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Desde su elevada perspectiva

—¿Y Grego? ¿No va a venir?

—Acaba de llamar desde el almacén. Va a retrasarse. Se nos unirá a los postres.

Los invitados echaban un vistazo a la mesa y contaban los cubiertos. Todavía no había nadie sentado.

—¿Qué vais a tomar? —preguntaba Héctor junto al mueble-bar.

Romano Santos fue el ultimo en aparecer. Parecía apurado.

—No habéis empezado aún, ¿verdad?

Sara lo ayudó a quitarse el abrigo.

—Estamos tomando una copa.

Él pidió disculpas en nombre de su mujer; había pasado todo el día con molestias y no podría cenar con ellos, dijo. Les enviaba saludos. Sara nunca había dejado de incluirla en sus listas de invitados.

—Dile a Úrsula que se mejore pronto. Estoy deseando verla.

—Y ella a ti.

Santos acarició el brazo de Sara.

—¿Pasamos al salón? Nos están esperando.

Eran una decena de amigos, algunos de ellos también vecinos, gente del hospital y la refinería. Del equipo estéreo brotaba música a bajo volumen. Una camarera contratada paseaba entre los grupos ofreciendo canapés.

Mientras tanto, Beatriz cenaba en la cocina. El mismo menú que para los adultos pero en miniatura. Sara le hacía visitas cada poco. La camarera entraba y salía.

—¿Quieres venir a saludar?

—Luego.

—Luego vamos a cenar nosotros.

La niña se metió una cucharada en la boca.

—¿Eso significa que no quieres?

—…

—De acuerdo. Ya hablaremos luego tú y yo.

Cuando hubieron terminado con las copas, tomaron asiento, un tanto apretados, alrededor de la mesa.

—Tú aquí, Romano —dijo Sara indicándole una de las cabeceras.

Héctor se acomodó en la otra.

Hubo exclamaciones de asombro cuando se sirvió el primer plato.

—No os alteréis. He tenido ayuda en la cocina —apuntó Sara.

Varias conversaciones tenían lugar simultáneamente.

La camarera llevaba el cabello firmemente recogido. Cuando pedía permiso para retirar un plato se le escapaba un suave acento de Europa del Este. Cada vez que entraba en el salón ellos estaban hablando de algo diferente.

—¿Algo que me dé miedo y me cueste reconocer? —se preguntaba una anestesista del hospital—. Las escaleras mecánicas.

—Entrar en un ascensor con un desconocido.

—Las sierras radiales.

—Meter la mano en un microondas.

—A mí, el hilo dental. Siempre temo cortarme las encías.

(…)

—Este vino es fabuloso.

Todos se mostraron de acuerdo. Giraban las botellas para examinar las etiquetas.

—Ha sido una elección de mi hermano —informó Héctor.

—Desde que Grego tiene el almacén ya no sé qué traer a vuestras cenas —declaró Santos.

(…)

—Ahora cosas que no os gusten y nunca hayáis revelado.

—Viajar en avión. No me da miedo, pero no me gusta.

—Usar desodorante.

—Las tartas de cumpleaños.

Abucheo general.

—Demasiado fácil.

—Está bien… Los Beatles.

(…)

—Lo digo en serio, hubo un tío, un tal Richet, que aseguraba haber asistido a más de doscientas sesiones como médium.

—He leído sobre él. ¿El de los ectoplasmas?

—¿Qué es eso? —preguntó un tercero.

—Algo así como una sustancia que habita en nuestro interior. Una sustancia viva. Con la adecuada invocación puede fluir de los poros… y otros orificios. Una especie de filamentos.

Exclamaciones de desagrado.

—Por favor. No mientras estamos cenando.

—Más o menos es eso, creo —continuó quien había sacado el tema—. Según ese artículo, en las fiestas de la alta sociedad estaba de moda hacer fotos de falsas apariciones.

—¿Cómo falsas?

—Simulaban los ectoplasmas con trozos de muselina mojada.

(…)

—¿Por qué daríais todo lo que ahora poseéis?

Se hizo un breve silencio mientras pensaban.

—¿Estás de broma?

Carcajadas.

—Por mis hijos, claro.

—Yo por vivir en una isla desierta. Desnudo. Para siempre. Dejaría que me crecieran las uñas y se pusieran amarillas —declaró un tasador inmobiliario vecino de Héctor y Sara.

Su mujer lo miró de hito en hito.

—No hablas en serio.

Él levantó la copa para que se la volvieran a llenar.

—Te lo juro por mi sillón de masaje.

(…)

Como estaba anunciado, Grego se presentó a los postres. Dio una vuelta a la mesa estrechando manos y besando mejillas y luego todos se apretujaron un poco más para hacerle sitio. Se sentó junto a su hermano. Hubo miradas más o menos disimuladas. Llevaba la corbata aflojada. Parecía cansado.

—Gracias —murmuró cuando la camarera colocó ante él una ración de crème brûlée.

—¿Cómo va eso? —preguntó Santos desde el otro extremo de la mesa—. ¿El negocio marcha?

—Hasta ahora nunca me había fijado en cuánto bebe la gente.

Los invitados miraron las botellas vacías acumuladas en la mesa y rieron.

Grego se incorporó a la conversación sobre política local que su hermano, una especialista en alergias del hospital y el marido de esta mantenían. Ahogó un par de bostezos. En ambas ocasiones, Héctor, bromeando, le dio un codazo en el costado.

Había retomado el trabajo en el almacén. Prefería no detenerse a analizar si servía o no de algo. Al menos lo mantenía ocupado. También había puesto en orden su casa. Acogía agradecido las visitas de la familia, a pesar de los momentos difíciles que se producían cada vez que la niña preguntaba por Diana.

Paseaban por los alrededores con la disculpa de buscar a Chewie, el hámster de Beatriz, perdido meses atrás. Iban al cine los cuatro juntos.

No había vuelto a sufrir los síntomas de una transformación repentina. Pero si había sucedido una vez podía hacerlo otra. Los días transcurrían bajo una amenaza permanente.

Y había terminado de asumir que nadie salvo su familia podía ayudarlo.

Procuraba no apartarse de su proximidad. Los desplazamientos para visitar a los clientes los resolvía con la mayor brevedad posible, a menudo en el mismo día. Tomaba el primer avión de la mañana y regresaba por la tarde. La noche anterior se despertaba asaltado por falsos picores.

Se esforzó por mantener el ritmo de la charla durante lo que quedaba de la cena.

Alrededor de la medianoche empezaron los vistazos a los relojes y los primeros invitados anunciaron que se retiraban. Poco a poco los demás los siguieron. Agradecieron a Héctor y Sara la invitación.

Santos se despidió de Grego con una palmada en la espalda. Luego, este subió a la habitación de Beatriz.

—Estoy despierta —dijo la niña desde la oscuridad cuando abrió la puerta una rendija.

—¿No te han dejado dormir?

—Hablabais muy alto. ¿Ya te vas?

—Sí. Mañana tengo que trabajar.

Se acercó para darle un beso.

—Que descanses, cariño.

Luego se despidió de su hermano y Sara. El motor del Land Rover bramó en la calle silenciosa.

—¿Qué te ha parecido? —la interrogó Héctor.

Sara estaba cepillándose los dientes. Escupió en el lavabo.

—Creo que ha estado bien. Se han divertido.

—Esa zorra de la papada operada no nos ha quitado ojo en toda la noche.

—¿La de Recursos Humanos?

—La misma —contestó él desde la cama, donde estaba tumbado con los dedos entrelazados sobre el estómago.

—No le hagas caso.

—Ya. Pero me jode. Creo que he cenado demasiado.

—¿Quieres una tableta?

—Ahora no. Quizá luego.

Desde que Carol había dicho en el autobús lo de Grego y Sara, las miradas furtivas y los cuchicheos cada vez que iban al supermercado o llevaban a Beatriz al parque se habían convertido en cosa habitual.

Nadie se había atrevido a interrogarlos directamente al respecto, pero a donde quiera que fueran se sentían observados.

El caso de Grego era similar. El número de clientes que visitaba el almacén había crecido de modo que no dejaba de sorprenderlo. Todos preguntaban por él. El administrativo, con su puntillosa educación, los informaba de que se encontraba ocupado y señalaba la puerta de cristal esmerilado tras la que una silueta borrosa parecía hablar por teléfono.

Todos confiaban en pasar al ya popular despacho, tomar asiento en uno de los sillones de cuero, catar una botella y charlar un rato.

—¿Sabe si tardará mucho?

—Está hablando con Napa. Es difícil de saber.

—Ya…

—Pero si quiere usted esperar…

—No sé.

Nuevo vistazo hacia la puerta esmerilada.

—Ya que está usted aquí quizá le gustaría probar los nuevos caldos que acabamos de recibir. Tenemos una oferta de promoción. Estoy seguro de que el precio por caja le asombrará.

De vez en cuando, a oídos de Sara o de los hermanos llegaban fragmentos de una conversación que tenía lugar en el pasillo contiguo del supermercado o en la parada del autobús escolar, mientras esperaban a Beatriz.

—(…) su hermano lo acogió en casa después de haber andado dando tumbos (…)

—(…) y le consiguió el trabajo en la refinería (…)

—(…) ¿de dónde crees que ha salido el dinero para ese negocio? (…)

—(…) bonita forma de agradecérselo (…)

Tan solo la firme petición de Héctor para que se mantuviera al margen y no atrajera más la atención impedía a Grego responderles.

—(…) ¿y qué me decís de ella? (…)

El rumor tardaba en amainar. Resultaba demasiado jugoso: el Jefe de Seguridad de la refinería, su hermano y su hasta entonces intachable esposa.

Las indagaciones no parecían hallar fondo.

Alguien del hospital, adonde las habladurías también habían llegado, recordó que Sara había acompañado tiempo atrás a Grego para que se sometiera a un chequeo. El hecho, hasta entonces sin importancia, adquirió un cariz renovado. Brotaron interrogantes acerca del interés concreto que Sara podía albergar en la salud de su cuñado.

También se preguntaban si durante las vacaciones del verano anterior, cuando Grego aún estaba saliendo con Diana, él efectuó de veras su viaje anual a Tailandia, o por el contrario…

Un operador de la refinería, que en sus días de descanso cultivaba una pequeña huerta lindante con el camino que llevaba a la casa de Grego, aseguraba haber visto a Sara pasar por allí —ella sola— en esas mismas fechas. Varias veces.

—Es mejor que nos relajemos. No hay que dar más motivos de atención —dijo Sara saliendo del cuarto de baño.

—El relajo es precisamente lo que nos ha traído aquí.

Se tumbó junto a Héctor y emitió un largo suspiro.

—Todo lo que debemos hacer es actuar del modo más normal posible. Aguantaremos el chaparrón.

Y luego añadió:

—Piensa en la niña.

Héctor ya lo hacía.

En la refinería también había miradas de reojo, aunque no tantas como había esperado. Para su sorpresa, la actitud de compañeros y subordinados hacia él se volvió más deferente; los silencios cuando tomaba la palabra en las reuniones, más atentos. Cambios que se encontraban lejos de tranquilizarlo.

Sonó el teléfono de su despacho.

—¿Estás ocupado ahora?

Era Romano Santos.

—Ya lo sabes.

—Voy a dar una vuelta por la planta y pensé que te gustaría acompañarme.

No se trataba de una petición habitual.

—De acuerdo. ¿Quince minutos?

—Hasta entonces.

La tarde estaba tocando a su fin. La mayoría de empleados con jornada ordinaria se había ido ya y en la planta solo quedaban los operadores a turnos.

—Es mi hora preferida del día —declaró Santos.

—También la mía. La de todos.

Paseaban bajo una bóveda de tuberías. Aunque técnicamente se hallaban a la intemperie, sobre ellos se alzaba una urdimbre metálica que apenas permitía vislumbrar el cielo.

Resultaba excepcional ver a Romano Santos con ropa de faena. Su mono estaba limpio y aún conservaba las marcas de la plancha. Por el modo de caminar se adivinaba que debajo continuaba llevando la camisa y los pantalones del traje. Las botas de seguridad no tenían un rasponazo.

El mono de Héctor sí estaba usado. Del bolsillo del pecho asomaba una libreta en la que tomaba notas cuando se encontraban con una manguera de vapor abandonada en mitad de un corredor y otras faltas leves.

—¿Te gusta tu trabajo, Héctor?

No se apresuró a responder.

—Sí.

Hizo una pausa.

—Lo valoro.

—Ya…

Santos guardó silencio durante unos pasos, considerando si su pregunta había sido de veras respondida.

—Últimamente no hemos tenido oportunidad de hablar mucho.

—Ya sabes dónde está mi despacho.

Los empleados con quienes se cruzaban les dirigían saludos y adoptaban un aire atareado. No todos los conocían personalmente, pero el color blanco de sus cascos los delataba como cargos importantes.

Salieron de debajo del entramado de tuberías. Poco más adelante nacía un camino de tierra que remontaba un tramo de ladera hasta una de las antorchas de la refinería. En lo alto ardía una llama permanente donde se quemaban gases y residuos líquidos de los procesos de la planta.

—¿Subimos? —propuso Santos.

Héctor asintió.

El camino era empinado. Pasaron junto a los anclajes de los tirantes metálicos que soportaban la antorcha.

Santos carraspeó.

—Reconozco que al principio me preocupó tu aclimatación al puesto. Sé que no es lo que habías esperado. Un departamento diferente. No conocías a nadie.

—Está superado.

—Lo sé.

—Y que otros jefes…, bueno, pudieran ponerte las cosas difíciles.

—No me gusta entrar en conflictos de territorialidad. A no ser que no quede otro remedio.

—Es un buen criterio —convino Santos.

Hizo una pausa.

—Si no te presté ayuda esos primeros meses no fue porque te hubiera perdido de vista. Tan solo creí que sería mejor de ese modo. Ganarte el respeto por ti mismo.

—Ajá…

—Manejaste bien el asunto de aquel desgraciado que se soltó del arnés. Metiste en cintura a muchos.

Héctor no dijo nada. Aguardó lo que vendría a continuación.

A medida que se acercaban a la base de la antorcha el olor a hidrocarburo se hacía más intenso. Notaban los labios pegajosos. Caminaban sobre tierra desnuda. La zona había sido defoliada a fin de evitar incendios si una pavesa alcanzaba el suelo.

—Ya nadie duda de tu capacidad. Tengo constancia de ello.

—Me alegro.

—Sabía que lo harías bien.

Llegaron al final del camino y Santos se volvió a contemplar el panorama. La refinería se extendía ante ellos. Se encontraban a la altura de la cima de las torres de destilación. En ese momento se conectó el sistema de alumbrado. Centenares de luces siluetearon la planta. Sobre ellas, el cielo era violeta pálido. La refinería parecía una ciudad importada del futuro; un futuro no del todo halagüeño pero incluso así arrebatador.

—No deja de impresionarme —reconoció Santos.

Héctor guardó silencio, pero oteaba el paisaje con similar atención. Las sustancias que discurrían por aquel laberinto de tuberías eran inflamables, tóxicas o se hallaban a elevada temperatura. Una fuga, por leve que fuera, representaba un peligro de consecuencias alarmantes.

—Eres un buen hombre. Siempre has hecho lo que debías hacer. No lo olvides.

Santos continuaba con la vista perdida en la planta.

—Estas cosas no se me dan bien —prosiguió—. Resulta incómodo para todos.

—No sé a qué te refieres.

—Ya… Lo entiendo. Aun así, si quieres hablar…

—No sé lo que habrás oído, pero nada de ello es cierto. Solo la pataleta de una empleada descontenta. Un bulo.

Santos meneó la cabeza.

—Imagino que no continúa con vosotros.

—Puedes estar seguro.

A Héctor se le endureció el tono sin poder evitarlo.

—Es un mal trago —opinó Santos—. En cualquier caso. Pero si te sirve de consuelo, aquí todos piensan que no te lo merecías.

—¿El qué?

Santos se encogió de hombros.

—Todo eso.

Luego preguntó:

—¿Crees que tenemos lo que nos merecemos?

Héctor miró a su superior. Tenía constancia de que en los últimos días el estado de la mujer de Romano había empeorado.

—Nunca me he detenido a pensarlo.

—Mientes. Pero no importa.

—Si hablamos de mi caso…

Santos lo interrumpió.

—No me refería a ti. Ni a mí. Ni a nadie en concreto. Solo es una pregunta —hizo un gesto que abarcó cuanto se extendía ante ellos— formulada en general. Además —se volvió hacia él—, tú todavía estás en mitad del camino, no has alcanzado lo que de veras te corresponde.

En la luz menguante del atardecer sus rasgos quedaban difuminados. Héctor alcanzó a distinguir el brillo de dos filas de dientes blanqueados.

Por esas mismas fechas una nueva chica apareció tras el mostrador de recepción. Diana no dejó pistas sobre adónde se fue. Su despedida se ciñó a sus compañeras de puesto.

Héctor lo lamentó profundamente. Y al mismo tiempo se alegró. Ya no debía sentirse incómodo cada vez que entraba o salía del edificio de oficinas.

El suelo estaba encharcado. Imperaba el bullicio propio de las voces infantiles y el chacoloteo de los pies calzados con sandalias de goma. Desde las duchas situadas al fondo del vestuario ascendía una nube de vapor. Las niñas se secaban. Una de las instructoras pasó dando palmadas para meterles prisa; el siguiente grupo estaba a punto de llegar. Había toallas y bañadores mojados por todas partes.

Beatriz se secaba los huecos entre los dedos de los pies cuando una de las niñas mayores se le acercó. Había otras observando. Cuchicheaban y se daban codazos.

—Oye.

Beatriz alzó la vista. La otra niña era más alta. Llevaba solo unas bragas rosas con la cinturilla bordada. La miraba con las manos apoyadas en sus todavía inexistentes caderas.

—¿Quién es ese que viene a recogerte?

—Mi tío.

Hubo risas contenidas.

—¿No es tu padre?

Beatriz meneó la cabeza.

La niña mayor miró un instante hacia sus compañeras sin dejar de sonreír.

—¿Y a tu madre cuál le gusta más?

Beatriz achicó los ojos, confundida.

—No sé.

La respuesta produjo una descarga de carcajadas.

—¿No lo sabes?

—Mi padre —respondió con un hilo de voz. Miraba a derecha e izquierda. Tenía el pelo todavía mojado.

—¿Quieres que yo te lo diga? —preguntó la niña mayor, y se agachó con intención de susurrarle algo al oído.

El resto del vestuario no perdía detalle.

No llegó a decirle nada. Beatriz dejó caer la toalla, empujó a la niña, que cayó hacía atrás golpeándose violentamente la cabeza contra una de las taquillas, y salió corriendo.

Sara estaba sentada con el bolso sobre el regazo. No había una superficie libre donde pudiera posarlo. El cubículo se hallaba atestado de libros y carpetas y apestaba a tabaco frío. En el alféizar de la ventana había una fila de tiestos con cactus, y en las paredes dibujos infantiles fijados con masilla adhesiva.

—Beatriz no es una niña problemática, ni siquiera en el sentido más general del término —apuntó la tutora—. No posee una actitud que deba, digámoslo así, alarmarnos.

Desde el otro lado del escritorio, Sara la miraba fijamente.

—No es muy sociable, como usted ya habrá notado —prosiguió la tutora mientras revisaba el contenido de la carpeta abierta ante ella—. Concede una enorme importancia a su familia, lo que no es, en absoluto, algo malo. —Hizo una pausa en la que se exploró entre los dientes con la punta de la lengua—. Casi todas sus redacciones versan sobre ustedes, sobre lo que hacen cuando están juntos.

—Dedicamos a nuestra hija todo el tiempo que podemos.

—Me hago cargo. Sin embargo, es importante potenciar las otras relaciones que Beatriz puede tener. Otros niños. Sus compañeras y compañeros.

—No lo paso por alto.

—Una excesiva dependencia, en este caso de la familia, puede ocasionar problemas cuando las cosas… Si las cosas no marchan bien en dicho entorno.

—¿Qué quiere decir?

—¿Va todo bien en su casa?

—Sí.

La tutora cerró la carpeta y sonrió incómoda.

—No malinterprete la pregunta, por favor. Estoy aquí para ayudar.

—Nunca lo haría.

—Bien.

—Bien.

Había días en que Héctor se preguntaba si su familia se estaba volviendo loca. Si las moscas existían en la realidad o eran solo fruto de sus mentes trastornadas. Nadie salvo ellos las había visto. De hecho, ni siquiera su hermano lo había hecho.

No existían pruebas. Las fotos hechas por él años atrás habían sido destruidas. Y Carol, la única persona aparte de ellos que las había visto, solo había apreciado manchas. Quizás insectos. Algo confuso.

Las moscas muertas durante la penúltima transformación, cuando Sara entró sin protección al refugio, ya se habían convertido en polvo.

Una vez que Grego volvía a ser Grego, no quedaba rastro de las moscas.

Sí. La suciedad.

Pero tampoco la había visto nadie.

Quizá limpiaban un refugio limpio. Un refugio levantado para nada.

Héctor ni siquiera podía estar seguro de eso.

Para salir de dudas no le quedaría más remedio que recabar una opinión exterior.

La única forma de probar la ausencia de locura era hacer público que durante años se habían comportado como unos perturbados. Algo que ni siquiera consideraba como una alternativa.

Tenía lugar la inauguración de un nuevo centro comercial. Se encontraba cerca de la urbanización y Beatriz quería ir. Había carteles por todas partes. Propuso que fueran el sábado por la mañana.

Héctor no dijo nada. La idea de comenzar el fin de semana inmerso en una vorágine de compradores no lo llenaba de placer.

—Puedo llevarla yo —se ofreció Grego.

Los cuatro estaban cenando en torno a la mesa de la cocina. La niña no pareció convencida. Desde el incidente en los vestuarios se mostraba recelosa en presencia de su tío, a pesar de que Sara había mantenido una charla al respecto con ella.

—Luego podemos ir a comer —añadió Grego—. Tú escoges el sitio.

—…

—Beatriz… —la conminó su madre.

La niña asintió. El leve movimiento de cabeza fue toda su respuesta.

—Puedo acompañaros, si queréis —terció Sara.

—No hace falta. Nosotros nos las arreglamos bien. Quédate. Disfrutad de la mañana.

—¿Estás seguro?

—A mí me parece bien —intervino Héctor, con lo que el asunto quedó zanjado.

La mañana del sábado Grego pasó a recoger a su sobrina. Esta iba a regañadientes. Su madre la había tenido que obligar a levantarse.

Por el camino, Grego apenas logró arrancarle monosílabos.

El cielo lucía despejado, salvo por un puñado de nubes aisladas de aspecto algodonoso.

El aparcamiento frente al nuevo centro comercial se hallaba repleto. Grego tuvo que dar varias vueltas antes de encontrar una plaza libre.

Dentro del edificio sonaba música de desfile y colgaban guirnaldas del entramado de vigas del techo. Apenas se podía circular de tanta gente como había. Una verdadera muchedumbre que deambulaba sin prisa alguna asomándose a los establecimientos y señalándose cosas entre sí. Los padres se debatían para no perder de vista a sus niños.

Muchas de aquellas personas no residían en la zona, habiéndose desplazado desde distancias considerables. Por doquier había anuncios de ofertas especiales con motivo de la inauguración.

Cada poco un globo escapaba de las manos de un niño, ascendía y quedaba atrapado en el entramado del techo, donde las luces lo calentaban hasta que estallaba. Los estampidos se sucedían con sorprendente regularidad.

Varias compañeras de la clase de natación de Beatriz estaban sentadas en la terraza de un restaurante de comida rápida mientras la madre de una de ellas las vigilaba desde otra mesa. Aquella a la que había empujado en el vestuario llevaba un aparatoso vendaje alrededor de la cabeza.

Beatriz tiró de Grego en otra dirección.

En el centro del edificio se desplegaba una plaza cubierta por una cúpula transparente. Visto desde allí, el cielo parecía algo remoto, no casaba con el recinto cerrado e iluminado artificialmente. Las nubes se habían multiplicado y abarcaban casi la totalidad de la cúpula.

En mitad de la plaza, expuesto sobre una tarima giratoria, se alzaba un flamante todoterreno color cereza. Una batería de focos estratégicamente dispuesta arrancaba destellos al cromado de las llantas. Un poco más allá, una pantalla gigante mostraba el mismo vehículo circulando por paisajes agrestes y vadeando corrientes de agua.

Se trataba de una más de las estrategias promocionales. Las compras que superaban determinado coste iban acompañadas de un cupón para participar en el sorteo del flamante vehículo. Dos azafatas con vestidos de lentejuelas custodiaban sendas urnas. Una pequeña muchedumbre se agolpaba alrededor con intención de introducir sus cupones y atisbar por un instante el interior del todoterreno. Los participantes en el sorteo se apoyaban en las espaldas de los familiares para cubrir los cupones con sus datos.

Grego y Beatriz rodearon el gentío, la niña cogiéndolo con fuerza de la mano.

—¿Te apetece comer algo? —preguntó él.

Entonces restalló un trueno que los hizo sobrecogerse, a ellos y al conjunto de la multitud. Fue como si algo en las entrañas del cielo se hubiera desgarrado. Algo que no tenía que ver simplemente con la meteorología.

Cayó un silencio general, roto solo por la música que brotaba del sistema de megafonía. Todos alzaron sus miradas hacia la cúpula. Al otro lado no había más que nubes, de un tupido gris plomo. Vieron cómo se estrellaban las primeras gotas de agua. Luego estas dieron paso a un repiqueteo más acusado. Gruesas piedras de granizo golpeaban la superficie transparente. Desde aquella distancia era difícil apreciar su tamaño. Fue el sonido lo que despertó el pánico. El matraqueo.

Cada vez mayor.

Más fuerte.

Un pelotón de guardas de seguridad se materializó entre la gente y comenzó a apartarla de debajo de la cúpula. Se oyó un crujido y uno de los sectores de esta cedió de pronto bajo los impactos del granizo. Quedó colgando precariamente del marco, amenazando a quienes todavía se hallaban debajo. El granizo y la lluvia irrumpieron por la abertura.

Grego alzó en brazos a la niña, que temblaba asustada. De repente había personas corriendo por todas partes, sin rumbo fijo. Ellos se colaron en una cafetería que súbitamente se había quedado desierta. Los camareros contemplaban atónitos la muchedumbre.

Se oyeron gritos de quienes se encontraban junto a las puertas del edificio. Nadie osaba salir. Piedras de hielo como pelotas de tenis caían del cielo. Una alcanzó una de las puertas, que se astilló como una telaraña. Las miradas estaban fijas en los coches del aparcamiento, en los que el hielo se ensañaba a sus anchas. Era como si un tropel de niños aporreara a la vez, con furia, sus tambores de hojalata.

Grego tomó asiento con Beatriz en el regazo.

—Me haces daño —se quejó ella.

Él aflojó su abrazo.

—Perdona, cariño.

—¿Qué pasa?

—Es una tormenta. Una tormenta.

Sobre una mesa, a su lado, humeaban dos tazas de café y alguien había abandonado un bollo tras darle un único mordisco. Una de las camareras llamaba por el móvil y sostenía este frente a ella con el brazo extendido para que su interlocutor oyera la algarabía.

—¿Qué pasa? —volvió a preguntar la niña.

—Granizo. Ya lo has visto antes, ¿verdad?

Ella asintió.

—Solo es granizo. Pero más grande.

Le acarició el pelo. Juntos, vieron correr a la gente.

Permanecieron allí hasta que el repiqueteo hubo amainado.

Un camarero se acercó a ellos.

—¿Van a tomar algo?

—No, gracias.

Puso mala cara y volvió a la barra. Discutió con sus compañeros. Por lo visto, aprovechando el tumulto, varios clientes se habían ido sin abonar sus consumiciones. Poco después regresó a la mesa.

—Si no van a tomar nada tienen que irse.

—Solo será un momento.

Luego preguntó a Beatriz si quería que se fueran. Ella dijo que sí.

Oyeron a otra camarera anunciar que había entrado agua en el almacén.

Cuando salieron a la calle las nubes volvían a abrirse y dejaban paso a un sol que calentaba con fuerza impropia de la estación, a la vez que hacía refulgir el granizo que tapizaba el suelo. Tuvieron que achicar los ojos para no quedar deslumbrados.

—Cuidado donde pisas —recomendó Grego.

Los visitantes del centro comercial contemplaban sus maltrechos vehículos. Un grupo se había reunido en torno a un bloque de hielo del tamaño de un coco y le hacía fotos. Una familia sorprendida por la tormenta en el momento en el que llegaba al aparcamiento se hallaba atrapada en su coche. El granizo había abollado las puertas hasta dejarlas bloqueadas y varios voluntarios ayudaban a sacar a los niños por las ventanillas. Había ramas y fragmentos de carteles publicitarios en el suelo. Por la carretera pasaron varios coches de policía y camiones de bomberos haciendo sonar las sirenas.

Llegaron al Land Rover. Parecía como si todo él hubiera sido trabajado a conciencia a base de golpes de maza. Grego dio una vuelta alrededor para evaluar los daños. La luna del parabrisas estaba abombada hacia dentro, cubierta por una filigrana blanca. Varias piedras de hielo habían logrado atravesarla y reposaban en los asientos delanteros, donde ya habían empezado a fundirse.

Vieron correr a una de las azafatas que custodiaban las urnas del sorteo. Hacía equilibrios sobre los tacones. En un par de ocasiones estuvo a punto de irse de bruces al suelo. Se detuvo ante un pequeño utilitario igualmente destrozado. Las lágrimas le embarraban el maquillaje. Miró alrededor en busca de alguien que pudiera ayudarla.

Beatriz tiró de la manga de su tío.

—Vámonos a casa.

Grego montó en el Land Rover. Apartó trozos de hielo y de la luna rota. El motor se puso en marcha al segundo intento, pero era imposible conducir con el parabrisas en aquel estado. Volvió a bajar.

Tomados de la mano cruzaron el asolado aparcamiento en busca de una parada de autobús.