropuerto resultó fría; Laura no ocultaba el deseo de poner distancia entre ella y… aquello. Se mostraba incómoda en presencia de cualquier miembro de la familia, su hija incluida. Los miraba con temor.

—Espero que sepáis lo que estáis haciendo —dijo antes de subir al avión.

Los esfuerzos por no mencionar el nombre del hermano menor se traducían en una tensión permanente, que salía a relucir cada vez que Beatriz preguntaba cuándo volvería su tío.

—Cariño —empezó a decir una noche Héctor—, puede que el tío Grego pase un tiempo fuera.

—¿Cuánto?

—Bastante.

—¿Por qué?

—Tiene asuntos que resolver.

—¿Vuelve adonde estaba antes?

—No lo sé exactamente. Creo que sí.

—¿Está allí ahora?

—Eso es. Lo está preparando todo.

—¿No va a venir?

—Por supuesto que sí. Vendrá pronto, a despedirse. Ya lo verás.

Beatriz miró hacia otro lado. Se le encharcaron los ojos. A Héctor le conmovió semejante muestra de pudor a tan corta edad.

—No te ha dicho nada porque sabía que te pondrías triste.

—…

—Lo verás enseguida. Él no iría a ningún lado sin antes despedirse de ti. Ya lo sabes, ¿verdad?

—…

—¿Verdad?

—¿Se va por mamá?

Héctor atrajo a la niña y la estrechó contra él. La sintió fragante y cálida entre sus brazos. Aquel pequeño ser que sollozaba era su mayor éxito en la vida, lo que más quería y por quien estaba dispuesto a hacer cualquier cosa. Se dijo que todo lo que iba a llevar a cabo era por ella y nada más que por ella.

—No, mi amor. Esto no tiene que ver con nadie. Con nadie más aparte de tu tío Grego.

—¡No puedes hacerme esto! ¡No tienes derecho!

Grego gritaba en el refugio. Estaba furioso. Fuera, Héctor lo oía dar rienda suelta a su enfado. Destrozaba los alimentadores reduciéndolos a añicos. El contenido de los depósitos se extendió por el suelo formando un charco viscoso. Levantó la silla donde Héctor lo había velado y la lanzó contra la ventana. El cristal saltó en astillas, pero las contraventanas resistieron.

Habían visto a un notario y solucionado el tema de los poderes de Héctor sobre el negocio. Durante la entrevista y los traslados, Héctor no había dejado de observar a su hermano por el rabillo del ojo, atento a cualquier señal de cambio. Una vez que los documentos de cesión estuvieron en sus manos, regresaron al refugio sin entretenerse.

Por el camino Grego volvió a pedir disculpas y preguntó por Sara y la niña. Le preocupaba especialmente que Beatriz hubiera llegado a descubrir algo. En los días que había pasado a solas en el refugio —Héctor lo visitaba por las mañanas y después de salir de la refinería— había dispuesto de tiempo para meditar.

Lo ocurrido la tarde del cumpleaños echaba al traste cualquier predicción optimista que hubieran realizado. La transformación se presentó cuando no se la esperaba —varias horas antes de lo habitual— y sin apenas aviso, tan solo unos segundos, en los que Grego no se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo hasta que resultó demasiado tarde. Todo fue muy rápido, completamente anómalo respecto a lo que conocía. Lo único que permaneció constante fue el tiempo de permanencia de las moscas: sus diez días de rigor.

La conclusión a la que tanto él como los demás habían llegado era que, a partir de entonces, podían esperar las transformaciones en cualquier momento. Sin previo aviso. La movilidad de Grego quedaba así estrechamente limitada. Cualquier desplazamiento a un espacio abierto, o cerrado pero no controlado, representaba un serio riesgo para su integridad. Imaginó las moscas dispersándose en todas direcciones empujadas por el viento. Y luego, al cabo de diez días…

No quería finalizar su existencia convertido en un enjambre de insectos indeseables, comedores de carroña y transmisores de bacterias.

No quería acabar sus días de ningún modo. Todavía le quedaban muchas cosas por hacer. El balance de lo que había conseguido en la vida y lo que había pasado por alto o todavía no había logrado, contribuía a llenarlo, todavía más, de miedo y aflicción.

Pero de ahí a que aceptara sin resistencia ser encerrado bajo llave, como un animal, lejos de la vista de los demás, aún existía una larga distancia.

Héctor tuvo que recurrir a un engaño para que volviera a entrar en el refugio. Le pidió ayuda para sacar el catre y limpiarlo; después de los días que Grego había pasado retorciéndose en él estaba empapado de sudor y maloliente. Héctor se quedó atrás y una vez que su hermano hubo entrado cerró la puerta.

—¡Hijo de puta! ¡Sácame ahora mismo de aquí!

La puerta temblaba bajo sus golpes.

—Trata de calmarte y hablaremos.

—¡Abre la puerta!

—Intenta comprenderlo.

Héctor permanecía recostado contra la pared del refugio, sintiendo los golpes en su espalda. Oyó nuevos ruidos dentro. Grego buscaba en el botiquín y las estanterías del cuarto de baño algo que lo ayudara a salir de allí. Pero no encontraría nada, y el tragaluz del techo quedaba fuera de su alcance, aunque se subiera al catre no llegaría a él.

Se reanudaron los golpes. Grego arremetió contra la puerta con mayor energía. Esa misma mañana todavía le costaba caminar con soltura; había hecho el camino del refugio al coche, y luego al despacho del notario, tomado del brazo de su hermano. Sin embargo en ese momento parecía dispuesto a echar la puerta abajo a fuerza de embestidas.

Al cabo de un rato se detuvo a recuperar el aliento.

—No podrás retenerme —dijo entre jadeos—. ¿Qué piensas hacer cuando tengas que entrar? Cuando éramos niños nunca pudiste conmigo. ¿Lo recuerdas? Yo siempre te ganaba. No creerás que eso ha cambiado, ¿verdad?

Sus palabras eran ciertas. Desde muy corta edad Grego poseía mayor fuerza que su hermano mayor. No encontraba dificultades en doblegar a Héctor, quien luego se tragaba su rabia y frustración en solitario, sin quejarse ante nadie. Aquellas peleas no se les habían borrado de la memoria, y Héctor poseía la triste certeza de que Grego volvería a vencerlo si se enfrentaran del mismo modo. Por esa razón había abierto una trampilla en la parte inferior de la puerta, por donde podría hacerle llegar la comida sin necesidad de acceder al refugio.

—Muchos llamarían a esto un exceso de celo, hermano —dijo Grego.

—¿Se te ocurre otra solución?

—¡Abre la puerta!

—Solución, Grego.

—¡Abre la puerta! ¡Yo no soy como tú!

—…

—¿Me oyes?

—Te oigo.

—Yo no me mortifico haciendo cosas que no deseo para así sentirme más importante que los demás.

Héctor guardó silencio antes de decir.

—Te he preguntado por otra solución. Por una vez, por una sola vez, me gustaría obtener de ti algo práctico. Algo que nos sirva de ayuda.

Dentro del refugio se hizo el silencio.

Cuando Grego por fin volvió a hablar dijo:

—No tienes que cuidar de mí eternamente. Esa es una responsabilidad que tú te autoimpusiste.

Y añadió:

—Hace demasiado tiempo.

El hermano mayor se apartó del refugio. Echó a caminar con paso lerdo, impropio de él, entre la hierba. Corría una brisa cálida que no contribuía a aliviar el calor. Oyó a su hermano gritar que lo liberaba de su responsabilidad.

Paseó por los alrededores sin prestar atención al reloj. Había perdido mucho tiempo a lo largo de su vida mirando el reloj. Llegó a la valla que rodeaba la propiedad. Los terrenos colindantes habían ido cambiando de dueños con el tiempo, en algunos de ellos había casas en construcción, viviendas veraniegas. La hierba estaba segada; los árboles viejos habían sido cortados y reemplazados por retoños. Nada que ver con la propiedad de los hermanos, prácticamente en estado salvaje. El invierno había sido lluvioso y la primavera cálida. La vegetación actuaba como barrera natural. Héctor no conocía a los vecinos ni deseaba hacerlo.

Se zambulló en un soto en busca de sombra. El sol quedó tamizado por la celosía vegetal. La zona no había sido desbrozada en años. Los arbustos le llegaban al pecho; debía apartarlos con las manos para poder avanzar. Lo hacía con tiento, no quería dañar nada de lo que lo rodeaba. Telas de araña se le quedaron adheridas entre los dedos. Espantó a una bandada de zorzales.

Topó con un rastro entre la vegetación: un paso estrecho, abierto por un animal. Lo siguió hasta desembocar en un pequeño calvero junto a un roble, rodeado por más arbustos. En la base del tronco había una oquedad empleada como guarida quizá por un zorro. En ese momento se hallaba desierta. El suelo era de tierra. Estaba pisoteado y sembrado de plumas y pequeños huesos.

Se agachó. El lugar quedaba perfectamente oculto entre los arbustos. A pocos pasos de distancia se volvía invisible. Allí, al cobijo del roble, la temperatura era fresca. Flotaba un hálito de putrefacción en el aire. Enganchados en la corteza del árbol, en torno a la entrada de la guarida, había mechones rojizos. Examinó los huesos del suelo. Parecían de aves y roedores, y muchos estaban rotos, reducidos a astillas. Se acordó del hámster de su hija, extraviado no lejos de allí.

Cuando regresó al refugio, mucho después, este se hallaba en silencio.

—¿Grego?

Oyó movimiento dentro, pero ninguna respuesta.

—Trata de comprenderlo.

—…

—En ese caso piensa en tu sobrina.

—…

—¿Me has oído?

—Te oigo.

—Piensa en la impresión que sufriría si algo te ocurriera y saliera a la luz.

Una carcajada triste atravesó la puerta.

—¿Algo?

—Si las moscas aparecieran mientras estuvieses en la calle o esperando el metro. Si más personas te vieran cambiar y te identificaran.

—…

—¿Grego?

—¿Crees que no lo he pensado?

Ambos guardaron silencio. Héctor se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo. Una nube de polen y partículas en suspensión flotaba sobre la hierba. Tenía el acuciante deseo de irse de allí. Quería alejarse a toda prisa de aquel lugar y no tener que regresar.

—Me alegro de oírlo —dijo—. Sería insoportable para ella. Y muy duro para Sara. Y para mí.

—…

—Podemos acordar una solución respecto a tu estancia aquí. Algo que no nos obligue, a ninguno de los dos, a tomar medidas de fuerza.

—…

—Tratemos de verlo como algo temporal.

—¿Qué coño quieres decir?

—Puede tener un final. Del mismo modo que empezó puede terminar. Sin más. Cualquier día. Pensemos en ello.

Cayó el silencio, a un lado y otro de la puerta.

—Héctor.

—¿Sí?

—Vete.

—…

—¡Vete!

Las dos iban calladas en el coche. Las dos se habían arreglado para la ocasión. Héctor había insistido en ello. Beatriz lucía un lazo en el pelo y un vestido nuevo. Sara se había maquillado discretamente. Conducía con un nudo en el estómago. Tomó la salida de la autopista hacia la casa de Grego.

—No tenemos que estar tristes —dijo a la niña—, si lo hacemos, tu tío se pondrá triste también.

—Y tampoco hacerle muchas preguntas —añadió.

—¿Se pondrá triste también si se las hacemos?

—Puede ser. Sin duda.

Héctor estaba esperándolas, había ido por anticipado. Solo cuando oyeron acercarse el coche, los hermanos salieron del refugio y pasaron a la casa.

La niña saltó a los brazos de su tío. Hablaron de lo que ella había hecho en los últimos días y de lo que planeaba hacer en vacaciones. Iría a un campamento, explicó, junto a un lago; sus amigas irían también, dormirían en literas y les enseñarían a encender fuego frotando dos trozos de madera.

—¿Tienes ganas de ir?

Ella asintió.

—Muchas. Bastantes.

—Eso está bien. Muy bien.

Salvo los sillones donde estaban sentados, los muebles se encontraban cubiertos por sábanas. Sara entraba y salía de la cocina llevando refrescos y cosas para picar. Al final apareció con una tarta y repartió raciones entre todos.

—¡Vaya! —dijo Grego—. Esto ya es demasiado.

Comieron en silencio. Sara apenas tomó un par de bocados. Evitaba mirar a Grego.

Ya habían explicado a la niña que su tío regresaba a Asia, muy lejos, a ocuparse en un trabajo similar al que antes tenía allí. Una oportunidad que no podía dejar pasar.

—¿Podremos ir a verte? —le interrogó.

—Claro. Pero prefiero venir yo a verte a ti.

Beatriz asintió.

—Y hasta entonces hablaremos por teléfono. Estaremos en contacto. ¿Prometido?

—Prometido.

La niña lo miraba a él y luego a la tarta. Le permitieron tomar un segundo trozo. Ella se esforzaba en actuar de modo formal, después de cada bocado se limpiaba los labios con la servilleta, que pronto quedó embadurnada de chocolate.

Grego la contemplaba y sonreía sin alegría. Poco después anunció que tenía que resolver algunos asuntos y terminar de preparar el equipaje. Era la señal convenida. La voz le salió atragantada. Sara y Héctor se pusieron en pie.

—Será mejor que nos vayamos —dijo ella.

Beatriz abrazó por última vez a su tío.

—No llores. Volveré pronto y te traeré regalos.

Héctor tomó a la niña de la mano.

—Vamos afuera, cariño.

Salieron, dejando solos a Sara y Grego.

Beatriz y su padre aguardaron en el columpio. Él la empujó varias veces, pero enseguida ella dijo que hacía mucho calor y prefería esperar en el coche, donde había aire acondicionado. Héctor le hizo contar cosas sobre el campamento, de las otras niñas que iban a ir y las cosas que todavía le faltaban por añadir a su equipo de acampada. También hicieron planes para el siguiente fin de semana. Irían de compras y a la playa. Ella le enseñaría cuánto había progresado con las clases de natación.

No tardó en salir Sara. Llevaba el rostro rígido. Mantenía apretadas las mandíbulas.

—¿Podemos irnos?

Héctor asintió y se apeó del coche cediéndole el sitio. Él se quedaría un rato más para despedirse de su hermano.

Grego apareció en la puerta de la casa y agitó la mano. Beatriz respondió del mismo modo desde el interior refrigerado del coche.

El sonido del motor al ponerse en marcha se propagó por los alrededores como una esfera que crecía y crecía, también bajo tierra. Por un instante pájaros, roedores, hormigas en sus túneles subterráneos… interrumpieron sus labores y giraron la cabeza o agitaron las antenas alertados por aquella intrusión sonora.

Entre ellos se encontraba Chewie.

Estaba más delgado que cuando vivía con Beatriz. La vida a la intemperie lo había hecho envejecer prematuramente. Tenía una pata trasera atrofiada, fruto del ataque de un gato asilvestrado del que había logrado escapar de milagro. Su pelaje estaba mugriento y plagado de parásitos. El olfato, sin embargo, se le había agudizado. Se alimentaba a base de frutos secos desprendidos de los árboles. Su refugio se encontraba en un agujero bajo tierra, la antigua madriguera de otro pequeño animal, que quizá no había tenido tanta suerte como él a la hora de librarse de los depredadores. Dio con ella por casualidad, la primera noche que pasó a la intemperie, sobrecogido por el ulular de las lechuzas y multitud de otros sonidos desconocidos para él. Desde entonces nunca se había alejado de la protección que le ofrecía. Apenas la abandonaba más que para llevar a cabo rápidas batidas en busca de alimento. Pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo acurrucado en la oscuridad.

Aun así, Chewie estaba cansado. El invierno había sido duro. Había estado a punto de morir de frío prácticamente cada noche. El alimento escaseaba y la labor de búsqueda resultaba una novedad para él.

La primavera había traído un alivio a sus problemas, pero difícilmente podía compensar el desgaste inflingido por los meses de frío.

En el instante en que el sonido del motor lo sobresaltó, se encontraba en la entrada de su madriguera, con medio cuerpo dentro y medio fuera, evaluando la posibilidad de salir del todo y atreverse a buscar algo para comer. En su lugar retrocedió asustado por el bramido del motor y cojeó hasta el fondo de la madriguera. Allí permaneció temblando de cara a la pared. Al cabo de un rato terminó por calmarse y se quedó dormido. Tampoco tenía tanta hambre. Su diminuto pecho subía y bajaba lentamente. Podía aguardar el tiempo que fuera necesario hasta sentirse seguro. Su todavía más diminuto corazón atenuó el ritmo de los latidos. No le preocupaba si se despertaría o no a la mañana siguiente.

El refugio había sido acondicionado con algunos muebles, un intento por hacer más tolerable la cuarentena indefinida de Grego. Este entró en él y la puerta se cerró.

Después volvieron las moscas.