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Cuando se rompe la pauta

—A partir de ahora yo me haré cargo de mi hermano —sentenció Héctor.

Habían atrapado a las moscas del vestuario empleando el cazamariposas y las habían devuelto al refugio. Héctor no quiso prestar oídos a la propuesta de Sara acerca de conservarlas hasta más allá de la vuelta de su hermano, como habían hecho el año anterior con un único ejemplar.

Recogieron los cuerpos muertos del suelo del vestuario y procedieron a enterrarlos.

A la mañana siguiente, Grego regresó acompañado por un dolor como nunca antes había experimentado. Agujas al rojo lo atravesaban de parte a parte.

Permanecía acostado en su habitación. No quiso ir a ningún otro sitio. Se aferraba a las sábanas y los ojos se le desorbitaban ante cada acometida del dolor.

Agarró a Héctor de la manga y lo acercó hacia sí.

—¿Qué ha pasado?

Hablaba entre resoplidos, como una parturienta.

Un accidente. La ventana. La abrió apenas una rendija para aliviar el calor. Estaba vigilando. Pero no esperaba que las moscas se abalanzaran de aquel modo hacia el aire fresco.

Grego recostó la cabeza en la almohada. Quizás aliviado por la idea de que partes de él volaran en ese momento sobre los campos, libres de dolor.

—No volverá a ocurrir —declaró Héctor—. Te lo juro.

Apretaba la mano de su hermano. Estaba ardiendo. Había cabellos desprendidos en la almohada.

El padecimiento se prolongó durante tres interminables días. Héctor fue a buscar a Diana para que lo ayudara a cuidar de él.

Una dolencia intestinal. Algún alimento en mal estado. No es la primera vez que le ocurre.

Ella le pasaba un paño húmedo por la frente. No comprendía que no quisiera ver a un médico.

Probaron analgésicos y relajantes musculares.

Solo admitía alimentos líquidos. Bebía enormes cantidades de agua. No la quería ni fría ni caliente, debía estar a la temperatura justa. Diana le preparó sopa. Se la administraba a cucharadas; a él le temblaba demasiado el pulso.

Tardó otros diez días en encontrarse plenamente repuesto.

En ese tiempo Sara le hizo una única visita. Lo miró a los ojos. Beatriz lo echaba de menos y deseaba que se mejorara cuanto antes, dijo. Diana permanecía sentada junto a la cama. Había pasado la noche allí; tenía mechones pegados a la frente y el cansancio la hacía parecer enferma a ella también.

Héctor fue taxativo. No tendrían lugar más experimentos. Desde ese momento se limitarían a cuidar y proteger a Grego durante los diez días al año en que así lo requería. Nada más. Tal como él deseaba. Las pruebas, las investigaciones, tan solo habían traído malestar y dificultades.

Por el bien de todos.

—¿Estamos de acuerdo?

Su mujer asintió. Nunca en todo el tiempo que se conocían lo había oído hablar con una contundencia comparable. Pero también con resentimiento. Resentimiento que no iba dirigido únicamente a ella, sino también contra sí mismo.

Sara acató la decisión.

No volverían a hablar de las moscas.

No más investigaciones.

Grego y Diana recuperaron su vida anterior. Él le preguntaba qué debía haber en la casa para que ella quisiera quedarse. A continuación le preguntaba qué no debía haber. Él lo arreglaría todo.

El próximo junio se hallaba muy lejano. Invisible en la distancia.

Ella reía ante su insistencia. Le gustaría vivir en un apartamento en la ciudad. Las ventanas darían a un patio con árboles. Podrían espiar las conversaciones de los vecinos.

Iban juntos al mercado. Escogían entre las frutas y verduras como si fueran antigüedades o sellos valiosos.

A Diana le gustaba ir al cine. Pocas cosas alcanzan la intensidad del momento en que se apagan las luces y se ilumina la pantalla, decía. Cuando aún todo puede ocurrir.

En la refinería corría el rumor de que se veían en los vestuarios. Aunque tal cosa nunca había llegado a suceder. La prudencia de ella se imponía. Las secretarias buscaban arrugas en su uniforme. Aseguraban que Grego estaba especialmente dotado.

Salían los cuatro juntos: Grego y Diana, Héctor y Sara. Para los hermanos era importante. Durante las cenas, los dos se enfrascaban en largas conversaciones acerca de su infancia, como si hiciera años que no se veían. Risas. Héctor se secaba los ojos con el borde de una servilleta. La anécdota era cómica pero no lo dejaba en buen lugar.

—Vale, vale…

Pero Grego continuaba.

Diana escuchaba boquiabierta. Sara reía, tenía que posar los cubiertos. Sus pendientes se balanceaban.

Iban a la playa. El pecho lleno de Diana atraía las miradas. Grego se percataba de ello. Se movía para disimular el bulto que crecía en su entrepierna.

Ella paseaba en torno a la casa con una regadera de hojalata. Desde el salón, él la contemplaba aparecer y desaparecer tras los cristales deformantes de las ventanas.

Tan solo diez días.

¿Sería capaz de comprenderlo?

Se preguntaba.

Si fuera así, serían libres de ir adonde quisieran. Grego podría volver a hacer las cosas que hacía antes.

Le hacía regalos espontáneos que ella aceptaba con suspicacia.

A mediados de agosto recibieron la visita de los padres de Diana. En el tiempo que estuvieron allí, el acento de esta experimentó una repentina transformación para volverse similar al de su madre, que engolaba las primeras sílabas de las palabras.

Comieron fuera de la casa. La brisa mecía las esquinas del mantel. Agitaban las servilletas para espantar a las avispas que se acercaban al postre.

El padre se abstraía a menudo de la conversación y dejaba vagar la mirada. Tenía piernas cortas y brazos robustos. Un hombre recio. El vello le asomaba bajo el cuello de la camisa. Tatuajes desvaídos, como manchas de ceniza, en ambos antebrazos, recuerdo de sus años en la marina.

—Vives en un bonito sitio —dijo a Grego.

—¿Te importa si te pregunto tu edad? —lo interrogó luego.

Y más tarde:

—¿Me puedes recordar a qué te dedicas?

Grego respondía concisamente. No aventuraba planes de mejora.

—¿Alguien quiere más vino? ¿Sí?

Para que Diana aceptara lo que le ocurría debía ofrecerle algo a cambio, concluyó. Algo mejor que lo que poseía en ese momento. Reactivó su búsqueda de un nuevo trabajo. Se cuidaba las manos tratándolas con aceite de oliva. Mantenía las uñas aseadas, libres de grasa de la segadora.

Septiembre. Días cada vez más cortos. Un olor diferente en el aire.

—¿Quieres ir a algún sitio el sábado?

Ella rellenaba un crucigrama. Estaba tumbada en el sofá, se le formaba un pliegue de piel bajo la barbilla. Garabateó en el borde de la página, pensando la respuesta.

Su abuelo vivía en un pequeño pueblo del interior. Apenas un puñado de casas. Hacía mucho que no lo visitaba.

—Iremos —asintió Grego.

El paisaje se volvió amarillo y luego marrón a medida que se aproximaban. Diana llevaba un plano de carreteras desplegado sobre el regazo. Creció el calor. Fue como si retrocedieran varias semanas, de regreso al corazón del estío. Salieron de las vías principales. Tuvieron que dar media vuelta y deshacer el camino en un par de ocasiones. Campos de girasoles marchitos, decididamente erguidos a pesar de su estado, con las corolas apuntando en la misma dirección, como si una ráfaga de viento solar los hubiera abrasado. Nidos de cigüeñas en torres de alta tensión. Diminutos racimos de casas del mismo color del terreno. En cada cartel indicador, una corona de flores seca.

El pueblo se elevaba en lo alto de un otero. El sol caía sobre él como un castigo. Todas las calles eran en pendiente. No había ni un alma a la vista; era como si los habitantes hubieran cedido su lugar a los gatos que sesteaban en los soportales.

—Es aquí —dijo Diana deteniéndose frente a una puerta.

Accionó la aldaba. No había timbre.

Les abrió un hombre que era como una cáscara hueca. Los pantalones le quedaban flojos y olía a loción de afeitar.

—¡Abuelo!

El anciano recibió agradecido los besos de Diana. Cuando esta le presentó a Grego él murmuró algo ininteligible e inclinó la cabeza en una reverencia involuntaria.

Comieron en la cocina, sobre un mantel de hule. Cada vez que el anciano se levantaba por más pan o vino, Diana lo seguía con las manos preparadas, dispuesta a cogerlo cuando se cayese.

Después de la comida, el abuelo declaró su deseo de acostarse a descansar. Apeló a los privilegios que le concedía su edad. Diana y Grego lo disculparon; irían a dar un paseo.

—¿Qué ha sido de Ramsés? ¿Sigue vivo? —preguntó ella.

El anciano se detuvo a mitad de camino de su habitación.

—Ramsés no morirá nunca —dijo con una sonrisa en la que faltaban la mayoría de los dientes.

Antes de salir, Diana rebuscó en la alacena. Cogió un par de zanahorias y se las guardó en el bolsillo.

Recorrieron las calles silenciosas. Se cruzaron con algunos vecinos, les devolvieron los saludos. Hornacinas con vírgenes de rasgos desvaídos en las fachadas.

Caminaron hasta sobrepasar los límites del pueblo y tomaron un camino de tierra.

—¿Adónde vamos? —quiso saber Grego.

Ella señaló una casa aislada que rielaba unos cientos de metros más adelante. El cielo era de un azul blanquecino.

—Vas a ver.

Grego se abstuvo de preguntar. Sabía que no le diría más.

Los alrededores de la casa parecían un vertedero. Somieres oxidados. Un coche montado sobre ladrillos. Pajareras vacías. Fuentes de falso mármol.

Había un perro atado al cable de un tendedero de ropa. Corría de un extremo a otro; la cadena se deslizaba por el cable. Sus ladridos advirtieron de la llegada de la pareja. La silueta de un hombre apareció en la puerta de la casa.

Medía casi dos metros e iba con el torso descubierto. El estómago se le desbordaba sobre un cinturón adornado con tachuelas. Era inmensamente calvo y tenía la piel del color del chocolate, atezada por la intemperie. Llevaba varios anillos de plata.

El fruncimiento del ceño desapareció en cuanto pudo reconocer a Diana.

Cuando se acercaron más, Grego vio que una gruesa cicatriz recorría el vientre del hombre en vertical, como si antaño se hubiera sometido a una cesárea.

Presentaciones. Grego no captó su nombre. Parecía extranjero. Su mano se perdió dentro de la del hombre calvo.

Poseía una sonrisa luminosa, que dedicó repetidamente a Diana. No podía creer cómo había cambiado. La escudriñó de la cabeza a los pies, varias veces.

—¿Cuánto tiempo hacía que no venías por aquí?

Ella se encogió de hombros y apartó un mechón de la frente.

—Años. Muchos.

Una niña con un vestido de flores se asomo a la puerta. Llevaba la barbilla apretada contra el cuello y se chupaba el pulgar. Iba descalza. Permaneció allí, mirándolos con timidez. Al cabo de un rato inició un baile silencioso que consistía en hacer oscilar las caderas.

—¿Y bien? ¿Qué os trae a mi casa?

El hombre se dirigía exclusivamente a Diana. Una vez concluidas las presentaciones Grego había desaparecido para él.

—Nos gustaría ver a Ramsés. Mi abuelo ha dicho que sigue aquí.

—Por supuesto que sigue aquí —dijo el hombre asintiendo. Abrió las manos con las palmas hacia arriba y miró al cielo—. Adónde va a ir si no.

Los condujo hasta una cuadra en la parte trasera de la casa. Había excrementos de oveja en el camino. A los lados, más trastos viejos. Ruedas de bicicleta y un motor fueraborda.

Grego quedó momentáneamente cegado cuando pasó de la claridad del exterior a la penumbra de la cuadra. Dentro hacía aún más calor. Olía a paja y madera vieja. Partículas de polvo bailaban en el haz de luz que entraba por un ventanuco cubierto de telarañas. Colgado junto a la puerta había un botiquín. Algo se movió al fondo del corral.

—Tienes visita —dijo el hombre.

Diana avanzó sin miedo.

—¿Ramsés?

Unas pezuñas rascaron el suelo de tierra. Ella se acuclilló y sacó una de las zanahorias del bolsillo.

—¿No tienes hambre?

—Ese siempre está hambriento —apuntó el hombre—. Se te comería la ropa si lo dejaras.

Una masa renqueante y peluda emergió de la oscuridad avanzando hacia la zanahoria. Un macho cabrío, tan viejo y gordo que las patas apenas alcanzaban a sostenerlo. El pelo negro se le enroscaba en sucios tirabuzones, tan largos que arrastraban por el suelo. Tenía la barba canosa.

Después de que la hubiera olfateado, unos dientes amarillos cortaron un trozo de zanahoria. Las mandíbulas comenzaron a moverse a derecha e izquierda. Pequeñas jorobas le deformaban la espalda, todo un rosario de quistes y tumores.

A un lado de la cabeza, el macho cabrío poseía un tercer ojo. Este miraba fijamente a Grego mientras masticaba. Permaneció clavado en él.

Diana observaba su reacción. A Grego se le atragantó la respiración y retrocedió un paso. Algo se le había helado en el pecho. El hombre echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

—Siempre igual.

El ojo estaba fijo. No parpadeaba. Parecía independiente de los demás, que no se apartaban de la zanahoria.

El hombre juró que nunca se cerraba. Ramsés dormía con él abierto. Y aun así, a pesar de los muchos años del animal, no había perdido su brillo. Estaba convencido de que el ojo era útil, de que se hallaba unido al cerebro a través de su propio nervio.

Contó que cuando Ramsés nació y la voz de su peculiaridad corrió por el pueblo, los vecinos se presentaron en la casa portando cuchillos y aperos de labranza, dispuestos a acabar con él y reducir sus restos a cenizas en el fuego purificador. Al hombre no le quedó más remedio que disuadirlos por la fuerza. Durante tres días y tres noches hizo guardia ante la cuadra con una escopeta.

Diana sacó la otra zanahoria y se la ofreció al macho cabrío.

—Vamos, acércate —pidió a Grego—. No tengas miedo.

Él obedeció asqueado, poco deseoso de arrimarse a semejante ser. Ramsés reculó, pero enseguida volvió por más alimento.

—Mis hermanos y yo veníamos a verlo cuando éramos niños. Le traíamos regalos. Decíamos que daba buena suerte —explicó Diana mientras acariciaba el grueso pelamen del animal.

Detrás de ellos, con el haz de luz del ventanuco cortándolo en diagonal, el hombre asentía en silencio. Recordaba aquella época pasada, más próspera y feliz.

Los dos hermanos se reunieron en el bar de la urbanización. Grego llegó en primer lugar. Había pasado por casa después del trabajo para cambiarse de ropa. Llevaba una camisa planchada y tejanos nuevos. Escogió una mesa al fondo del local. Apuró una copa de un par de tragos y pidió otra para la espera.

Héctor se le unió poco después.

Empezaron hablando de temas menores. En la refinería una grúa había chocado contra un haz elevado de tuberías; era el acontecimiento del día. Grego posaba su copa en la mesa y la levantaba; trazaba cercos de humedad.

—¿Y bien? —preguntó el hermano mayor al cabo de un rato—. ¿Quieres decirme algo?

Grego asintió. Carraspeó.

El primo de su jefe era dueño de un almacén de vinos, explicó. Actuaba de intermediario entre bodegas y restaurantes. El negocio marchaba bien. Contaba con una cartera de clientes fijos. La semana anterior su mujer había recibido una oferta de trabajo que no podía rechazar pero que los obligaba a trasladarse al extranjero. Iban a vender el almacén.

Grego ya había visitado el lugar. No se encontraba lejos de allí; en dirección a la ciudad. Tenía buen aspecto. Le habían mostrado los libros de cuentas. Los clientes eran solventes.

Héctor escuchaba sin hacer comentarios.

El precio de venta era elevado. Pero, en opinión de Grego, justo dadas las circunstancias. También había acudido al banco, explicó. Solo le concederían el crédito necesario si alguien lo avalaba.

El dinero que le quedaba de la venta del negocio de Pattaya no era suficiente, añadió. Había gastado una parte considerable en los arreglos de la casa. Por otro lado, disponía de cierta experiencia como comerciante de licores. Podía hacerse cargo del almacén. Estaba seguro. Al cien por cien.

—¿A cuánto asciende el aval?

Grego se lo dijo. La cantidad quedó flotando en el aire.

El hermano mayor guardó silencio. Se recostó en la silla. Llevaba la corbata aflojada y tenía los ojos cansados.

Emitió un largo:

—Bueno.

Y añadió:

—Quiero ver esos libros de cuentas antes de hacer nada.

Diana reaccionó primero con sorpresa y después con alegría moderada.

—¿De veras es lo que quieres?

Él asintió.

—Mi propio negocio.

En la parte trasera del Land Rover había cajas de vino. Desde ese momento y durante unos pocos meses las habría de continuo.

Por su parte, Sara acogió la noticia con escepticismo, aunque se abstuvo de efectuar comentarios. Héctor repetía que su hermano sabía lo que tenía entre manos.

Grego abandonó el trabajo en la refinería. Compró varios trajes. Tenía buen gusto para los zapatos.

Procedió a visitar a todos los clientes y proveedores del almacén a fin de presentarse. Su desenvoltura logró disimular el conocimiento vacilante que tenía del negocio. Les regaló botellas de vino francés y californiano, brillantes como si hubieran sido barnizadas, arropadas entre paja, en elegantes cajas de tres unidades. Los pedidos previos al cambio de manos del negocio fueron ejecutados puntualmente.

El almacén contaba con dos empleados: un administrativo y un chico para los repartos. Conservó a ambos. El primero llevaba dos décadas en el negocio y puso a Grego al tanto de cuanto necesitaba saber.

A partir de las cinco, el almacén quedaba sumido en silencio. A Grego le gustaba permanecer allí más allá de la hora de cierre. Revisaba las facturas y los cobros pendientes. Paseaba entre las filas de cajas.

Héctor saboreaba un sorbo de vino. Acababan de descorchar la botella.

—Exquisito.

Se pasó la punta de la lengua por los labios.

—¿Es realmente bueno? —preguntó—. Reconozco que no tengo sensibilidad para el vino.

—Lo es —dijo Grego con tono experto. Sostenía la botella como quien sostendría a un recién nacido.

El despacho de Grego estaba preparado para recibir clientes. Los sillones eran de piel, había expositores con botellas escogidas. Un sacacorchos de plata sobre la mesa. Héctor miraba a su alrededor. Sus palabras producían un tenue eco.

Una mañana, cuando el hermano mayor llegó a la refinería y cruzó la zona ajardinada frente a las oficinas vio que alguien volvía a conducir la segadora. Un chico de espalda encorvada y mirada ausente. No preguntó su nombre.

—¿Por qué no tenemos un perro? —quiso saber Beatriz.

—¿Por qué no sales a jugar? —respondió su madre.

A través de la ventana se veían unos cuantos niños correteando al otro lado de la calle. Sus gritos alcanzaban notas dolorosas.

—Ve con ellos.

Beatriz se dejó caer, enfurruñada, en un sofá.

—¿No?

La niña meneó la cabeza.

—Papá siempre dice que tendremos uno. Me está engañando.

Sara tomó asiento junto a ella. Le cepilló el pelo con los dedos. Brillaba. Era largo.

—¿Has hablado con él?

—¿Para qué? Me dirá lo mismo.

—Quieres un perro —dijo Sara.

Habló para sí, como si pasara a limpio la idea. Algo definitivo.

—Lo cuidaría. No tendríais que preocuparos por nada. Por nada —repitió.

Sara acercó la nariz a la cabeza de su hija e inhaló profundamente.

—En este vecindario ya hay suficientes perros. Demasiados, en realidad. ¿Lo sabes?

—Sí.

Un sí vacilante.

—Bien.

Fueron a una tienda de animales. Escogieron un hámster. Si Beatriz daba pruebas de ser capaz de hacerse cargo de él volverían por un perro. Ella lo aceptó tan solo como una solución temporal. El roedor era de color negro. Cuando se ovillaba para dormir, cosa que hacía durante la mayor parte del tiempo, era difícil distinguir qué extremo del cuerpo era cada cual.

Absorbería la atención de Beatriz menos que un perro.

Le compraron una jaula esférica, del tamaño de una pelota pequeña. Dentro de ella, el hámster podía desplazarse por la casa. Producía un sonido como de ronroneo sobre el parqué. Beatriz le puso el nombre de Chewie. Le reponía el agua y el pienso y se quedaba sentada junto a él, decepcionada porque no hubiera que hacer nada más.

El precio de los regalos que Grego hacía a Diana aumentó. Ella insistía en que no eran necesarios y él en que, simplemente, le gustaba hacerlo. Ropa. Zapatos. Salían a cenar varias noches por semana.

No le había contado nada aún.

Quería disfrutar del momento por el que estaba pasando. Solo se trataba de un aplazamiento. Se decía a sí mismo que lo haría.

Ella dormía con los labios entreabiertos. Se pintaba las uñas de los pies. Paseaba descalza por la casa. Decía que le gustaría acostarse todas las noches sobre sábanas limpias.

Cuando iba por la calle, Grego se fijaba en las parejas con las que se cruzaba. Trataba de percibir puntos en común entre sus miembros. A simple vista. Una actitud semejante. Niveles compatibles de atractivo.

En un par de ocasiones, Diana le preguntó dónde estaban las llaves del refugio.

—¿Para qué las necesitas?

Los latidos, acelerados de repente.

—Es donde están las herramientas, ¿no?

Ella estaba haciendo alguna pequeña reparación, colgando un cuadro. Necesitaba un destornillador, un martillo. Podía encargarse, no hacía falta que él se moviera.

Grego insistía en ir a buscarlos en persona. Poco después volvía del lugar donde realmente estaban guardadas las herramientas. Ella no parecía sospechar. Le daba las gracias y regresaba a lo que estuviera haciendo.

Un domingo, su hermano, Sara y Beatriz fueron a comer a su casa. La niña se empeñó en llevar al hámster. Hacía frío, otoño bien avanzado. El roedor correteaba por las habitaciones dentro de su jaula. Se metía debajo de los sillones y salía arrastrando bolas de polvo.

Grego y Diana planeaban ir a esquiar en el mes de diciembre. Ella estaba ilusionada y un poco nerviosa; nunca había ido a la nieve.

La chica se movía por la casa con desenvoltura de propietaria. Si se percataba de que todos —por diferentes motivos— la escrutaban cuando aumentaba la potencia de la calefacción o llevaba el postre a la mesa no lo dejaba traslucir.

Sentados a la mesa, sentían la jaula de Chewie golpeando contra sus pies.

—Beatriz, ¿por qué no te lo llevas fuera? —propuso Sara.

En cuanto la niña lo depositó en el camino de acceso a la casa, la nariz del roedor pareció enloquecer. Olfateaba en todas las direcciones. Chewie se alzaba sobre las patas traseras. Quería abarcar cuanto lo rodeaba. Hacía rodar la jaula unos metros. Olfateaba un poco. La hacía rodar en la dirección opuesta. No resultaba sencillo. El camino era irregular. Se golpeaba contra las piedras y quedaba atrapado en los baches.

La niña nunca lo había visto comportarse de ese modo y se propuso ayudarlo.

Detuvo la jaula en mitad de una carrera pisándola con la punta del pie. Desacopló las dos mitades que la formaban. Como si se tratara de un huevo que acabara de eclosionar, el hámster salió de su interior.

Al principio permaneció inmóvil. Continuó olfateando a su alrededor, como si decidiera hacia dónde dar el primer paso.

Luego salió corriendo a sorprendente velocidad. Antes de que Beatriz pudiera detenerlo, se zambulló en unas matas de hierba alta. Algunos tallos oscilaron y desapareció.

Lo buscaron hasta que se hizo de noche. La hierba estaba húmeda. Quedaron empapados hasta las rodillas. Pisaban con cuidado para no aplastar al roedor.

—No es posible.

Grego se rascaba la cabeza. Habían salido corriendo en cuanto oyeron los gritos de la niña. El animal no podía haber ido muy lejos.

—Increíble.

Estaba molesto. Le dolía el disgusto de su sobrina. Que hubiera ocurrido en su casa.

Era como si se hubiese esfumado. Como si se hubiese escondido bajo tierra.

—Podría haber ocurrido en cualquier otro sitio —dijo Héctor contemplando la tupida vegetación.

Beatriz permanecía junto a la puerta con un plato repleto del pienso favorito del hámster.

En el camino de regreso Héctor le dijo que su mascota sería ahora más feliz, en el campo, con los suyos.

—¿Más feliz que conmigo?

—Ya sabes lo que quiero decir, cariño.

Ella guardó silencio un instante.

—¿Ahora podré tener un perro?

Cuando llegaron a casa estaba llorando, acurrucada en un rincón del asiento trasero. Su madre tuvo que alzar la voz para que saliera del coche.

En las últimas semanas la pareja había estado considerando la posibilidad de tener un segundo hijo.

A la mañana siguiente, Héctor debía dirigir un simulacro de incendio. Habría medios de comunicación presentes, escrutando con lupa cuanto sucediera.

Sara asistiría una operación de bypass de aorta.

Para ir a esquiar Grego alquiló un vehículo más apropiado. A su Land Rover se le colaba el frío por cada junta. Escogió un todoterreno. Diana estaba inquieta, sería la primera vez que se montara en unos esquís. Él la tranquilizó asegurándole que le enseñaría los fundamentos básicos; aunque en realidad no había practicado el esquí más que en un par de ocasiones, años atrás, cuando estaba en la universidad.

Fue a buscarla a la salida del trabajo. Mientras esperaba, varias personas se detuvieron a saludarlo y echar un vistazo al vehículo. Diana se acercó tirando de una pequeña maleta. Él contempló su contoneo. El frío le había encendido los colores.

La nieve hizo su aparición media hora después. Primero, retazos en las cunetas; luego, una extensión interminable y siempre en pendiente. Diana iba absorta en la contemplación del paisaje, sobre el que ya empezaba a caer la noche. Una suave música manaba de la radio. El todoterreno olía a nuevo. Pasaron ante cocheras de quitanieves junto a las que aguardaban pilas de sacos de sal ordenadas en pulcras hileras.

Llegaron al hotel de la estación de esquí a la hora de la cena. El recepcionista los informó de que el estado de las pistas era inmejorable. Fijada a un panel de corcho se encontraba una copia del parte meteorológico para el día siguiente: era favorable.

El comedor tenía una chimenea circular en el centro y un tupido árbol de Navidad en un rincón. Los rostros de los comensales hacían gala de una fatiga satisfecha después de haber pasado la jornada en las pistas. En las paredes colgaban antiguas fotografías del lugar: esquiadores abrigados con gruesas prendas de lana, sosteniendo esquís de madera.

Poco después tomaban una copa en el salón, apoltronados en unos sillones gastados pero todavía confortables. Había varios grupos de hombres en la barra; dirigían miradas disimuladas a Diana. Ella calentaba una copa de coñac entre las manos, no parecía darse cuenta de lo que ocurría. Grego le acariciaba la rodilla mientras conversaban. Se sentía hondamente satisfecho. Más de lo que se había sentido durante la mayor parte de los momentos vividos en Asia, más de lo que se había sentido cuando inauguró el negocio de Pattaya y, por supuesto, más de lo que se había sentido en los últimos años, desde su obligado regreso. Se volvió hacia los hombres de la barra. Ellos apartaron la mirada.

Era capaz de todo.

Después de desayunar fueron a alquilar los equipos. Para la hora de la comida, Diana ya podía sostenerse tímidamente sobre los esquís y recorrer unos metros por la pista de principiantes. Cuando se tendieron en la habitación para echar una breve siesta, Grego empezó a despojarla de la ropa. Ella se resistió.

—Me duelen las piernas —se quejó.

Pero él no se dio por vencido tan fácilmente.

—Déjame a mí.

Por las noches no bajaban las persianas. El paisaje se volvía de color azul. Podía verse a una distancia asombrosa.

Al tercer y último día de su estancia, Diana poseía la habilidad suficiente para que los dos pudieran descender a la par.

—Voy a descansar un poco. ¿Vienes? —preguntó.

En ese momento apenas había cola en los remontes.

—Enseguida. Voy a bajar una vez más.

Se separaron, Diana hacia el hotel y Grego hacia una pista de mayor dificultad. Mientras el remonte lo conducía ladera arriba, se ajustó cuidadosamente gafas y guantes. Fue presa de un escalofrío. La temperatura parecía haber descendido.

Una vez en lo alto lo abrumó lo acusado de la pendiente. En un primer momento pensó que superaba sus capacidades. Visto desde allí el hotel no era más que un pequeño rectángulo marrón con puntos multicolores moviéndose en sus inmediaciones. La carretera se perdía en dirección al valle.

Un grupo de adolescentes provistos de snowboards y ropa fluorescente pasó junto a él y se lanzó ladera abajo sin vacilar. Un aullido retador, un impulso y allí estaban, trazando amplias eses, haciéndose cada vez más pequeños.

Decidió seguirlos. Podía hacerlo. Se encomendó a sí mismo.

Ganó velocidad con rapidez. Los primeros giros resultaron un tanto vacilantes. En uno de ellos trastabilló y se vio a sí mismo cayendo, pero logró conservar el equilibrio en el último instante.

Fue cobrando seguridad. Los chicos de los snowboards casi habían llegado abajo. Se olvidó de ellos. Ya no existían. Tampoco el hotel y, por un instante, tampoco Diana. Apenas era consciente de que en algún lugar había alguien esperándolo. Estaba concentrado en lo que hacía. Solo lo acompañaba el sonido de los esquís al rascar la nieve. Sentía el aire frío en la cara, agrietándole los labios. Podía ver las líneas de flujo doblándose y rodeando su cuerpo para volver a juntarse tras él. Era como si se colasen por el interior del traje, como si se deslizaran sobre su piel a fracciones de milímetro de distancia. Piernas y brazos obraban por sí mismos. Él tan solo debía dejarse disfrutar. Los rastros paralelos que dejaba sobre la manta de nieve eran la rúbrica perfecta a aquellos días de descanso.

Más tarde reconstruiría innumerables veces el momento. Rememoraría las sensaciones de los instantes previos para compararlas con las de después, en un intento por determinar cuándo empezó y cuál fue el desencadenante, si es que lo hubo. Los miembros flexibles. El roce del traje alquilado en las axilas. El brillo del sol, más intenso cuando giraba hacia la izquierda, tenue cuando lo hacía a la derecha.

También especularía, hasta provocarse jaquecas, acerca de lo que habría tenido lugar en caso de que hubiese aceptado la propuesta de Diana de retirarse con ella al hotel. Acerca de si habría ocurrido lo mismo y a la misma hora.

Las llamadas de alerta llevaban un rato produciéndose cuando por fin se percató de ellas. Por debajo de él, a una distancia alarmantemente próxima, una esquiadora gritaba y agitaba los bastones para llamar su atención. En el suelo, a su lado, había un hombre incapaz de levantarse. Se esforzaba por volver a situarse sobre sus esquís. Lo vio intentarlo una vez y desplomarse.

Avanzaba directo hacia ellos.

Su último pensamiento antes de reaccionar fue que se parecían a Diana y a él, la misma complexión, idéntica preocupación uno por el otro.

Trazó un giro más brusco de lo que era capaz de hacer controlando la situación y salió lanzado hacia un lado de la pista, todavía sobre los esquís. El extremo de la última ese trazada se prolongó más de lo debido. Iba directo hacia las cintas que demarcaban el costado de la pista. Trató de frenar. Juntó los extremos delanteros de los esquís. Pero lo hizo demasiado rápido. Se cruzaron uno sobre el otro y Grego se desplomó hacia delante.

Tragó nieve. Las gafas se le clavaron en el caballete de la nariz. No sintió cuándo se le soltó uno de los esquís. Abrió los brazos para frenarse.

Era consciente de que había personas viéndolo morder el suelo. Cabezas giradas hacia él.

Cuando por fin se detuvo le zumbaban los oídos. Estaba tendido de bruces y tenía nieve en la nariz y la boca.

Empezó por mover los miembros, despacio, uno a uno. Estaban doloridos pero en buen estado. Hasta que llegó a la pierna izquierda. Cuando trató de moverla, un dolor lacerante ascendió desde el tobillo. Se giró lo justo para mirárselo. Era el pie del que no se había soltado el esquí.

Oyó una voz, la de la chica que lo había alertado, preguntándole si se encontraba bien. Sonaba lejana. Le pedía que se mantuviera inmóvil.

No debía moverse. Pronto irían a buscarlo y se ocuparían de él, estaría en buenas manos. Pero era difícil permanecer quieto. La respiración se le agitó en cuanto se dio cuenta de lo que sucedía. La parte de su frente que no estaba en contacto con la nieve quiso velarse de sudor.

En un principio pensó que el traje se le había rasgado durante la caída y la nieve había entrado en contacto con su piel. Que tal era el motivo de la quemazón. Pero había experimentado lo mismo el número de veces suficiente como para reconocerlo sin espacio a dudas. El picor pronto se extendió por todo el cuerpo. Tan intenso que anestesió el dolor del tobillo torcido.

Era siete de diciembre. Faltaban tres días para que se cumplieran seis meses desde la última transformación.

—¿Tanto te duele? Podemos pedir un analgésico —propuso Diana.

El tobillo había sido vendado, pero no era eso lo que preocupaba a Grego. Insistía en volver a casa de inmediato. Se comportaba como el niño que después de herirse lo único que desea es alejarse del lugar del accidente.

Faltaba poco para que anocheciera. Las pistas estaban desiertas. Los enfermeros que lo atendieron habían dictaminado que solo sufría un esguince.

—Podría haber sido mucho peor —añadió uno de ellos.

Aun así la lesión lo incapacitaba para conducir. Finalmente, Diana cedió a su insistencia y bajó a recepción para averiguar si alguien podía llevarlos a casa. Una vez solo, Grego cojeó hasta el cuarto de baño y se contempló en el espejo. Estaba pálido y sudoroso. Todavía no sentía rastro de cefalea, pero el picor le recorría todo el cuerpo en oleadas, con una intensidad como hacía años que no sentía. Rascarse no serviría de nada; el padecimiento procedía de un lugar más profundo. Empapó una toalla en agua fría y se envolvió el torso desnudo con ella.

Cuando regresó Diana, lo encontró sentado en el borde de la bañera, ataviado de esa guisa, con el tobillo herido apoyado en el inodoro, el rostro hundido entre las manos y farfullando algo ininteligible. Alarmada, le preguntó qué era lo que le ocurría. Quiso llamar a un médico.

—¿Nos vamos? —le cortó él.

A esas horas no había transporte publico. Sin embargo un camarero acababa de terminar un turno de varios días y regresaba a la ciudad. Tenía una furgoneta y estaba dispuesto a llevarlos. Pero no pensaba partir hasta la mañana siguiente.

Grego vomitó una maldición que tomó a Diana por sorpresa.

—Llámalo —ordenó—. Dile que le pagaremos.

Obedeció, pero no logró hacer cambiar de idea al camarero, quien declaró estar demasiado cansado para ponerse al volante. Añadió que el parte meteorológico no era favorable; se esperaba ventisca por la noche.

Tampoco sirvió de nada que Grego tomara el teléfono y lo informara en persona de su pretensión. La voz del camarero se endureció para negarse por última vez. Finalmente, Grego colgó. Diana lo miraba con el ceño fruncido.

—Pasaremos aquí la noche —dijo—. Descansaremos. Verás cómo mañana te encuentras mejor.

Y tras una pausa añadió:

—Todos estaremos más calmados entonces.

Luego, mientras Grego se tendía en la cama y se sumía en un silencio ensimismado, ella empezó a devolver a las maletas el contenido del armario.

Fue una noche larga, en la que Grego no concilió el sueño en ningún momento. Si todo seguía su curso habitual todavía disponía de dos días para llegar al refugio, lo que en circunstancias normales sería tiempo más que suficiente. Pero si en efecto aquellos eran los preliminares de una nueva transformación, estaban teniendo lugar muy alejados de las fechas habituales, por lo que podía suceder cualquier cosa.

Diana permanecía acostada a su lado, hecha un ovillo. Cada vez que Grego se movía ella se despertaba y preguntaba con un hilo de voz si se encontraba bien. Él permanecía alerta. En caso de percibir algo anómalo —un empeoramiento repentino, la vaga sensación de que el aire comenzaba a espesarse— se encerraría en el cuarto de baño, decidió. Lo primordial era protegerla a ella. Lo que ocurriese después no estaría en su mano.

También existía otra opción.

Despertar a Diana. Encender la luz para mirarla a la cara. Y contárselo todo.

No eran esos el decorado y la situación que había imaginado para hacerlo. En plena montaña, rodeados de nieve y después de que ella lo hubiera visto comportarse casi como un perturbado.

En la escena que había previsto, él le exponía la situación de forma serena, como quien habla de un error cometido en la juventud, solventado hace largo tiempo y del que se ha destilado una enseñanza práctica. Ella creería que se estaba burlando, y él, sonriente, sin mostrarse ofendido por su incredulidad, dejaría así las cosas. Las dejaría reposar. No insistiría.

Unos días después volvería a abordar el tema, en esta ocasión arropado por su familia, en presencia de Héctor y Sara, quienes corroborarían su historia. En tal punto, Diana comenzaría a preocuparse de veras. La sospecha de que, en este caso los tres, continuaban burlándose de ella se aplacaría en cuanto le mostrasen el refugio, los trajes de apicultor, los alimentadores, el cuaderno con las anotaciones de Sara… Entonces sería cuando —sin duda, de manera inevitable— se planteara la locura no solo de Grego, sino también de su familia. De todos ellos.

Sería ese el momento en que a él le tocaría convencerla de que todo lo demás también era igualmente cierto, de que la quería y estaba dispuesto a cuidar de ella, de que haría cualquier cosa que le pidiera, de que salvo diez días al año era un hombre normal.

Una luz grisácea anunció la llegada del amanecer. Grego la vio insinuarse, y luego entrar en la habitación y dibujar cada vez con mayor detalle los objetos que la llenaban.

Diana gimió y se desperezó.

—¿Qué tal estás? —preguntó.

—Bien.

—Tienes mejor aspecto.

Él le acarició el pelo y pidió disculpas por su comportamiento de la noche anterior. Ella le restó importancia. Tenía la cara estragada por el sueño. Dejó caer los pies al suelo y fue arrastrándolos al cuarto de baño. Grego la oyó usar el inodoro y abrir el grifo de la ducha.

Media hora más tarde, después de un desayuno que Grego se forzó a tragar, se encontraban en marcha. El todoterreno alquilado se quedó en el aparcamiento del hotel.

Avanzaban despacio. Había nevado copiosamente durante la noche y en un par de ocasiones hubieron de detenerse a la espera de que los quitanieves despejaran la carretera. Diana iba en el asiento delantero y conversaba con el camarero. Servía café de un termo. Grego había tomado acomodo en la parte trasera, donde podía mantener estirada la pierna. Se limitaba a contemplar el paisaje nevado. Cada poco Diana se volvía y le dedicaba una sonrisa que él le devolvía sin comentarios. Había empezado a dolerle la cabeza.

El cielo también era blanco. Pasaron ante casas engalanadas con iluminación navideña. Figuras abrigadas abrían caminos de acceso con palas. Los perros brincaban y se revolcaban en la nieve, felices, dándole mordiscos como a un maná concedido por su dios canino.

Grego pensó en la nieve. Le maravillaba que un fenómeno de tales proporciones, capaz de transformar el paisaje hasta más allá de donde alcanza la vista, fuera totalmente silencioso; de que los hombres, cobijados en sus casas, pudieran dormir ajenos a su caída.

En la ciudad se despidieron del camarero y tomaron un taxi. Grego aseguró no necesitar ayuda, podía arreglárselas solo, no hacía falta que ella lo acompañara a casa ni se quedara con él. Se detuvieron frente al edificio de Diana. Grego la abrazó y le dio las gracias por todo. Ella sonrió confundida.

—Hablamos pronto.

—Claro —dijo ella.

Grego dio su dirección al conductor mientras Diana se quedaba en la acera, junto a su maleta.

El hermano mayor acudió inmediatamente a la llamada. Se apresuró a disponer todo lo necesario. Grego se había acostado en el catre del refugio, de donde se negaba a salir. Telefoneó al almacén de vinos para informar de que se ausentaría durante unos días. El administrativo continuaría haciéndose cargo del negocio mientras tanto.

Los síntomas proseguían su curso, ni más deprisa ni más despacio que en otras ocasiones. Lo único que había cambiado era la fecha. La tarde del tercer día desde su inicio, cuando todavía quedaba luz, Grego pidió a su hermano que lo dejara solo.

Antes de irse, Héctor le preguntó por última vez cómo se encontraba.

—Bien. Estoy bien. No estoy cansado.

Meneaba la cabeza, incrédulo.

Al día siguiente, cuando Héctor visitó el refugio, las moscas cubrían las paredes. Las contempló con desagrado, no había esperado volver a verlas tan pronto. Era diez de diciembre. Se cumplían seis meses desde la anterior transformación.

Caía una lluvia helada. Las nubes se apoyaban en las copas de los árboles. Había sido necesario encender la calefacción del refugio.

A través de la mirilla, distinguió algo en el suelo, junto al catre. Se enfundó un traje de apicultor y entró. Era una hoja de papel, escrita con la desordenada caligrafía de Grego.

Su hermano le había dejado instrucciones. Las moscas se paseaban a sus anchas sobre ellas.

***

Escogió una hora del final de la tarde, cuando quedaba poca gente en las oficinas y Diana se encontraba próxima a concluir su turno.

Ella se envaró en cuanto lo vio acercarse. Hacía tres días que no lograba hablar con Grego, no respondía a sus llamadas. Había ido al almacén, donde los empleados la habían informado de que se hallaba ausente, y luego a su casa. Había llamado a la puerta y gritado su nombre. Nadie le respondió.

Héctor tenía la boca seca, apenas le salían las palabras. Pasaron a una pequeña habitación que albergaba una fotocopiadora.

Incapaz de mirarla a los ojos, Héctor le dijo que su hermano se había ido. No sabía a dónde.

Hizo una pausa.

Ni tampoco cuándo volvería.

Diana aguardaba. Tenía los labios fruncidos. Estaba haciendo un visible esfuerzo por mantenerse firme.

—Solo me ha dicho —prosiguió Héctor— que de este modo será mejor para los dos. Y que tú no tienes la culpa de nada.

A ella le temblaba la barbilla.

—Diana… Si te sirve de consuelo —meneó la cabeza, consciente de lo absurdo de sus palabras—, creo que es totalmente cierto. No ha sido culpa tuya. Estoy seguro.

—Y te envía a ti a decírmelo.

Él no respondió.

—Ni siquiera quiere hablar conmigo. Llamarme.

—…

—Dile que si pensó que de esta forma sería mejor se ha equivocado. No es eso lo que…

La voz se le rompió antes de que pudiera terminar la frase. Se volvió para que no la viera llorar.

Héctor dio un paso, dispuesto a apoyar las manos en sus hombros y quizás a abrazarla. Pero ella se zafó. Salió corriendo de la habitación, dejándolo plantado con las manos suspendidas en el aire.

El vestíbulo del edificio estaba desierto. No había nadie en el mostrador de recepción y varias luces parpadeaban en la centralita. Héctor dudó entre regresar a su despacho y dar el día por concluido.

Se encaminó a las puertas, que se abrieron con un zumbido. Llovía. No había cogido su abrigo. Las luces de posición de la chimenea y las torres de destilación flotaban entre las nubes. Fue al encuentro de la parte de su familia que lo esperaba en casa.