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Transformación Ø

Durante una de sus escasas visitas después de que se hubiera ido a Asia, Grego había confesado a su hermano el motivo principal de tan drástica decisión. En los meses previos al viaje, la sensación de resentimiento de que era presa, explicó, lo había llevado a recurrir a fantasías de destrucción y muerte para conciliar el sueño por las noches.

—Lamento sonar apocalíptico o teatral pero eso es exactamente en lo que pensaba. Imaginaba elaborados finales para personas conocidas y anónimas. Empezaba por aquellos a quienes guardaba algún rencor, por ridículo e injustificado que fuese. Soñaba con ciudades desiertas y campos carbonizados.

Los hermanos estaban en un bar, frente a la tercera ronda de cervezas, después de que Sara los hubiera invitado a abandonar por unas horas el pequeño apartamento donde ella y Héctor vivían entonces. Grego dormía en el sofá cama del salón, estancia que al día siguiente de su llegada ya se encontraba impregnada de su temperamento, con prendas de ropa abandonadas sobre los muebles, periódicos despiezados y platos con restos de las comidas que le gustaba prepararse a media noche.

Héctor tomó un sorbo de cerveza. Estaba habituado a los discursos desbocados de su hermano, al igual que a los rebuscados motivos con que justificaba sus acciones. Escuchaba con escaso interés sus palabras acerca de edificios desplomándose como fichas de dominó.

—Las fantasías tenían un efecto relajante —concluyó Grego—, como el de una droga blanda. Cada noche me conducían al sueño de forma infalible.

Héctor no se lo tomó en serio. Sabía que hacerlo lo conduciría a él de forma infalible al enfado y a comenzar una discusión, y prefería disfrutar en armonía de la compañía de Grego mientras durase su visita.

Recordó aquella escena mientras contemplaba a su hermano dar cuenta del tercer plato de comida. El aturdimiento que sufría cuando lo encontró en la habitación se había prolongado por espacio de varias horas. En ese intervalo su regreso se completó con la recuperación de los hábitos y necesidades de un ser humano, aunque acompañados de cierta falta de práctica y pequeñas molestias físicas.

Héctor lo había sacado del fangal que era el suelo de la habitación de invitados y llevado al cuarto de baño, donde puso a llenar la bañera. La primera petición de Grego —previa incluso a la de una explicación para lo ocurrido— fue de agua y alimento. Volvía presa de una sed y un apetito voraces. Se enjuagó la boca y bebió varios vasos de agua, atragantándose en el proceso. Luego su hermano le llevó café y galletas.

Los primeros bocados resultaron desconcertantes. Le dolían las encías. Masticaba despacio, reconociendo los sabores y las texturas, cuestionándose que fueran los mismos que recordaba.

Después de pasar un rato sumergido en agua caliente comenzó a recuperar la sensibilidad en las piernas. Héctor lo lavó con una esponja y jabón abundante. Ninguno dio muestras de incomodidad. Sencillamente, era lo que había que hacer en ese momento.

Una vez aseado, Grego se contempló largamente en el espejo. Su hermano lo había informado del tiempo transcurrido desde que lo dejó en casa para que se recuperara: diez días. En ese periodo ni la barba ni las uñas le habían crecido. Por otro lado, tanto el hormigueo como los supuestos síntomas de malaria habían desaparecido por completo y dejado en su lugar un malestar similar al de una resaca alcohólica, a lo que había que sumar unos pinchazos intermitentes, breves aunque agudos, en el vientre, que cada poco lo hacían doblarse de dolor.

Era presa de un horrendo sabor de boca y la primera vez que vació la vejiga su orina fue de un color oscuro y desprendió un olor pútrido, como de agua estancada. Se cepilló los dientes durante cinco minutos, aunque al principio el sabor mentolado del dentífrico le quemó la lengua.

En la cocina, Héctor lo esperaba con una comida más consistente: huevos revueltos, tortitas, miel y café.

Había dicho a sus compañeros del trabajo cuando fueron a recogerlo que ese día no iría a la refinería. Explicó que su hermano acababa de llegar por sorpresa y no se encontraba bien. No parecía grave, quizás una indisposición digestiva, pero por si acaso iba a acompañarlo a urgencias. Preguntaron si podían ayudar de algún modo. Héctor respondió que no era necesario. Más tarde llamaría a su superior para explicarle la ausencia.

Escrutaba a Grego en busca de rasgos anómalos, convenciéndose de que quien se hallaba frente a él era de veras su hermano. Este comía en silencio. Masticaba minuciosamente cada bocado. De vez en cuando se detenía sorprendido por un nuevo pinchazo en el vientre —la intensidad de los cuales iba decreciendo—, o para mirar a su alrededor como si no terminara de reconocer el lugar donde se encontraba. Contemplaba la fuente de fruta en el centro de la mesa, la fila de cazuelas de cobre sin otra función que la estrictamente decorativa, el frigorífico cuya puerta pronto luciría los dibujos de Beatriz.

Salvo por un pequeño temblor en las manos ya era capaz de controlar sus movimientos.

—No he pasado estos diez días durmiendo, ¿verdad?

Héctor no le había contado nada de lo sucedido. Había confiado en que fuera Grego quien se lo explicara a él.

—No recuerdas nada.

—Recuerdo que estuvimos juntos, que recogiste algunas cosas antes de volver al hospital. Después fui a la habitación. Supongo que me quedé dormido. Eso es todo. Hasta esta mañana.

Para entonces la habitación de invitados había sido abierta y se ventilaba lentamente.

—¿Qué es lo que ha pasado, Héctor?

Con calma, tratando de ser lo más preciso posible, pero aun así costándole dar crédito a sus propias palabras, el hermano mayor procedió a narrar lo ocurrido durante los diez últimos días. Grego escuchaba incrédulo.

—Moscas.

—Eso es.

—La habitación ha estado llena de moscas.

—No pedí la opinión de nadie. Pero eran moscas.

A Grego se le escapó una risa nerviosa. Sus manos temblorosas acertaron a encender un cigarrillo.

—¿Y dónde he estado yo mientras tanto?

Héctor lo miró con fijeza.

—Que yo sepa no has salido de la habitación.

Grego le devolvió la mirada.

—No puedes hablar en serio.

Héctor se levantó y dio unos pasos por la cocina. Volver a ver a su hermano no lo hacía sentirse aliviado.

—Estoy de acuerdo en que parece imposible.

Tras una pausa añadió:

—Pero no creo que te resulte del todo extraño. Si no, ¿por qué viniste aquí?

Héctor estaba junto a su hermano cuando este se detuvo a contemplar el panorama que ofrecía la habitación. Había visto el asombro y la repugnancia en su expresión, pero también una sombra de reconocimiento.

—Sabías que iba a pasar.

—Sí. Algo. Pero no tenía idea de qué. Solo pensé que estaba enfermo. —Dio una profunda calada al cigarrillo, retuvo el aire y lo expulsó por la nariz—. Y que en ningún sitio cuidarían de mí mejor que aquí.

Se frotaba las manos. Un velo de sudor le cubría la frente. Parecía a punto de caer presa de un ataque de nervios.

Héctor tomó asiento a su lado y le pasó un brazo por los hombros.

—Trata de tranquilizarte.

El gesto resultó rígido, falto de práctica. Ninguno recordaba la última vez que se habían prestado apoyo, más allá de la simple ayuda económica.

—¿Tienes algo que pueda tomar? —preguntó Grego.

Héctor fue al cuarto de baño, donde estaba el armario de las medicinas, y volvió con un ansiolítico suave. Lo depositó frente a su hermano, junto a un vaso de agua.

—Y ahora, ¿qué tal si me lo cuentas todo desde el principio? —pidió Héctor—. Lo que sepas y lo que creas saber. Con calma.

La historia no era larga, pero Grego realizó numerosas pausas y fumó un cigarrillo tras otro.

En las mismas fechas, un año atrás, comenzó a sentirse mal. Siempre había sido sensible a la malaria, a pesar de los tratamientos preventivos; luego, cuando empezaron los síntomas, los reconoció rápidamente como los propios de esa enfermedad. Tomó la medicación de refuerzo y continuó acudiendo al trabajo. Uno de sus socios se encontraba de viaje y el otro servía de patrón para un grupo de turistas que había alquilado un velero durante una semana, por lo que él se encontraba a cargo de todo.

Las molestias no remitieron. Todo lo contrario. Al cabo de tres días se volvieron tan intensas, habiéndose sumado a ellas un fuerte hormigueo nunca antes experimentado, que no tuvo más remedio que cerrar el negocio y quedarse en casa a la espera de que el mal desapareciera.

Se alojaba en un apartamento de dos habitaciones no lejos del muelle. Las paredes eran finas como el papel y cuando un camión pasaba por la calle parecía que el edificio fuera a venirse abajo, pero era lo más parecido a una residencia fija que había tenido en años. La proximidad de una pescadería obligaba a mantener las ventanas cerradas para evitar que el olor invadiese el apartamento. Esto, a la postre, resultó ser una gran suerte.

Tal como había hecho cuando llegó a casa de su hermano, Grego echó las persianas y se acostó.

Unas horas más tarde —o lo que él creyó que fueron solo unas horas— despertó en el suelo y aturdido. Tardó unos momentos en recuperar el control de los músculos. Todo lo atribuyó a la enfermedad. Pensó que se había caído de la cama. Quizá se había golpeado la cabeza, aunque después de palparse a conciencia no encontró ninguna zona dolorida.

Pronto se sintió mejor. Estaba recuperado de sus molestias.

Había sin embargo varias cosas que no alcanzaba a comprender. La primera era la terrible suciedad que cubría el apartamento —menor de todas formas que la de la habitación de invitados de Héctor, dado que en aquel caso las moscas se habían repartido por toda la vivienda—. La comida que tenía fuera del frigorífico se había podrido y varias cucarachas correteaban a sus anchas por el suelo. Sobre los platos sucios del fregadero se había formado una costra verde. Más sorprendente todavía era el número de mensajes en el contestador automático, la mayoría dejados por sus socios, preguntándole, con preocupación y enojo crecientes, por los motivos de su repetida ausencia del trabajo. Varios mensajes manuscritos con interrogaciones similares habían sido colados por debajo de la puerta.

Abrió las ventanas de par en par. El olor de la pescadería era más tolerable que el del apartamento. Fue a un restaurante cercano. Estaba hambriento. Mientras esperaba la comida, pidió una taza de café para terminar de despejarse, luego una segunda y, por último, un vaso de vodka. Estaba engullendo un plato de arroz reseco cuando su desconcierto alcanzó el límite. El cliente sentado a su lado estaba leyendo el periódico. Vio la fecha que figuraba en las páginas. Habían pasado diez días desde que se metió en la cama.

Incapaz de explicar lo ocurrido regresó al apartamento. Nada de lo que allí pudo encontrar lo ayudó a aclararlo.

A continuación se dirigió a la oficina del muelle. El recibimiento que le depararon sus socios tuvo el mismo tono que los mensajes, parte de preocupación, parte de enfado. Uno a causa de su viaje y el otro por la travesía en velero, no conocían la verdadera duración de la ausencia de Grego, lo que impidió que sus reacciones fueran más agudas. Se disculpó contándoles que había permanecido los días anteriores en un hospital, aquejado de una dolencia viral. Era poco creíble pero la realidad lo era menos aún.

Los socios —uno alemán y el otro francés, afincados en Tailandia desde hacía años— intercambiaron miradas de escepticismo. En el tiempo que llevaban juntos ya se habían formado una opinión propia sobre Grego y sus modos de obrar. Este prometió avisarles con la debida antelación si debía volver a ausentarse.

Con poco disimulada reticencia aceptaron sus disculpas y, después de asegurarse de que Grego se encontraba bien, todos volvieron al trabajo.

—¿Fuiste a ver a un médico? —quiso saber Héctor.

El hermano menor asintió.

—Se lo conté todo salvo lo del lapso de diez días. Me reconoció pero no encontró nada. Según él pudo ser un virus.

—Mañana iremos a ver a un médico de aquí —dijo el hermano mayor—. Que te haga una revisión completa.

Grego no presentó objeciones.

—¿Esta vez avisaste a tus socios antes de irte?

—Les dije que había un problema familiar y tenía que venir a casa. Sin más explicaciones.

—¿Te creyeron?

Grego se encogió de hombros.

—Será mejor que los llames.

—¿Y qué les digo?

—Limítate a dar señales de vida. Y di que aún tendrás que quedarte unos días.

Grego quiso ayudar a limpiar la habitación. No estaba del todo recuperado pero insistió en hacerlo.

Entre los dos descolgaron las cortinas y las metieron, junto con la ropa de cama, en bolsas de basura. Los libros y papeles de Héctor tampoco eran recuperables. Tiraron la esponja empleada para lavar a Grego y los platos donde se habían alimentado las moscas.

Después de meditarlo brevemente Héctor tiró también el traje de apicultor.

Un año atrás Grego había limpiado su apartamento con agua y lejía. Héctor no estaba convencido de que eso bastara, quería asegurarse de que todo quedara desinfectado. Como primer paso, sacaron los muebles a la parte trasera de la casa; los limpiaron con agua y jabón y luego empleando una solución suave de lejía. Ese tratamiento obligaba a volver a barnizar los muebles de madera. Por el momento los dejaron así. El siguiente paso tendría que esperar al día siguiente. Héctor conduciría entonces hasta un almacén de productos agroganaderos, donde se haría con una garrafa de aceite fenólico, empleado para la desinfección de establos.

El ordenador fue limpiado con alcohol.

A fin de que los muebles no llamaran la atención de los vecinos decidieron trasladarlos al garaje. Grego jadeaba por el esfuerzo.

—¿Quieres que hagamos un descanso?

—No. Prefiero acabar cuanto antes.

Los pinchazos que le castigaban el vientre habían ido desapareciendo, hasta que a media tarde no quedó rastro de ellos.

El año anterior no había sentido nada parecido.

Héctor sospechaba que tanto los pinchazos como el que las molestias sentidas por su hermano a su regreso hubieran sido mayores en esta ocasión podían estar relacionados con las moscas ahogadas en la leche. Ese hecho, a priori sin importancia, adquiría ahora un cariz inquietante e invitaba a formularse ciertas preguntas: ¿qué habría ocurrido si el número de moscas fallecidas hubiera sido mayor?, ¿qué había pasado con las moscas que Héctor tiró por el inodoro?, ¿existía una relación unívoca entre cada insecto y una porción del cuerpo de Grego?

Por el momento no creyó oportuno plantear tales cuestiones ni mencionar a las moscas ahogadas. Su hermano ya tenía suficientes noticias que asimilar.

Otro aspecto perturbador lo constituía la pérdida de peso sufrida por Grego: cerca de dos kilos. Algo que también había sucedido un año atrás. Héctor especulaba que ese peso podía representar el equivalente de la energía consumida durante los cambios, lo que explicaría el intenso apetito de Grego a su vuelta.

Mientras trabajaban no lo perdió de vista. No llegó a percibir nada extraño en él. Su hermano permanecía inmerso en sus pensamientos, lo que era lógico dadas las circunstancias.

Una vez hubieron retirado todos los muebles al garaje, Héctor entró en la casa y volvió a salir llevando dos cervezas. Encontró a su hermano acomodado en una silla de jardín.

—Un sitio agradable —dijo Grego.

Héctor y Sara habían construido un pequeño cenador en la parte trasera de la casa, cubierto por un emparrado. Tinajas de barro con flores adornaban el jardín. Una enredadera se encaramaba por la pared de la vivienda y rodeaba la puerta de acceso a la cocina, rumbo a las ventanas de la planta superior.

—Te lo has montado bien.

Héctor se encogió de hombros.

—Es Sara quien se encarga de todo.

—Las cosas no te van mal.

—¿En qué sentido?

Grego sonrió al ver a su hermano colocarse a la defensiva.

—En todos. Una bonita casa. Una mujer preciosa. Ahora la niña. Eres jefe de sección.

—De área.

—Lo sé. Área es más que sección.

—No nos quejamos.

—Compras cerveza de marca…

Bebían de las botellas. El líquido tenía un gusto tostado. Grego lo saboreaba haciendo chasquear la lengua. Héctor tomó asiento también y estiró las piernas.

—Seguro que aspiras a comprar un Mercedes antes de cumplir los cuarenta. ¿Quieres poner una estrella en tu vida?

Héctor sonrió como si nunca hubiera pensado en ello.

—Estaría bien.

—Tienes tus necesidades de ocio satisfechas —añadió Grego poniendo voz de anuncio publicitario.

Era la hora en que la gente regresaba de sus trabajos. Se inició un rumor de coches en la calle, hasta entonces en calma, y gemidos eléctricos de puertas de garaje abriéndose y cerrándose. Y luego el clamor de los niños que salían a jugar y voces adultas que se llamaban unas a otras preguntándose qué tal había ido el día. Procedente de alguna cocina llegaba un aroma a guiso de carne.

Poco después, en cuanto comenzara a declinar la luz, la urbanización se llenaría de ciclomotores de reparto de comida a domicilio.

Héctor fue a por otras dos cervezas. Comentó que le gustaría construir una barbacoa. Hablaron sobre el lugar adecuado para colocarla.

Charlaban enfrascados cuando unos crujidos de vegetación aplastada los interrumpieron.

Procedente del jardín contiguo y atravesando un hueco del seto que servía para separarlos hizo aparición una tortuga. Se detuvo y estiró la cabeza. Los ojillos miopes otearon el panorama a ras del suelo. Sus dueños le habían adornado el caparazón con una llamativa cruz de pintura naranja a fin de localizarla entre la hierba.

Héctor se acercó a ella y le dio media vuelta para dejarla mirando de nuevo hacia el hueco por donde se había colado. La tortuga escondió la cabeza y las patas al verse manipulada de tal modo. Pero enseguida volvió a extenderlas, y, lentamente, comenzó a deshacer su camino.

—Siempre está entrando aquí. Debe de haber alguna planta que la atrae. Una vez se coló hasta la cocina.

Grego observaba la cruz naranja que desaparecía al otro lado del seto. De pronto estaba tenso, como si la visita del reptil lo hubiera turbado.

—Se alimenta de vegetales —apuntó Héctor—. Creo.

El hermano menor acabó de un trago lo que quedaba de su botella.

Héctor volvió a sentarse. Pero la charla quedó abandonada.

Estaba distraído, pensando en el modo de limpiar la habitación de invitados, cuando su hermano habló de nuevo:

—¿Se te ocurrió hacer una foto de las moscas?

La idea ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Había permanecido diez días conviviendo con un hecho insólito y no se le había ocurrido documentarlo.

—Me habría gustado que lo hubieras hecho.

Héctor se disculpó e, interiormente, se recriminó a sí mismo.

—Me lo has contado y he visto la habitación, pero no soy capaz de imaginarlo. ¿Estás seguro de que eran moscas?

—Así es.

—¿Cómo puedes estar convencido?

Hablaba con calma, como si interrogara a un niño que después de hacer una travesura cuenta una historia inverosímil para encubrirla.

—Lo comprobé. En cualquier caso, son fáciles de reconocer.

—¿Sara las vio también?

—¿Piensas que me lo he inventado?

Grego se desperezó. Sus articulaciones crujieron.

—Es una historia difícil de creer.

—Has estado en la habitación, has visto el traje de apicultor…

—Lo sé.

—No es necesario que me digas que es difícil de creer.

—Lo siento. No pongo en duda tu palabra.

Echó la cabeza atrás y dejó que los rayos de sol que se colaban a través del emparrado le cayeran en la cara. Ahora que los pinchazos y cualquier otra molestia habían desaparecido se sentía muy bien. Mejor, de hecho, de lo que se había sentido en mucho tiempo.

—Vuelvo a tener hambre. ¿Qué hay para cenar?

—Hola, Sara.

—Hola, Grego.

—¿Es esta mi sobrina?

—No. Es la doble que la sustituye en los viajes, para que no se canse.

—¿Puedo cogerla?

Sara lo miró de arriba abajo.

—¿Puedo?

Héctor entró en la casa cargado con las maletas.

—Está bien —accedió ella—. Pero ten cuidado.

Depositó a la niña en sus brazos.

—Hola, preciosa, ¿cómo estás? No nos conocemos.

Y susurrando las palabras añadió:

—Yo soy tu tío.

Beatriz abrió y cerró las manitas.

—¿Es eso un saludo? ¿Sí? Me parece que sí.

—Ya es suficiente.

La niña regresó a los brazos de su madre, que se la llevó a la habitación. De camino dirigió un vistazo al sofá del salón, donde ahora dormía Grego, y puso los ojos en blanco.

—¿Se lo has contado?

—No —respondió Héctor.

Los hermanos habían acordado mantener en secreto lo ocurrido. En opinión de Grego, revelarlo no solucionaría nada.

—¿Quién iba a creer algo así?

—Tú tampoco me crees, ¿verdad?

Grego desvió la mirada.

—Joder, Héctor.

—¿Qué piensas entonces que ocurrió esos diez días? ¿Que estuviste dormido sin despertarte? ¿Ni un solo momento? No tiene sentido.

—¿Lo tiene tu historia?

—¿Cómo explicas entonces lo del año pasado? ¿Y el estado de la habitación cuando despertaste?

Grego movió la cabeza negativamente.

—No lo sé.

Hizo una pausa.

—De lo único de lo que estoy seguro es de que ya ha pasado —carraspeó—, y que tu versión no nos favorece a ninguno.

Durante el viaje de regreso a casa Héctor había mentido a Sara. Su hermano había conocido a alguien en el avión que lo había traído desde Tailandia. Una chica. La noche que ellos pasaron en el hospital ella lo llamó. Pasaron juntos los diez días siguientes.

La mentira previa acerca de cómo no había encontrado la documentación ni el dinero de Grego entre su equipaje apoyaba la historia.

Ella viajaba en el asiento trasero, junto al serón de Beatriz, y miraba a su marido a través del retrovisor.

—¿Y la habitación? ¿Y las moscas?

—Una infestación. Nada que ver. Debí llamar a los exterminadores en el primer momento.

La habitación de invitados había sido desinfectada mediante aceite fenólico y una bomba de agua, al igual que los muebles, que continuaban en el garaje. De todos modos el panorama con que se encontró Sara era desolador: el agua había corrido la pintura de las paredes e hinchado el parqué; mientras que la fetidez del encierro había sido reemplazada por un picante olor químico.

En su dormitorio, Sara se paseaba acunando a la niña. Héctor entró y vio que estaba llorando.

—No sé lo que os traéis vosotros dos entre manos ni quiero saberlo —espetó a su marido—, pero no admito que me tomes por estúpida.

Él trató de replicar pero ella no se lo permitió.

—¿Qué coño pasa con tu hermano?

—¿Qué pasa con él?

—Estaba divirtiéndose por ahí, tan tranquilo, mientras nosotros nos preocupábamos. ¿No crees que eso merece más que una disculpa por su parte?

Hizo una pausa. Los ojos le brillaron.

—No habéis estado juntos, ¿verdad? No has esperado a que yo me fuera para reunirte con él e iros de juerga. Di me que no.

Hablaba sin alzar la voz, para no sobresaltar al bebé, pero las palabras le salían disparadas por el enfado. Una perdigonada de saliva fue a parar al rostro de Beatriz, que arrugó el ceño. Sara se apresuró a limpiarla.

—Perdón, mi amor. —Le pasó un pañuelo de papel por la frente—. Perdón.

Un nuevo ataque de lágrimas la hizo sentarse en la cama.

Héctor fue junto a ella. Alargó la mano para acariciar al bebé pero Sara lo apartó de él.

—Sara…

—Imbécil.

—Escúchame bien, te lo pido. Yo no he tenido nada que ver con lo que ha pasado. Nada. Deseo que quede claro.

Calló a la espera de una respuesta.

—¿Sara?

Ella depositó al bebé sobre la cama y se secó las lágrimas. Héctor le acarició la espalda. Ella no se movió ni dijo nada.

Los análisis determinaron que Grego se hallaba en perfecto estado. En cuanto conoció los resultados anunció su intención de regresar a Tailandia.

—Es mejor no complicar más las cosas —dijo a su hermano—. Ya te he causado demasiadas molestias.

Héctor opinaba que debía quedarse un tiempo y asegurarse de que no surgían secuelas.

Grego sonrió sin humor, como si su hermano insistiera en una broma ya gastada.

—Me encuentro perfectamente. Ya has oído al médico. Además, tengo que volver al trabajo. Estaré bien, de veras.

En efecto, su aspecto era excelente; nada que ver con el que presentaba cuando apareció por sorpresa en la maternidad del hospital.

Sara recibió la noticia con muda satisfacción. En el momento de la despedida se mostró distante pero cordial. Aceptó las disculpas de Grego.

Héctor acompañó a su hermano al aeropuerto. Decidieron actuar como si nada hubiera ocurrido. También quedaría entre ellos que era el hermano mayor quien pagaba el billete a Bangkok. Se despidieron con un abrazo.

—Tómate las cosas con calma —pidió Grego.

Antes de separarse Héctor le devolvió la foto de los dos que había tomado de su cartera. Grego la miró un instante, como si no supiera de qué se trataba. Sonrió y se la guardó en el bolsillo trasero de los pantalones.

Héctor lo observó alejarse entre la corriente de pasajeros. Todavía estaba al alcance de su vista cuando, antes de llegar al control de pasaportes, se volvió para decir algo a dos chicas que estaban tras él en la cola; llevaban pantalones cortos y camisetas de tirantes. Las chicas se miraron entre sí y rieron. Vio que les enseñaba su tarjeta de embarque y que ellas a su vez hacían lo mismo con las suyas. Luego él dijo algo más y entonces fueron los tres quienes rieron.