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Pautas de comportamiento
A finales de julio, la madre de Sara se encontraba lo bastante recuperada de su flebitis como para hacerles una visita. Para entonces la habitación de invitados había sido restaurada y la mayor parte de los muebles sustituida por otros nuevos.
Coincidiendo con su estancia, Sara y Héctor organizaron una cena para celebrar el comienzo de las vacaciones veraniegas. Asistió un grupo de amigos entre los que se contaban vecinos y compañeros de trabajo de ambos.
Laura, la madre de Sara, quien fumaba cigarrillos extralargos, vestía trajes de espiga y hacía gala sin rubor de un trasnochado orgullo de clase —su difunto marido había sido durante veinte años subdirector de una compañía naviera—, fue sin ninguna competencia la estrella de la cena. Desde la cabecera de la mesa deleitó a los invitados con anécdotas sobre la élite financiera de antaño y —a petición de algunos— también sobre la infancia de Sara, aunque sin sobrepasar el punto a partir del cual esta pudiera haberse sentido de veras avergonzada.
Ese año el matrimonio no salió de vacaciones, prefirió quedarse en casa cuidando y disfrutando de Beatriz.
El otoño se estrenó con una violenta tormenta eléctrica. El cielo se ennegreció en pleno día y obligó a encender la iluminación de la refinería.
Un rayo cayó sobre la chimenea principal. Al instante todos los motores eléctricos de la instalación se detuvieron, fundidos o bien desconectados por sus dispositivos de seguridad. En las salas de control se desató el frenesí.
Héctor se encontraba en el exterior y no lejos de la chimenea cuando descargó el rayo. En sus recuerdos quedaría fijado a cámara lenta el momento en que el látigo blancoazulado surgió entre las nubes y azotó el extremo de la construcción como si entre ellos existiera algo personal. El estampido hizo que le temblaran los dientes. La emisora que sostenía en la mano salió despedida para caer a diez metros de distancia, fundida y humeante.
Dos hombres corrieron hacia él gritando su nombre. Héctor continuaba con el rostro alzado hacia la cima de la chimenea, a doscientos metros de altura, la mandíbula colgante, como si acabara de ser testigo de una manifestación divina. El fantasma del rayo permaneció fijado a su retina por dos días, manifestándose cada vez que cerraba los párpados. Al cabo de ese tiempo languideció; se hizo una grieta de luz, luego un filamento y más tarde nada.
Él fue el único que se hallaba en las cercanías de la chimenea en el momento en el que cayó el rayo. Durante varios días, la gente lo señaló admirada y no pocos se aproximaron para que les relatara lo sucedido.
Una tarde, cuando Héctor salía de su coche al regreso del trabajo, un niño surgido de la nada apareció junto a él, posó una mano sobre una de las suyas, la mantuvo allí un par de segundos, absorbiendo su energía, y luego echó a correr sin haber pronunciado palabra.
Concluyó el permiso por maternidad y Sara regresó al trabajo. Contrataron a una niñera para que cuidara de Beatriz. Tenía veintiocho años y quería trabajar en el teatro, aunque después de mencionarlo en la entrevista para conseguir el puesto nunca volvió a hablar del tema. Era la mayor de cinco hermanos y manejaba a Beatriz con precisión desenvuelta. Poseía una melena larga y pelirroja que durante las horas de trabajo llevaba recogida. De no ser por un marcado estrabismo en el ojo izquierdo habría sido atractiva. Se llamaba Carol.
Además de cuidar a la niña se encargaba de la casa. Algunos días, a su regreso de la refinería, Héctor la encontraba todavía allí, pasando la aspiradora o limpiando las lámparas con agua y amoniaco.
Hasta entonces Sara y él se habían repartido las tareas domésticas. A Héctor nunca le había molestado. Más bien al contrario. Le parecía una actividad provista de ocultas dotes relajantes, lo más próximo a la laborterapia que había experimentado. Sin embargo, contemplar a una tercera persona desempeñando el mismo trabajo le producía un efecto opuesto. Ver a aquella chica limpiar el polvo o escanciar líquido desatascador en los desagües lo llenaba de tristeza.
Héctor soportaba con estoicismo los malos tragos que su trabajo en la refinería conllevaba. Al contrario de lo que en un principio había esperado, eran muchos más los temas administrativos —rutinarios y, cuando tenían que ver con la gestión del personal, a menudo desagradables— que debía afrontar que los rigurosamente técnicos.
No se quejaba. No se veía a sí mismo superior a aquellos que lo rodeaban ni creía que ser capaz de definir su insatisfacción lo hiciera merecedor de algo mejor. Desempeñaba su labor dando lo mejor de sí mismo. Cualquier tentación de desahogo doméstico se disolvía rápidamente cuando escuchaba de boca de Sara los dramas que a diario tenían lugar en los quirófanos.
Por las noches ella le daba masajes en el rostro, asegurándole que acabaría cubierto de arrugas antes de los cuarenta si no aprendía a liberar la tensión. Héctor prometía seguir el consejo. La voz le salía como la de un radiocasete al que se le estuvieran acabando las pilas.
Por supuesto, pensaba en su hermano. Este había regresado a sus modos habituales y daba escasas señales de vida; solo una llamada telefónica pocos días después de su partida y, unos meses más tarde, una postal con motivo del cumpleaños de Héctor. En ella aparecía la foto de una puesta de sol sobre el Golfo de Tailandia y, en primer término, una canoa tradicional, reducida a mera silueta negra, ocupada por un único tripulante. El remo detenido en mitad del movimiento de entrar en el agua. Su cabeza se volvía pensativamente hacia el astro en declive.
La postal llegó con varios días de retraso respecto al cumpleaños. Después de desearle felicidades Grego añadía, refiriéndose a sí mismo, que el negocio marchaba viento en popa. Se mantenía por encima del umbral de la solvencia.
En una breve posdata apuntaba sin entrar en detalles que todo seguía bien.
Héctor colocó la postal en un lugar bien visible del panel de corcho de su despacho.
A medida que transcurrían los meses, lo acontecido iba adoptando tintes de ficción. La rutina diaria negaba con rotundidad que pudiera haber pasado.
Cuando Sara le preguntó si había algo en especial que le gustaría como regalo de cumpleaños, Héctor pidió una cámara fotográfica. La que tenían hasta entonces era un modelo antiguo y pesado.
La noche de Navidad pagaron un suplemento a Carol para que cuidara de Beatriz. Ellos habían sido invitados a cenar por Romano Santos. Su casa se hallaba también en la urbanización; disponía de piscina, gimnasio y garaje para varios coches. Corría el rumor no confirmado de que el garaje contaba con calefacción.
Santos trabajaba en la refinería, a decir de muchos por simple diversión, pues el dinero de su familia le hubiera permitido vivir holgadamente sin trabajar. Ocupaba una jefatura de departamento. El hecho de que se encargara de un área de trabajo diferente a la de Héctor, y que no fuera superior directo de este, evitaba situaciones incómodas y permitía que Sara y él aceptaran sus invitaciones con sincero gusto.
El salón estaba presidido por un ajedrez para cuatro jugadores con tablero de mármol. Durante los aperitivos los invitados bebieron agua de pozos artesianos noruegos, que Santos escanció en pequeñas raciones.
Durante el transcurso de la cena alguien mencionó al comensal sentado a su lado —aunque con la verdadera intención de que todos pudieran oírlo— la historia de una vecina que había presentado una denuncia de violación contra su marido. Aunque más tarde retiró la acusación. Todos conocían a los aludidos. Él era comedido y amable, no había indicios de que su matrimonio pasara por problemas. Héctor se inclinó por el veredicto de inocencia. En su opinión, la historia ofrecía escasos visos de verosimilitud. Otros, estimulados por lo tortuoso del tema, prefirieron aventurar conjeturas.
Desde su puesto de anfitrión, Santos los observaba discutir y disfrutaba de la animación reinante. Tenía el cabello gris acero y un fino bigote del mismo color.
El debate se prolongó hasta los postres, momento en que se disolvió en una lluvia de chismes sin concierto.
Cuando estaban despidiéndose y recogiendo los abrigos, otra de las invitadas se acercó a Sara y disimuladamente le confesó que la cena ofrecida por ella el verano anterior había sido mejor.
La pareja regresó a casa a pie. Ambos estaban achispados. Por el camino volvió a surgir el tema de la denuncia de violación. Sara contó que cuando tenía dieciocho años había ido con un chico a una fiesta celebrada en casa de una de sus amigas. Los padres de esta no estaban así que disponían del lugar para ellos. Después de beber bastante, el chico empezó a ponerse desagradable. Lejos de atender a las peticiones de Sara para que se comportara o bien se fuera a su casa, él intentó propasarse. Estaban solos en una habitación donde se habían refugiado para que no los vieran discutir. La empujó sobre la cama y antes de que Sara pudiera hacer nada por impedirlo le abrió la blusa haciendo saltar los botones y arrancó el sujetador. Los tirantes le dejaron marcas en los hombros. Ella se defendió. Le clavó en el muslo un alfiler para el pelo. Lo amenazó con volver a hacerlo si se acercaba de nuevo.
El chico retrocedió tambaleándose. Una mancha de sangre crecía en la pernera de sus pantalones y se descolgaba hacia la rodilla. Salió de la habitación con cara de ir a vomitar.
Sara permaneció allí hasta que recuperó la calma. Luego llamó discretamente a su amiga para que le prestara algo de ropa.
Más tarde consideraría como un triunfo personal el haber resuelto la situación sin pedir ayuda.
Hasta ese momento, Héctor había desconocido la historia.
Después de pagar a Carol y asegurarse de que la niña estaba dormida, hicieron uso del retorcido tubo de vaselina que guardaban en el armario de su cuarto de baño.
En el mes de febrero, un lunes a primera hora de la mañana, mientras Héctor y sus compañeros tomaban café de máquina en vasos de poliestireno y charlaban sobre el fin de semana antes de atacar el trabajo, las sirenas de alarma volvieron a sonar en la refinería.
Una de las tuberías que introducían el crudo en el enorme horno que lo calentaba antes de enviarlo a la torre de destilación había reventado y provocado un incendio de grandes proporciones. Bastaron unos segundos para darse cuenta de que el problema superaba las capacidades de los servicios de emergencia de la refinería. Se llamó a los bomberos. La policía comenzó a evacuar las viviendas próximas.
Un derroche incontrolado de espuma extintora durante los primeros momentos hizo que los alrededores del horno quedaran empantanados por un manto blanco de medio metro de espesor. La válvula de paso de la conducción reventada era imposible de localizar. El sistema que permitía cerrarla a distancia desde la sala de control no respondió, dañado por el fuego o por la espuma.
Héctor se hallaba al frente de una de las brigadas contraincendios compuestas por empleados de la refinería. Los colores de cuanto los rodeaba se reducían al naranja del fuego, el blanco de la espuma y el negro del humo. El calor alcanzó el nivel suficiente para derretir el metal a cinco metros de distancia del horno. Tuberías y pasarelas de acceso colgaban como relojes dalinianos.
Pronto fue evidente que no lograrían nada atacando directamente el foco del fuego. Héctor decidió emplear una de las dos mangueras de su brigada para refrigerar un reactor próximo, que corría el peligro de resultar dañado si continuaba aumentando la temperatura, mientras la otra barría la espuma acumulada y así permitía que una segunda brigada encontrara la válvula de paso y la cerrara manualmente.
El accidente se zanjó con cuantiosos daños materiales pero ninguna víctima personal. La brigada de Héctor y él en particular fueron felicitados por su efectividad y sangre fría.
Durante su momento álgido el fuego había llegado a propagarse por los conductos de escape del horno, y asomado por la parte alta de la chimenea de la refinería, que por espacio de unos minutos quedó convertida en un inmenso faro.
Sara se encontraba en el hospital, ocupada en el quirófano, y no tuvo noticia del episodio hasta después de que hubo concluido.
Carol sí tuvo ocasión presenciarlo. Desde las ventanas de la casa, con Beatriz en brazos, contempló el espectáculo de la espesa columna de humo que se alzaba hacia el cielo, la chimenea coronada por el penacho de llamas y los helicópteros que trazaban círculos en torno a ambas. Animaba a la niña a que mirara hacia allí diciéndole lo bonito que era. Aun a aquella distancia era posible distinguir las hebras de espuma —levantadas por Héctor y sus hombres— que ascendían impulsadas por el aire caliente como una nevada invertida. En ningún momento llegó a pensar que allí dentro pudiera haber personas que corrían verdadero peligro.
En la primavera se corrió el rumor de que la empresa petrolera madre de la refinería iba a iniciar un plan de jubilaciones anticipadas para los empleados de mayor edad. El director lo confirmó durante una reunión matinal de jefes y supervisores. Los más jóvenes tendrían vía libre de cara a las promociones. Héctor recibió un codazo de quien estaba sentado a su lado. Desde el otro lado de la mesa Romano Santos le guiñó un ojo.
El jefe de departamento de Héctor entraba en la franja de edad de quienes podían beneficiarse del retiro adelantado. Era un hombrecillo de hablar huidizo y opiniones maleables. Tenía la costumbre de chuparse las encías. Llevaba en la compañía toda su vida. No hacía mucho que ocupaba el cargo y era una opinión general que este se trataba más de un premio a su fidelidad que a su valía.
Esa tarde Héctor fue a correr al bosque. Recostado contra un árbol se esforzó por mantener la mente en blanco.
Le gustaba sentarse en el mostrador de la cocina y observar a Sara las noches en que a ella le tocaba preparar la cena. Mientras tanto, él se interrogaba sobre los aspectos de su vida en que adoptaba un comportamiento excesivamente pasivo.
No había preocupación que las escenas domésticas no pudieran aliviar en buena medida. Disfrutaba del costumbrismo moderno, con meterse en la bañera junto a su mujer y su hija, con deambular por el videoclub en busca de una película y volver a casa y preparar palomitas de maíz, momentos de serenidad que le recordaban que había logrado algo que muchas personas pasan toda la vida anhelando. Daba las gracias por lo que poseía. Un agradecimiento abstracto que no iba dirigido a nadie ni nada en particular.
Sara había conservado su buena figura después del parto. En la calle los hombres se volvían para mirarla. Era alta, casi tanto como su marido —que pertenecía a una familia de personas de gran estatura—, y poseía una abundante melena castaña que le llegaba hasta más abajo de los hombros y cuidaba con esmero. Prestaba atención a su apariencia, como compensación —le gustaba decir— a tener que pasar buena parte del día embutida en la impersonal ropa de quirófano, con el pelo dentro de una funda de papel desechable y la cara cubierta por una mascarilla.
Por las noches se desnudaba mientras Héctor, tumbado en la cama con las manos bajo la nuca, disfrutaba del espectáculo. A continuación se contemplaba detenidamente en el espejo de cuerpo entero de la puerta del armario. Apretaba y estiraba la piel de los muslos en busca de imperfecciones. Le preocupaba la evolución de sus pechos. Se los miraba de frente y de perfil y a continuación de nuevo de frente. Los levantaba con las manos.
—¿Tú qué crees? ¿No están un poco caídas?
Seguía así hasta que Héctor le pedía con voz ronroneante que entrara en la cama.
Cuando a Héctor le resultaba difícil conciliar el sueño recurría a una fantasía relajante. Imaginaba un gran par de manos demiúrgicas que lo doblaban repetidamente y apretaban hasta hacer de él una pelota, proceso al que atendía impasible, sin sentir el menor dolor puesto que en esa fantasía estaba fabricado de un material plástico y maleable que se plegaba sin oponer resistencia a los deseos de las grandes manos. Luego, estas lo lanzaban con fuerza inusitada lejos de ellas, como si más que una pelota fuese un cohete —simple juguete del que ya se hubieran hartado—, y pasaba sobre edificios y montañas y lagos mientras gozaba con plena tranquilidad del vuelo pues poseía la certeza de que tras la caída —indolora también— seguiría un rebote que —gracias a su naturaleza elastoplástica— lo elevaría a igual altura y más lejos aún. Así una y otra vez…
***
Una mañana, cuando faltaban dos días para el primer cumpleaños de Beatriz, sonó el teléfono.
Contestó Héctor. Estaba terminando de vestirse para ir al trabajo. Al principio no reconoció la voz que le hablaba. Sonaba atropellada y había ruido de fondo en la línea, la señal se entrecortaba.
Era Grego. Llamaba desde el aeropuerto de Bangkok.
Después de colgar, Héctor tomó asiento en la cama, donde permaneció con el rostro entre las manos hasta que un toque de claxon lo informó de que sus compañeros habían llegado a recogerlo.
Sara no se sintió ni mucho menos feliz al enterarse de la nueva visita de su cuñado. Y menos aún cuando supo que se encontraba enfermo.
—Lo que ha de hacer es ver a un médico. ¿Por qué viene aquí?
Héctor no supo responder sin poner en entredicho su salud mental ni hacer enfadar más a su mujer.
—¿Cuánto va a quedarse?
—Varios días. Dos semanas. No sé.
Sara preguntó si no había otro lugar donde pudiera alojarse.
Recogió a su hermano en el aeropuerto. Grego parecía aún más descompuesto que el año anterior. Pálido y afiebrado, al borde de un ataque de nervios. Su aspecto había atraído la atención del personal de aduanas, que lo había obligado a abrir su equipaje y sometido a un poco delicado interrogatorio.
Cuando por fin llegó junto a su hermano mayor no se detuvo en saludos, lo empujó hacia las puertas de salida.
—Va a ser esta noche —dijo.
Había creído que no llegaría a tiempo. El vuelo había sufrido un retraso de dos horas en una de las escalas.
Una vez en el coche, Héctor le pidió que se tranquilizase. Había llevado ansiolíticos.
—Esto no va a hacerme nada —dijo él, casi gritando, pero aun así se tragó una de las pastillas—. Héctor, tienes que ayudarme.
—Lo estoy haciendo.
—Tienes que llevarme a un médico. A uno bueno.
Héctor le dirigió un rápido vistazo, iban por la autopista. Conducía por encima del límite de velocidad.
—De momento esperaremos.
—¿Esperar? ¿A qué?
Grego empezó a sollozar.
—¿Qué me está pasando?
El hermano mayor realizaba dolorosos esfuerzos por aparentar calma. Apretaba el volante. Tenía blancos los nudillos.
—No vamos a tu casa —se percató Grego—. ¿Adónde vamos?
Tras la muerte de sus abuelos paternos los dos hermanos habían recibido en herencia la casa de estos. Una vivienda tradicional, de finales del XIX, a la que se habían efectuado abundantes reformas. De la construcción original quedaba más bien poco, con excepción de los muros exteriores, de piedra caliza. Cuando sus abuelos eran aún jóvenes, el establo y el corral se habían trasladado desde la planta baja a una dependencia anexa levantada con ese fin, y actualmente en estado de ruina. El antiguo horno para el pan había desaparecido, al igual que muchos de los ladrillos de tejar que cerraban la parte superior de la fachada, cuyos huecos se encontraban ahora ocupados por nidos de golondrina.
El valor de la propiedad radicaba en la parcela donde se levantaba: diez hectáreas de pastos y árboles —robles y, a medida que se ascendía en altitud por la línea de montañas paralela a la costa, hayas—, sin otras construcciones a la vista y a menos de una hora de la ciudad.
Después de muchos esfuerzos, Héctor había convencido a su hermano para no venderla. Se amparó en la revalorización del terreno.
El acceso se llevaba a cabo por un camino que solo en los últimos metros cambiaba el firme de tierra por una capa de cemento agrietado.
Héctor visitaba la casa de tanto en cuando. Se aseguraba de que los candados colocados en las puertas y ventanas ejercieran su labor. Mantenía el camino transitable. Albergaba la esperanza de, algún día, acondicionarla como sitio de descanso. Lejos de la escasa intimidad que ofrecía la urbanización.
—¿Quieres que me quede aquí? ¡Está cayéndose a pedazos!
—Las habitaciones de arriba están en buen estado. Nadie nos molestará.
Grego arremetió con una sarta de quejas que su hermano procedió a atajar.
—No puedes quedarte en casa. ¿Sabes lo que va a ocurrir dentro de poco?
Grego meneó la cabeza afirmativamente.
—Ya no crees que me lo inventase, ¿verdad?
—No sé qué creer.
Héctor resopló.
—No podemos ir a casa —dijo remarcando las palabras—, con Beatriz, la niñera y todos los vecinos alrededor.
—Llévame a un hospital.
Estaban frente a la casa. Héctor detuvo el coche y se volvió hacia su hermano. Adoptó la misma expresión que empleaba cuando en el trabajo se veía obligado a imponer su parecer ante los subordinados.
—Grego, ¿piensas de veras que existe alguien en el mundo capaz de ayudarte?
Escogieron la mayor de las habitaciones. Héctor se aseguró de que la ventana y los postigos estuvieran bien cerrados. Los muebles que en el pasado ocuparon la estancia habían sido vendidos o llevados al vertedero. Las paredes eran blancas, salvo por alguna mancha aislada de humedad. Una gruesa capa de polvo cubría la madera del suelo. Del techo colgaban unos cables con los extremos pelados. La casa no contaba con conexión eléctrica desde hacía años.
—Vamos, ayúdame —pidió Héctor.
En el maletero llevaba varios rollos de plástico de embalar que entre los dos extendieron sobre el suelo de la habitación. Contaba también con una colchoneta hinchable, una manta, una linterna y algo de comida y agua para esa noche. Había llevado platos de papel, leche y un paquete grande de algodón.
—¿Te vas ahora?
—Tranquilo —respondió Héctor sentándose junto a él en la colchoneta—. ¿Quieres comer algo?
—No tengo hambre. Me gustaría librarme de este dolor de cabeza.
—He traído Tylenol. Aunque no sé si te conviene después de lo que ya has tomado.
—No puedo estar peor que como me siento.
Anochecía. La habitación iba quedándose en penumbra. Encendieron la linterna.
Grego permanecía recostado contra la pared con los ojos cerrados. Una vena le latía en mitad de la frente.
—¿Cómo te encuentras?
A modo de respuesta Grego se levantó y se quitó la ropa hasta quedarse solo con los calzoncillos. Tenía la piel enrojecida y en algunas partes hinchada y arañada.
—¿Y eso?
—Llevo dos días rascándome sin parar.
Volvió a sentarse. Guardaron silencio por unos instantes.
—¿Tienes alguna idea de por qué te está pasando esto?
El hermano menor abrió los ojos y miró detenidamente a Héctor. Cuando habló empleó un tono similar al usado por este momentos antes en el coche.
—¿En serio crees que hay un motivo para lo que me está pasando?
Héctor se limitó a pasear el círculo de luz de la linterna en busca de arañas.
—¿Qué hora es? —preguntó Grego.
—Casi las once.
—Quiero que te vayas.
—¿Estás seguro?
—No te quedes en la casa. Vete.
—No sé si…
Pero Grego le atajó.
—Tienes que prometerme que lo harás. No quiero que estés aquí. Y dentro de diez días…, tampoco quiero que estés. Que no haya nadie cerca.
Héctor apuntó con la linterna al rostro de su hermano, como si quisiera asegurarse de que era él quien estaba hablando. Brillaba de sudor y tenía mechones de cabello pegados a la frente.
—No te preocupes.
—Vete.
El hermano mayor se puso en pie.
—¿Quieres la linterna?
—La luz me molesta. Llévate también la ropa.
Se estrecharon las manos.
Pero a Héctor aún le quedaba algo por hacer. Antes de irse distribuyó varios platos de papel por el suelo. Empapó con leche unas bolas de algodón y las dejó en ellos.
—¿El desayuno? —preguntó Grego con una sonrisa torcida.
—¿Seguro que no necesitas nada más?
—No.
Cuando finalmente salió, el cuarto quedó en total oscuridad.
No se fue de inmediato. Aguardó junto a la puerta, en el pasillo vacío e iluminado por la linterna. Sabía que su hermano estaría escuchando, a la espera de oír sus pasos alejarse. No se habían dado un abrazo. No habían entrecruzado palabras de despedida. Daban por sentado que volverían a verse.
Diez días al año tampoco es tanto tiempo. Unas breves vacaciones.
Llevaba la ropa de Grego hecha un fardo. Se agachó y colocó las prendas extendidas contra la parte baja de la puerta. El suelo era irregular y quedaba una amplia rendija entre la puerta y él.
Luego salió de la casa, que quedó sumida en un silencio pétreo durante horas.
En el camino de regreso pensó en las fantasías de destrucción de Grego. En ellas, el final de cuanto lo rodeaba no venía provocado por ningún instinto de venganza ni neurosis latente, tan solo por el deseo de crear un mundo donde sus preocupaciones y responsabilidades dejaran de tener sentido.
Una puesta a cero.
—¿Me crees ahora?
De nuevo en el pasillo. La luz del sol ponía en evidencia el polvo acumulado en el suelo.
A Sara le temblaba la mandíbula. Habían abierto la puerta solo un instante y apenas una rendija. Héctor volvió a colocar la ropa del suelo empujándola con el pie.
—¿Cómo es posible?
—No me hagas esa pregunta.
—Pero… ¿estás seguro?
—Tú lo has visto.
Sara negó con la cabeza.
—Deberíamos informar a alguien.
Héctor la miró fijamente. Ella empezó a caminar arriba y abajo por el pasillo.
—Algún médico o… No sé…
Su marido la interrumpió. Vistió sus palabras de una calma ensayada.
—Sara, yo voy a bajar un momento al coche. Mientras tanto quiero que pienses seriamente sobre lo que acabas de decir. Y luego hablaremos.
Unos minutos después regresaba con varias bolsas que contenían un nuevo traje de apicultor y una pieza de tela mosquitera para la puerta. Llevaba también el equipaje de Grego, que el día anterior se había quedado en el coche. Lo dejó todo sobre el somier desnudo que había en la habitación contigua.
Además de electricidad, la casa tampoco disponía de agua y eso constituía un inconveniente a la hora de asearse. En visitas posteriores llevaría unas cuantas garrafas, jabón y toallas.
—¿Lo has pensado?
Sara fumaba un cigarrillo recostada contra la pared del pasillo.
Asintió.
Héctor cumplió con la palabra dada. Transcurridos los diez días aguardó hasta bien entrada la mañana antes de acudir a la casa. No había podido dormir esa noche, lo mismo que Sara, que no dejó de revolverse en su lado de la cama y se levantó dos veces con la disculpa de comprobar si Beatriz estaba bien.
La habitación contigua a la de las moscas había sido acondicionada como almacén y vestuario. El día anterior había dispuesto en ella ropa limpia y algo de comida: chocolate y zumo de naranja envasado. Dudó sobre dejar también leche. Al final decidió no hacerlo.
Cuando llegó, Grego ya se estaba aseando.
—Me alegro de verte —dijo el hermano mayor.
—No te acerques mucho. Parece que se me hubiera muerto algo dentro de la boca. Apesta.
—¿Cómo te encuentras?
—Como si me hubieran dado una paliza. Aparte de eso estupendamente.
Grego se enjuagó la boca con un trago de agua. La escupió por la ventana. Se quedó unos instantes allí, dejando que el sol lo calentara.
—¿Qué tal ha ido todo para ti? —quiso saber.
—Mejor que la otra vez. ¿Sientes pinchazos?
—No. Me estoy recuperando más rápido.
—Puede que te estés habituando.
Grego seguía mirando al exterior. La temperatura era agradable. Una brisa ligera ondulaba la hierba de los campos. Se palpó el torso.
—No estoy seguro de haber adelgazado. Creo que sí.
—Eso tiene fácil solución. ¿Hambriento?
—Me comería un caballo.
Antes de que llegara Héctor, ya había dado cuenta de tres chocolatinas y un litro de zumo.
—Termina de vestirte, iremos a desayunar. Sara está deseando verte.
Grego lo miró sorprendido.
—¿Seguro?
—Seguro.
En el coche Héctor lo interrogó sobre lo que era capaz de recordar.
—Recuerdo que estuviste conmigo en la habitación. Te fuiste y te llevaste la luz. En ese momento sentía que me iba a estallar la cabeza. Poco después el dolor desapareció. Es lo último que recuerdo: el dolor yéndose. Me quedé dormido. Supongo.
—¿Algo más? Cualquier cosa. Aunque no te parezca importante.
Hizo memoria. Llevaba la ventanilla abierta y el brazo colgando por fuera. No apartaba los ojos del paisaje. Avanzaban por caminos vecinales. Faltaba un trecho para llegar a la autopista.
—Recuerdo… en el instante previo a caer dormido… una sensación de espesura. No podría describirlo más exactamente. Como si el aire se volviera espeso.
Hizo una pausa.
—¿Qué me está pasando?
Héctor no contestó.
—¿Crees que volverá a ocurrir? —quiso saber Grego.
—Ha ocurrido tres veces.
—Quieres decir que sí.
—No creo que este asunto permita sacar conclusiones.
—Pero piensas que sí.
—¿Recuerdas la fecha exacta en que te ocurrió la primera vez, en Pattaya?
—Diez de junio. La misma que las otras.
Héctor guardó silencio. Miraba pensativo la carretera.
—¿Qué crees qué significa?
El hermano mayor se encogió de hombros.
—¿Cómo voy a saberlo?
Llegaron a la autopista. No había apenas tráfico. Aceleró.
—¿Hoy no vas a trabajar? —preguntó Grego.
—He pedido permiso. Y Sara también. Ahora nos espera en casa.
Luego añadió:
—Esta vez he hecho fotos. En la guantera.
Las fotos estaban dentro de un sobre. Grego lo sostuvo unos momentos, sopesándolo.
A los lados de la autopista, por encima de las barreras antirruido, se alzaban concesionarios de coches, centros comerciales y edificios corporativos. Pasaron frente a un establecimiento de venta de piscinas prefabricadas situado sobre una elevación del terreno. Tres inmensas bocas de color celeste en posición vertical, apuntaladas con andamios, bostezaban hacia los vehículos que circulaban por la autopista.
Grego chasqueó la lengua, se dio unos golpecitos con el sobre en la rodilla y volvió a guardarlo en la guantera sin haber llegado a abrirlo.
—Más tarde —dijo.
Sara los recibió con una sonrisa que no ocultaba su miedo.
—Hola, Grego. ¿Cómo estás?
En el breve abrazo que se dieron ella le tanteó los hombros, como si quisiera asegurarse de su firmeza. Luego se apartó rápidamente. Retrocedió hasta quedar con la espalda contra la pared. Rectificó. Avanzó un par de pasos. Beatriz, encaramada a una silla de bebé, contemplaba la escena con reserva. Acababa de desayunar, aún tenía churretones de comida en la barbilla.
Su madre la limpió con el babero.
—Mira, Beatriz. Este es tu tío Grego.
La voz de Sara tembló perceptiblemente.
El aludido se agachó para quedar a la altura de la niña.
—Hola, cariño. No te acuerdas de mí.
Estaba flaco y desastrado. Llevaba el cabello revuelto y el rostro marcado por un resto de aturdimiento. Sus palabras sonaron provistas de una intención sospechosa. Beatriz se echó atrás haciendo un puchero y alzó los brazos hacia su madre, que se apresuró a cogerla.
—Pronto se acostumbrará a ti —afirmó Héctor—. Mientras Sara y yo preparamos un buen desayuno —añadió—, ¿por qué no te das una ducha? Te sentirás mejor.
Estaban todos sentados a la mesa de la cocina tomando café. Beatriz se acomodaba sobre las rodillas de su madre.
—Estoy de acuerdo en que es imposible sacar conclusiones —decía Sara—. No podemos fiarnos de que exista… o vaya a existir —corrigió— una pauta fija.
—Quieres decir que puede ser impredecible —quiso saber Grego.
Ella asintió.
—¿Esta vez sentiste los síntomas con la misma antelación?
—Sí. Idéntica.
Grego se hallaba recuperado en lo que al aspecto físico se refería. Bebía el café a sorbos, encorvado sobre la taza.
Sara se dirigió a su marido.
—Cuando entrabas en la habitación, ¿notaste algo diferente respecto al año pasado?
Ella nunca había estado en el lugar, reservándose Héctor el cuidado de los insectos.
Héctor negó con la cabeza.
—¿La cantidad de moscas era la misma?
—Aparentemente. Es imposible precisar el número.
—Podría ser interesante averiguarlo… —pensó ella en voz alta—. ¿Quién te hizo la revisión el año pasado? —preguntó a Grego cambiando de tema.
Respondió Héctor en lugar de su hermano. Dio el nombre del médico.
—Lo conozco. Es bueno. Parece que ahora te encuentras bien —dijo a Grego—. ¿Sientes alguna molestia?
—No.
—Podemos repetir la revisión. Pero algo me dice que tampoco esta vez nos dirá nada.
—Las especulaciones solo nos conducen a ponernos más nerviosos —sentenció Héctor—. Estamos de acuerdo en que sabemos poco o nada de lo que ocurre. Y que podemos considerarlo impredecible…
—No tenemos datos suficientes —intervino Sara.
—Por eso creo —prosiguió el hermano mayor— que lo más conveniente sería que te quedaras con nosotros, en casa, donde podemos cuidarte en caso de que ocurra algo.
Grego alzó la vista del fondo de su taza de café.
—Sara y yo lo hemos hablado. Y creemos que es lo mejor.
Ella miró hacia la ventana.
—No sé… —empezó a decir Grego.
—¿Qué vas a hacer si no? No podemos volver a actuar como si nada hubiera ocurrido.
Aguardó a que su hermano dijera algo. Pero este permaneció callado.
—¿Piensas volver a Tailandia? —prosiguió—. Y luego, ¿qué? ¿Tomar un avión y regresar aquí cada vez que te sientas mal?
Tanto Grego como Sara guardaron silencio.
—Piensa en lo que podría ocurrir si no llegaras a conseguirlo.
No costaba imaginar lo que pasaría si, como Héctor advertía, el momento de la transformación se presentaba hallándose Grego en un entorno no controlado: en la calle, un avión en vuelo o, simplemente, una habitación con las ventanas abiertas.
Pero la capacidad para tomar decisiones había abandonado al hermano menor. Meneó la cabeza.
—En ningún sitio te encontrarás mejor que aquí.
—Quisiera estar solo un momento —acertó a decir Grego.
Su hermano lo acompañó a la habitación de invitados. Grego se detuvo en el umbral y contempló el acogedor aspecto que ofrecía, muy diferente al de la última vez que la había visto. Un rayo de sol cruzaba oblicuamente la habitación y formaba un charco de luz sobre la alfombra. En él flotaban unas inofensivas partículas de polvo con aspecto de plancton marino.
Grego llevaba los hombros caídos. Las manos colgando a los costados del cuerpo. Parecía haber envejecido varios años. Ahora que estaba fuera de la vista de Sara y la niña, dejó de contenerse y las lágrimas corrieron por sus mejillas.
Héctor le apoyó una mano en el hombro y luego, torpemente, se decidió a abrazarlo. Como un muñeco entre sus brazos, su hermano no respondió al gesto.
—No te preocupes —pidió Héctor con la voz también quebrada—. Yo cuidaré de ti. No dejaremos que te pase nada malo.
Cuando regresó a la cocina encontró a Sara todavía en la mesa. Había encendido un cigarrillo, cosa que nunca hacía cuando estaba en casa, y fumaba arrojando el humo lejos de la niña. Héctor se sentó frente a ella.
Beatriz se estiraba y empujaba los platos sucios tratando de alcanzar el azucarero. Emitía unos chillidos agudos cada vez que su madre se lo impedía agarrándola por la cintura y atrayéndola de nuevo hacia ella.
Sara echaba la ceniza del cigarrillo en la taza de café.
—¿Podremos sobrellevar esto sin volvernos locos?